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  LAS CAVERNAS FANTÁSTICAS
  Fotografías de Cesare Mangiagalli
Las Cavernas Fantasticas  
  
   Los textos que presentamos a continuación constituyen un breve muestrario, a modo de antología, de las cuevas, grutas y simas que perforan con sus negros agujeros las páginas múltiples de la literatura universal. Un catálogo, forzosamente inconcluso, de las cavernas salidas de la imaginación de los escritores de todos los tiempos.
   Es significativo que los escenarios troglodíticos aparezcan sobre todo en escritos de literatura fantástica y de aventuras. Una cueva emana siempre una fuerte carga simbólica. Su oscura boca es una puerta que lleva a lo oculto, a lo desconocido (padre de todos los terrores), a lo 'inferior' (que tiene la misma raíz etimológica que 'infierno'). La fantasía humana hace de las cuevas el escondrijo de todos los males. Las puebla de monstruos.
   Allá dentro pululan los orcos, los cíclopes, los dragones, las furias. Los murciélagos, primos hermanos de los vampiros, el can Cerbero de triple cabeza, el horrible barquero Caronte. Allá es el reino de los muertos.
   Pero es que incluso las cuevas de la vida real (se mencionan algunas en dos ensayos: 'Mitología Vasca' y 'Las brujas y su mundo') llegan a impregnarse de irrealidad cuando leemos que son frecuentadas por brujos, genios y diablos.
   El lector podrá sin duda recordar otras cuevas que algún lejano día le inquietaron desde otros libros, al azar de sus lecturas.
  
Indice de textos

Las Cavernas Fantásticas
El Mundo Inferior
La gruta del Cíclope
La cueva del rey de los monos
Descenso al Averno
La gruta de los dragones
Jesús en los infiernos
La caverna del letargo
Las puertas del infierno
El pozo de Simbad
La cueva de Alí Babá
Espeleología espiritual
La sima de Don Quijote
La caverna de la hechicera
Orfeo en los infiernos
El túnel al País de las Maravillas
Los genios del abismo
En compañía de murciélagos
La cueva del dragón de Aralar
Las cuevas del Rey Salomón
El mundo subterráneo de los Morlocks
Cuevas en el Mundo Perdido
La caverna del humorismo
La caverna de la locura
La Ciudad de los Inmortales
Las Minas de Moria
El oro de las cuevas
La cueva de los aquelarres
La cueva lejos del mundo
La Tierra es hueca
La caverna de Platón
De Profundis
Hacia el centro de la Tierra
Una exposición colectiva y abierta
  
Bibliografía
Enlaces a webs de espeleología
  

  
36 fotos on line de Cesare Mangiagalli
  

Indice 1   Suiza. Italia
Indice 2   Italia 
Indice 3   México


  
El Mundo Inferior
Gilgamesh
 
   –¡Oh héroe, valiente Nergal, escúchame:
Si solamente abrieses un agujero en la tierra,
el espectro de Enkidu podría salir del fondo de los Infiernos
y contar a su hermano las leyes del Mundo Inferior.
El héroe, el valiente Nergal, escuchó las palabras de Ea.
Apenas hubo abierto un agujero en la tierra
el espectro de Enkidu, como un soplo, salió de los Infiernos.
Se besaron y se abrazaron
e intercambiaron pareceres, lamentándose mutuamente.
   –Dime, amigo mío, dime, amigo mío,
dime las leyes del Mundo Inferior que has visto.
   –No te las diré, amigo mío, no te las diré.
Si te dijera las leyes del Mundo Inferior que he visto,
te sentarías a llorar.
   –Está bien, me sentaré y lloraré.
   –Este cuerpo, amigo mío, que te gustaba tocar,
los gusanos, como a un viejo vestido, lo roen;
este cuerpo, amigo mío, que te gustaba tocar,
como una grieta está cubierto de polvo.
  
   Anónimo, Poema de Gilgamesh (Tablilla XII)
  

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La gruta del Cíclope
Odisea (Homero)
 
   Y tan luego como llegamos a dicha tierra, que estaba próxima, vimos en uno de los extremos y casi tocando al mar una excelsa gruta, a la cual daban sombra algunos laureles. (...) Allí moraba un varón gigantesco, solitario, que entendía en apacentar rebaños lejos de los demás hombres, sin tratarse con nadie, y apartado de todos ocupaba su ánimo en cosas inicuas. Era un monstruo horrible y no se asemejaba a los hombres que viven de pan, sino a una selvosa cima que entre altos montes se presentase aislada de las demás cumbres. (...)
   Pronto llegamos a la gruta, mas no dimos con él, porque estaba apacentando las pingües ovejas. Entramos y nos pusimos a contemplar con admiración y una por una todas las cosas: había zarzos cargados de quesos; los establos rebosaban de corderos y cabritos, hallándose encerrados separadamente los mayores, los medianos y los pequeños, y goteaba el suero de todas las vasijas, tarros y barreños, de que se servía para ordeñar. (...) Encendimos fuego, ofrecimos un sacrificio a los dioses, tomamos algunos quesos, comimos y aguardamos, sentados en la gruta, hasta que volvió con el ganado. Traía una gran carga de leña seca para preparar su comida y descargóla dentro de la cueva con tal estruendo que nosotros, llenos de temor, nos refugiamos apresuradamente en lo más hondo de la misma. (...) Después cerró la puerta con un pedrejón grande y pesado que llevó a pulso y que no hubiesen podido mover del suelo veintidós sólidos carros de cuatro ruedas: ¡tan inmenso era el peñasco que colocó a la entrada! (...)
   Acabadas con prontitud tales faenas, encendió fuego, y al vernos nos hizo estas preguntas:
   Polifemo.– ¡Oh forasteros! ¿Quiénes sois? ¿De dónde llegasteis navegando por húmedos caminos? (...)
   Odiseo.– Poseidón, que sacude la tierra, rompió mi nave llevándola a un promontorio y estrellándola contra las rocas en los confines de vuestra tierra: el viento que soplaba del ponto se la llevó, pude librarme, junto con éstos, de una muerte terrible.
La gruta del Ciclope   Así le dije. El Cíclope, con ánimo cruel, no me dio respuesta, pero levantóse de súbito, echó mano a los compañeros, agarró a dos y, cual si fuesen cachorrillos, arrojólos a tierra con tamaña violencia que el encéfalo fluyó del suelo y mojó el piso. De contado despedazó los miembros, se aparejó una cena y se puso a comer como un montaraz león, no dejando ni los intestinos, ni la carne, ni los medulosos huesos. Nosotros contemplábamos aquel horrible espectáculo con lágrimas en los ojos, alzando nuestras manos a Zeus, pues la desesperación se había señoreado de nuestro ánimo. (...) Habríamos, en efecto, perecido allí de espantosa muerte, a causa de no poder apartar con nuestras manos el grave pedrejón que el Cíclope colocó en la alta entrada. Y así, dando suspiros, aguardamos que apareciera la divina Aurora. Cuando se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, el Cíclope encendió fuego y ordeñó las gordas ovejas, todo como debe hacerse, y a cada una le puso su hijito. Acabadas con prontitud tales faenas, echó mano a otros dos de los míos, y con ellos se aparejó el almuerzo. En acabando de comer, sacó de la cueva los pingües ganados, removiendo con facilidad el enorme pedrejón de la puerta; pero al instante lo volvió a colocar, del mismo modo que si a un carcaj le pusiera su tapa. (...)
   Por la tarde volvió el Cíclope con el rebaño de hermoso vellón, que venía de pacer, e hizo entrar  en la espaciosa gruta a todas las pingües reses (...). Cerró la puerta con el pedrejón que llevó a pulso; sentóse, ordeñó las ovejas y las baladoras cabras, todo como debe hacerse, y a cada una le puso su hijito. Acabadas con prontitud tales cosas, agarró a otros dos de mis amigos y con ellos se aparejó la cena. Entonces lleguéme al Cíclope y, teniendo en la mano una copa de negro vino, le hablé de esta manera:
   Odiseo.– Toma, Cíclope, bebe vino, ya que comiste carne humana, a fin de que sepas qué bebida se guardaba en nuestro buque. (...)
   Así le dije. Tomó el vino y bebióselo. Y gustóle tanto el dulce licor que me pidió más (...)
   Y volví a servirle el negro vino: tres veces se lo presenté y tres veces bebió incautamente. Y cuando los vapores del vino envolvieron la mente del Cíclope, díjele con suaves palabras:
   Odiseo.– ¡Cíclope! Preguntas cuál es mi nombre ilustre y voy a decírtelo: pero dame el presente de hospitalidad que me has prometido. Mi nombre es Nadie, y Nadie me llaman mi madre, mi padre y mis compañeros todos.
   Así le hablé, y en seguida me respondió con ánimo cruel:
   Polifemo.– A Nadie me lo comeré el último, después de sus compañeros, y a todos los demás antes que a él: tal será el don hospitalario que te ofrezca.
   Dijo, tiróse hacia atrás y cayó de espaldas. Así echado, dobló la gruesa cerviz y vencióle el sueño, que todo lo rinde: salíale de la garganta el vino con pedazos de carne humana, y eructaba por estar cargado de vino. Entonces metí la estaca debajo del abundante rescoldo, para calentarla, y animé con mis palabras a todos los compañeros: no fuera que alguno, poseído de miedo, se retirase. Mas cuando la estaca de olivo, con ser verde, estaba a punto de arder y relumbraba intensamente, fui y la saqué del fuego: rodeáronme mis compañeros, y una deidad nos infundió gran audacia. Ellos, tomando la estaca de olivo, hincáronla por la aguzada punta en el ojo del Cíclope, y yo, alzándome, hacíala girar por arriba. Del modo que cuando un hombre taladra con el barreno el mástil de un navío, otros lo mueven por debajo con una correa, que asen por ambos extremos, y aquél da vueltas continuamente, así, nosotros asiendo la estaca de ígnea punta, la hacíamos girar en el ojo del Cíclope y la sangre brotaba alrededor del caliente palo. Quemóle el ardoroso vapor párpados y cejas, en cuanto la pupila estaba ardiendo y sus raíces crepitaban por la acción del fuego. (...) Dio el Cíclope un fuerte y horrendo gemido, retumbó la roca, y nosotros, amedrentados, huimos prestamente, mas él se arrancó la estaca, toda manchada de sangre, arrojóla furioso lejos de sí y se puso a llamar con altos gritos a los cíclopes que habitaban a su alrededor, dentro de cuevas, en los ventosos promontorios. En oyendo sus voces, acudieron muchos, quién por un lado y quién por el otro, y parándose junto a la cueva le preguntaron qué le angustiaba: (...)
   Polifemo.– ¡Oh amigos! "Nadie" me mata con engaño, no con fuerza.
   Y ellos le contestaron con estas aladas palabras:
   Los cíclopes.– Pues si nadie te hace fuerza, ya que estás solo, no es posible evitar la enfermedad que envía el gran Zeus; pero ruega a tu padre, el soberano Poseidón.
   Apenas acabaron de hablar, se fueron todos, y yo me reí en mi corazón de cómo mi nombre y mi excelente artificio les había engañado. El Cíclope, gimiendo por los grandes dolores que padecía, anduvo a tientas, quitó el peñasco de la puerta y se sentó a la entrada, tendiendo los brazos por si lograba echar mano a alguien que saliera con las ovejas: ¡tan mentecato esperaba que yo fuese! (...) Había unos carneros bien alimentados, hermosos, grandes, de espesa y oscura lana, y, sin despegar los labios, los até de tres en tres, entrelazando mimbres (...), y así el del centro llevaba a un hombre y los otros dos iban a entrambos lados para que salvaran a mis compañeros. Tres carneros llevaban, por tanto, a cada varón; mas yo, viendo que había otro carnero que sobresalía entre todas las reses, lo así por la espalda, me deslicé al vedijudo vientre y me quedé agarrado con ambas manos a la abundantísima lana, manteniéndome en esta postura con ánimo paciente. Así, profiriendo suspiros, aguardamos la aparición de la divina Aurora.
   Cuando se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, los machos salieron presurosos a pacer (...). Su amo, afligido por los dolores, palpaba el lomo a todas las reses que estaban de pie, y el simple no advirtió que mis compañeros iban atados a los pechos de los vedijudos animales. El último en tomar el camino de la puerta fue mi carnero, cargado de su lana y de mí mismo, que pensaba en muchas cosas. Y el robusto Polifemo lo palpó y así le dijo:
   Polifemo.– ¡Carnero querido! ¿Por qué sales de la gruta el postrero del rebaño? Nunca te quedaste detrás de las ovejas (...). Sin duda echarás de menos el ojo de tu señor, a quien cegó un hombre malvado con sus perniciosos compañeros, perturbándole las mientes con el vino. "Nadie", pero me figuro que aún no se ha librado de una terrible muerte. ¡Si tuvieras mis sentimientos y pudieses hablar, para indicarme dónde evita mi furor! Pronto su cerebro, molido a golpes, se esparcirá acá y acullá por el suelo de la gruta, y mi corazón se aliviaría de los daños que me ha causado ese despreciable "Nadie".
   Diciendo así, dejó el carnero y lo echó afuera. Cuando estuvimos algo apartados de la cueva y del corral, soltéme del carnero y desaté a los amigos. Al punto antecogimos aquellas gordas reses de ágiles piernas y, dando muchos rodeos, llegamos por fin a la nave.
  
