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 PAISAJES DE LAS CAVERNAS (3)
 Exposición colectiva de fotografía espeleológica
Paisajes de las cavernas 3   
   Quienes se adentren en esta exposición van a tener el privilegio de contemplar los más extraños y maravillosos paisajes que nunca una mente sería capaz de concebir: los que se ocultan en la noche eterna de las profundidades de la Tierra. Pasen y vean: escenarios propios de otros mundos, lagos subterráneos, catedrales naturales, parajes insólitos de una belleza fantasmagórica que pocos seres humanos tienen la posibilidad de conocer a causa de las dificultades y peligros que conlleva su acceso. Es la tercera parte de la exposición colectiva de fotografía espeleológica de fotoAleph, con 62 fotos inéditas de Luis Moreno, Fidel Moreno y Agustín Gil.
  
62 fotografías on line

Indice de textos
Cuevas. La última terra incognita
Incidentes cavernícolas
Cómo fotografiar una cueva y sobrevivir al intento
Cuevas con historia
Una exposición colectiva y abierta
   
Enlaces a webs de espeleología
Bibliografía
Indices de fotos
Indice 1   Cueva de Akuandi
Indice 2   Cuevas de Noriturri, Los Cristinos, Zugarramurdi y Sara
Indice 3   Cuevas de Astiz y Alli
Indice 4   Cuevas de Sorogain, Irati, Vidangoz, Learza, Aizpun y Aralar
Indice 5   Cuevas de Agiñekolezia, La Leze, Soria, Marruecos y Melilla
  


  
Amaya o las cuevas en el siglo XIX
 
    Varias cuevas y abrigos rocosos que mostramos en nuestra exposición fotográfica (como las de Itxitxoa II, foto46, o San Miguel de Aralar, foto48) evocan los escenarios donde transcurren algunos episodios de la novela Amaya o los vascos en el siglo VIII (1877), del escritor navarro Francisco Navarro Villoslada (1818-1895). 

Indice 
1.  Las montañas de los vascones 
2.  De Armenia a Vasconia. Orígenes bíblicos de la 'misteriosa raza éuscara' 
3.  De los pasos que dió Teodosio en busca del brazalete de Amaya 
4.  De cómo la cueva no era empresa para Teodosio de Goñi 
5.  En que se dice quién era el Basajaun y qué significa su nombre 
6.  En que la historia obliga a decir más de lo que quisiera 
7.  De cómo principió la reconquista de España 
8.  De la visita que tuvo el solitario de Aralar 
9.  El dragón sale de la cueva 
10.  De los orígenes del reino de Pamplona 
11.  San Miguel de Excelsis, el santuario sobre la gruta 
12.  Amaya (o 'el fin') 
Bibliografía 
 



  
1.  Las montañas de los vascones
 
   El célebre santuario románico de San Miguel de Aralar es uno de los altos lugares espirituales de Navarra. En un agreste paraje de la sierra, dominando la Barranca y las sierras de Urbasa y Andía, constituye un destino de peregrinaciones y romerías, y un centro de devoción muy metido en el alma del pueblo. 
   La tradición sitúa debajo del santuario la gruta habitada por un dragón al que dio muerte el arcángel San Miguel. La iglesia se habría construido en conmemoración del sobrenatural suceso. 
  El santuario de San Miguel de Aralar está también asociado con la trágica leyenda de Teodosio de Goñi, que, narrada en la novela 'Amaya o los vascos del siglo VIII', vamos a comentar aquí con cierta extensión. 
   Lejos de intentar resumir en este estudio la prolija trama y la muchedumbre de personajes del libro, nos hemos limitado a extractar los episodios donde las cuevas cobran protagonismo como escenario, y los que relatan las desventuras de Teodosio de Goñi, que dieron pie a la leyenda de San Miguel de Aralar, acompañados de los incisos pertinentes para que, pese a la criba de textos, el lector pueda seguir el hilo de la historia. No vamos a ahorrarnos tampoco algunos comentarios críticos a los que los muchos aspectos trasnochados de la novela nos obligan. 
   Ya desde el capítulo I de la primera parte de este novelón histórico-legendario de 750 páginas se mencionan las cuevas (lo hemos resaltado con negritas; en todas las transcripciones respetaremos la ortografía de Navarro Villoslada, aunque en los términos vascos no se corresponda con la del actual batua, o vascuence unificado), como anticipando la importancia que van a tener en la narración, al tiempo que se sintetiza la situación política del momento: 

   "A principios del siglo VIII, el Imperio visigodo, cuya capital era Toledo, se extendía desde la Galia Narbonense hasta más allá de Tánger, sin que los Pirineos de Aragón y Cataluña, ni el estrecho de Gibraltar, sirviesen de límites al dominio hispano. 
   Sólo algunas tribus ibéricas que poblaban las faldas pirenaicas desde el Adur hasta el Ebro se mantenían independientes, sosteniendo lucha tenaz, que desde las primeras embestidas de los suevos contaba ya cerca de trescientos años (...). 
   Suintila, y Wamba mucho más tarde, estuvieron a punto de enseñorearse de Vasconia; pero las sierras y barrancos, con sus selvas y precipicios, sus cuevas, torrentes y cataratas, conservaron siempre la primitiva independencia, como los picos altaneros guardan la nieve que no pueden derretir los soles de cien siglos."  

   Navarro Villoslada trata de demostrar la base documental de dicha supuesta independencia de los vascones respecto al reino visigodo de Toledo, que, dominando la Península Ibérica, no llegaba a controlar del todo la tierra de los vascos, en particular las zonas de sus montañas, donde vivían orgullosos de su independencia, indómitos e irredentos. Aduce que en las actas de coronación de cada nuevo rey visigodo siempre aparece al final la coletilla 'et domuit vascones', aseveración que si se repite machaconamente es porque, por lógica, nunca se habría cumplido en la realidad. El dominio a medias de Vasconia por los godos les forzó a fundar en tierras llanas ciudades como Victoriaco (Vitoria) u Oligitum (Olite), y a ocupar y restaurar Iruña ('la ciudad' por antonomasia, es decir, Pamplona). ¿No hay aquí un resabio de la división ya establecida en tiempos de los romanos entre el ager vasconum (las tierras bajas y llanas, más civilizadas) y el saltus vasconum (la selva, las boscosas y agrestes montañas, a las que apenas llegaba la romanización)? 
   En el capítulo primero del libro segundo de la primera parte se describen los abruptos escenarios montañosos donde va a desarrollarse el grueso de la trama. 

   "dominando torrentes y barrancos, y anonadada a su vez por los inaccesibles riscos, bosques impenetrables y sierras de primera magnitud que le servían de antemural" (...) 

   "El valle de Goñi es uno de los más pobres de Navarra; pero en las majestuosas y pintorescas sierras de Andía y Urbasa, que lo defienden de vendavales y vientos del Norte y del Poniente, Miguel (el venerable padre de Teodosio de Goñi) mantenía numerosísimos rebaños, que le suministraban pingüe riqueza." (...) 

   "De allí, en efecto, la vista abarca todo el valle que le ciñe, con sus crestas de rocas cenicientas y sus fragosos bosques de verdes hayas, parduscos robles y espinosas carrascas. Cinco pueblos humildes aparecen como engarzados en ese magnífico fondo de selvas y peñascos (...) a la falda de la sierra de Sárbil, que separa a Goñi del Larraun y el Arga, muéstranse Aizpun y Azanza, resbalándose al parecer por la pendiente de pedregosa montaña, que, a falta de lozanía, ostenta gallardos y vigorosos contornos; y cuando las miradas, estrellándose en desnudos peñascos de arrogantes estratificaciones, que descuellan pintorescos entre hayas, robles y siempre verdes tejos, dan por terminado el valle, no hay más que volver los ojos hacia el Norte y ocaso para descubrir otro paisaje que llamará la atención por el recuerdo del drama, vivo aún en la memoria de aquellas gentes, al cabo de once siglos, terrible episodio de la historia que hemos principiado a narrar." 

   El paisaje a que se refiere es la sierra de Aralar, y el drama, como veremos más adelante, el de Teodosio de Goñi. Pintados el telón paisajístico de fondo y el ambiente donde va a desarrollarse la historia, la novela sitúa la acción en una encrucijada clave del espacio y del tiempo. El lugar es Navarra y el momento es la invasión musulmana de la Península Ibérica. 
   El reino visigodo se halla en plena descomposición, minado por las intrigas y rivalidades en las luchas por el poder. Los judíos de Pamplona, en conexión con los de tierras más al sur, conspiran también y se suman a los traidores que van a traer la ruina al país, apoyando a las tropas de Tárik y Muza, que están a punto de cruzar el estrecho de Gibraltar. Y en medio de todos ellos, en los montes que circundan por poniente a Pamplona, en las sierras de Sarbil, Aralar, Urbasa y Andía, en los recónditos valles de Goñi, Abarzuza y las Amezkoas, viven apartados y en armonía, fieles a sus tradiciones, los vascones, que no se mezclan con los godos y resisten a su dominio. Ni romanizados ni gotizados, los miembros de la misteriosa raza eúscara', celosos de su libertad, se hallan en pleno proceso de cristianización, a pesar de la renuencia de ciertos sectores paganos, seguidores a ultranza de la vieja religión druídica y panteísta heredada de los antepasados. 
   El autor no puede evitar caer en todos los tópicos maniqueos a la hora de describir los distintos 'pueblos', 'razas' y 'credos' en conflicto: los visigodos serán a lo largo de la novela decadentes y corruptos; los judíos, sin excepción, pérfidos y traicioneros; los moros, feroces y sanguinarios; los paganos --cuyo máximo representante es Amagoya, temible matrona con dotes de astróloga, descendiente directa de Aitor y tía de Amaya--, tercos y alucinados. Sólo los vascones de las montañas, recién convertidos a la nueva fe cristiana que se abría paso por aquellos pagos, son gente noble y de alma inocente y sin doblez. También los visigodos, desde Recadero, que abjuró del arrianismo, son cristianos católicos. Pero el cristianismo de los vascos no está contaminado por los lujos disolutos de la civilización y es puro como la naturaleza; son ellos los llamados a propagar la verdadera esencia de la fe en Cristo. 

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2.  De Armenia a Vasconia. Orígenes bíblicos de la 'misteriosa raza éuscara'
 
   El escritor navarro se atreve más adelante a disertar sobre los orígenes míticos de la raza vasca, cuyos miembros serían los descendientes del patriarca Aitor, uno de los supervivientes del Diluvio, emigrados a estas montañas desde las lejanas montañas de Ararat, donde encalló el Arca de Noé tras bajar las aguas de la inundación universal. No duda para ello en entrar en disquisiciones bíblicas y usar las Sagradas Escrituras como sustento epigráfico; son curiosas las coincidencias que señala entre los topónimos de uno y otro país (Ararat = Aralar), que podrá verificar quienquiera se tome la molestia de consultar un atlas: 

   "Si la montaña de Aralar, magnífico eslabón de la cadena pirenaica que se alza soberbio hasta enfrente de las sierras de Urbasa y Andía, y al lado de las de San Adrián y Gorbea, tiene suma importancia en el orden geográfico, no menos le corresponde en el orden histórico y tradicional. 
   Los autores que, apoyándose en la dudosa autoridad del historiador Flavio Josefo, suponen tubalina y, por consiguiente, jafética, la misteriosa raza éuscara, fijan desde luego su atención en el nombre de Aralar, que con poca diferencia es el mismo que en griego lleva la Armenia, primer solar del linaje humano después del universal diluvio. 
   Esta semejanza de voces por sí sola no daría siquiera margen a racionales conjeturas; pero se presenta acompañada de notables coincidencias. Resalta, desde luego, que a la falda de Aralar, en el valle mismo de Larraun, nace un río, llamado Araxes; y Araxes se llama también el río armenio, hermano del Eufrates, que desemboca en el mar Caspio; Gordeya, el monte de Ararat donde posó el arca, y Gorbea, y antes Gordeya, el gran nudo de la misma espina dorsal que Aralar (...). Estrabón nos cuenta que uno de los ríos de Armenia se denomina Arago, y Arago, sin quitar ni añadir una tilde, con el artículo a pospuesto, Aragoá, se dice en vascuence el Arga, que corre por la cuenca de Pamplona y recibe las aguas del Larraun y el Araquil, unidos al descender de la sierra de Aralar. 
   Todo esto, y los sucesos históricos y hasta de carácter sobrenatural que allí ocurrieron, prestan al monte cierta aureola de misterio, que parece como indicio de especialísima y perdurable Providencia." (Comienzo del capítulo VII del segundo libro de la primera parte). 

   En su viaje desde Armenia a Vasconia, el patriarca Aitor trajo consigo un rico tesoro de joyas y piedras preciosas orientales, que en secreto escondió bajo tierra en algún lugar ignoto de las montañas vascas, con la finalidad de que algún día tales riquezas se recuperaran y pusieran al servicio del pueblo vasco, y más en concreto cuando los vascos llegaran a instaurar una monarquía propia y proclamar un rey. 

   "Las riquezas que he traído, sepultadas quedan en las entrañas de la tierra. Os dejo la pobreza por prenda de ventura y las rocas por herencia. No seáis conquistadores y no temáis ser conquistados." (...)  
   "Dijo Aitor, y fué besando a sus hijos, y con el ósculo postrero rindió su postrer aliento." (Capítulo X de la segunda parte).  