   Homero, Odisea (canto IX)

  
 
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La cueva del rey de los monos
Ramayana
 
   A poco, Laksmana, el exterminador de héroes enemigos, transportado de cólera, penetró en la espantosa caverna de Kiskindya, según las órdenes de Rama. Los monos, de cuerpo grande y vigor inmenso, que guardaban las puertas, lanzaron exclamaciones rabiosas al ver la ardiente iracundia de Laksmana, se llevaron las manos a la cabeza, y temblorosos de miedo, no se atrevieron siquiera a detenerle.
   El exterminador de héroes enemigos, Laksmana, vio entonces aquella gran caverna, bella, encantadora, deliciosa, provista de infinidad de máquinas de guerra, poblada de jardines y paseos, de hoteles y palacios; era, en fin, una caverna maravillosa, celeste, de oro, construida por el propio Visvakarma, con flores y árboles de toda especie, y de amables sotos. Allí había monos de aspecto amable, que adoptaban todas las formas que le sugería su fantasía y que vestían ropas divinas, adornadas de guirnaldas celestes; monos hijos de gandarvas o de dioses. Una gran calle, embalsamada de perfumes olorosos, de esencias de loto, de áloe, de sándalo, de ron y de miel, cruzaba la caverna. Laksmana vio a ambos lados de las calles las blancas hileras de palacios en construcción, de igual altura que las cimas del monte Kailasa. En la calle real vio templos de bella arquitectura, ensamblados de esmalte blanco, y hallaba por todas partes carros consagrados a los dioses. Vio, igualmente, el delicioso castillo del monarca de los monos, semejante al palacio de Mahendra, casi inabordable, de cúpulas blancas, protegido por una muralla, grande como blanca montaña, con jardines, donde crecían árboles de toda especie de frutos, alamedas umbrías, celestes, nacidas de Nandana, presente del gran Indra y que a lo lejos semejaban nubes de azur. Poblado de monos terribles que llevaban constantemente los venablos en la mano, rebosante de flores divinas, mostraba con orgullo sus arcadas de oro bruñido.

   Valmiki, El Ramayana
 
  
 
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Descenso al Averno
Eneida (Virgilio)
  
   Eneas se encamina (...) a la recóndita inmensa caverna de la pavorosa Sibila. (...) Allí se ve también aquel asombroso edificio (el laberinto de Dédalo) donde no es posible dejar de perderse;  

   Una de las faldas de la roca eubea se abre en forma de inmensa caverna, a la que conducen cien anchas bocas y cien puertas,

   a la entrada de la cueva, mutósele el rostro y perdió el color y se le erizaron los cabellos;

   revuélvese como una bacante en su caverna la terrible Sibila (y responde:) ‘Llegarán, sí, los descendientes de Dárdano a los reinos de Lavino; arranca del pecho ese cuidado; pero también desearán algún día no haber llegado a ellos.’
 
   Con tales palabras anuncia entre rugidos la Sibila de Cumas, desde el fondo de su cueva, horrendos misterios, envolviendo en términos oscuros cosas verdaderas;

   Eneas: ‘Una sola cosa te pido, pues es fama que aquí está la entrada del infierno, aquí la tenebrosa laguna que forma el desbordado Aqueronte; séame dado ir a la presencia de mi amado padre; enséñame el camino y ábreme las sagradas puertas.’

   ‘hijo de Anquises, fácil es la bajada del Averno; día y noche está abierta la puerta del negro

   pero retroceder y restituirse a las auras de la tierra, esto es lo arduo.

   mas si un tan grande amor te mueve, si tanto afán tienes de cruzar dos veces el lago Estigio, de ver dos veces el negro Tártaro, y estás decidido a probar la insensata empresa...’

   llegaron a las bocas del fétido Averno

   Había cerca de allí una profunda caverna, que abría en las peñas su espantosa boca, defendida por un negro lago y por las tinieblas de los bosques,

   Eneas: ‘es la ocasión de mostrar entereza y valor’. Dicho esto, lánzase por la boca de la cueva,

   ‘¡Oh vastas moradas de la noche y del silencio! (...) ¡Consiéntame vuestro numen descubrir los arcanos del abismo y de las tinieblas!’
Descenso al Averno
   Solos iban en la nocturna oscuridad

   En el mismo vestíbulo y en las primeras gargantas del Orco tienen sus guaridas el Dolor y los vengadores Afanes; allí moran también las pálidas Enfermedades, y la triste Vejez, y el Miedo, y el Hambre, mala consejera, y la horrible Pobreza, figuras espantosas de ver, y la Muerte, y su hermano el Sueño, y el Trabajo, los malos Goces del alma.

   Guarda aquellas aguas y aquellos ríos el horrible barquero Caronte, cuya suciedad espanta; (...) él mismo maneja su negra barca con un garfio, dispone las velas y transporta en ella los muertos;

   En frente, tendido en su cueva, el enorme Cerbero atruena aquellos sitios con los ladridos de su trifauce boca. Viendo la Sibila que ya se iban erizando las culebras de su cabello, le tiró una torta amasada con miel y adormideras, que él, abriendo sus tres bocas con rabiosa hambre, se tragó al punto, dejándose caer en seguida y llenando con su enorme mole toda la cueva. Al verle dormido, Eneas sigue adelante y pasa rápidamente la ribera del río que nadie cruza dos veces.

   ‘La voluntad de los dioses (...) me obliga a penetrar por estas sombras y a recorrer estos sitios, llenos de horror y de una profunda noche’

   Este es el sitio en que el camino se divide en dos partes: la de la derecha, que se dirige al palacio del poderoso Plutón, es la senda que nos llevará a los Campos Elíseos; la de la izquierda conduce al impío Tártaro, donde los malos sufren su castigo

   luego se abre el mismo Tártaro, espantoso precipicio, que profundiza debajo de las sombras el doble de lo que se levanta sobre la tierra el etéreo Olimpo. Allí, en lo más hondo de aquel abismo, ruedan precipitados del rayo los Titanes, antiguo linaje de la Tierra.

   Hay dos puertas del Sueño, una de cuerno, por la cual tienen fácil salida las visiones verdaderas; la otra, de blanco y nítido marfil, primorosamente labrada, pero por la cual envían los manes a la tierra las imágenes falaces.
  