   El lugar donde se oculta el tesoro de Aitor es un secreto que se irá transmitiendo de generación en generación, pero por vía materna, de madres a hijas (¿una alusión al ancestral matriarcado vasco?). La cuestión es que en la época en que comienza la novela sobreviven tres hermanas, descendientes directas de Aitor: Lorea, Amagoya y Usua. Y la depositaria del secreto es la hija de Lorea, Amaya. 
   El nombre de Amaya no es casual. A lo largo del libro se repetirá en diversas ocasiones el lema en vascuence 'Amaya dá asierá', que literalmente significa 'el fin es el principio', y parece profetizar que con Amaya acaba una época (la de la oscuridad y el paganismo) y empieza otra, la del reinado de los vascos y el advenimiento de la verdadera religión. 
   Pero el personaje de Amaya es controvertido, pues es hija de madre vasca y de padre godo: el duque Ranimiro, pariente de Don Rodrigo y de Pelayo, y supuestamente encarnizado enemigo de los vascos, al atribuírsele el incendio del castillo de Aitor, en Aitormendi, y la consiguiente muerte de la madre de Amaya. Se demostrará más tarde que esta acusación es falsa, pero de momento lo que nos interesa es que la clave para hallar el escondrijo del tesoro de Aitor está inscrita en un brazalete de plata, bajo un medallón engastado que tiene grabada una cruz. Y tal brazalete se halla en poder de Amaya, que lo porta de adorno en un viaje que hace con su padre y todo un ejército a Pamplona, atravesando la Burunda, en tierras vasconas. 
   Los vascones atacan por sorpresa a los visigodos al pie del desfiladero de las Dos Hermanas (dos grandes peñones gemelos que, a la altura de Irurzun, flanquean como centinelas la ruta de Navarra a Guipúzcoa). Los godos, pillados por sorpresa, huyen en desbandada y son hechos prisioneros. El corcel sobre el que cabalga Amaya se desboca aterrado, asciende a una de las peñas y va a precipitarse en el abismo sin que nada pueda hacer ella para frenarlo. 
   Hace súbita y providencial aparición el héroe Teodosio de Goñi, aspirante a caudillo de los vascos, nada menos que en el peñón opuesto de las Dos Hermanas, y barruntándose la inminente tragedia, dispara raudo una flecha desde la cumbre, y se la clava al caballo de Amaya, que cae herido, derribando por tierra a la doncella en el último segundo. (Quienes circulen hoy día por la autovía que cruza al pie de las Dos Hermanas, se darán cabal cuenta, con sólo calcular a ojo la distancia entre las puntas de los dos peñones, de lo extraordinaria que fue la hazaña de Teodosio. ¿O habría que calificarla de milagrosa? En cualquier caso, ¡menuda puntería!). 
   En esto hace acto de presencia por allí Petronila, pintoresca anciana que mora en un caserío cercano, apodada 'la loca de Echeverria', pues todos la creen demente. De loca nada; durante años se hacía la lunática, pero al mismo tiempo se iba enterando de las conversaciones que los hombres mantenían a su derredor en la casa, despreocupados al no creer ser objeto de escuchas, particularmente en todo lo concerniente al escondrijo del tesoro de Aitor, cuyo descubrimiento tantos y tan contrapuestos personajes anhelaban. Quien consiguiera el tesoro, tendría no sólo riquezas. Obtendría el poder prometido al soberano de los vascos. 
   Y Petronila, ni corta ni perezosa, se abalanza sobre Amaya y en lugar de atenderle, le arrebata el brazalete, que se lleva consigo monte arriba nadie sabe adónde. Teodosio socorre a Amaya, se entera del secreto del brazalete. Los vascones hacen prisioneros a Ranimiro y a todos los soldados, y se los llevan a Goñi para someterlos a juicio. 
   A partir de este rocambolesco episodio, el brazalete de Amaya funciona en el libro como el típico 'Mac Guffin' de las películas de Hitchcock: todos los personajes de la historia, desde los héroes a los villanos, lo persiguen, por lo que se convierte en motor de la acción. Pero buena es Petronila, que se erige desde entonces en guardiana y protectora del secreto de Aitor, para que no caiga en manos que no lo merezcan. 
 
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3.  De los pasos que dió Teodosio en busca del brazalete de Amaya
 
   El capítulo VI del libro segundo de la primera parte sigue las andanzas de Teodosio por la montaña de Aralar, a la búsqueda del brazalete que contiene los datos para encontrar el oculto tesoro de Aitor. Teodosio se tropieza con la pastorcilla Olalla, hija de Petronila y Lope de Echeverria, y le sonsaca acerca de su paradero: 

   "si ha escondido esa joya en la inmensa montaña de Aralar, echarnos a buscarla sería tiempo perdido... 
   --¡Y tan perdido!... Sobre todo si, cual suele hacer con otros objetos que quiere conservar, lo arroja a la sima. 
   --¿Qué sima? --preguntó turbado el caudillo. 
   --En la peña --contestó Olalla-- hay una cueva, y en la cueva un pozo muy hondo, muy hondo, adonde mi pobre madre, sin saber lo que se hace, tira algunas cosas creyendo que las guarda. Y, en efecto, bien guardado está lo que allí cae... No hay miedo de que nadie saque nada de allí. 
   --¿Tan profunda es la sima? 
   --No sólo profunda, sino madriguera de dragones. 
   --¡De dragones! 
   --Siempre se ha creído que por lo menos un dragón se oculta en el fondo." 

   Entra en escena Petronila, que baja del monte, y topándose con Teodosio, mantiene con él una conversación en la que, conociéndole como le conoce desde tiempo ha, adivina sus intenciones y hasta sus ambiciones. Sobre el brazalete no suelta prenda, antes bien, usando sus dotes de bertsolari (que comparte con su rival, la pagana Amagoya), espeta a Teodosio un cántico de rima improvisada: 

   "En somo, somo la sierra, 
se alza el peñón de Aralar, 
y allá, en el hondo en el hondo, 
nuestros tesoros están. 
   La cruz vencerá al dragón, 
cruz a la cruz guardará..." 

   Teodosio pregunta: 

   "(...) si Amaya reclama, no el secreto, que no es suyo, porque es goda, sino el recuerdo, la memoria, la joya de su madre, ¿dónde le diré que puede recobrarla?" 

   Pero Petronila, desconfiada, le proporciona las señas de una forma oscura, cual oráculo de pitonisa. 

   "--¡Pobre infeliz! A ti te lo digo, Teodosio, no a ella. ¡Pobre infeliz que quieres esconder tu ambición, tu codicia y tu infidelidad detrás de mi cariño! Dile que esa joya queda en Aralar, el rey de los montes en esta cordillera. 
   --¿En qué punto? 
   --¿También eso? Dile que la joya está en la sima, lo entiendes, en la sima de Aralar, sobre la cual he puesto una cruz... Ya lo ves que no me duelen prendas. Ningún vascongado, cristiano ni gentil, es capaz de derribar y remover la cruz, cuyos brazos se extienden protegiendo el tesoro de nuestros padres (...). Sí; la cruz vascongada protege desde esa montaña toda la escualerría. Vete a buscar ese nuevo tesoro. Atrévete tú, hijo de Jaun Miguel y de Andra Plácida de Goñi, atrévete a robar a las tribus del lauburu su nueva y santa enseña." 

   (Aclaremos, para quienes lo desconozcan, que el lauburu --las 'cuatro cabezas'-- es una especie de cruz a modo de esvástica con los brazos y las puntas redondeados, que simboliza a las cuatro provincias vascas al sur de la frontera pirenaica --Guipúzcoa, Vizcaya, Álava y Navarra-- y pasa por ser enseña ancestral de los vascos). 
   Abandona Teodosio a Petronila y a su hija Olalla, y asciende por la sierra de Aralar. 

   "Cuando se vió fuera del camino y entre los bosques y asperezas de aquellas breñas, (...) habiéndose encontrado con un carbonero, le preguntó si por casualidad había visto aquella tarde a la loca de Echeverria, que de esta manera antonomástica era, aún más que por su nombre, conocida en la comarca. Contestóle afirmativamente el tiznado montañés, añadiendo que le dejó asombrado verla trepar a la cueva y sepultarse en ella. 
   --¿Vísteisla salir? 
   --No, señor --contestó el carbonero de Aralar--; pero de seguro que no está dentro, porque al cabo de un rato, movido de curiosidad, entré en la cueva por ver qué hacía allí la loca, y no la encontré. Sin duda se había marchado, echándose por derrumbaderos de cabras para bajar más presto. 
   --Y en la cueva, ¿qué hizo la loca? ¿No visteis allí nada que llamara vuestra atención? 
   --Sólo una cruz de palo enclavada en la hendidura de la peña (...). La loca acababa de plantarla allí. (...) 
   --¿Y qué hay debajo de la cruz? 
   --¿Debajo de la cruz? ¡Qué preguntas! Debajo está la sima. 
   --De manera que la cruz se alza sobre la sima. 
   --Sobre la misma boca del pozo. 
   --¿Y nunca habéis descendido a él? 
   --¡Bajar al pozo! Jamás. Ni yo ni nadie. Aunque no debe de ser difícil, porque no parece muy hondo, según suenan las piedras que yo he tirado. 
   --Pues bien, hermano; yo seré el primero. Cuento contigo para bajar esta misma noche. 
   --¿Y el dragón que hay dentro? 
   --No le tengo miedo. Soy devoto de San Miguel, y tú sabes bien qué cuenta da el arcángel de los dragones. 
   --¡Pero sin más ni más descender a la sima! Eso es tentar a Dios. 
   --No es tentarle, sino intentar una buena obra. (...) Hermano, has visto entrar en la cueva, pero no salir, a la loca de Echeverria; esa circunstancia y la cruz de madera me hacen sospechar si en un rapto de locura se habrá tirado esa infeliz al pozo. Es preciso averiguarlo. Conque arriba os espero. Deja el horno a buen recaudo, y sube luego con cuerda, luquetes y teas. Tú nada temas, que al pozo sólo yo he de bajar." 
  
   "Teodosio llegó poco a poco a la cumbre de la montaña, en cuya espaciosa meseta de peña viva álzase hoy la gran basílica de San Miguel de Excelsis, tan rica en tiempo de hospederías, señora de la villa de Muruela y de grandes fábricas y caseríos. La iglesia cubre la boca de la cueva y, por consiguiente, el pozo donde Petronila había arrojado el brazalete de Amaya. A la sazón, ni templo, ni casas, ni monasterio, ni hospederías existían. La cumbre estaba cubierta de matas de robles y carrascos, que brotaban de las grietas; la cueva, formada por un hundimiento brusco de la roca caliza, medio oculta entre espinos y matorrales; y allá dentro, en el fondo, bajo una concavidad, descubríase la boca de la sima, sobre la cual, improvisada y tosca cruz tendía al aire y medio inclinada hacia el fondo sus brazos protectores. 
   (...) Sentóse Teodosio a la entrada de la gruta, sumido en tan graves reflexiones, que se olvidó de la temerosa soledad en que yacía;" (capítulo VI de la segunda parte).  
 
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4.  De cómo la cueva no era empresa para Teodosio de Goñi 
 
   "La peña de San Miguel de Excelsis, último escalón de la más empinada cumbre, que se eleva hacia el Norte a distancia de cinco minutos, era entonces fragosísimo desierto. De día, rarísima vez trepaban hasta la mesa de la cueva cabras desmandadas, que los pastores con la honda y los mastines a fuerza de carreras y ladridos, solían hacer tornar al rebaño; de noche, los osos, lobos, jabalíes y otras fieras quedaban dueños del campo. 
   Teodosio no se asustaba de alimañas ni de hombres; no se acordaba siquiera del peligro, no conocía el miedo (...); no le asaltaba la superstición, no temía al descomunal vestigio, al nunca visto dragón de la sima" 

   "Y el hijo de Miguel se atrevió entonces a dirigirse a la boca del pozo. 
   --La cruz está aquí, sobre el tesoro de Aitor, sobre la joya que guarda la clave del tesoro." 

   "Y semejantes contradicciones, misterios tan profundos y fuera del alcance de la mente de Teodosio, eran lo único que le daba miedo en aquella soledad, en aquella cumbre, donde se agarraban tradiciones, fábulas y leyendas, como nieblas que subían de los valles y nubes que cruzaban de monte a monte. 
   Sorprendióle en estas dudas y cavilaciones la llegada del carbonero, que le traía cuanto le había pedido y era menester para bajar a la sima; mas no su concurso, no su auxilio personal. 
   (...) Viendo Teodosio que aquel hombre temblaba, sin querer ni poder quizá dar un solo paso hacia lo interior de la cueva, lo despidió (...). En vano le instó el carbonero, arguyéndole de temerario; Teodosio fue insensible a sus ruegos, y tornó a quedarse solo en la espantable caverna. 
   Encendió luz y, tomando una tea, se dirigió con resolución a la boca de la sima. Tiró adentro algunas piedras, que caían en seco después de tropezar y detenerse brevísimos instantes en las paredes laterales. No era insondable ni excesivamente honda, como creía el vulgo. Podía Teodosio atar la cuerda a cualquiera de las peñas inmediatas, para descender con seguridad; y en cuanto a ser madriguera de alimañas o dragones, el silencio que reinaba en lo profundo, harto indicaba lo vano de temores semejantes. 
   Angosta y circular; con un techo semejante, en lo ojival, a la arquitectura de este nombre, y por los artesones, colgantes, festones y filigranas a la mudéjar y gótica florida, debía de ser uno de esos prodigios de estalactitas y estalacmitas, cristalizaciones y esmaltes, que, como joyas de orfebrería, guardan las montañas en su estuche de rocas calizas." 

   "La luna, casi redonda, que había aparecido en el horizonte una hora antes de ponerse el sol, salía en aquel momento de entre las nubes que cruzaban como fantasmas desde los picos del Pirineo a la cresta de Aralar, y dió de lleno en el fondo de la cueva, dejando en descubierto sus rocas cortadas a pico, verticales y en hiladas de diversas estratificaciones rojas, parduscas, amarillentas y azuladas, sólo interrumpidas por zarzas o matorrales de espinos, avellanos y manzanos silvestres que brotaban en las grietas, o por algún lagarto a quien el resplandor de la tea y los pasos de Teodosio habían despertado. 
   La cruz resaltaba sobre el pedestal y proyectaba torcidas sombras en el lienzo iluminado por la luna, cuando Teodosio, después de haber atado la escala de cuerda llena de nudos a uno de los pilares próximos al pozo, arrojóla dentro y se quedó como escuchando los ecos subterráneos, o quizá indeciso y temeroso. Creía percibir extraños ruidos y movimientos en el fondo de la sima. Entonces se acordó del dragón, y sacó la ezpata con ánimo de embestirle si por allí salía; pero quedóse como entumecido y paralizado al sentir humana voz que sonaba tremenda en lo cóncavo del peñón: 
   --¡Baja! 
   Teodosio quiso contestar, pero tiritaba, dando diente con diente. 
   --¿No bajas? --prosiguió la voz--. ¿No te atreves? 
   El arrogante caballero, no queriendo parecer cobarde ni ante personas invisibles, ni a sus propios ojos, fué a descolgarse de la cuerda; pero en su aturdimiento y precipitación derribó la cruz que cayó a la sima, resonando de roca en roca con pavoroso estruendo. Ya no pudo más: arrojó la tea y huyó despavorido a la entrada de la caverna, quedando allí mudo y sobresaltado. 
   --¡No es esta empresa para mí! --exclamó por fin con terror y desaliento. 
   Y al volver los ojos a la negra boca de la sima aparecióse de medio cuerpo arriba una mujer, que, desgreñada y con los brazos desnudos y cruzados delante del pecho, miraba a Teodosio con aire triste, desdeñoso y compasivo. Era Petronila. 
   --Dices bien; no es para ti la empresa, ni para ningún hombre honrado, Teodosio --le contestó la aparecida." 

   Petronila parece tener el don de la ubicuidad. Desaparece y aparece en los sitios más inesperados, bien para ayudar a quien lo necesite, bien para frustrar los planes de quien no lleve buenas intenciones. En el diálogo que sigue, podemos constatar cómo también tiene afición a la espeleología. Petronila acaba de soltar una furibunda regañina a Teodosio, recriminándole por su codicia: 

   "Lo comprendí todo. Conocí que, con pretexto de investigar si yo, que estuve esta tarde en la cueva, me había sepultado en el pozo, querías descender al fondo para apoderarte del brazalete. 
   --¿Y por dónde habéis entrado a la sima? 
   --Por el fondo. No hay en esto milagro ni maravilla. 
   --¿Tiene salida a otro lado? 
   --Lo debías suponer. Su techo, sus columnas, sus cristales, se forman del agua que la roca destila, y si el pozo está seco, el agua que cae tiene que salir por alguna parte. 
   --¿Y habéis hallado el brazalete? 
   --Sí; y a poco que me hubiese descuidado no habría tenido esa fortuna. 
   --¿Conque es decir que habéis salido de las entrañas de la tierra, habéis trepado a la boca de la sima por la escala que yo arrojé sólo por el gusto de decirme que me llevo chasco? 
   --Precisamente." 

   Petronila pone a Teodosio al corriente del significado profundo del tesoro de Aitor, pieza vital para el buen porvenir de los vascos y la expansión de la cristiandad. En su elocuente alegato, desenmascara las intenciones ocultas de Teodosio, sus ansias de caudillismo. 
   Las palabras de Petronila emanan en este punto un sorprendente olor a actualidad cuando explica al impetuoso mancebo vasco que la persecución de un buen fin no justifica el empleo de medios inicuos: 

   "--Los hombres como tú (...) no cejan en su propósito; siguen adelante, adelante siempre en su camino (...); y no pararás hasta arrancármelo (el secreto de Aitor), no para ti, sino para presentarte con él y reclamar albricias. Vas a tu fin, y nada te distrae de él; quieres llegar a un término, y no hay obstáculos que te arredren. 
   --¿Y por qué no, si el fin es bueno? 
   --¡Desdichado! No puede ser bueno el fin cuando para lograrlo es menester atropellar justicia y verdad, las cuales, si son antes que la escualerría, por mucho que valgas, deben ser antes que tú. (...) ¿Y has de ser tú el guía por ventura? ¿Y has de serlo tú, joven Teodosio, siguiendo por la senda que llevas? ¡Responde! ¡Responde! ¡Ah! ¿No te atreves? Pues bien: ¡no, mil veces no! Vuelve los ojos, mira al Oriente. ¿Qué ves allá, bajo el murallón de los Pirineos, en el seno de los montes, en lo negro y escondido de los valles? ¿No percibes confusa claridad en las tinieblas, vaga lumbre como de hoguera que se apaga? 
   --Es Iruña. (Nota del autor: Buena población, en vascuence.
   --Pamplona, la ciudad de Pompeyo, no la buena ciudad. Los reyes vascones han de coronarse allí, han de tener allí su trono. Dime tú ahora si por estas breñas y peñascos, si por la sima de esta cueva abajo te propones llegar a la conquista de Pamplona. La ciudad fermenta en rebeliones, hierve en judíos, y allí se encaminaba Ranimiro a sosegarla. ¿Quién la ha detenido? Es el futuro rey, por ventura? (...) ¿Dónde está el caudillo de las montañas? ¿Qué disposiciones toma el cabeza de los vascos? ¿Qué hace para contrarrestar las fuerzas enemigas? ¿Qué para defender siquiera su valle y su casa, y a su padre y a su madre, cuya edad no les permitirá siquiera huir a las sierras de Urbasa y Andía?" 

   Estos argumentos son los que más escuecen a Teodosio. La discusión prosigue, y el héroe mete la pata al mencionar a la pagana Amagoya, a la que desea pedir consejo en sus planes matrimoniales para con su sobrina Constanza ("¿Quién como Amagoya?"), lo que provoca en Petronila un arrebato de indignación que le hace poner el grito en el cielo. 

   "Entonces Petronila alzóse súbitamente, y puesta en pie sobre el abismo, levantó el brazo y el índice, y exclamó con voz robusta, y como inspirada por espíritu celestial: 
   --¿Quién como Dios? 
   Y en el fondo de la cueva resonó el eco por vez primera: '¡Quién como Dios!' 
   Quedaron ambos silenciosos. 
   --¿Lo oís? --prosiguió la sublime anciana--. ¿Es el eco, por ventura, o el arcángel San Miguel, a quien los vascones, como adalid de celestial milicia, invocan en las batallas?" 

   El capítulo, que se titula 'El eco de los montes de Navarra', concluye así: 

   "irguió la frente, y con aquella poderosa voz estentórea y aquella sobrenatural inspiración que conmovía las rocas, tornó a exclamar: 
   --¿Quién como Dios? 
   Y '¿quién como Dios?', volvió a contestar el eco. 
   Pero esta vez creyeron entrambos divisar dulcísima claridad en la cueva, y cayeron de rodillas." (Capítulo VIII de la segunda parte)  

   El capítulo III del libro tercero de la primera parte se titula 'En que el autor hace dormir a los personajes, y quizá también a sus lectores', y a fe que lo consigue varias veces a lo largo del interminable folletón. Sepa el lector que, por largos que le parezcan los presentes textos, son el resultado de una drástica poda, que quizá no recoja ni la centésima parte de las páginas de la novela. Basándonos en el criterio de seleccionar los párrafos que hacen referencia a las cuevas y grutas, de rebote ha surgido casi completa la leyenda de Teodosio de Goñi, cuyas aventuras, además de ser la parte a nuestro juicio más entretenida del libro, constituyen la columna dorsal de una trama que se bifurca a cada página por cien vericuetos argumentales. 
 
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5.  En que se dice quién era el Basajaun y qué significa su nombre
 
   Damos ahora un gran salto en la narración y pasamos al capítulo IV del libro tercero de la segunda parte. Teodosio de Goñi, recién casado con Constanza de Butron, hija de Usua, una de las tres herederas del secreto de Aitor, cae víctima de los celos ante las intrigas de su rival Eudon, anterior pretendiente de la dama, y se aleja una vez más hacia las montañas, la misma noche de su boda, abandonado al furioso vaivén de las pasiones. 
   Se desencadena una violenta tormenta "tronchando los árboles de las cumbres y arrancando las rocas de su eterno asiento, lanzando al hondo troncos y peñascos, que descendían saltando de precipicio en precipicio". 

   "Tras un rayo como cien rayos, seguido de un estampido como de cañones de artillería, viva claridad inundó la atmósfera, rojo resplandor, que cada vez se iba haciendo mayor y más siniestro, iluminó las nubes. Estaba ardiendo la selva. Detúvose un momento el caminante, y dijo en alta voz, como si quisiera a gritos ensordecer la de su miedo: 
   --¡Ya no es posible seguir! ¡Atrás! 
   Una voz terrible, que más parecía rugido de fiera que humano acento le contestó: 
   --¡Atrás! 
   Y el desposado quedó inmóvil. (...) Miró alrededor de sí, y cerca de él, y en el fondo de la selva de trozos rojizos y negras, pardas y encendidas hojas, divisó un bulto gigantesco, de extraño y fantástico continente. 
   --¡El Basajaun! --exclamó Teodosio, y siguió inmóvil. 
   Era, en efecto, esa terrible aparición tan popular entre los vascongados, ese fantasma que ha creado la imaginación de los primitivos pobladores pirenaicos y que dura todavía como superstición arraigada en cuarenta o cincuenta siglos. ¿Quién es el Basajaun? 
   Su nombre puede traducirse por Señor de la selva o Señor salvaje. Según las leyendas, o más bien, según el relato de los campesinos, el Basajaun es fiera de figura humana cubierta de largo vello de la cabeza a los pies, que anda como el hombre, con fuerte y nudoso garrote en la mano. Su estatura es colosal; su fuerza, irresistible; su agilidad, extraordinaria. Trepa como un tigre por los árboles y rocas inaccesibles, y las derriba o las remueve sin grande esfuerzo. (...) Es locura intentar contra él la menor defensa; la única manera de aplacarlo es obedecerle ciegamente. De este modo el Basajaun puede convertirse en inofensivo y hasta en protector, porque no es de esas bestias feroces que matan por matar (...). 
   Tal es el Basajaun en la imaginación popular. Aquellos vascófilos que atribuyen a la raza eúscara origen o larga vida errante por región meridional, creen que esta fábula, semejante a la de los sátiros y silvanos de la mitología helénica, es una reminiscencia de los gorilas y orangutanes que los primitivos euscaldunas, antes de cruzar el Estrecho, y de establecerse en la Península Ibérica, solían encontrar en los bosques africanos. 
   Pero no hay necesidad de recurrir a tan remotos tiempos ni a supersticiones aventuradas para explicar los fantasmas que el miedo y credulidad del vulgo pueden crear. Si aún a fines del siglo pasado, testigos oculares y fidedignos cuentan haberse visto en los bosques de Irati dos salvajes que vivían en completa desnudez y apartamiento del comercio humano, figurémonos lo que se contaría del Basajaun en los tiempos de nuestra historia, dentro de cuya oscuridad sólo confusamente vislumbramos algunos personajes legendarios. 
   Si un pobre aldeano tenía que atravesar de noche selvas poco frecuentadas, y el eco repetía el sonido de sus pasos al cruzar tendidas lastras y peñascales en hueco, no cabía duda: el Basajaun le venía siguiendo y llevaba el compás de sus pisadas. Quien juraba y perjuraba haberlo visto al asomarse a la boca de una cueva o en el fondo de un barranco. Era la imagen de su propio terror, que se reflejaba en la oscuridad de la caverna." 

   No, no hay necesidad de recurrir a tan remotos tiempos para oír hablar del Basajaun, señor de la selva o señor salvaje, en traducción literal. ¿No tenemos acaso en los bosques cercanos a Lanz una cueva, declarada reserva natural y cerrada a cal y canto por el Gobierno de Navarra para evitar el expolio de sus raras y delicadas concreciones, que precisamente se llama Basajaunetxea, 'la casa del Basajaun'? 

   "Allí estaba el Basajaun en pie, en el fondo de la selva, fornido, robusto, cubierto de vello, con la maquilla en la mano; allí estaba quien le habia dicho: '¡Atrás!' con voz que retumbaba como los truenos. 
   --¡Acércate! --prosiguió el monstruo en purísimo vascuence, (...) 
   --Sígueme --añadió en tono de soberano de las selvas. 
   Teodosio, en vísperas de serlo de toda Vasconia, le siguió como un siervo. Echaron ambos a correr por la espesura, huyendo del incendio. Era ya preciso, si esclavo y señor no habían de morir achicharrados. 
   (...) Llevábalo jadeante, sin respirar apenas, el Basajaun, que rompía el ramaje, saltaba riachuelos, hendía maleza y salvaba peñascos maravillosamente sereno, como si anduviera por praderas de hierba aterciopelada. (...) se detuvo al pie de un escarpado peñón, donde se percibía la negra boca de una concavidad." 

   El supuesto Basajaun da de comer a Teodosio, y luego le hace beber un vaso de vino. Teodosio obedece. 

   "Teodosio tiró el vaso de cuerno y miró al señor de los bosques, no sabemos si con la osadía que le daba el mosto o con el recelo de que aquel extraño gusto le inspiraba. (...) El caudillo vasco, que empezaba a sentir cierta turbación, como si el vino se le hubiese subido a la cabeza, no le contestó. Quiso levantarse, pero se sentía pegado a la losa que le servía de asiento. 
   --Tu conciencia te lo decía, tus presentimientos no te engañaban; querías ir a Goñi a sorprender a tu mujer en coloquios con su primer marido, a quien has visto entrar en Jaureguia por la puertecilla secreta.  
   --¡Mientes! --exclamó Teodosio, cuya mente se iluminó de improviso, y cuyo pecho se inundó también de repente con borbotones de rabia y de rencor--. ¡Mientes! Porque ese a quien llamas su primer marido eres tú, y ¡vive Dios!..." 

   Teodosio, entre los vapores del narcótico que le nublan el cerebro, identifica la verdadera personalidad que se oculta bajo el disfraz del Basajaun: es Eudon, duque de Cantabria, máximo enemigo de Teodosio, que tiene todas sus energías enfocadas a llegar a ser rey, para lo cual persigue el tesoro de Aitor, usando de toda clase de artimañas. Judío camuflado, aspira como fin último a emancipar a los judíos de la Península, y convertirse en soberano de un nuevo reino de Israel. Antiguo pretendiente de Constanza, al haberse hecho antaño pasar por el vasco Asier, hijo adoptivo de Amagoya (que, obnubilada, cree ver en él la encarnación de la profecía 'Amaya dá asierá'), no duda en aprovechar aquella circunstancia para encender las sospechas y celos de su rival Teodosio, y abocarlo así a la autodestrucción. Eudon es también hijo del perverso rabino judío Abraham Aben Hezra, practicante de la astrología, que pulula por los escenarios del libro disfrazado de anacoreta, bajo el nombre de Pacomio, con el fin de descubrir la cueva de Aralar donde se oculta el tesoro. 

   "El desdichado quiso hacer el supremo esfuerzo para ponerse en pie y sacar la ezpata; pero no pudo, y cayó cuan largo era, murmurando: 
   --¡Dios mío, tened piedad de mí! 
   --Sí --le dijo Eudon, viendo que todavía estaba con los ojos abiertos--; he quedado de acuerdo con ella, y vuelvo a Goñi para llevármela, porque es mi esposa. Tú te quedas aquí sepultado para siempre. Quiero sólo que vivas para que dentro de esta concavidad me contemples sentado en el trono a par de Constanza. 
   --¡Imposible! ¡Tú, rey! ¡Imposible! ¡Hombre de raza maldita, para ti no tendrá Dios misericordia! 
   --¡Imposible! --exclamó el duque de Cantabria, riéndose de cruel y amarga manera--. Cuento con el tesoro de Aitor; cuento con los árabes y berberiscos, dueños ya de media España. Mira tú si es imposible. 
   --¡Jesús me valga! 
   Tales fueron las últimas palabras de Teodosio. 
   Al verle profundamente narcotizado, lo arrastró Eudon al fondo de la caverna. Al poco rato tornó al aire libre con su traje ordinario, cerrando la sima con una losa pesada, a la cual agregó tantas otras, que hacían imposible la salida. 
   (...) el incendio seguía avanzando hacia el cañón horadado; las llamas lo cubrirían en breve, y el humo y el calor sofocarían dentro de su hueca tumba a Teodosio mucho antes de que pudiera recobrar los sentidos." 