   Virgilio, Eneida (canto VI) 

  

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La gruta de los dragones
Evangelios apócrifos
 
   Habiendo llegado a una gruta, y queriendo reposar allí, María descendió de su montura, y se sentó, teniendo a Jesús en sus rodillas. Tres muchachos hacían ruta con José, y una joven con María. Y he aquí que de pronto salió de la gruta una multitud de dragones, y, a su vista, los niños lanzaron gritos de espanto. Entonces Jesús, descendiendo de las rodillas de su madre, se puso en pie delante de los dragones, y éstos le adoraron, y se fueron. Y así se cumplió la profecía de David: Alabad al Señor sobre la tierra, vosotros, los dragones y todos los abismos.
  
   Evangelios apócrifos. El Evangelio del Pseudo-Mateo
 
  

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Jesús en los infiernos
Evangelios apócrifos
 
   Y el Rey de la Gloria entró en figura de hombre, y todas las cuevas de la Furia quedaron iluminadas.
   Y rompió los lazos, que hasta entonces no habían sido quebrantados, y el socorro de una virtud invencible nos visitó, a nosotros, que estábamos sentados en las profundidades de las tinieblas de nuestras faltas y en la sombra de la muerte de nuestros pecados.
   Al ver aquello, los dos príncipes de la muerte y del infierno, sus impíos oficiales y sus crueles ministros quedaron sobrecogidos de espanto en sus propios reinos, cual si no pudiesen resistir la deslumbradora claridad de tan viva luz, y la presencia de Cristo, establecido de súbito en sus moradas.
   Y exclamaron con rabia imponente: Nos has vencido. ¿Quién eres tú, a quien el Señor envía para nuestra confusión? (...) ¿Quién, pues, eres tú, que has franqueado sin temor las fronteras de nuestros dominios, y que no solamente no temes nuestros suplicios infernales, sino que pretendes librar a los que retenemos en nuestras cadenas? Quizá eres ese Jesús, de quien Satanás, nuestro príncipe, decía que, por su suplicio en la cruz, recibiría un poder sin límites sobre el mundo entero.
   Entonces el Rey de la Gloria, aplastando en su majestad a la muerte bajo sus pies, y tomando a nuestro primer padre, privó a la Furia de todo su poder y atrajo a Adán a la claridad de la luz.
  
   Evangelios apócrifos. El Evangelio de Nicodemo

  

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La caverna del letargo
Corán

   ¿Piensas, acaso, que la historia de los ocupantes de la caverna y la lápida que lleva sus nombres fueron algo extraordinario entre nuestros milagros?
   Recuérdales cuando los jóvenes se refugiaron en la caverna, dijeron: "¡Oh, Señor nuestro! ¡Concédenos tu misericordia y depáranos un buen éxito en nuestra empresa!"
   En la caverna, les sumimos en un letargo durante determinados años.
   Luego, les despertamos para cerciorarnos cuál de las dos sectas sabía calcular mejor el tiempo que habían permanecido aletargados. (...)
   Y entonces dijeron entre sí: "Si les abandonáis, con todo cuanto adoran prescindiendo de Dios, refugiáos, pues, en la caverna, entonces vuestro Señor os agraciará con su misericodia y os deparará un feliz éxito en vuestra empresa".
   Y ves, ¡oh humano!, el sol, cuando se eleva, declinar de su caverna hacia la derecha y cuando se pone, separarse de ellos hacia la izquierda, mientras ellos están en vasto espacio. Esto es uno de los signos de Dios. Aquel a quien Dios ilumina estará bien encaminado; en cambio aquel a quien descamina jamás podrás hallarle protector que le guíe.
   Si les hubieras visto, habrías creído que estaban despiertos, aunque estaban dormidos; pues, les volteábamos ora a la derecha ora a la izquierda; mientras su perro estaba con las patas extendidas en el umbral de la caverna. Si, de pronto, ¡oh, Apóstol!, les hubieras visto, habrías retrocedido y habrías huído transido de espanto.
   Y así, les despertamos para que se interrogasen entre sí. Uno de ellos dijo: ¿Cuánto tiempo habéis permanecido aquí?" Dijeron: "Estuvimos un día o una parte de un día". Los otros dijeron: "Vuestro Señor sabe mejor que nadie cuánto habéis permanecido".
   (...)
   Y permanecieron en su caverna trescientos nueve años.
   Diles: "Dios sabe mejor que nadie cuánto permanecieron; porque es suyo el misterio de los cielos y de la tierra".
  
   El Corán (Sura XVIII, de Al-Kahf o de la Caverna, 9-26)
 
  

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Las puertas del infierno
Divina Comedia (Dante)
 
   "¡Oh, vosotros, los que entráis, abandonad toda esperanza!"
   Vi escritas estas palabras con caracteres negros en el dintel de una puerta, por lo cual exclamé:
   –Maestro, el significado de estas palabras me causa miedo.
   Y él, como hombre lleno de prudencia, me contestó:
   –Conviene abandonar aquí todo temor, conviene que aquí termine toda cobardía. Hemos llegado al lugar donde te he dicho que verías a la dolorida gente que ha perdido el bien de la inteligencia.
   Y después de haber puesto su mano en la mía, con rostro alegre que me reanimó, me introdujo en medio de las cosas secretas. Allí, bajo un cielo sin estrellas, resonaban suspiros, quejas y profundos gemidos
Las puertas del infierno  
   En aquel momento vimos un anciano cubierto de canas que se dirigía hacia nosotros en una barquichuela, gritando: "¡Ay de vosotros, almas perversas! No esperéis ver nunca el Cielo. Vengo para conduciros a la otra orilla, donde reinan eternas tinieblas, en medio del calor y el frío".
  
   y llegamos a un punto privado totalmente de luz.
   Así descendí del primer Círculo al segundo, que contiene menos espacio pero mucho más dolor, y dolor punzante, que origina desgarradores gritos.
  
   Entrábamos en un lugar que carecía de luz y que rugía como el mar tempestuoso cuando está combatido por vientos contrarios. La tromba infernal, que no se detiene nunca, envuelve en su torbellino a los espíritus, los hace dar vueltas continuamente y los agita y los molesta. (...) y así como los estorninos vuelan en grandes y compactas bandadas en la estación del frío, así aquel torbellino arrastra a los espíritus malvados llevándolos de acá para allá y de arriba abajo, sin que abriguen nunca la esperanza de tener un momento de reposo ni de que su pena se aminore.
  
   Me encontraba en el tercer Círculo, en el de la lluvia eterna, maldita, fría y densa, que cae siempre igualmente copiosa y con la misma fuerza. Espesos granizos, agua negruzca, y nieve descienden en turbión a través de las tinieblas; la tierra, al recibirlos, exhala un olor pestífero. Cerbero, fiera cruel y monstruosa, ladra con sus tres fauces de perro contra los condenados que están allí sumergidos. Tiene los ojos rojos, los pelos negros y cerdosos, el vientre ancho y las patas guarnecidas de uñas que clava en los espíritus, les desgarra la piel y los descuartiza. (...) Cuando nos descubrió Cerbero, el miserable gusano abrió las bocas enseñándonos sus colmillos; todos sus miembros estaban agitados. Entonces mi guía extendió las manos, cogió tierra y la arrojó a puñados en las fauces ávidas de la fiera. Y del mismo modo que un perro se deshace ladrando y se apacigua cuando muerde su presa, ocupado tan sólo en devorarla, así también el demonio Cerbero cerró sus impuras bocas, cuyos ladridos causaban el aturdimiento de las almas, que quisieran quedarse sordas.
  
   Así bajamos a la cuarta cavidad aproximándonos más a la dolorosa orilla que encierra en sí todo el mal del universo.

   Dante Alighieri, La Divina Comedia (hacia 1320, cantos III, IV, V, VI y VII)  

  

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El pozo de Simbad
Las 1001 Noches
  