   Con esta truculenta escena de suspense termina el capítulo, y se prosigue la historia en el siguiente: 

   "Ni en extensión ni en magnificencia podía compararse aquella gruta con la famosa de Iturburu, donde creía Eudon que se guardaba el tesoro de Aitor; pero tenía con ella cierta relación y semejanza. Era, si el neologismo se me permite, sucursal de la casa de Pacomio. 
   Efectivamente, de aquella ya desconocida y olvidada concavidad, abierta en un peñón que siglos y siglos atrás llevaba el misterioso nombre de Mendiguru, o cerro de la Cruz, sin embargo de haber servido de altar para los cruentos sacrificios druídicos, servíase el astrólogo conspirador como de apeadero indispensable en sus frecuentes expediciones a Pamplona, donde por esquivar el báculo del prelado y aún el brazo de la justicia secular, solía entrar con diferentes disfraces, que en el hueco de la peña almacenaba. Del fondo brotaba un manantial que llamaba Iturguru. 
   Aplicando a la boca de esta caverna el especialísimo cierre de la principal, nadie más que Abraham Aben Hezra sabía manejar el artificio con facilidad y seguridad completas; pero Eudon, apremiado por nuevos y terribles avances de las llamas, suplió su ignorancia, o quizá su inexperiencia, acumulando sobre la enorme losa primera, piedra sobre piedra, en términos de que ni un gigante podía removerlas desde adentro. A cuatro varas de distancia torcíase el agujero a izquierda y derecha en ángulo recto, y entrambas rinconadas, interrumpidas por sendos pilares de cristalizaciones, servían de guardarropa al rabino. 
   Este jamás hacía allí noche. Sin más respiradero que la entrada, contados estaban los días, las horas quizá, de quien se encerrara en tan angosto recinto, incomunicado con el aire libre. No podía prolongarse mucho, por consiguiente, la vida de Teodosio, puesto que no sucumbiera a la fuerte dosis de narcótico que de un trago había bebido (...) y gracias a la precipitación con que (Eudon) anduvo para cubrir la boca, tampoco ésta quedó herméticamente tapada. 
   Teodosio fue volviendo en sí (...). No sabía dónde se hallaba (...). Cruzó por su fantasía la idea de la cueva, del perdurable encierro en agreste sepultura; sintió calor sofocante, abrasadora sed; palpaba, por decirlo así, el humo de las tinieblas, comprendió que estaba amenazado de muerte al fuego lento de las llamas, que sin duda circundaban y envolvían el peñón de la gruta (...). Alzóse, irguió la frente, y con la cabeza daba en las estalactitas de la bóveda; tendió los brazos y en las dos paredes del antro tocaba a un tiempo con entrambas manos. Daba algunos pasos, y al punto tenía que detenerse junto a la roca. 
   Sintió la ceguedad, la rabia de la desesperación. Perdió toda noción del paraje en que moraba, de la figura y dimensiones de la cueva; no conocía ni cuál era el principio, ni cuál era el fin. Si se ponía a trabajar para salir, temía confundir la boca con el remate y fatigarse en vano, cuando el natural instinto le decía que por falta de aire y por sobra de humo y calor le quedaban muy pocas horas de vida. Agréguese a tantas angustias la completa carencia de conocimientos acerca del tiempo que llevaba en aquel sepulcro. ¿Cuánto había durado su letargo? ¿Qué hora era? ¿En qué día estaba?" 
    
   "Y en aquel momento sintió un ruido hacia la derecha. Se estremeció; parecióle que los espíritus infernales le habían escuchado, y se prestaban y acudían a su ruego. El ruido era exterior, y, por tanto, allí donde sonaba, allí debía de estar la salida. Arrastróse hacia ella como culebra, y dió con un charco de agua, que sin duda había entrado por las junturas de las piedras, y bebió, sació la sed que le devoraba. 
   Con semejante refrigerio recobró las fuerzas físicas, mas no la serenidad ni el vigor de la conciencia. No veía más que visiones diabólicas; creíase bajo el poder y dominio del enemigo del humano linaje. El ruido, el agua, el hallazgo de la boca de la cueva, todo le parecía obra suya. 
   Como quiera que fuese, iba a salir. Moriría, pero no enterrado en vida, arañando las rocas de su sepultura, consumido, tostado al fuego, al humo del incendio (...). 
   Había cesado el ruido de las peñas. Reinaba profundo y pavoroso silencio. Encorvóse Teodosio para mover la losa. ¡Vano intento! (...) comenzó a dar voces como un insensato. 
   --¡Calla! No grites --le dijo al fin una voz murmurando--. ¿Quién eres? 
   --¡Teodosio! ¡Teodosio de Goñi, encerrado aquí por Eudon! 
   --Mientes. Eres Abraham Aben Hezra. El diablo te ha traído engañado en busca del tesoro, y el diablo se burla de ti cerrándote la puerta. Morirás, morirás ahogado por la codicia. 
   --¡Petronila! ¡Petronila! ¡Soy Teodosio, soy el marido de tu sobrina, soy el rey! (...) 
   Cayó de hinojos al suelo para ayudar a su libertadora y alzar la piedra con las espaldas. 
   --¡Animo! --decía gritando--. ¡Adelante, quienquiera que seas! 
   Silencio completo. Hizo un esfuerzo hercúleo, y desvió por fin la enorme piedra, movida ya por los de fuera. La entrada estaba patente y franca. Con una alegría que le ahogaba, interrumpiendo los latidos del corazón, sintió en su rostro la frescura del aire libre, sacó la cabeza, y quedó desvanecido. 
   Había quedado en su desmayo con los pies dentro de la gruta y el cuerpo sobre las peñas, por oculta y misteriosa mano levantadas; hallóse al volver en sí reclinado en brazos de Petronila. (...) 
   Una manga transportada por el huracán, deshecha en lluvia torrencial, sin duda alguna había apagado el fuego de la selva al pie mismo de la roca, a pocos pasos de la gruta, en el momento en que las llamas iban a invadir el cóncavo recinto. 
   El humo que por los intersicios del montón de piedras había penetrado demostraba que las llamas no se hubieran detenido ante aquel estorbo. 
   ¡Qué milagro! Y si milagro no, rigurosamente hablando, ¡qué suceso tan providencial! ¡Qué favor divino tan señalado y patente!" 

   Petronila, que aparece siempre cual dea ex-machina en los momentos y lugares clave para resolver los conflictos, vuelve a echar otra feroz bronca a Teodosio reprochándole su egoísmo y ambición por querer llegar a ser rey sin merecerlo, y habida cuenta de que otro pretendiente, como García Jiménez, señor de Abarzuza y de las Amezkoas, al unirse a los godos para guerrear contra la invasión musulmana, ha reunido más méritos que él para erigirse en caudillo de los vascos. Hace mutis Teodosio despechado, y Petronila 

   "...lo siguió con la vista hasta que desapareció, y mirando entonces muy atentamente a todos lados pareciéndole que estaba sola, completamente sola, se dirigió con precaución hacia la gruta, y se hundió en ella haciendo la señal de la cruz. 
   --¡Jaungoicoa eta euscaldunac! '¡Dios y los vascos!' --exclamó al sepultarse bajo las rocas (...)" 

   Teodosio en tanto se topa por los montes con un ermitaño que, 'inspirado por el Espíritu Santo', le pone en guardia acerca de la fidelidad de su recién consorte Constanza y desgranando lo que el lector sabe que no es sino una sarta de mentiras, le azuza el demonio de los celos: 

   "(...) por virtuosa la has tomado; a título de santa y bautizada poco ha te acabas de casar con ella, y ella, en cambio, te arma tal maldad, que hoy, hoy mismo te está engañando y te vende. 
   --¿Con quién? 
   --¿Con quién ha de ser sino con ese duque, con el mancebo a quien quiso desde sus primeros años, a quien ama hoy más que nunca (...), con quien ha concertado tu deshonra y usurparte el trono. 
   --¡Padre, padre! Mirad lo que decís, porque ese duque es un miserable judío, y Constanza está bien sabedora de ello. 
   --Para una mujer que por amores pierde el seso no hay moros, ni judíos, ni respetos que valgan." 

   Comentarios machistas y antisemitas en un solo diálogo, pero Navarro Villoslada pretende autentificar su fidelidad histórica en una nota a pie de página: "El fondo, y con frecuencia las frases mismas de este relato, están tomadas de una antiquísima Memoria del suceso, a la cual siguen el P. Fray Tomás Burgui y los demás historiadores. El novelista ha puesto aquí muy poco de su cosecha."  
   El ermitaño se va hacia los frondosos bosques de Aralar, pero Teodosio le da alcance: 

   "--¿Dónde os volveré a ver, padre mío? ¿Dónde tenéis la vivienda? 
   --Mi morada es una sima muy honda, muy honda, que casi toca el centro de la tierra. Nadie me ve, nadie me conoce." 

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6.  En que la historia obliga a decir más de lo que quisiera
 
   En el capítulo VI, se consuma la tragedia, como consecuencia de las intrigas urdidas por los villanos de la novela: el falso ermitaño, cuya diabólica identidad no se dice, pero se insinúa; Eudon, rival de Teodosio en su persecución del tesoro de Aitor y en su disputa del trono de Vasconia; y el padre de Eudon, el astrólogo y rabino judío Abraham Aben Hezra, alias Pacomio. 
   Teodosio acude a su Goñi natal, presa de sus pasiones y cegado por los celos. 

   "Allí perdía a un tiempo el honor y el trono; allí de un golpe podía alcanzar los dos. Con tales ideas y propósitos, no vaciló un momento siquiera en tornar a casa para sorprender a Eudon y Constanza y lavar con sangre la mancha con que le estaban infamando." 

   Un escudero aquitano, que es en realidad un judío camuflado, anda espiando a Teodosio, y enterado de lo que sucede, se entrevista en el mismo monte Aralar con Pacomio (en realidad el rabino Aben Hezra, uno de los mayores malvados de esta historia): 

   "--Maestro, tenéis a Teodosio en Val-de-Goñi, y a Petronila dentro de vuestra cueva (...) 
   --¿En cuál de ellas? 
   --En la vuestra. ¿Qué sé yo cómo la llamáis? En la cueva donde habéis encerrado a Teodosio, en la caverna del Basajaun. 
   --¿A qué ha ido allí? --preguntó Rab Abraham con vagos terrores y vagas esperanzas, presintiendo un golpe fuerte, decisivo, transcendente para todos los días de su vida (...). 
   --Eso es lo que no puedo asegurar, porque no lo ha dicho; sé que Petronila no iba allá con intención de salvar a Teodosio; pero sé que lo salvó, que lo ha sacado de la gruta; en una palabra: que me tomó la delantera. Sé que por entrar en la cueva ha dejado marchar solo a Teodosio, y sospecho que debe andar en busca de algún tesoro. Vos sabéis lo que guardáis allí. 
   Pacomio perdió el color y estuvo a punto de caer desmayado. Tal fué la conmoción que sintió de pronto al oír al escudero. 
   --¡Ah! --exclamó con voz apenas perceptible. 
   Y mentalmente repitió, como iluminado por súbito esplendor: 
   --'A cinco pasos de la boca se tuerce a mano derecha, y a los tres pasos, al pie de un pilar...' ¡Es ella! ¡Es ella! ¡Iturguru! ¡La fuente de la cruz! Es la cueva del tesoro de Aitor." 

   Parece colegirse de este diálogo que el rabino Aben Hezra poseía datos precisos (obtenidos a través de su red de espías) del emplazamiento del tesoro de Aitor en la cueva de Aralar, pero que había estado buscando en la dirección equivocada a causa de un malentendido (su lengua madre era el hebreo): había confundido la cueva de Iturburu (en vascuence 'manantial'; literalmente 'cabeza de fuente') con la de Iturguru (la 'cruz de la fuente'). Y es en este momento cuando se da cuenta de su grave error. 

   "–¿Cuánto tiempo ha que Petronila entró en la cueva? 
   –Una hora; menos de una hora. 
   –Está bien, Joziz, hijo de Joseph; yo me encargo de la loca; del loco, tú. Ya sabes con qué objeto te mandamos levantar las losas de la gruta; ya sabes que sólo Aser Ben Abraham (el hijo del rabino, la verdadera personalidad de Eudon) ha de reinar en Vasconia. ¡Reinará! ¡Reinará si su rival queda inutilizado! ¡Vendrán aquí nuestros hermanos del Africa y todos los hijos de Israel reinaremos con el hijo de Abraham! 
   Y se alejó murmurando entre dientes: 
   –Aun es tiempo; la sorprenderé con las manos en la masa." 

   Las acciones corren paralelas en este tramo de la novela y volvemos a Teodosio, calificado de loco por el rabino y que a la sazón era digno de ese nombre, pues "corría desalado hacia su valle, como si le faltara tiempo de llegar y sorprender a la pérfida que tan miserablemente lo engañaba". 
   Se acerca a Jaureguia, el palacio de sus padres Miguel y Plácida, venerables ancianos señores de Goñi, respetados por todos los vascones, que habían cedido su propio dormitorio en el palacio a los nuevos esposos, para pasar la noche de bodas. 

   "¿Seguiremos la relación, a que la pluma se niega horrorizada? Lo exige la historia (...). Acercóse a tientas, apoyándose en las paredes, porque temblaba de pies a cabeza. Delante ya de la puerta, algo había sentido que disipaba las dudas o temores que a cada paso le asaltaban. Estaba escuchando con el alma entera clavada en el oído. 
   Por de pronto quedó sobrecogido de la más siniestra alegría. El tálamo nupcial estaba ocupado; los criminales no habían huído. Nadie, nadie en el mundo podía arrebatarle ya el placer de vengarse por su mano. Si mataba a los dos, si no perdonaba a ninguno, la ley le absolvía. Mas él entonces no se acordaba de leyes, y por encima de todas las del universo hubiera saltado para satisfacer su rencor (...). Teodosio percibía claramente el respirar de dos  distintas personas en el lecho (...). 
   Dió tres o cuatro pasos adelante sin hacer el menor ruido, y no podía dudar: eran dos las personas que allí reposaban. Hallábase a la cabecera de su propio tálamo, y el corazón quería saltársele del pecho. Alargó la mano izquierda hacia la almohada y tentó el rostro de un hombre con fuerte barba. Era imposible equivocarse; la que a su lado yacía era su mujer. Fué a levantar la diestra, pero la sintió pesada, paralítica, como si el acero que empuñaba fuese una montaña (...). 
   Levantó la ezpata y la clavó en la garganta de la mujer, y con la sangre humeante la volvió a clavar en el pecho del varón. La primera de las víctimas no lanzó ni una queja ni un suspiro. O murió en el acto, o conoció la mano que le hería y no quiso denunciarla con sus gritos. El hombre dejó escapar terrible clamor inarticulado, y todo al punto volvió a quedar en silencio (...). 
   Por aturdimiento cerró de golpe la puerta de la cámara, y arrojó la ezpata, y por la fuerza de la costumbre se encaminó maquinalmente a la escalera principal. Sus pasos eran tremendos y resonantes; su conciencia le decía que acababa de perpetrar un crimen; pero sus pasiones le gritaban que se había vengado (...). Pero al volver hacia el corredor que daba a la escalera, al entrar en aquel tránsito..., ve luz artificial... ¡Gran Dios! Una mujer se le presenta con una lámpara en la mano. Constanza, al ruido de los pasos, salía de otro aposento. 
   –¡Teodosio! –exclamó para no dejarle duda de que era ella, ella misma, y no ilusión o fantasma de imaginación errada–. ¿Qué es eso? ¿De dónde vienes? 
   El caballero, yerto, inmóvil, con rostro de condenado, no le contestó. 
   –Te esperaba amor mío, esposo mío. Mi corazón me decía que habías de volver, y me quedé haciendo las veces de tu madre. ¡Te esperaba rezando, pidiendo a Dios que te trajese presto vencedor, salvador de los vascos! Pero tú has creído que dormía en nuestro aposento... 
   –¡Ah! ¿Pues quién... –exclamó Teodosio, con acento inexplicable–, quién duerme ahí? 
   –¡Tus padres! 
   Y sin proferir una sola palabra huyó el infeliz despavorido." 