   Salimos de la ciudad, llegando a una montaña que daba sobre el mar. En cierto paraje vi una especie de pozo inmenso, cuya tapa de piedra levantaron en seguida. Bajaron por allí el ataúd donde yacía la mujer muerta adornada con sus alhajas; luego se apoderaron de mi vecino, que no opuso ninguna resistencia; por medio de una cuerda le bajaron hasta el fondo del pozo, proveyéndole de un cántaro con agua y siete panes. Hecho lo cual taparon el brocal del pozo con las piedras grandes que lo cubrían, y nos volvimos por donde habíamos ido.
   Asistí a todo esto en un estado de alarma inconcebible, pensando: "¡La cosa es aún peor de todas cuantas he visto!" Y no bien regresé a palacio, corrí en busca del rey y le dije: "¡Oh señor mío! ¡muchos países recorrí hasta hoy; pero en ninguna parte vi una costumbre tan bárbara como esa de enterrar al marido vivo con su mujer muerta! Por lo tanto desearía saber, ¡oh rey del tiempo! si el extranjero ha de cumplir también esta ley al morir su esposa". El rey contestó: "¡Sin duda que se le enterrará con ella!"
   Cuando hube oído aquellas palabras, sentí que en el hígado me estallaba la vejiga de la hiel a causa de la pena, salí de allí loco de terror y marché a mi casa, temiendo ya que hubiese muerto mi esposa durante mi ausencia y que se me obligase a sufrir el horroroso suplicio que acababa de presenciar. En vano intenté consolarme diciendo: "¡Tranquilízate, Sindbad! ¡Seguramente morirás tú primero! ¡Por consiguiente, no tendrás que ser enterrado vivo!" Tal consuelo de nada había de servirme, porque poco tiempo después mi mujer cayó enferma, guardó cama algunos días y murió, a pesar de todos los cuidados con que no cesé de rodearla día y noche.
   Entonces mi dolor no tuvo límites; (...) Cuando vi que el rey iba personalmente a mi casa para darme el pésame por mi entierro, no dudé ya de mi suerte. El soberano quiso hacerme el honor de asistir, acompañado por todos los personajes de la corte, a mi entierro, yendo al lado mío a la cabeza del acompañamiento, detrás del ataúd en que yacía muerta mi esposa, cubierta con sus  joyas y adornada con todos sus atavíos.
   Cuando estuvimos al pie de la montaña que daba sobre el mar, se abrió el pozo en cuestión, haciendo bajar al fondo del agujero el cuerpo de mi esposa; tras de lo cual, todos los concurrentes se acercaron a mí y me dieron el pésame, despidiéndose. (...)
   En vano hube de gritar y sollozar, porque cogiéronme sin escucharme, me echaron cuerdas por debajo de los brazos, sujetaron a mi cuerpo un cántaro de agua y siete panes, como era costumbre, y me descolgaron hasta el fondo del pozo. (...) Entonces abandonaron las cuerdas, que cayeron sobre mí, taparon otra vez con las grandes piedras el brocal del pozo y se fueron por su camino, sin escuchar mis gritos que movían a piedad.El pozo de Simbad
   A poco me obligó a taparme las narices la hediondez de aquel subterráneo. Pero no me impidió inspeccionar, merced a la escasa luz que descendía de lo alto, aquella gruta mortuoria llena de cadáveres antiguos y recientes. Era muy espaciosa, y se dilataba hasta una distancia que mis ojos no podían sondear. Entonces me tiré al suelo llorando, y exclamé: "¡Bien merecida tienes tu suerte, Sindbad de alma insaciable! Y luego, ¿qué necesidad tenías de casarte en esta ciudad? ¡Ah! ¿Por qué no pereciste en el valle de los diamantes, o por qué no te devoraron los comedores de hombres? ¡Era preferible que te hubiese tragado el mar en uno de tus naufragios y no tendrías que sucumbir ahora a tan espantosa muerte!" Y al punto comencé a golpearme con fuerza en la cabeza, en el estómago y en todo mi cuerpo. Sin embargo, acosado por el hambre y la sed, no me decidí a dejarme morir de inanición, y desaté de la cuerda los panes y el cántaro de agua, y comí y bebí aunque con prudencia, en previsión de los siguientes días.
   De este modo viví durante algunos días, habituándome paulatinamente al olor insoportable de aquella gruta, y para dormir me acostaba en un lugar que tuve buen cuidado de limpiar de los huesos que en él aparecían. Pero no podía retrasar más el momento en que se me acabaran el pan y el agua. Y llegó ese momento. Entonces, poseído por la más absoluta desesperación, hice mi acto de fe, y ya iba a cerrar los ojos para aguardar la muerte, cuando vi abrirse por encima de mi cabeza el agujero del pozo y descender en un ataúd a un hombre muerto, y tras de él su esposa con los siete panes y el cántaro de agua.
   Entonces esperé a que los hombres de arriba tapasen de nuevo el brocal, y sin hacer el menor ruido, muy sigilosamente, cogí un gran hueso de muerto y me arrojé de un salto sobre la mujer, rematándola de un golpe en la cabeza; y para cerciorarme de su muerte, todavía le propiné un segundo y un tercer golpe con toda mi fuerza. Me apoderé entonces de los siete panes y del agua, con lo que tuve provisiones para algunos días.
   Al cabo de ese tiempo, abrióse de nuevo el orificio, y esta vez descendieron una mujer muerta y un hombre. Con el objeto de seguir viviendo –¡porque el alma es preciosa!– no dejé de rematar al hombre, robándole sus panes y su agua. Y así continué viviendo durante algún tiempo, matando en cada oportunidad a la persona a quien se enterraba viva y robándole sus provisiones.
   Un día entre los días, dormía yo en mi sitio de costumbre, cuando me desperté sobresaltado al oír un ruido insólito. Era cual un resuello humano y un rumor de pasos. Me levanté y cogí el hueso que me servía para rematar a los individuos enterrados vivos, dirigiéndome al lado de donde parecía venir el ruido. Después de dar unos pasos, creí entrever algo que huía resollando con fuerza. Entonces, siempre armado con mi hueso, perseguí mucho tiempo a aquella especie de sombra fugitiva, y continué corriendo en la oscuridad tras ella, y tropezando a cada paso con los huesos de los muertos; pero de pronto creí ver en el fondo de la gruta como una estrella luminosa que tan pronto brillaba como se extinguía. Proseguí avanzando en la misma dirección, y conforme avanzaba veía aumentar y ensancharse la luz. Sin embargo, no me atreví a creer que fuese aquello una salida por donde pudiese escaparme, y me dije: "¡Indudablemente debe ser un segundo agujero de este pozo por el que bajan ahora algún cadáver!" Así que, cuál no sería mi emoción al ver que la sombra fugitiva, que no era otra cosa que un animal, saltaba con ímpetu por aquel agujero. Entonces comprendí que se trataba de una brecha abierta por las fieras para ir a comerse en la gruta los cadáveres. Y salté detrás del animal y me hallé al aire libre bajo el cielo.

   Anónimo, Las Mil y Una Noches. Historia de Simbad el Marino (cuarto viaje)

  

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La cueva de Alí Babá
Las 1001 Noches
  
   Y así, cargados, llegaron al pie de una roca grande que había en la base del montículo, y se detuvieron, colocándose en fila. Y su jefe, que iba a la cabeza, dejó por un instante en el suelo su pesado zurrón, se irguió cuan alto era frente a la roca y exclamó con voz estruendosa, dirigiéndose a alguien o algo invisible para todas las miradas:
   "¡Sésamo, ábrete!"
   Y al punto se entreabrió con amplitud la roca.
   Entonces el jefe de los bandoleros ladrones se retiró un poco para dejar pasar delante de él a sus hombres. Y cuando hubieron entrado todos, se cargó a la espalda su zurrón otra vez, y penetró el último.
   Luego exclamó con una voz de mando que no admitía réplica:
   "¡Sésamo, ciérrate!"
   Y la roca se cerró herméticamente, como si nunca la hechicería del bandolero la hubiese partido por virtud de la fórmula mágica. (...)
   En cuanto a los cuarenta ladrones, después de una estancia bastante prolongada en la caverna donde Alí Babá les había visto meterse, indicaron su reaparición con un ruido subterráneo semejante a un trueno lejano. Y acabó por volver a abrirse la roca y dejar salir a los cuarenta con su jefe a la cabeza y llevando en la mano sus zurrones vacíos. (...) Y el jefe se volvió entonces hacia la abertura de la caverna y pronunció en voz alta la fórmula: "¡Sésamo, ciérrate!" Y las dos mitades de la roca se juntaron y se soldaron sin ninguna huella de separación. Y con sus caras de brea y sus barbas de cerdos, tomaron otra vez el camino por donde habían venido. (...)
   Alí Babá avanzó hacia la roca consabida, pero con mucho cuidado y de puntillas, conteniendo la respiración. (...)
   Llegado que fué ante la roca, Alí Babá la inspeccionó de arriba abajo, y la encontró lisa y sin grietas por donde hubiera podido deslizarse la punta de una aguja. Y se dijo: "¡Sin embargo, ahí dentro se han metido los cuarenta, y los he visto con mis propios ojos desaparecer ahí dentro! ¡Ya Alah! ¡Qué sutileza! ¡Y quién sabe qué han entrado a hacer en esa caverna defendida por toda clase de talismanes cuya primera palabra ignoro!" Luego pensó: "¡Por Alah! ¡he retenido, sin embargo, la fórmula que abre y la fórmula que cierra! (...)
   Y olvidando toda su antigua pusilanimidad, e impelido por la voz de su destino, Alí Babá el leñador se encaró con la roca y dijo:
   "¡Sésamo, ábrete!"La cueva de Ali baba
   Y no bien fueron pronunciadas con insegura voz las dos palabras mágicas, la roca se separó y se abrió con amplitud. Y Alí Babá, presa de extremado espanto, quiso volver la espalda a todo aquello y escapar de allí a todo correr, pero la fuerza de su destino le inmovilizó ante la abertura y le obligó a mirar. Y en lugar de ver allí dentro una caverna de tinieblas y de horror, llegó al límite de la sorpresa al ver abrirse ante él una ancha galería que daba al ras de una sala espaciosa abierta en forma de bóveda en la misma piedra y recibiendo mucha luz por agujeros angulares situados en el techo. De modo que se decidió a adelantar un pie y penetrar en aquel lugar. ¡Y allá vio que las dos mitades de la roca se juntaban sin ruido y tapaban completamente la abertura, lo cual no dejó de inquietarle, a pesar de todo, ya que la constancia en el valor no era su fuerte. Sin embargo, pensó que más tarde podría, merced a la fórmula mágica, hacer que por sí mismas se abrieran ante él todas las puertas. Y a la sazón dedicóse a mirar con toda tranquilidad el espectáculo que se ofrecía a sus ojos.
   Y vio, colocadas a lo largo de las paredes hasta la bóveda, pilas y pilas de ricas mercancías, y fardos de telas de seda y de brocado, y sacos con provisiones de boca, y grandes cofres llenos hasta los bordes de plata amonedada, y otros llenos de plata en lingotes, y otros llenos de dinares de oro y de lingotes de oro en filas alternadas. Y como si todos aquellos cofres y todos aquellos sacos no bastasen a contener las riquezas acumuladas, el suelo estaba cubierto de montones de oro, de alhajas y de orfebrerías, hasta el punto de que no se sabía dónde poner el pie sin tropezar con alguna joya o derribar algún montón de dinares flamígeros. Y Alí Babá, que en su vida había visto el verdadero color del oro ni conocido su olor siquiera, se maravilló de todo aquello hasta el límite de la maravilla. Y al ver aquellos tesoros amontonados allí de cualquier modo, aquellas innumerables suntuosidades, las menores de las cuales hubiesen adornado ventajosamente el palacio de un rey, se dijo que debía hacer no años, sino siglos que aquella gruta servía de depósito, al mismo tiempo que de refugio, a generaciones de ladrones hijos de ladrones, descendientes de los saqueadores de Babilonia.
   Cuando Alí Babá volvió un poco de su asombro se dijo: "(...) Esa es una gran merced del Retribuidor, que así te hace dueño de las riquezas acumuladas por los crímenes de generaciones de ladrones y de bandidos. ¡Y si ha ocurrido todo esto, claro está que es para que en adelante puedas hallarte con tu familia al abrigo de la necesidad, utilizando de buena manera el oro del robo y del pillaje!"
   Y quedando en paz con su conciencia después de tal razonamiento, Alí Babá el pobre se inclinó hacia un saco de provisiones, lo vació de su contenido y lo llenó de dinares de oro y otras piezas de oro amonedado, sin tocar la plata ni los demás objetos de la galería. Luego volvió a la sala abovedada, y de la propia manera llenó un segundo saco, luego un tercer saco y varios sacos más, todos los que le parecieron que podrían llevar sus tres asnos sin cansarse. Y hecho esto se volvió hacia la entrada de la caverna y dijo: "¡Sésamo, ábrete!" Y al instante las dos hojas de la puerta roqueña se abrieron de par en par, y Alí Babá corrió a reunir sus asnos y los hizo aproximarse a la entrada. Y los cargó de sacos, que tuvo cuidado de ocultar hábilmente, poniendo encima ramaje. Y cuando hubo acabado esta tarea pronunció la fórmula que cierra, y al punto se juntaron las dos mitades de la roca.
   Entonces Alí Babá hizo ponerse en marcha delante de él a sus asnos cargados de oro, arreándolos con voz llena de respeto y no abrumándolos con las maldiciones y las injurias horrísonas que les dirigía de ordinario cuando arrastraban las patas.
  