   "Por nefando y horrible que parezca este hecho –apostilla el autor en nota a pie de página–,  es innegable y no puede prescindirse de él en la historia de los vascos en el siglo VIII. Constante y perpetuamente tradicional, referido por todos los autores que tratan de la aparición de San Miguel de Excelsis en Navarra, apoyado en manuscritos de la Edad Media, tiene además en su favor el irrecusable testimonio de monumentos y restos arqueológicos completamente auténticos. Ha dado origen a la fundación de monasterios, basílicas y ermitas; está consignado en libros, cuadros y estampas (...). 
   Pero lo raro y sorprendente no es tanto el hecho en sí como el haberse repetido con las mismas circunstancias en Cataluña, según es de suponer, donde se celebra la festividad de San Julián, el hospedero de pobres en el mes de agosto. El santo perpetró el involuntario parricidio también por infundados celos de su esposa (...). Lope de Vega ha puesto la vida de El dichoso parricida San Julián, o El animal profeta, no ya en novela histórica, sino en el teatro." 

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7.  De cómo principió la reconquista de España
 
   Saltamos al capítulo primero del Libro Cuarto. En un diálogo entre Ranimiro, noble visigodo padre de Amaya, y García Jiménez, el héroe vascón aspirante a rey y pretendiente de Amaya, que ha batallado en la Bética contra el moro invasor, Ranimiro da fe de los primeros pasos en la llamada 'Reconquista', refiriendo las ayudas que los príncipes cristianos de la Península Ibérica ofrecen a Teodomiro, el último godo, en la 'santa empresa'

   "--Uno de ellos se lo prometió y cumple heroica, milagrosamente la promesa: mi sobrino Pelayo. Retírase a los terribles montes asturianos, y allí reúne un ejército compuesto de todos los hombres aptos para las armas, los cuales principian por aclamarlo rey. Reino de selvas, rocas y desfiladeros, pero no importa; es reino de cristianos. Rey de España se llama Pelayo, y ese nombre suena con terror en el oído del musulmán, que a toda prisa manda contra los salvajes astures al africano Otsman ben Abn Nicah, el caudillo que más confianza inspira a Tárik. Lleva consigo numeroso escuadrón de godos traidores, mandados por Opas, el obcecado obispo de Sevilla. Pelayo los espera detrás del monte Auseba, en valle profundo, al último del cual se divisa la negra boca de una gruta llamada Covadonga. 
   Era difícil llegar al torvo escondrijo, que no tiene otra garganta que el desfiladero, por donde corren las aguas de fuentes y cascadas. Pelayo dió orden a sus soldados de esconderse entre las breñas, sin oponerse a la entrada de los invasores. Cuando todos éstos se hallaban en el fondo del valle, el rey cristiano se presenta a la boca de la cueva, y los picos y faldas de la sierra aparecen coronados de guerreros, que cortan la retirada al ejército musulmán. En el fondo de Covadonga ven los astures a la Madre de Dios, a quien invocan, y los infieles caen aterrados y heridos con sus propias flechas, que se vuelven contra ellos. 
   Terrible fue el desastre para los enemigos: era el primero que sufrían después de la invasión. Ciento veinticuatro mil hombres perecieron allí, según cuentan, entre ellos el caudillo Otsman. El obispo cayó prisionero, y fué condenado a muerte. Los pocos sarracenos que lograron escapar de la carnicería se refugiaron en la concavidad de un peñón. Pero se levanta descomunal y aterradora tempestad, rómpense las cataratas del cielo, desplómase la roca y aplasta y sepulta a cuantos en ella se habían refugiado. 
   --¡Dios lo quiere! --exclamó García--. Ha comenzado la reconquista, y no cesará hasta que España vuelva a ser enteramente cristiana." 

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8.  De la visita que tuvo el solitario de Aralar
 
   En el capítulo siguiente ha pasado el tiempo y volvemos a tener noticia de Teodosio de Goñi, que está cumpliendo penitencia por su parricidio, vagando durante años por las soledades de la sierra, con unas gruesas cadenas de hierro ceñidas a su cintura, y viviendo dentro de la gruta. La penitencia dictada por el Papa de Roma ha de durar hasta que las cadenas se le caigan por sí solas de viejas. 
   Marciano, santo obispo de Pamplona, y García Jiménez se disponen a subir desde la iglesia de Santa María de Zamarce a los altos de Aralar para entrevistarse con el penitente, llevando como guía a Petronila, que se conoce la sierra palmo a palmo. 
   Antes de ascender, el párroco informa al obispo: 

   "-- (...) nadie se arrima ya a la peña ni para guarecerse de nublados. Hasta los cabreros huyen de la gruta de algunos meses a esta parte. 
   --¿Por qué? 
   --Los unos, por miedo; los  otros, por respeto al santo anacoreta. 
   --¿No le han conocido? 
   --¡Ay, padre! Ni su misma mujer acaso le conocería ya. 
   --¿Tan desfigurado está? 
   --Es un esqueleto vivo. Los pastores, que alguna vez lo sorprenden o columbran, han esparcido la voz de que la peña de Aralar está habitada por fantasmas." 

   Aparece Petronila, que es la única que, sin temer a fantasmas, visita de vez en cuando a Teodosio en su gruta, y puede ofrecer información de primera mano: 

   "Ayer tarde, por vez primera, entré en la gruta, y le dirigí la palabra. Quedé espantada de su rostro y conmovida y edificada al propio tiempo. ¡Qué desnudez de vivienda! ¡Qué falta de todo humano recurso! ¿Cómo pueden vivir así terrenales criaturas? En el verano, cuando hay hierbas en abundancia, sólo de ellas se sustenta. Cuando escasean, en una próxima roca le dejo mendrugos de pan áspero y moreno, porque si es entero y blanco no lo prueba (...). Los fríos y hielos del invierno hienden allí las rocas, que crujen resquebrajadas; con nieve se ciñe la peña la mayor parte del año, y, sin embargo, allí no se ve el humo, ni allí señal de fuego. Hambre, frío y soledad." 

   Suben los tres a Aralar al encuentro de Teodosio. 

   "Cuando Marciano, al llegar a la verde y aterciopelada planicie del peñón, pasó delante del solitario, éste se prosternó hasta besar el suelo, y al caer se sintió el crujir de la cadena de hierro que llevaba sujeta, con pretina también de hierro, a la cintura. Aquella cadena, que aun hoy día se conserva, pesaba más de dieciocho libras." 

   Se refiere el novelista a las cadenas que actualmente se exhiben colgadas de una pared en el interior de la iglesia de San Miguel de Aralar. 
   Entra el obispo en la gruta, da la comunión a Teodosio y García Jiménez, e insta a ambos caudillos a unirse a la cruzada contra la amenaza mahometana, que se acerca ya a Pamplona por el Arga y la Burunda. García resume a Teodosio la situación: 

   "(...) los infieles son dueños de toda la Península española, excepto de algunos montes de Asturias, donde Pelayo levanta la enseña de la Cruz, y del ducado de Aurariola, en que Teodomiro se ha declarado independiente. Dejando a entrambos a la espalda, vienen los musulmanes, se apoderan de Cesaraugusta, y desde la orilla derecha del Ebro van a caer sobre nosotros (...). No hay ya en Vasconia vascos ni godos; todos somos cristianos." 

   "El prelado le dijo entonces: 
   --Este es uno de los motivos que he tenido para venir a veros; el peligro es tan formidable, que para conjurarlo se necesita el concurso de todos los fieles. 
   --¿Y qué puedo hacer yo, padre mío? 
   --¿Puedes dejar esa gruta? ¿Puedes suspender siquiera por unos días la vida que llevas hace tantos años? ¿Puedes ir de ciudad en ciudad, de valle en valle, predicando la guerra? 
   --Cuando por vuestro mandato fui a Roma para que el Papa me impusiera la penitencia que merecía mi pecado, el Sumo Pontífice Constantino, que a la sazón se hallaba en Bizancio, me mandó ceñirme al cuerpo esta cadena de hierro, y que hiciese penitencia con vida solitaria hasta que la cadena desgastada se desprendiese de la cintura; y bien lo podéis ver, señor Obispo, por ahora no hay trazas de que el ceñidor se rompa. 
   Y al decir esto se puso en pie, y alzando un poco los brazos, dejó ver el duro y bronco cinturón que traía. 
   Sus tres amigos le miraron conmovidos y edificados al propio tiempo. Petronila prorrumpió en sollozos. Marciano y García tuvieron que hacerse violencia para disimular su espanto. 
   La argolla de la cadena, rompiendo el sayal de la túnica, se le metía en la carne; y aunque el penitente remendaba el hábito como podía, bien se dejaba ver que toda la cintura debía de ser una llaga. (...) 
   --Ya veis --añadió el solitario-- que todavía tengo penitencia para largos años. Un solo eslabón de la cadena se me ha desprendido hasta ahora. 
   --¿Cuándo? --le preguntó Petronila. 
   --Antes de fijar mi morada en esta cueva (...). 
   Marciano, conmovido, le contestó: 
   --Se necesita un milagro para que ese hierro se quebrante." 
 
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9.  El dragón sale de la cueva
 
   El capítulo III y último de la cuarta parte (titulado 'Que no yerra quien obedece al superior') relata el desenlace. 

   "Por insignificantes que los sucesos de la gruta nos hayan parecido, formaban época en la vida del solitario de Aralar, émulo de sus predecesores en la Tebaida." 

   Por una de esas casualidades que se dan en las novelas decimonónicas, hace su aparición en esas alturas un personaje clave. 

   "(...) llamó su atención la carrera velocísima de un jinete godo, que montaba caballo árabe de pura sangre. (...) A cierta distancia aparecían como persiguiéndole jinetes vascos. (...) El godo estaba perdido; y (...) saliéndose del camino llano y ribereño, enderezó la carrera del impetuoso corcel hacia la falda del monte para perderse en lo fragoso de la sierra, por entre selvas y peñascos. 
   El caballo árabe, poco acostumbrado a correr en terreno de pizarras y lanchas resbaladizas, salía asustado de un precipicio para asomarse a otro (...), y cerca ya de la cumbre, se le fueron los pies y cayó derrumbado. 
   Verlo Teodosio, y correr hacia el sitio de la catástrofe, todo fué uno. No se acordó de que estaba descalzo ni de la pesada cadena que ceñía; por entre espinos, peñas y matorrales descendió al precipicio (...). Al pie de la tajada peña yacían inmóviles caballo y caballero (...). 
   No podía dejarlo a la intemperie, y en un sitio tan sombrío y desamparado, donde era probable que fuese acometido y devorado por las fieras. Trató, pues, de llevarlo a la gruta (...). 
   Con los pies ensangrentados, la cintura en carne viva y el peso de su argolla y eslabones de hierro, pudo salir de la hondonada con el herido en los hombros. 
   A tiempo fué, porque entre brezos y carrascales sintió el aullido de lobos, que al olor de la sangre venían alegres a cebarse en el caballo. Si el jinete hubiera quedado allí, también habría sido pasto de su voracidad (...). 
   (Ya en la gruta) preparó un lecho lo mejor que pudo. Entonces y sólo entonces echó de ver su completa falta de recursos, la terrible desnudez y agreste desamparo de su morada. 
   --¡Oh --tornó a decir murmurando--, cuántas cosas me faltan! 
   Todo, en efecto, estaba de más para el penitente, todo le parecía poco para su huésped. Iba y venía de un lado a otro buscando lo que no hallaba; salía a la boca de la caverna para dirigir la vista al peñón donde Petronila solía depositar sus limosnas, y tornaba desconsolado." 

   Teodosio da agua al moribundo. Aparecen los perseguidores a la entrada de la cueva y el héroe los contiene: 

   "--Hombre soy, aunque miserable pecador (...); pero esta cueva es mi casa y este infeliz mi huésped. 
   --Mirad que viene del campo de los moros, y debe de ser un pájaro de cuenta y enemigo de los cristianos (...). 
   --¡Atrás! ¡Atrás, en nombre de Dios, que es todo caridad!" 

   Los perseguidores retroceden y se alejan. Teodosio vuelve a atender al caballero y entonces el autor nos descubre la identidad del personaje: 

   "era el antiguo duque de Cantabria, el vencido rival de Teodosio y García Jiménez; era Eudon, que venía a poner el sello a su venganza." 

   Era otra vez Eudon, el máximo villano de la historia, el hijo del taimado rabino Abraham Aben Hezra. El mismo que, disfrazado de Basajaun, sepultó a Teodosio en la cueva del incendio. El que propagó los infundios sobre la infidelidad de la esposa de Teodosio, que desembocaron en tragedia. 

   "Amigo de los árabes por despecho (...), misteriosamente reverenciado por los judíos (...), traía el encargo de sublevar la aljama iruniense (barrio judío de Pamplona) desde el momento que viese a las cristianas huestes comprometidas a rechazar la próxima invasión. (...) 
   Muza, en nombre del califa damasceno, le había ofrecido nombrarle emir si abrazaba el islamismo (...). Más que la ambición le dominaba el odio; quería inutilizar y humillar a García, como había inutilizado a Teodosio." 

   Y en esta gruta de Aralar, Eudon sufre, como Saulo, su caída en la ruta de Damasco, al ver el trato que recibe de su máximo enemigo. 

   "¿Cómo un hombre entregado a (tantas y tan insensatas pasiones) y a los vaivenes del mundo, y ensordecido al eco de los combates, había de comprender ni explicarse la vida santa, espiritual y milagrosamente sostenida del solitario de Aralar? Al antiguo conde de los Notarios, duque de Vasconia y presunto libertador del pueblo israelita, por cuya mente cruzaban fantásticos pensamientos de un reino en Jerusalén, aquella austeridad, aquel apartamiento del mundo, unido a tanta caridad y amor al prójimo, debían semejarle visiones de cerebro enfermizo y trastornado. Ensueño y delirio febril le parecía todo, hasta que las últimas palabras de Teodosio: 'La cruz os salvará', le hicieron volver los ojos a la cruz que perseguía, al signo aborrecido bajo el cual se amparaban sus mortales enemigos. 
   Lumbre interior iluminó de repente las más tenebrosas profundidades de su entendimiento, y todo lo vió con súbita claridad, y lo comprendió todo (...). 
   Y apartando mentalmente los ojos del cuadro que aquella gruta le ofrecía, volvialos hacia su propia conciencia, hacia lo pasado y lo presente de su azarosa vida, y quedaba espantado (...). 
   La gruta había quedado sola; no tenía en ella Eudon más compañía que la cruz, y de aquella cruz se desprendían dardos de fuego que le taladraban las entrañas. Tenía miedo, miedo a la soledad, miedo al silencio, miedo a la luz, y cuando vió aparecer nuevamente a Teodosio, le miró como el único amigo que le quedaba en el mundo." 

   Teodosio le trae provisiones, 'debidas a la caridad de Petronila'. Eudon le suplica que no se aparte de su lado, pues tiene miedo de morir abandonado. Teodosio le replica: 

   "Miradme a mí (...), he sido el más odioso criminal; he llegado adonde no llegan las criaturas más abyectas de la tierra, adonde las fieras mismas se detienen por instinto. (...) despreciadme, pues soy indigno de vuestro agradecimiento. He sido un malvado, mis manos están teñidas de sangre, en sangre de mis padres: ¡soy un parricida!" 

   Eudon le contesta que mayores son sus crímenes, afirma haber sido convertido, conmovido por lo que ha visto en la gruta, desea confesarse, y revela por fin su personalidad a Teodosio: 

   "--Y ahora oíd otra confesión más dolorosa para mí y más terrible para vos todavía. Teodosio, si vos involuntariamente y creyendo matarme a mí y a una esposa culpable, fuisteis parricida, aquí tenéis al miserable que os indujo al crimen. 
   --¡Eudon! --exclamó con voz terrible y cavernosa el solitario, sintiendo pasar delante de sus ojos nube de sangre y horror que le cegaba (...). 
   --Sí; yo calumnié a Constanza en Mendiguren; yo quise vengarme a un tiempo de vos y de vuestra inocente esposa; yo sabía que en vuestro tálamo dormían vuestros padres aquella noche; mi padre y yo armamos vuestra diestra con el puñal. ¡Perdón, Teodosio; yo fui causa de vuestro parricidio! 
   Teodosio de Goñi no pudo oír más. Levantóse bruscamente (...), y sin despegar los labios se salió de la gruta con ojos de loco. 
   Luzbel; no, Luzbel era poco para tamaña empresa y tentación; todas las legiones de ángeles condenados, todo el infierno junto, le seguía y acosaba. 
   La memoria de su delito, la venganza, el odio y el despecho le acompañaban rugientes (...). No alcanzaba a ver otra cosa que el placer, el inmenso placer de decir a Eudon: '¡Muere; has venido a morir en mis manos; muere ahí desesperado, muere sin que te alcance salvación ni misericordia, muere atormentado en presencia de aquel a quien has privado de su mujer, de la corona, de la felicidad, del trato y comunicación con los hombres! ¡Muere maldecido por mí, torturado por mí, pasando en una hora todos los tormentos que me has hecho sufrir años enteros!' (...) 
   Pero a la salida se vió detenido por un gemido del moribundo. 
   --¡Perdón, Teodosio! (...) 
   --¿Qué me queréis? (...) 
   --¡El bautismo! Quiero ser cristiano... quiero morir como cristiano (...). 
   Entonces Teodosio acabó de volverse hacia su enemigo, y como sacudiendo de sí las tentaciones (...), hizo la señal de la cruz, y se serenó. La legión infernal había desaparecido." 

   Teodosio recibe la confesión de Eudon, el cual abjura de sus anteriores creencias y declara su adhesión a la fe cristiana. Constatado su sincero arrepentimiento por las fechorías cometidas, Teodosio rocía con agua la cabeza del agonizante, para bautizarle. 

   "Entonces Eudon, con entrambas manos estremecidas de júbilo, tomó la diestra del solitario, y llevándola a sus labios, exclamó: 
   --¡Dios te lo premie, Teodosio! 
   Y expiró." 

   Con la conversión y muerte de Eudon, llega la novela al momento culminante hacia el que conducen todas las tensiones de la trama: 

   "¿Qué pasó entonces en aquella gruta? 
   El solitario quedó como extático, con su mano entre las de Eudon. Parecióle oír rugidos espantosos, y que de la sima de la peña salía un dragón horrible, que iba a caer sobre él y devorarlo. 
   --¡San Miguel me valga! --exclamó el penitente. 
   Y sobre el dragón se presentó con vivísimos resplandores el bienaventurado arcángel, que dió muerte a la infernal serpiente. Al arcángel acompañaba un coro de bienaventurados, entre los cuales creyó distinguir el solitario a su padre y a su madre, a Miguel y Plácida. 
   Desaparece la visión, y Teodosio se pone en pie. 
   Las cadenas que llevaba ceñidas estaban en el suelo; la argolla de la cintura se había hecho pedazos. 
   Milagro fué; pero de milagro tan patente están dando testimonio todavía las cadenas y la argolla." 

   Llama la atención, tras la prolijidad de detalles de que hace gala el libro, que Navarro Villoslada despache con estas pocas y escuetas líneas lo que debería ser el clímax, la escena cumbre de 'Amaya o los vascos en el siglo VIII' (calificada de 'epopeya de los vascos'), el prodigioso enfrentamiento entre las fuerzas del Bien y del Mal que constituye el núcleo de la leyenda de San Miguel de Aralar, momento por el que el autor parece pasar de puntillas. 
   Se diría que deja entrever, al utilizar las palabras 'parecióle', 'creyó distinguir'  y 'desaparece la visión', que la aparición del Arcángel San Miguel y su combate con el infernal dragón es precisamente eso: una aparición, una visión, una alucinación de los sentidos, que sufre el atribulado Teodosio, y no sería ello de extrañar con el estado físico-anímico que debía tener tras siete años de áspera penitencia. (En cuanto a las cadenas como prueba del milagro, un amigo nuestro comenta, bromeando, que más fehaciente testimonio sería una pluma del arcángel). 
   Teodosio recupera sus fuerzas, se cura repentinamente de sus heridas, pone una cruz de madera a la cabecera del lecho donde yace el cadáver de Eudon en la gruta, encarga a Petronila darle cristiana sepultura, y con renovados bríos abandona la soledad de la montaña para volver entre sus gentes a predicar la cruzada contra los infieles, y a abrazar a su esposa. 
   Aquí acabaría la novela, pero el autor añade aún un epílogo a modo de conclusión. 

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10.  De los orígenes del reino de Pamplona
 
   "La repentina aparición de Teodosio en la Burunda, con el inmenso prestigio de santo penitente y la fama del milagro de Aralar, acabó de sublimar el entusiasmo en las huestes, cada vez más numerosas de García."  

   El ejército de García Jiménez entra en batalla y repele la invasión de Tárik y Muza, que no llegan a alcanzar Pamplona. 

   "Los árabes y berberiscos huyeron espantados, precipitándose en desorden por los valles y puentes de barcas, que se hundían al paso de los fugitivos."  

   Es hecho prisionero, sin embargo, el obispo Marciano, que acaba siendo decapitado y por ello convertido en mártir. 
   García, a instancias de Teodosio, es proclamado rey, siendo alzado sobre un escudo y armado con una espada bendecida. 

   "--No la he recibido de vosotros, sino de quien me ha dado la victoria; y así quede establecido para mí y para mis sucesores.  
   Y así quedó: así lo hicieron siempre los reyes y señores de aquella tierra.  
   La gente que lo oyó, murmuraba diciendo:  
   --Había nacido para ser rey.  
   Los ancianos le hicieron jurar sobre los Santos Evangelios (...) las cláusulas siguientes, obligatorias para todos los reyes de Navarra:  
   Que tendría sus pueblos a derecho, manteniéndolos en tranquilidad y justicia;  
   Que les había de mejorar, y no empeorar sus fueros;  
   Que los defendería de las fuerzas o violencias;  
   Que partiría los bienes de la tierra entre los naturales (...); y, por último,  
   Que no haría paz ni guerra, ni otro hecho granado, ni ejercería el poder judicial, sin consejo de los Doce ricos hombres, ancianos o sabios de la tierra.  
   Tales fueron los principios de aquella monarquía, fuerte al propio tiempo y popular (...).  
   En seguida fué levantado sobre el escudo, y por tres veces gritaron los ancianos:  
   --¡Real, real, real!" 

   Amaya, la descendiente de Aitor, termina desposándose con el rey García Jiménez, y en el transcurso de una solemne ceremonia proclama: 

   "Ese es el tesoro que Aitor ha legado a los reyes: la tradición y la cruz."  

   Con lo que el Mac Guffin hitchcockiano que mueve a los personajes de 'Amaya o los vascos...' --el secreto del tesoro de Aitor, oculto en una cueva de Euskal Herria-- se transforma en el símbolo de la perpetuación del cristianismo en el pueblo vasco. Del objeto material (el tesoro, o más bien el brazalete que cifra su paradero) no se sabe más, y su contenido se desvanece en la nada, pues, como buen Mac Guffin,  no consiste más que en un pretexto para catalizar la acción, y no posee en sí mayor importancia. 
   Permítasenos una digresión con el fin de ilustrar el concepto, dejando que sea el mismo Alfred Hitchcock quien nos explique qué es el Mac Guffin:  

   "Es un rodeo, un truco, una complicidad, lo que se llama un 'gimmick'. 
   Bueno, esta es la historia completa del Mac Guffin. Ya sabe que Kipling escribía a menudo sobre los indios y los británicos que luchaban contra los indígenas en la frontera de Afghanistán. En todas las historias de espionaje escritas en este clima, se trataba de manera invariable del robo de los planes de la fortaleza. Eso era el 'Mac Guffin'. 'Mac Guffin' es, por tanto, el nombre que se da a esta clase de acciones: robar... los papeles, --robar... los documentos--, robar... un secreto. En realidad, esto no tiene importancia y los lógicos se equivocan al buscar la verdad del 'Mac Guffin'. En mi caso siempre he creído que los 'papeles', o los 'documentos', o los 'secretos' de construcción de la fortaleza deben ser de una gran importancia para los personajes, pero nada importantes para mí, el narrador. 
   (...) lo que importa es que he conseguido aprender a lo largo de los años, que el 'Mac Guffin' no es nada. Estoy completamente convencido, pero sé por experiencia que resulta muy difícil convencer a los demás." (François Truffaut, 'El cine según Hitchcock').  

   Recordemos que en "39 escalones" (The Thirty-nine Steps) el Mac Guffin no era sino una fórmula matemática; en "Alarma en el expreso" (The Lady Vanishes), una cancioncilla que memorizaba la anciana que desaparece misteriosamente; en "Extraños en un tren" (Strangers on a train), un encendedor; en "Cortina rasgada" (Torn curtain), una fórmula de física nuclear, etc. etc. Pretextos para mover la acción, sin verdadera importancia intrínseca. 
   Pero aunque Hitchcock le negara relevancia alguna, hubo un Mac Guffin que involuntariamente cobró una importancia inesperada, el de su film "Encadenados" (Notorious). He aquí como Hitchcock se lo explicaba a Truffaut, en su célebre libro-entrevista: 

   "Cuando empezamos a escribir Notorious e inicié mi trabajo con Ben Hecht, buscamos el 'Mac Guffin' y, como ocurre a menudo, comenzamos de una manera titubeante y emprendimos caminos demasiado complicados. El principio del film estaba ya establecido: la heroína, Ingrid Bergman, debía dirigirse a América Latina acompañada por el hombre del F.B.I., Cary Grant, y debía penetrar en la casa que utilizaba como cuartel general un grupo de nazis, para descubrir su actividad. 
   (...) adoptamos un 'Mac Guffin' muy simple, pero concreto y visual: una muestra de uranio disimulado en una botella de vino. 
   (...) Ben Hecht y yo continuamos hablando, desarrollamos la historia y entonces introduje el 'Mac Guffin-uranio', cuatro o cinco muestras, bajo la forma de una especie de arena, en botellas de vino. El productor interviene entonces: 'Por el amor del cielo, y ¿qué es eso?' A lo que yo contesté: 'El uranio, que debe servir para fabricar una bomba atómica.' Él añade: '¿Qué bomba atómica?' Esto ocurría en 1944, un año antes de Hiroshima. De todo ello, yo no tenía más que una leve indicación, una débil pista. (...) El productor estaba escandalizado. Esta historia de la bomba atómica le parecía demasiado absurda para servir de base a una historia. Le dije: 'No es la base de la historia, no es más que el Mac Guffin', y entonces le expliqué lo que era el 'Mac Guffin' y la poca importancia que convenía darle. Finalmente le dije: 'Si no le gusta el uranio, partamos de diamantes industriales cuya necesidad se supone es vital para los alemanes; por ejemplo, para tallar instrumentos. (...)' 
   El hecho es que no conseguí convencer al productor, que terminó 'revendiéndonos' dos semanas después a la R.K.O.: Ingrid Bergman --Cary Grant, el guión-- Ben Hecht y yo, todo ello empaquetado. 
   Ahora conviene que le cuente el final de la historia del 'Mac Guffin-uranio', que sucede cuatro años después del estreno de Notorious. Viajo en el 'Queen Elizabeth' y me encuentro con un socio del productor Hal Wallis, un tipo que se llama Joseph Hazen. Me dijo: 'Siempre he querido preguntarle cómo se le ocurrió la idea de la bomba atómica un año antes de Hiroshima. Cuando nos ofrecieron el guión de Notorious, nos negamos a comprarlo pensando que era la cosa más idiota para servir de base a una película.' 
   Volvamos hacia atrás, de nuevo, pues debo contarle un episodio que sucedió antes del rodaje de Notorious. Ben Hecht y yo fuimos a la Escuela Politécnica de Pasadena, para entrevistarnos con el doctor Milliken, que en aquel entonces era el sabio más importante de América. (...) La primera pregunta que le hicimos fue la siguiente: 'Doctor Milliken, ¿cómo sería de grande una bomba atómica?' Nos miró detenidamente: '¿Quieren ustedes ser detenidos y quieren que me detengan a mí también?' Y, durante una hora, nos explicó hasta qué punto era imposible fabricar una bomba atómica y ésta fue su conclusión: 'Sólo con que se pudiera controlar el hidrógeno, sería ya algo.' Cuando nos marchamos, Milliken pensaba habernos convencido, pero supe luego que, después de esta visita, el F.B.I., me estuvo vigilando durante tres meses. 
   (...) Entonces yo le contesté (al señor Hazen): 'Esto demuestra hasta qué punto estaban equivocados al creer que el 'Mac Guffin' era importante. La historia de Notorious consistía simplemente en un hombre enamorado de una muchacha que, en el curso de una misión oficial, se ha acostado con otro hombre y se ha visto obligada a casarse con él. Esta era la historia. ¿Se da usted cuenta ahora del error que cometieron y que les ha hecho perder tanto dinero, pues la película, que había costado dos millones de dólares, ha conseguido ocho de beneficios limpios?'" (François Truffaut, op. cit.).  
 
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11.  San Miguel de Excelsis. El santuario sobre la gruta
 
   Volvamos al último capítulo (la 'Conclusión') de 'Amaya': 

   "Teodosio de Goñi se reunió con su mujer, que había llevado vida no menos santa y admirable que la suya. (...) la hacienda de Goñi se acrecentó sobremanera. 
   Rico Teodosio, pudo emprender y llevar a cabo en breve tiempo la construcción de dos templos en honor de San Miguel Arcángel: el uno a corta distancia de su casa, en el hayedo donde se desprendió el primer eslabón de la cadena; el otro, en la cumbre del monte Aralar, en que la cadena cayó repentina y milagrosamente rota. 
   Aun subsiste esta pequeña iglesia tal como fué edificada por Teodosio; pero convertida hoy en capilla de la gran basílica que se construyó a principios del siglo XII, y encerrada en medio de ella, como el coro bajo de algunas catedrales. En el angosto y sencillo pórtico de esta primitiva ermita se ve también colgada, al cabo de once siglos, la cadena que ciñó por algunos años el cuerpo del venerable penitente." 