   Anónimo. Las Mil y Una Noches. Historia de Alí Babá o los cuarenta ladrones.

  

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Espeleología espiritual
San Juan de la Cruz
 
   ¡Oh lámparas de fuego,
en cuyos resplandores
las profundas cavernas de el sentido,
que estaba oscuro y ciego,
con extraños primores
calor y luz dan junto a su querido!

   San Juan de la Cruz. Canciones que hace el alma en la íntima unión en Dios (1585)
  
  
   Gocémonos, Amado,
y vámonos a ver en tu hemosura
al monte y al collado
do mana el agua pura;
entremos más adentro en la espesura.

   Y luego a las subidas
cavernas de la piedra nos iremos,
que están bien escondidas,
y allí nos entraremos
y el mosto de granadas gustaremos.

   San Juan de la Cruz. Cántico espiritual (1586)

  

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La sima de Don Quijote
Don Quijote (Cervantes)
 
   Las cuatro de la tarde serían cuando el sol, entre nubes cubierto, con luz escasa y templados rayos dió lugar á Don Quijote para que sin calor y pesadumbre contase a sus dos carísimos oyentes lo que en la cueva de Montesinos había visto, y comenzó en el modo siguiente: 
La sima de Don Quijote   –Á obra de doce ó catorce estados de la profundidad de esta mazmorra, á la derecha mano, se hace una concavidad y espacio, capaz de poder caber en ella un gran carro con sus mulas. Éntrale una pequeña luz por unos resquicios ó agujeros, que lejos le responden, abiertos en la superficie de la tierra. Esta concavidad y espacio ví yo á tiempo cuando ya iba cansado y mohino de verme, pendiente y colgado de la soga, caminar por aquella escura región abajo, sin llevar cierto ni determinado camino; y así, determiné entrarme en ella y descansar un poco. Dí voces, pidiéndoos que no descolgásedes más soga hasta que yo os lo dijese; pero no debistes de oirme. Fui recogiendo la soga que enviábades; y haciendo de ella una rosca ó rimero, me senté sobre él pensativo ademas, considerando lo que hacer debia para calar al fondo, no teniendo quien me sustentase; y estando en este pensamiento y confusion, de repente y sin procurarlo me asaltó un sueño profundísimo, y cuando ménos lo pensaba, sin saber cómo ni cómo no, desperté dél y me hallé en la mitad del más bello, ameno y deleitoso prado que puede criar la naturaleza ni imaginar la más discreta imaginación humana. Despabilé los ojos, limpiémelos, y vi que no dormía, sino que realmente estaba despierto (...) Ofrecióseme luego á la vista un real y suntuoso palacio ó alcázar, cuyos muros y paredes parecian de transparente y claro cristal fabricados; del cual, abriéndose dos grandes puertas, ví que por ellas salia, y hacia mí se venia un venerable anciano, (...) 
   Llegóse a mí, y lo primero que hizo fue abrazarme estrechamente, y luego decirme: 
   –Luengos tiempos há, valeroso caballero Don Quijote de la Mancha, que los que estamos en estas soledades encantados esperamos verte, para que dés noticia al mundo de lo que encierra y cubre la profunda cueva por donde has entrado, llamada la cueva de Montesinos: hazaña sólo guardada para ser acometida de tu invencible corazon y de tu ánimo estupendo. Ven conmigo, señor clarísimo; que te quiero mostrar las maravillas que este transparente alcázar solapa, de quien yo soy alcaide y guarda mayor perpétua, porque soy el mismo Montesinos, de quien la cueva toma nombre. 
   (...) nos tiene aquí encantados el sabio Merlin, há muchos años; y aunque pasan de quinientos, no se ha muerto ninguno de nosotros; solamente faltan Ruidera y sus hijas y sobrinas, las cuales llorando, por compasion que debió tener Merlin dellas, las convirtió en otras y tantas lagunas, que ahora en el mundo de los vivos y en la provincia de la Mancha las llaman las lagunas de Ruidera; Guadiana (...) fue convertido en un rio llamado de su mesmo nombre, el cual, cuando llegó á la superficie de la tierra y vió el sol del otro cielo, fue tanto el pesar que sintió de ver que os dejaba, que se sumergió en las entrañas de la tierra; pero, como no es posible dejar de acudir á su natural corriente, de cuando en cuando sale y se muestra donde el sol y las gentes le vean. Vanle administrando de sus aguas las referidas lagunas, con las cuales, y con otras muchas que se le llegan, entra pomposo y grande en Portugal. 
  
   Cervantes, Don Quijote de la Mancha (2ª parte, 1615)
   (Ver textos completos en fotoAleph: 'Don Quijote, pionero de la espeleología')

  

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La caverna de la hechicera
Dido y Eneas
 
   Acto II. Escena I. La caverna
   
Hechicera:
La caverna de la hechicera   Díscolas hermanas, vosotras que aterrorizáis
a los solitarios caminantes de la noche,
que gustáis de lamentaros como lúgubres cuervos
y de golpear las ventanas de los moribundos,
¡apareced!
Apareced a mi llamada y participad en la gloria
de una maldad que hará arder toda Cartago.
¡Apareced! ¡Apareced! ¡Apareced!

Primera bruja:
   Di, arpía ¿cuál es tu voluntad?

Coro:
   El mal es nuestra delicia y la maldad nuestro oficio.
(...)

Primera y segunda brujas:
   (...) conjuraremos una tormenta
para estropear su jornada de caza
y forzarles a regresar a la corte.

Coro (como un eco):
   En nuestra guarida abovedada prepararemos el encantamiento;
estas prácticas son harto horripilantes para hacerlas al aire libre.
  
(Truenos y rayos, música de horror. Las Furias se hunden en la caverna mientras las otras levantan el vuelo.)
  
   Dido y Eneas (ópera de Henry Purcell, libreto de Nahum Tate, 1689, basado en el canto IV de la Eneida de Virgilio)

  

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Orfeo en los infiernos
Orfeo ed Euridice
 
   Acto II. Escena I.
   (La entrada prohibida al inframundo, abierta en las rocas, escupiendo llamaradas y humos. Orfeo penetra por ella en busca de su amada esposa Euridice, muerta por la picadura de una víbora. Tañe su lira y los Monstruos y las Furias, asombrados, intentan ahogar el sonido de su música con frenéticas danzas, tratando de aterrorizarle al mismo tiempo.)
   
Coro:
   ¿Quién puede ser que se abre camino, por las miasmas del Erebo, tras los pasos de Hércules y Piritoo?
   (Danza de las Furias)
   Las fieras Euménides han de colmarle de horror, y espantarlo los aullidos de Cerbero, a menos que sea un Dios.

Orfeo:
   ¡Aplacaos, oh Furias, Espectros, Sombras airadas! 

Coro:
   ¡No!... ¡No!...

Orfeo:
   ¡Tened piedad, al menos, de mi horrible dolor!

Coro:
   ¡Joven miserable! ¿Qué quieres? ¿Qué te propones? Nada sino el dolor y el lamento vive en estos horribles y funestos parajes. 

Orfeo:
   Yo también, como vosotras, ruidosas Sombras, soporto mil penas. Llevo conmigo mi propio infierno. Lo siento dentro de mi corazón.

   Orfeo ed Euridice (ópera de Gluck, libreto de Raniero de Calzabigi, 1762)

  

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El túnel al País de las Maravillas
Alicia (Lewis Carroll)
 
   Alicia se incorporó de un brinco, ya que se le ocurrió de pronto que jamás había visto un conejo con un bolsillo de chaleco, o con un reloj que sacar de él; y, muerta de curiosidad, echó a correr tras él por el prado, justo a tiempo de ver cómo se metía por una gran madriguera bajo el seto.El tunel al Pais de las Maravillas
   Un instante después se coló Alicia también, sin pararse a pensar cómo saldría.
   La madriguera siguió recta como un túnel durante un trecho, y luego torció hacia abajo tan bruscamente que Alicia no tuvo ni un momento para pensar en detenerse, antes de caer, por lo que parecía un pozo muy profundo.
   O el pozo era muy profundo, o ella caía muy despacio; porque tuvo tiempo de sobra, mientras descendía, para mirar en torno suyo, y preguntarse que ocurriría a continuación. Primero trató de mirar hacia abajo para averiguar hacia dónde iba, pero estaba demasiado oscuro para ver nada; luego miró las paredes del pozo, y observó que estaban llenas de alacenas y anaqueles: vio mapas aquí y allá, y cuadros colgados con escarpias. Cogió un tarro de uno de los anaqueles al pasar; en la etiqueta ponía: 'Mermelada de naranja', pero para su desencanto estaba vacío; no quiso soltar el tarro por temor a matar a alguien de abajo, así que se las arregló para meterlo en una de las alacenas al pasar ante ella en su caída. (...)
   Siguió cayendo, cayendo, cayendo. ¿Es que la caída nunca iba a tener fin? "Me pregunto cuántas millas llevaré ya", dijo en voz alta. "Debo de estar cerca del centro de la tierra." (...) "¡No sé si atravesaré la tierra de parte a parte en la caída! ¡Qué divertido sería aparecer entre la gente que anda cabeza abajo! Los antipatías, creo..." (...)
   Siguió cayendo, cayendo, cayendo. (...) Notó que se estaba quedando dormida; y había empezado a soñar que andaba de la mano con Dinah (su gata), a la que le preguntaba muy seria: "A ver, Dinah, dime la verdad: ¿te has comido alguna vez un murciélago?", cuando de repente, ¡bum! ¡bum!, cayó encima de un montón de ramas y hojas secas, y concluyó la caída.
   Alicia no se había hecho ni pizca de daño, y al instante se puso en pie de un salto, miró hacia arriba, pero estaba totalmente oscuro, ante sí vio otro largo pasadizo, y aún tenía a la vista al Conejo Blanco que se alejaba presuroso por él. No había un instante que perder: allá se fue Alicia, veloz como el viento, y llegó justo a tiempo de oírle decir: "¡Ah, por mis orejas y mis bigotes, qué tarde se me está haciendo!". Estaba muy cerca de él, pero al torcer en un recodo no vio ya al Conejo, se encontró en una sala larga y baja, iluminada por una fila de lámparas que colgaban del techo.
  
   Lewis Carroll, Alicia en el País de las Maravillas (1862)

  

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Los genios del abismo
Viaje al centro de la Tierra (J. Verne)
 
   Una luz muy viva disipó las tinieblas de la galería. (...)
Los genios del abismo   La lava, porosa en algunos sitios, formaba pequeñas ampollas redondas, cristales de cuarzo opaco, adornados de límpidas gotas de vidrio, suspendidos como lámparas de la bóveda y que parecían encenderse a nuestro paso. Se diría que los genios del abismo hubieran iluminado su palacio para recibir a los huéspedes de la tierra.
   –¡Es magnífico! –exclamé, involuntariamente–. ¡Qué espectáculo, tío! ¿Ha visto estos matices de la lava, que van del rojo oscuro al amarillo brillante, a través de degradaciones insensibles? ¿Y estos cristales que parecen globos luminosos?
   –¡Ah! Empiezas ya a darte cuenta, Axel. Así que esto te parece espléndido, muchacho. Pues aún has de ver otras maravillas. ¡Adelante! ¡Andemos!
   Más apropiado habría sido decir ‘resbalemos’, dada la inclinación de la pendiente por la que nos dejábamos ir cómodamente. Era el facilis descensus Averni de Virgilio (1).
   (...)
   A veces se desarrollaba ante nosotros una sucesión de arcos como las contranaves de una catedral gótica. Los artistas de la Edad Media hubieran podido estudiar allí todas las formas de esta arquitectura religiosa que tiene su origen en la ojiva. Una milla más adelante debimos inclinar las cabezas bajo arcos de estilo románico. Grandes pilares adosados al macizo sostenían el peso de las bóvedas.
   (...)
   La luz de las lámparas, reflejada por las pequeñas facetas de la masa rocosa, entrecruzaba sus múltiples resplandores en todos los ángulos, dándome la ilusión de viajar por el interior de un diamante hueco en que los rayos se rompieran en mil destellos deslumbrantes.

   Julio Verne, Viaje al centro de la Tierra (1864)
   (Ver estudio de esta novela, a la luz de la espeleología, en fotoAleph: 'Las lecciones de abismo del profesor Verne')
  
   (1)
Para saber qué quiere decir Verne con lo de 'facilis descensus Averni', leer: Descenso al Averno

  

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En compañía de murciélagos
Tom Sawyer (M. Twain)
  
   Volvamos ahora a las aventuras de Tom y Becky en la cueva. Corretearon por los lóbregos subterráneos con los demás excursionistas, visitando las consabidas maravillas de la caverna, maravillas condecoradas con nombres un tanto enfáticos, tales como "El Salón", "La Catedral", "El Palacio de Aladino" y otros por el estilo. Después empezó el juego y algazara del escondite, y Becky y Tom tomaron parte en él con tal ardor, que no tardaron en sentirse fatigados; se internaron entonces por un sinuoso pasadizo, alzando en alto las velas para leer la enmarañada confusión de nombres, fechas, direcciones y lemas con los cuales los rocosos muros habían sido ilustrados –con humo de velas–. Siguieron adelante, charlando, y apenas se dieron cuenta de que estaban ya en una parte de la cueva cuyos muros permanecían inmaculados. Escribieron sus propios nombres bajo una roca salediza, y prosiguieron su marcha. Poco después llegaron a un lugar donde una diminuta corriente de agua, impregnada de un sedimento calcáreo, caía desde una laja, y en el lento pasar de las edades había formado un Niágara con encajes y rizos de brillante a imperecedera piedra. Tom deslizó su cuerpo menudo por detrás de la pétrea cascada para que Becky pudiera verla iluminada. Vio que ocultaba una especie de empinada escalera natural encerrada en la estrechez de dos muros, y al punto le entró la ambición de ser un descubridor. Becky respondió a su requerimiento. Hicieron una marca con el humo, para servirles más tarde de guía, y emprendieron el avance. Fueron torciendo a derecha a izquierda, hundiéndose en las ignoradas profundidades de la caverna; hicieron otra señal, y tomaron por una ruta lateral en busca de novedades que poder contar a los de allá arriba. En sus exploraciones dieron con una gruta, de cuyo techo pendían multitud de brillantes estalactitas de gran tamaño. Dieron la vuelta a toda la cavidad, sorprendidos y admirados, y luego siguieron por uno de los numerosos túneles que allí desembocaban. Por allí fueron a parar a un maravilloso manantial, cuyo cauce estaba incrustado como con una escarcha de fulgurantes cristales. Se hallaba en una caverna cuyo techo parecía sostenido por muchos y fantásticos pilares formados al unirse las estalactitas con las estalagmitas, obra del incesante goteo durante siglos y siglos. Bajo el techo, grandes ristras de murciélagos se habían agrupado por miles en cada racimo. Asustados por el resplandor de las velas, bajaron en grandes bandadas, chillando y precipitándose contra las luces. Tom sabía sus costumbres y el peligro que en ello había. Cogió a Becky por la mano y tiró de ella hacia la primera abertura que encontró; y no fue demasiado pronto, pues un murciélago apagó de un aletazo la vela que llevaba en la mano en el momento de salir de la caverna. Los murciélagos persiguieron a los niños un gran trecho; pero los fugitivos se metían por todos los pasadizos con que topaban, y al fin se vieron libres de la persecución. Tom encontró poco después un lago subterráneo que extendía su indecisa superficie a lo lejos, hasta desvanecerse en la oscuridad. Quería explorar sus orillas, pero pensó que sería mejor sentarse y descansar un rato antes de emprender la exploración. Y fue entonces cuando, por primera vez, la profunda quietud de aquel lugar se posó como una mano húmeda y fría sobre los ánimos de los dos niños.
   (...)
   –¿Sábrás el camino, Tom? Para mí no es más que un enredijo liadísimo.
   –Creo que daré con él; pero lo malo son los murciélagos. Si nos apagasen las dos velas sería un apuro grande. Vamos a ver si podemos ir por otra parte, sin pasar por allí.
   –Bueno; pero espero que no nos perderemos. ¡Qué miedo! Y la niña se estremeció ante la horrenda posibilidad.
   Echaron a andar por una galería y caminaron largo rato en silencio, mirando cada nueva abertura para ver si encontraban algo que les fuera familiar en su aspecto.  (...) Pero iba sintiéndose menos esperanzado con cada fiasco, y empezó a meterse por las galerías opuestas, completamente al azar, con la vana esperanza de dar con la que hacía falta. (...)
   –¡Tom! –dijo al fin Becky–. No te importen los murciélagos. Volvamos por donde hemos venido. Parece que cada vez estamos más extraviados. (...)
   A los pocos momentos una cierta indecisión en sus movimientos reveló a Becky otro hecho fatal: ¡que Tom no podía dar con el camino de vuelta!
   –Tom, ¡no hiciste ninguna señal!
   –Becky, ¡he sido un idiota! ¡No pensé que tuviéramos nunca necesidad de volver al mismo sitio! No, no doy con el camino. Todo está tan revuelto...
   –¡Tom, estamos perdidos!, ¡estamos perdidos! ¡Ya no saldremos nunca de este horror! ¡Por qué nos separaríamos de los otros! (...)
   Se pusieron de nuevo en marcha, sin rumbo alguno, al azar. Era lo único que podían hacer: andar, no cesar de moverse. (...) Moverse en alguna dirección, en cualquier dirección, era al fin progresar y podía dar fruto; pero sentarse era invitar a la muerte y acortar su persecución. (...)
   Trataron de calcular el tiempo que llevaban en la cueva, pero todo lo que sabían era que parecía que habían pasado días y hasta semanas; y sin embargo era evidente que no, pues aun no se habían consumido las velas. (...)
   Los niños permanecieron con los ojos fijos en el pedacito de vela y miraron cómo se consumía lenta a inexorablemente; vieron el trozo de pabilo quedarse solo al fin; vieron alzarse y encogerse la débil llama, subir y bajar, trepar por la tenue columna de humo, vacilar un instante en lo alto, y después... el horror de la absoluta oscuridad.  
  