   Merece la pena que consultemos algunos libros para contrastar lo afirmado en este último párrafo. En 'Mitología Vasca', el padre José M. de Barandiaran, sacerdote y pionero de la paleontología y antropología vascas, hablando de Lur, el Genio de la Tierra, toca uno de los temas recurrentes en 'Amaya' el de la búsqueda de tesoros en cuevas (práctica que por lo que se ve continúa hoy día), y se refiere también a la transformación de grutas en ermitas: 

   "La Tierra contiene tesoros, según creencia muy extendida. Se señalan las montañas y las cuevas en las que está guardado un pellejo lleno de oro; pero las coordenadas del lugar exacto donde se halla tal depósito no se precisan nunca. ¡Cuántas veces los campesinos excavaron inútilmente en Urrezulo de Atáun, en la cueva de Mairulegorreta, en el alto de Maruelexa (Narvaniz) y en la cima de Larrune! Y en las cuevas de Balzola (Dima), de Iruaxpe (Goronaeta) y de Putterri! 
   El tesoro --campana de oro, devanadera de oro-- se halla en la sierra de Urbasa, en paraje donde diariamente pasan las ovejas. Casi a flor de tierra, la pezuña de la oveja que pace encima, lo toca y lo pondrá al descubierto en cualquier momento. 
   En Munoeta (...) había oro enterrado. Sobre él se hallaba una espada, pero ésta desapareció y el oro no puede ser localizado ahora. 
   Se halla igualmente un tesoro en el monte Larte, dando frente a la iglesia de Berástegui; en un sitio del monte Udalatx, sobre el cual caen derechos los rayos del sol a las 12 del día; en el monte Ereñusarre, en el de Goikogane (Arrancudiaga), en Igozmendi (Aulestia); en la colina de Iruña (despoblado romano); en la sierra de Aralar; en la montaña de Ariz (Leiza); en una cueva de las montañas de Oyarzun, de cuya boca se oye el canto del gallo del caserío Berdabio; en un paraje del monte Saibei, cerca de Urquiola, de donde se ve la luz de la lámpara del santuario, etc... 
   La codicia de quienes desean hacerse ricos desenterrando tales tesoros no logra sus designios. Se trata de un Tabú cuya observancia es obligada por el genio de la Tierra, como ocurrió en los montes de Irukutzeta y de Auza y en los campos de Arranzelai (Echalar). 
   Al genio de la Tierra se dirigían, sin duda, las preces de muchos devotos que antiguamente depositaban sus ofrendas (monedas, principalmente) en las cavernas con objeto de lograr de aquél algunos favores. Y con este culto estuvieron, al parecer, relacionados en su origen algunas ermitas erigidas en cuevas o algunas cuevas convertidas en ermitas, así como la práctica de recitar oraciones en la entrada de algunos antros del país. En el Santuario de San Miguel de Aralar, a la derecha del altar, existe un hueco que, según es fama, comunica con la sima sobre la cual está construída aquella iglesia. Los peregrinos introducen allí la cabeza mientras recitan un Credo. Dícese que esto los preserva de males de cabeza." (J. M. de Barandiaran, "Mitología Vasca").  

   En 'El arte románico en Navarra' (1936), D. Tomás de Biurrun y Sotil, "doctor en Sagrada Teología y cura párroco de Peralta", preguntándose si existe arte prerrománico en Navarra, desmiente a Madrazo y otros estudiosos anteriores, que creen distinguir restos carolingios en los muros de San Miguel de Aralar, fechables en siglo tan temprano como el IX: 

   "(...) se ha pretendido añadir la iglesia interior de San Miguel de Excelsis, a los edificios latino-bizantinos o visigóticos, y un tiempo anterior al arte románico que campea en la iglesia de tres naves del Santuario, construída en el siglo XI. Es igualmente inexacto; aquella especie de 'cella' o Sancta Santorum, encerrada como reliquia en su relicario, en el templo construído en tiempo del rey de Navarra y de Aragón D. Pedro Sánchez, es otro edificio románico en un siglo posterior a la iglesia costeada por este monarca. Hubiera sido de extraordinario interés el poder contemplar la iglesia primitiva levantada en los tiempos a que se remonta la tradición acerca del caballero D. Teodosio de Goñi, pero esta iglesia, sencilla y pequeña, desapareció con el transcurso del tiempo, y en su lugar se levantó la que hoy contemplamos, obra de hacia 1200, de puro sabor románico, en sus puertas, bóveda y exterior, y testimonio fehaciente de que antes hubo allí otra iglesia, conmemorando el suceso acaecido, y que hubo de ser reemplazada, cuando lo deleznable de su construcción, la hizo inservible para el culto." 

   Más adelante, Biurrun se centra en analizar esta pequeña iglesia construída en el interior de la gran iglesia de tres naves "como reliquia en su relicario", y que se supone sustituye a la que edificó Teodosio de Goñi sobre su gruta: 

   "La forma rectangular, (...) y una puerta rústica y sin carácter en la parte meridional, dió margen durante mucho tiempo, a la creencia de que se trataba de un templo visigótico de principios del siglo IX, el mismo que levantó D. Teodosio, bien sea por mandato del Romano Pontífice o bien por indicación del Arcangel protector. No son bastantes esos títulos para atribuirle estilo y procedencia visigótica. El conjunto del edificio acusa otro estilo, pero no por eso pierde fundamento la interesante tradición del Caballero de Goñi; antes bien, la existencia de este templo la robustece y avalora. Es una curiosa iglesita o capilla, colocada allí a manera de Sancta Santorum, indicando existir en aquel paraje alguna cosa digna de especial mención. 
   (...) la iglesia subsistente en nuestros días es una construcción de estilo románico, y cuando este se hallaba en todo su desarrollo y madurez de fines del siglo XII. (...) tanta identidad ofrece con la de Zamarce, que no sería ligereza sostener la afirmación de que fueron los mismos, y en una misma época los constructores de la una y de la otra. (...) 
   ¿Parecerá anacronismo la existencia de una iglesia de fines del siglo XII dentro de otra construída un siglo antes? En manera alguna; en su interior se abre la cueva donde se guarecía y donde salió el espantoso dragón causa ocasional del prodigio obrado por el cielo en D. Teodosio de Goñi. 
   En su interior se ha conservado siempre la veneranda imagen del glorioso San Miguel. En su ingreso se hallan pendientes las enigmáticas cadenas, de indiscutible autenticidad, y una vetusta y pesada cruz, que bien pudiera ser reproducción exacta de la que llevó D. Teodosio sobre sus hombros en los siete años de áspera penitencia. (...) Lejos de ser un anacronismo o contrasentido la existencia de esta capilla dentro de la otra, es la demostración más elocuente del suceso providencial, y confirma una sólida tradición, que jamás se ha interrumpido. 
   Edificar una iglesia dentro de otra en forma tan desusada, perjudicando tanto a la vista y a la capacidad del templo, solo puede atribuirse a la obligación en que se veían los reyes, los monjes y los devotos de San Miguel, de respetar siempre la iglesia que D. Teodosio erigió cumpliendo el mandato que le impusiera, bien el Romano Pontífice, o bien el Príncipe de los Angeles buenos. Allí debió permanecer desde el siglo VIII, rústica y sencilla, quizás, como la de Aguiri; allí se conservó después de la edificación de fines del siglo XI; y, bien sea por sus deterioros, inherentes e inevitables, o ya por dotarla de una decoración más artística, la reemplazaron por la actual un siglo después de consagrada la mayor que, como el relicario o joyero, fué destinada a guardar la joya del venerable D. Teodosio, no sometida a ampliaciones ni reformas sustanciales." (D. Tomás de Biurrun y Sotil, "El arte románico en Navarra") 
  
   Curioso texto, en el que pese al aparente rigor científico del autor, se mezclan argumentaciones de tipo teológico, donde en ningún momento se pone en duda la autenticidad de la aparición de un espantoso dragón y un salvador arcángel. 
   Veamos otro libro que estudia el arte románico en Navarra ("Navarra románica", de ediciones Zodiaque), aunque en este caso se centra en la mayor joya románica de Aralar: el maravilloso frontal de esmaltes que se exhibe en el altar mayor, robado en 1979 y posteriormente recuperado casi intacto. Sobre la iglesia dice lo siguiente: 

   "El templo de San Miguel in excelsis sin ser, al menos en su estado actual, de gran calidad artística, encierra muy curiosos problemas arqueológicos. (...) 
   En el interior de esta iglesia se señalan dos detalles notables. El primero es la presencia de un pórtico o nártex al pie del templo (...). El segundo es la existencia de un pequeño santuario interior, con su cubierta de dos aguas, situado en el tercer tramo de la nave central. Está construido encima de la gruta que recoge la primitiva tradición de San Miguel de Aralar. Este pequeño edificio parece de fecha posterior a la iglesia. (...) se le puede atribuir una antigüedad de fines del siglo XII." 

   También este tratado, más actual y se supone por ello más exacto, menciona la famosa gruta de Teodosio. Pero, ¿quién ha visto esa gruta? ¿Se halla realmente debajo de la iglesia? 
   La "Gran Enciclopedia Navarra" no añade información sobre esta enigmática capilla, ya que parece basarse en el mismo texto: 

   "(...) es sobresaliente la existencia de un pequeño santuario interior de planta rectangular, con cubierta a dos aguas, situado en el tercer tramo de la nave central. Se levanta sobre la gruta en la que según la tradición, se apareció San Miguel. Su cronología es posterior a la del templo, y atendiendo a la decoración (...), puede ser fechado a finales del siglo XII." 

   Pero sí aporta un dato significativo: 

   "El 'Libro de los milagros' recoge la leyenda del noble García Arnaut, penitente solitario fundador del primer templo en tiempo de Sancho Ramírez, y del dragón que habitaba en una sima próxima, alimentándose con animales y hombres. Estos y otros elementos contribuirán a recrear el relato de la aparición del Arcángel a Teodosio de Goñi, parricida y penitente." (Mercedes Jover Hernando).  

   Más explícito es el "Catálogo Monumental de Navarra": 

  "Este santuario, situado en lo alto 'in excelsis' del monte Aralar, término de Huarte Araquil, tiene sus orígenes envueltos en leyendas y tradiciones mas, en contrapartida, los datos históricos conocidos, son más bien escasos y de difícil interpretación. (...) sería Íñiguez Almech quien, después de una restauración, reconociera restos prerrománicos, carolingios, en la parte inferior del ábside mayor y ventanas de herradura del mismo. Estos problemáticos hallazgos le hicieron pensar en un origen remoto del santuario, que fija en el siglo IX. No obstante la primera mención documental de San Miguel de Excelsis no aparece hasta 1032, año en el que Sancho el Mayor otorga el tercer privilegio en el que se delimita la diócesis de Pamplona. (...) 
   La leyenda se mezcla con la historia en San Miguel de Aralar. La leyenda de Teodosio de Goñi es semejante a la de San Julián el hospitalario que corrió por tierras navarras del camino de Santiago y sus orígenes se han situado a fines de la Edad Media o comienzos de la Moderna. El Padre Burgui (1774) se hizo eco de ella y contribuyó en buena medida a su difusión y finalmente la novela histórica de 'Amaya o los vascos en el siglo VIII' de Navarro Villoslada la popularizó en nuestros días. Cuenta la leyenda que don Teodosio, caballero del pueblo de Goñi, abandonó su casa en tiempos de Witiza para guerrear contra los godos y en el camino se encontró con un ermitaño, que algunos han identificado con el diablo, que le informó sobre la falsa infidelidad de su esposa. Regresó precipitadamente a su casa y confundido, mató a sus propios padres en el lecho. Al reconocer su error, el obispo de Pamplona le mandó a Roma para que fuera el Papa quien le impusiera la pena que consistió en hacer penitencia de vida solitaria con una cadena de hierro atada a la cintura hasta que ésta se rompiese en cuyo lugar debería levantar un templo dedicado a San Miguel. Pasados siete años, hallándose junto a una cueva en el monte Aralar, salió de aquélla un dragón amenazante que fue abatido por San Miguel que apareció llevando la cruz sobre la cabeza según la iconografía propia de Aralar. En aquel instante se le cayeron las cadenas y don Teodosio erigió el templo cumpliendo así el mandato del Papa. (...) 
   Los orígenes del santuario de San Miguel de Aralar son probablemente muy antiguos en consonancia con otros santuarios en alto dedicados al arcángel a raíz de la aparición de San Miguel en el monte Gárgano (Manfredonia) en el siglo IV. Carlomagno impulsó su culto considerándolo patrón y jefe del imperio de las Galias. Sustituyó así a otros cultos paganos como el del dios Wotan cuyos atributos guerreros lo asemejan a San Miguel, o Mercurio, divinidad también asociada a las alturas. Su culto fue también impulsado por los visigodos recientemente convertidos al catolicismo. Como arcángel guerrero fue venerado por los cristianos resistentes a la Reconquista. Famosos son los templos dedicados al arcángel como San Miguel de Lillo, San Miguel de Escalada, San Miguel de Cuxá y San Miguel de Pedroso (759). En Navarra, San Miguel de Villatuerta (S. X) y San Miguel de Izaga se cuentan entre los templos más antiguos. 
   Con todo resulta problemático reconocer en el edificio actual los restos prerrománicos que han sido señalados por Íñiguez y que formarían parte de una iglesia carolingia del siglo IX." ("Catálogo Monumental de Navarra". Tomo V: Merindad de Pamplona) 

   También debe de resultar difícil encontrar la famosa gruta, de la que no aparece el menor trazo ni indicación en plano alguno del santuario, ni siquiera en el más antiguo que se conserva, el del padre Burgui (1774), fielmente diseñado por el arquitecto pamplonés Silvestre Soria. 
   Queda claro, al final, que nada queda claro. Dejemos por ello el paradero de la caverna de Teodosio sumido en el misterio, perdido en las brumas de la leyenda, pues al fin y al cabo no ha sido más que el Mac Guffin, el pretexto para el texto, el secreto inaprensible que nos ha conducido en busca de cuevas y de tesoros por las fragosas montañas de Aralar, y que nos ha hecho conocer por añadidura la trágica vida de Teodosio de Goñi. La meta era quimérica, el secreto seguirá siendo secreto, pero el viaje habrá merecido la pena. 

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12.  Amaya (o 'el fin') 
 
   La novela 'Amaya o los vascos en el siglo VIII' concluye definitivamente con los siguientes párrafos: 

   "Cuidando del templo, y de los piadosos y peregrinos que acudían a venerar el sitio y los instrumentos del milagro, Teodosio y Constanza, después de haber hecho votos monásticos, vivieron largo tiempo. 
   De los demás personajes de nuestra historia poco nos resta ya que decir. De muy avanzada edad murió Teodomiro, sucediéndole por elección, en el reino de Aurariola, el opulento y pródigo magnate Atanagildo. También a Pelayo sucedió su hijo Favila en Asturias, e Iñigo García Arista a su padre García Jiménez en el reino de Vasconia. 
   No tuvo este nombre en los principios. Dedúcese de algunas palabras del libro de los Fueros que se llamaba reyno de España. Igual denominación debió de tener el de Pelayo, como en señal de que entrambos iban encaminados a la unidad católica, pensamiento dominante, espíritu vivificador y sello perpetuamente característico de la monarquía española." 

   Así se escribe la historia. O al menos así se escribían algunas novelas 'históricas' hace ciento y pico años. Pero la práctica de reinventarse los hechos históricos a conveniencia y mezclarlos alegremente con doctrinas religiosas, mitos y leyendas, con la excusa de la 'novela histórica', tuvo seguidores en las postrimerías del siglo XIX, con el auge de los nacionalismos. 
   Ejemplo significativo es el de Sabino Arana, fundador del Partido Nacionalista Vasco, quien, según el historiador García de Cortázar, 

   "en 1892 publicaba su primera e inequívoca obra Bizcaya por su independencia, pequeño libro-manifiesto con el relato legendario de cuatro victorias de los vizcaínos sobre los invasores castellanos a lo largo del medievo. Los antepasados habían cumplido con sus deberes nacionales hasta morir (y sobre todo matar) por la patria mientras que los vizcaínos de finales de siglo faltaban vergonzosamente a ellos. Arana cree con fe ciega en lo que escribe y no juzga necesario verificar documentalmente los episodios descritos, a pesar de lo difícil que resulta exhumar conflicto alguno entre vascos y castellanos, dada la colaboración de ambos grupos en el desarrollo histórico de Castilla." (Fernando García de Cortázar, 'El inventor de un mito', cuadernillo 'Documentos. Sabino Arana 1865 / 1903' en 'El Mundo', 25 noviembre 2003). 

   Para responder a este tipo de objeciones los defensores del nacionalismo suelen alegar que es necesario 'contextualizar' a sus autores, cuyas ideas ya superadas serían producto de la época. Ocurre que estos ideólogos, por uno de esos típicos deslizamientos semánticos provocados por el double-speak, el 'doble lenguaje' orwelliano característico de la política, confunden con demasiada frecuencia 'contextualizar' con 'justificar'. 
   Pero sigamos su consejo. 'Contextualicemos' a Navarro Villoslada, es decir, situémoslo en su contexto. Y en el contexto del año 1877 en que publicó 'Amaya', si nos restringimos a los ámbitos artísticos y literarios, podemos constatar, por poner un ejemplo, que Benito Pérez Galdós había ya comenzado a dar a luz sus 'Episodios Nacionales' (cuya primera serie abordaba la historia de España durante las invasiones napoleónicas, un periodo mal estudiado por los historiadores españoles, pero que Galdós consideraba explicativo de la situación de España en la década de 1870). El enfoque liberal de Galdós, que denunció a lo largo de su vida y obra la hipocresía del poderoso y ubicuo clero hispano, contrasta vivamente con el clericalismo a ultranza de su coetáneo colega Navarro. Y se trata del mismo contexto. ¿O no? 
   En la literatura española de aquel siglo ya había habido un Larra. Pero si ampliamos el 'contexto' más allá de los Pirineos, nos encontraremos con que hacia 1877 habían fallecido hacía poco en la vecina Francia Dumas padre y Baudelaire, que Verlaine y Rimbaud andaban haciendo de las suyas, que un anciano Victor Hugo todavía vivía y estaba activo. Las comparaciones son odiosas, pero nos salen al paso si examinamos la época. 
   Si nos vamos hasta Alemania, surge un paralelismo curioso con algunos temas de 'Amaya' en el mundo de la música: el de Richard Wagner, gran impulsor del nacionalismo alemán, que acababa de rematar tras veinte años de trabajo su tetralogía operística "El anillo de los nibelungos", monumental obra de catorce o quince horas de duración, que trata del robo y recuperación del 'oro del Rin' y donde tanto relieve adquiere el mundo subterráneo en el que los nibelungos forjan las armas de los dioses germanos, y donde dragones, valquirias y gigantes campan por sus respetos. En la tercera parte de la tetralogía, es estremecedor el momento del despertar del dragón Fafner en su cueva al oír los acordes del cuerno tocado por Sigfrido, poco antes de que ambos se enzarcen en feroz combate y Sigfrido clave su espada y dé muerte al monstruo. La potencia dramática del episodio deja pálido por comparación el relato del choque entre San Miguel y el dragón en la que debería ser escena cumbre de 'Amaya', para el que constituiría, por cierto, una buena música de fondo. 
   Por seguir con más ejemplos de la cultura alemana, tenemos por aquellos años a un Nietzsche, gran admirador y amigo de Wagner, y más tarde su detractor al considerar que con 'Parsifal' había caído en las trampas de la moral convencional cristiana. Contumaz desenmascarador de las imposturas que se esconden bajo la capa superficial de la compasión, el sacrificio y los 'buenos sentimientos' del cristianismo europeo, no podemos imaginar qué hubiera dicho o hecho (si no es carcajearse) de haber tenido la ocasión y la paciencia de leer 'Amaya'. 
   Pudiera parecer injusto juzgar críticamente textos de fines del siglo XIX con una visión del siglo XXI, pero esa visión es la única que tenemos y podemos tener. Nuestra perspectiva es desde aquí y ahora: hemos perdido la inocencia, y no podemos ya ser tan ingenuos como para tragar sin rechistar tanta doctrina camuflada, tanta ñoñería curil. Tampoco podemos achacar a los excesos del romanticismo la inverosimilitud y endeblez argumental de las peripecias narradas en 'Amaya', pues la novela ni siquiera es romántica, sino más bien tardorromántica. Un mamotreto decimonónico, que despide fuerte olor a sotana y sacristía, que estaba ya apolillado desde la hora de su nacimiento. 
   La mayoría de sus personajes son de cartón-piedra. Entran y salen en escena como por los foros y forillos de un escenario teatral; más que dialogar, declaman. Tal como los describe la novela, no podemos visualizarlos mentalmente sino como hombretones corpulentos y greñudos, de mirada feroz, con pobladas barbas y espesas cejas postizas, y a las mujeres, frágiles y con melindres de delicada doncella, al igual que si fuesen actores de una película de antes del cine sonoro (Orson Welles afirmaba que todo el cine mudo se basaba, en su estilo, lenguaje narrativo y puesta en escena, en el teatro del siglo XIX). 
   El único personaje que no nos parece tan acartonado, tan de una pieza, es precisamente el de Teodosio de Goñi, héroe contradictorio y movido por las pasiones, que encierra un doctor Jekyll y un mister Hyde en sus entrañas, y que rompe un poco con el maniqueísmo de la novela, pues perteneciendo al bando de los 'buenos' (los vascones), termina por ser el que comete más atrocidades. Las páginas que se centran en sus andanzas nos parecen hoy las menos aburridas de la novela, y por eso las hemos sacado aquí a colación. Salvamos también de la quema las vívidas descripciones de las montañas, los bosques y las cuevas que Navarro Villoslada intercala en la narración, y que evocan perfectamente los paisajes de Navarra y del País Vasco. 
   Han sido unos pocos ejemplos tomados a botepronto, pero que nos hacen pensar que el contexto no es tan determinante en la ideología que transpira cualquier obra literaria. Un autor es fruto de su época, pero también de su propia voluntad, de la elección que haga entre las distintas opciones que le ofrece esa misma época. En España se habían dado ya a fines del siglo XIX tres guerras carlistas; había conservadores y había liberales; había también, con las debidas excepciones, un atraso secular con respecto a las ideas renovadoras europeas traídas por la Ilustración y la Revolución Francesa. 
   Semejante contexto no impidió que a los pocos años aparecieran nuevas mentes y nuevas voces que iban a denunciar ese atraso, y a proponer una regeneración de los más diversos ámbitos de la sociedad española, una renovación profunda de las costumbres y los modos de pensar, desde la enseñanza a la política, desde la filosofía a la literatura y las artes. Hablamos de un Unamuno, que profundizó en las esencias del cristianismo y las transcendió con sus dudas hasta el punto de que alguna de sus obras fue incluída por la Iglesia católica en el Índice de los Libros Prohibidos. Hablamos de un Pío Baroja, buen conocedor de la historia del siglo XIX, que desde su insobornable actitud ácrata y sin pelos en la lengua, no dejó títere con cabeza en sus críticas a políticos, militares, caciques, curas y prohombres de aquella rancia España finisecular. Podríamos seguir mencionando a Pérez de Ayala, Ortega, Azorín... pero basten los dos escritores vascos citados, por circunscribirnos estrictamente al entorno geográfico en el que nació 'Amaya', para sugerir que dentro de un mismo contexto nada está predeterminado y que puede darse entre sus protagonistas, en igualdad de circunstancias, la más antitética pluralidad de visiones. 
   Si la labor desmitificadora de un Pío Baroja tuvo continuidad, en el campo del ensayo, por parte de su sobrino Julio Caro Baroja y otros muchos estudiosos, etnólogos, antropólogos e historiadores de altura, tal labor no parece haber tenido un paralelo entre los sectores más reaccionarios del nacionalismo vasco (los de 'derechas' y los auto-etiquetados de 'izquierdas'), que se diría siguen mamando para conformar sus ideas de los mitos y patrañas de una pseudo-historia distorsionada e idealizada a la propia medida, y que proviene precisamente de esta época, fines del XIX, en que estaban tomando fuerza los nacionalismos europeos, impregnado todo ello de los más rancios dogmas del nacional-catolicismo. De aquellos polvos, vienen estos lodos, y así hoy día, en el País Vasco, y dentro del analfabetismo militante que tenemos que padecer los ciudadanos, hemos podido ver cómo, por ejemplo, se decapita la estatua de Unamuno en Bilbao para arrojar su cabeza al río, y cómo el PNV erige solemnemente una estatua a Sabino Arana, personaje ultracatólico y lleno de prejuicios étnicos, cuyos escritos racistas son impresentables. Consuela al menos saber que éstas no son más que meras anécdotas y que no es esto lo peor que nos puede pasar. 

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AMAYA O LAS CUEVAS EN EL SIGLO XIX 
PAISAJES DE LAS CAVERNAS (3) 

Bibliografía consultada: 

- Barandiaran, José M. de. Mitología Vasca (Ediciones Minotauro, Madrid, 1960) 
- Biurrun y Sotil, D. Tomás. El arte románico en Navarra, o las órdenes monacales, sistemas constructivos y monumentos cluniacenses, sanjuanistas, agustinianos, cistercienses y templarios (Editorial Aramburu, Pamplona, 1936) 
- Cháfer Reig, Gonfran. Tipología del Arte Prehistórico en Navarra (Trabajos de arqueología navarra / 12. Años 1995-1996. Gobierno de Navarra. Departamento de Educación y Cultura. Pamplona, 1995-96). 
- Lojendio, Luis María de. Navarra. Volumen 7 de la serie La España Románica (Ediciones Encuentro, 1989) 
- Navarro Villoslada, Francisco. Amaya o los vascos en el siglo VIII (Obras completas, Ediciones Fax, Madrid, 1947) 
- V.V.A.A. Catálogo espeleológico de Navarra. Trabajos del Grupo de la 'Institución Príncipe de Viana', 1953-1979. (Diputación Foral de Navarra. Institución Príncipe de Viana. Pamplona, 1980) 
- V.V.A.A. Catálogo Monumental de Navarra. Tomo V: Merindad de Pamplona. Adiós-Huarte Araquil (Gobierno de Navarra, Departamento de Educación y Cultura Institución Príncipe de Viana. Arzobispado de Pamplona. Universidad de Navarra. 1994) 
- V.V.A.A. El Mundo Subterráneo en Euskal Herria. Geografía del karst. Cultura. Criptopaisajes (Editor: Txomin Ugalde, Editorial Ostoa, S.A., Lasarte-Oria, 1997) 
 
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AMAYA O LAS CUEVAS EN EL SIGLO XIX 
PAISAJES DE LAS CAVERNAS (3) 

Indice 
1.  Las montañas de los vascones 
2.  De Armenia a Vasconia. Orígenes bíblicos de la 'misteriosa raza éuscara' 
3.  De los pasos que dió Teodosio en busca del brazalete de Amaya 
4.  De cómo la cueva no era empresa para Teodosio de Goñi 
5.  En que se dice quién era el Basajaun y qué significa su nombre 
6.  En que la historia obliga a decir más de lo que quisiera 
7.  De cómo principió la reconquista de España 
8.  De la visita que tuvo el solitario de Aralar 
9.  El dragón sale de la cueva 
10.  De los orígenes del reino de Pamplona 
11.  San Miguel de Excelsis, el santuario sobre la gruta 
12.  Amaya (o 'el fin') 
Bibliografía 
  



 
Una exposición colectiva y abierta
 
   La fotografía de Naturaleza tiene un sitio en esta web. Hemos empezado por temas espeleológicos, y en un futuro se irán incorporando otras secciones con temática de fotografía de montaña. 
   La muestra de fotos que exponemos virtualmente en fotoAleph no es sino una mínima selección de imágenes de cuevas en su mayor parte ubicadas en Navarra, obtenidas por varios fotógrafos. Las cuevas exhibidas no son ni las más importantes ni las más representativas de sus respectivas zonas. Algunas son más conocidas, otras menos, pero todas tienen sin duda su duende, su encanto único e intransferible. 
   Como no queremos fomentar la visita indiscriminada y masiva a las cuevas, sino sólo dar una ligera idea de los tesoros que tenemos cerca y poca gente conoce, hemos eludido conscientemente proporcionar información sobre los emplazamientos exactos de las cavidades, limitándonos a mencionar de forma genérica los macizos kársticos en que se hallan ubicadas, sin más referencias para su localización. Los verdaderos aficionados a la espeleología ya sabrán dónde preguntar para encontrarlas. 
   Como criterio de selección de las fotos primamos siempre los aspectos visuales, el intento de captar la singular belleza de los criptopaisajes, por encima de otros aspectos de tipo científico o didáctico, que serían más propios de otro lugar. 
   Se trata de una colección incipiente, pero con ánimo de crecer. Está abierta a otras colaboraciones. Nuestra intención es que esta página sea el germen de una exposición colectiva permanente, que se vaya poco a poco enriqueciendo con aportaciones de más fotógrafos, incorporando imágenes de otras cuevas de no importa qué lugares o qué países, ya que el mundo subterráneo no tiene fronteras. 
   Animamos desde aquí a todos los fotógrafos con temas semejantes (sean o no espeleólogos profesionales) que deseen exhibir sus trabajos en internet, a sumarse a la idea. Usted pone las fotos, nosotros la plataforma técnica para poder enseñarlas al mundo. Para conocer las condiciones, consulte en esta misma web nuestra Propuesta de colaboración con fotógrafos
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   Otras 36 fotos, de la primera entrega de esta exposición colectiva de fotografía espeleológica.

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Don Quijote, pionero de la espeleología
   De cómo bajó Don Quijote a la sima de Montesinos. De lo que vio Don Quijote allí dentro. Sancho Panza, espeleólogo por accidente. En fotoAleph.

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PAISAJES DE LAS CAVERNAS (3)
Exposición colectiva

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Cuevas. La última terra incognita
Incidentes cavernícolas
Cómo fotografiar una cueva y sobrevivir al intento
Cuevas con historia
Una exposición colectiva y abierta
   
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Bibliografía
Indices de fotos
Indice 1   Cueva de Akuandi
Indice 2   Cuevas de Noriturri, Los Cristinos, Zugarramurdi y Sara
Indice 3   Cuevas de Astiz y Alli
Indice 4   Cuevas de Sorogain, Irati, Vidangoz, Learza, Aizpun y Aralar
Indice 5   Cuevas de Agiñekolezia, La Leze, Soria, Marruecos y Melilla


 
 




  
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PAISAJES DE LAS CAVERNAS (3)
Exposición colectiva

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