   Mark Twain, Las aventuras de Tom Sawyer (1876)

  

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La cueva del dragón de Aralar
Amaya (Navarro Villoslada)
 
   –¿Dónde os volveré a ver, padre mío? ¿Dónde tenéis la vivienda?
   –Mi morada es una sima muy honda, muy honda, que casi toca el centro de la tierra. Nadie me ve, nadie me conoce.
  
   (...)
  
   ¿Qué pasó entonces en aquella gruta?
   El solitario quedó como extático (...). Parecióle oír rugidos espantosos, y que de la sima de la peña salía un dragón horrible, que iba a caer sobre él y devorarlo.
   –¡San Miguel me valga! –exclamó el penitente.
   Y sobre el dragón se presentó con vivísimos resplandores el bienaventurado arcángel, que dió muerte a la infernal serpiente. Al arcángel acompañaba un coro de bienaventurados, entre los cuales creyó distinguir el solitario a su padre y a su madre, a Miguel y Plácida.
   Desaparece la visión, y Teodosio se pone en pie.
   Las cadenas que llevaba ceñidas estaban en el suelo; la argolla de la cintura se había hecho pedazos.
   Milagro fué; pero de milagro tan patente están dando testimonio todavía las cadenas y la argolla.
  
   Francisco Navarro Villoslada, Amaya o los vascos en el siglo VIII (1877)
   (Ver estudio sobre la presencia las cuevas en esta novela, con la historia de Teodosio de Goñi y el dragón de Aralar, en fotoAleph: 'Amaya o las cuevas en el siglo XIX')

  

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Las cuevas del Rey Salomón
Las minas del Rey Salomón (H. R. Haggard)
 
   "Maldición! –pensé–. Raro será que salgamos de ésta".
   Sin más preámbulos, Gagool se sumergió en el pasadizo, que era suficientemente ancho como para que pudieran caminar dos personas de lado, y muy oscuro. Seguimos el sonido de su voz aflautada que nos animaba a seguir adelante, no sin cierto temor, situación que no alivió el sonido súbito de un batir de alas.
   –¡Vaya! ¿Qué es eso? –gritó Good–. Alguien me ha dado un golpe en la cara.
   –Son murciélagos –dije–; continúe.
   Tras haber caminado unos cincuenta pasos, según nuestros cálculos, observamos que el pasadizo se iluminaba débilmente. Al momento siguiente, nos encontramos en el lugar más hermoso en que se hayan posado jamás los ojos de un hombre vivo.
Las cuevas del Rey Salomon   Que el lector imagine la nave de la catedral más grande en que haya puesto el pie, sin ventanas, desde luego, pero ligeramente iluminada desde arriba (presumiblemente mediante respiraderos conectados con el exterior practicados en el techo, que formaban una bóveda a cien pies por encima de nuestras cabezas), y se hará una idea del tamaño de la enorme cueva en la que nos encontrábamos, con la diferencia de que esta catedral, concebida por la naturaleza, era más alta y más ancha que cualquiera construida por el hombre. Pero su gigantesco tamaño era la menor de las maravillas de aquel lugar, porque, dispuestos en fila en toda su longitud, había descomunales pilares de algo que parecía hielo, pero que en realidad eran estalactitas enormes. Me resulta imposible dar una idea de la belleza y la grandeza sobrecogedoras de aquellos pilares de espato blanco, algunos de los cuales no medían menos de veinte pies de diámetro en la base, y se elevaban con toda su belleza grandiosa pero delicada hasta el lejano techo. Había otros en proceso de formación. En estos casos, en el suelo de la roca había unas columnas que, como dijo sir Henry, parecían las columnas quebradas de un templo antiguo griego, en tanto que, en las alturas, pendientes del techo, se podía vislumbrar el extremo de un carámbano enorme. Mientras las contemplábamos, podíamos oír el proceso de formación, porque al poco rato cayó una gota de agua desde el lejano carámbano hasta la columna de abajo, produciendo un diminuto chapoteo. En algunas columnas sólo caía una gota cada dos o tres minutos, y en estos casos resultaría interesante calcular cuánto tiempo tardaría en formarse un pilar, digamos de ochenta pies de altura por diez de diámetro, al ritmo con que caía el agua. (...)
   En algunos casos, las estalactitas adoptaban formas extrañas, presumiblemente cuando la gota de agua caía en el mismo sitio. Así, una masa enorme, que debía de pesar unas cien toneladas, tenía forma de púlpito, bellamente labrado en toda su superficie, de tal modo que parecía encaje. Otras semejaban extrañas bestias, y en los lados de la cueva había dibujos como abanicos de marfil, como los que deja la escarcha en un cristal.
   Alrededor de la nave central se abrían cuevas más pequeñas, exactamente igual, como observó sir Henry, que las capillas de las grandes catedrales. Algunas tenían grandes dimensiones, pero otras –y eso constituye un hermoso ejemplo de cómo la naturaleza lleva a cabo su labor de artesanía según leyes invariables, e independientemente del tamaño– eran minúsculas. Una de estas cavernas no era mayor que una casa de muñecas inusualmente grande, pero podría haber servido de modelo para toda la cueva, porque se producía el mismo goteo, los minúsculos carámbanos colgaban del techo igual que en la nave central, y las columnas tenían idénticas formaciones.
  
   Henry R. Haggard, Las minas del Rey Salomón (1885)

  

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El mundo subterráneo de los Morlocks
La Máquina del Tiempo (H. G. Wells)
 
   Tenía el firme convencimiento de que sólo entraría de nuevo en posesión de la Máquina del Tiempo penetrando audazmente en aquellos misteriosos subterráneos. Sin embargo, no podía decidirme a afrontar aquel misterio. Si hubiera dispuesto tan sólo de un compañero, la cosa sería muy distinta. Pero estaba horriblemente solo, y la sola idea de descender a la oscuridad del pozo me aterrorizaba. (...)
   Resolví intentar el descenso sin perder más tiempo, y salí al amanecer hacia el pozo situado cerca de las ruinas de granito y aluminio. (...)
El mundo subterraneo de los Morlocks   Tuve que bajar cerca de doscientos metros quizá. (...) Muy pronto empecé a sentirme entumecido y fatigado por el descenso. ¡Y no solamente fatigado! Uno de los barrotes cedió bruscamente bajo mi peso, y creí precipitarme en la oscuridad que se abría a mis pies. Durante un momento quedé suspendido de una mano, y después de esta experiencia no me atreví a descansar otra vez. Aunque mis brazos y mi espalda me dolieran ahora agudamente, continué el descenso lo más rápidamente que pude. Al mirar hacia arriba vi la abertura, un pequeño disco azul en el cual era visible una estrella, (...) El ruido regular de alguna máquina, desde el fondo, se apreciaba más y más fuerte y opresivo. Todo, excepto el pequeño disco encima de mi cabeza, estaba intensamente oscuro, (...)
   Me sentía presa de una agonía de inquietud. Pensé vagamente en volver a subir y dejar tranquilo el Mundo Subterráneo. Pero incluso mientras le daba vueltas en la cabeza a esta idea, seguía descendiendo. Al fin, con un inmenso alivio, percibí vagamente, a una cierta distancia a mi derecha, en la pared, una exigua abertura. Me introduje en ella y comprobé que era la entrada de un estrecho túnel horizontal, en el cual podía tenderme y descansar. (...)
   No sé cuanto tiempo permanecí tendido allá. Fui desvelado por el contacto de una mano suave que tocaba mi cara. Busqué rápidamente mis fósforos y encendí uno precipitadamente, lo que me permitió ver, inclinados sobre mí, tres seres pálidos similares al que había visto en la superficie, entre las ruinas, y que huyó precipitadamente ante la luz. Viviendo como lo hacían, en lo que me parecían ser impenetrables tinieblas, sus ojos eran anormalmente grandes y sensibles, como lo son los de los peces de las grandes profundidades, y reflejaban del mismo modo la luz. Estaba persuadido de que podían verme en aquella profunda oscuridad, y no demostraron tener miedo de mí, aparte su temor a la luz. Pero tan pronto como encendí un fósforo para tratar de verles huyeron velozmente, y desaparecieron en unos oscuros canales y túneles, desde donde sus ojos me miraban del modo más extraño. (...)
   Avancé a tientas en el túnel, sintiendo que aumentaba el sonido de las máquinas. Muy pronto dejé de sentir las paredes y llegué a un espacio más amplio; encendí otro fósforo, y vi que me encontraba en el interior de una vasta caverna arqueada, que se extendía en las profundas tinieblas, más allá del límite que alumbraba mi fósforo. Vi todo lo que se puede ver durante el corto instante en que arde un fósforo.
   Necesariamente todos mis recuerdos son bastante vagos. Grandes formas como enormes máquinas surgían de las tinieblas y proyectaban fantásticas sombras negras, en las que los Morlocks, como inciertos espectros, se resguardaban de la luz. La atmósfera, dicho sea entre paréntesis, era pesada y sofocante, y débiles emanaciones de sangre fresca flotaban en el aire. Un poco más hacia abajo, cerca del centro, vi una pequeña mesa de metal blancuzco, sobre la cual parecía haberse servido una comida. ¡Así, los Morlocks eran, de todos modos, carnívoros! Recuerdo haberme preguntado también en aquel momento qué gran animal podía haber sobrevivido para suministrar el grueso pedazo sangrante que veía. Todo estaba muy confuso: el olor sofocante, las grandes formas sin significado, los seres inmundos espiando en las sombras el momento en que volviera la oscuridad, ¡para acudir de nuevo hacia mí! Entonces el fósforo se apagó, me quemó los dedos, y cayó, trazando una roja ondulación en las tinieblas.
   He pensado después lo mal equipado que estaba para una experiencia como aquélla. Cuando emprendí el viaje con la Máquina del Tiempo lo hice con la absurda suposición de que los hombres del futuro debían ser infinitamente superiores a nosotros en todos los aspectos. Había llegado sin armas, sin medicamentos, sin nada que fumar –¡cuántas veces noté terriblemente la falta de tabaco!–, y ni siquiera con los suficientes fósforos. ¡Si solamente hubiera pensado en traer una cámara fotográfica! Podría haber tomado en un segundo una instantánea de aquel Mundo Subterráneo y luego haberlo examinado a gusto. Pero, fuera como fuese, me encontraba allí con las únicas armas y los únicos poderes con que me ha dotado la Naturaleza: manos, pies y dientes; esto y cuatro fósforos secos que me quedaban aún.
   Temía aventurarme en las tinieblas, en medio de todas aquellas máquinas, y sólo fue con la última llama que descubrí que mi provisión de fósforos se agotaba. (...) Mientras permanecía en la oscuridad una mano tocó la mía, unos dedos descarnados tantearon mi cara y percibí un olor particularmente desagradable. Me pareció oír a mi alrededor la respiración de una multitud de aquellos pequeños seres. Sentí que intentaban quitarme dulcemente la caja de fósforos de mi mano. (...) Grité tan fuerte como pude. Se apartaron rápidamente, pero luego los sentí acercarse otra vez. Sus manoteos se hicieron más osados, mientras se musitaban los unos a los otros extraños sonidos. Me estremecí violentamente y volví a gritar de un modo discordante. Esta vez se mostraron menos alarmados, y se aproximaron de nuevo con una extraña risita. Debo confesar que estaba horriblemente asustado. Me decidí a encender otro fósforo y escapar protegido por su luz; prolongar la llama encendiendo una hoja de papel que encontré en el bolsillo, e inicié mi retirada hacia el estrecho túnel. Pero apenas había entrado en él cuando la llama se apagó, y en la oscuridad pude oír a los Morlocks susurrar como el viento entre las hojas, haciendo un ruido acompasado como de lluvia, mientras se precipitaban en mi persecución.
   En un momento me sentí agarrar por varias manos, y no pude equivocarme sobre su intención de arrastrarme hacia atrás. Encendí otro fósforo y lo agité ante sus caras deslumbradas. Ustedes podrán imaginarse difícilmente lo inhumanos y nauseabundos que parecían –¡el rostro pálido y sin mentón, y sus ojos de un gris-rosado sin párpados!– mientras permanecían inmóviles, cegados y aturdidos. Pero no me detuve a observarlos, se lo juro: continué mi retirada, y cuando se apagó el segundo fósforo encendí el tercero. Estaba ya casi consumido cuando llegué a la abertura que desembocaba en el pozo. Me tendí en el suelo sobre el borde, pues los latidos de la gran bomba del fondo me aturdían. Busqué sobre las paredes los asideros de los escalones y de golpe me sentí agarrado por los pies y tirado violentamente hacia atrás. Encendí mi último fósforo... y se apagó inmediatamente. Pero había podido sujetar uno de los asideros y, dando hacia atrás fuertes puntapiés, me desprendí de la persecución de los Morlocks y escalé rápidamente el pozo, mientras ellos quedaban allá abajo, atisbando y guiñando sus grandes ojos hacia mí, salvo un pequeño miserable que me siguió durante un instante y quiso apoderarse de una de mis botas, como si fuera un trofeo.
   Aquella escalada me pareció interminable. Durante los últimos ocho o diez metros, una náusea mortal me invadió. Necesité un gran esfuerzo para mantenerme asido. Los últimos escalones fueron una lucha terrible. Varas veces sentí que la cabeza me daba vueltas y experimenté todas las sensaciones de una caída. Al fin, sin embargo, pude de cualquier manera llegar hasta arriba y, saltando el brocal, escapar tambaleándome de las ruinas en busca de los cegadores rayos del sol. Allí caí de bruces al suelo. Hasta la tierra me pareció que emanaba un olor dulce y puro. (...) Inmediatamente después, y durante un cierto tiempo, perdí toda conciencia.

   H. G. Wells, La Máquina del Tiempo (1895)

  

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Cuevas en el Mundo Perdido
El Mundo Perdido (A. Conan Doyle)
 
   Asimismo continuábamos visitando asiduamente las cuevas, que eran lugares notabilísimos, aunque nunca pudimos determinar si eran obras del hombre o de la Naturaleza. Todas ellas estaban en un solo estrato, horadadas en una especie de roca blanda que se extendía entre el basalto volcánico que formaba los riscos rojizos de la parte superior y el duro granito de su base.
   Sus bocas se hallaban a unos ochenta pies por encima del suelo, y se las alcanzaba por largas escaleras de piedra, tan estrechas y empinadas que ningún animal de grandes dimensiones podía subir por ellas. En el interior, eran cálidas y secas, y estaban recorridas por pasajes rectos de variada longitud labrados en la ladera de la colina. Tenían paredes lisas y grises, decoradas con muchas pinturas excelentes hechas con palos carbonizados y que representaban a diversos animales de la meseta. Si todas las cosas vivientes fueran barridas de la comarca, el futuro explorador hallaría en estas paredes una amplia evidencia de la extraña fauna: dinosaurios, iguanodontes y peces lagartos, que habían poblado la tierra en tiempos tan recientes.

(...)

   Se halla en la meseta una madera bituminosa (...) que siempre usan los indios como antorcha. Cada uno de nosotros cogió un manojo de éstas y subimos por la escalera cubierta de maleza hasta la cueva marcada en el dibujo. Estaba, tal como ya había dicho, completamente vacía, si se exceptúa un gran número de enormes murciélagos, que aletearon en torno a nuestras cabezas a medida que nos adentrábamos en ella. Como no deseábamos atraer la atención de los indios acerca de nuestras acciones, anduvimos dando traspiés en la oscuridad hasta que dejando atrás varias cuevas penetramos una considerable distancia en el interior de la caverna. Entonces, por fin, encendimos nuestras antorchas. Era un túnel hermoso y seco, con lisas paredes grises, cubiertas de símbolos indígenas, el techo curvado con arcos sobre nuestras cabezas y una arena blanca que brillaba bajo nuestros pies. Nos precipitamos anhelantes por este túnel, hasta que, con un profundo gemido de amargo desencanto, nos vimos forzados a hacer un alto. Ante nosotros aparecía un muro de roca pura, en la que no había ni una grieta por la que pudiera deslizarse un ratón. Allí no había salida para nosotros.
   Nos quedamos inmóviles, contemplando con amargura en el corazón ese inesperado obstáculo. Este no era el resultado de ningún cataclismo, como en el caso del túnel de ascenso. Aquello era, y había sido siempre, un cul de sac. (...)
   –¿No habremos seguido una cueva equivocada? –sugerí.
   –Es inútil, compañerito –dijo Lord John con el dedo apoyado en nuestro mapa–. La diecisiete empezando por la derecha y la segunda desde la izquierda. Esta es la cueva, con toda seguridad.
   Yo miré la marca que señalaba su dedo y lancé un grito de repentina alegría.
   –¡Creo que lo tengo! ¡Síganme, síganme!
   Retrocedí a todo correr por el camino que habíamos seguido, con la antorcha en la mano.
   –Aquí –dije, señalando hacia unas cerillas que había en el suelo– es donde encendimos las antorchas.
   –Exacto.
   –Bien, aquí está marcada como una cueva con una bifurcación. En la oscuridad hemos pasado la bifurcación antes de que las antorchas estuvieran encendidas. Por la derecha, según vamos saliendo, encontraremos el brazo más largo.
   Así fue, tal como yo había dicho. No habíamos andado treinta yardas cuando apareció en la pared un gran agujero negro. Nos metimos por él y descubrimos que nos hallábamos en un pasillo mucho más amplio. Corrimos por él con impaciencia, hasta perder el aliento, por un espacio de muchos centenares de yardas. Entonces, de pronto, divisamos en medio de la negra oscuridad del arco que se abría ante nosotros un resplandor rojo oscuro. Nos quedamos viendo aquello, atónitos. Un velo de fuego estable y continuo parecía atravesar el túnel y cerrarnos el camino. Nos apresuramos a correr hacia allí. No se oía ruido ni se sentía calor ni se veía el menor movimiento en esa dirección, pero aquella gran cortina luminosa seguía brillando ante nosotros, bañando de luz plateada toda la cueva y convirtiendo la arena en polvo de piedras preciosas, hasta que al acercarnos más reveló que tenía un borde circular.
   –¡Por Dios... es la luna! –exclamó Lord John–. ¡Hemos salido al otro lado, muchachos, hemos salido al otro lado!
  
   Arthur Conan Doyle, El Mundo Perdido (1912)

  

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La caverna del humorismo
Pío Baroja
  
   La lancha va entrando por una hendidura entre dos piedras basálticas (...); un marinero de la cueva de Humour-point lleva el timón y silba.
   A medida que entran, la caverna se ensancha y el mar queda inmóvil. Se ven enormes galerías, llenas de estalactitas, y grandes salas misteriosas en una vaga penumbra. El bote se acerca a una playa de arena llena de perlas y caracolas y saltan todos los viajeros a tierra. (...)
   (Se oye el rumor de una tormenta lejana, saltan las chispas eléctricas y suena el retumbar de los truenos; brotan de acá y allá resplandores sulfúreos, danzan los fuegos fatuos y aparece una figura delgadita vestida de frac y corbata blanca. Es Chip el cicerone.)
   Chip.– Soy el cicerone de la caverna-museo de Humour-point. (...) Me llamo Chip, y soy un poco gnomo y un poco diablo. Soy de origen vasco y mi nombre verdadero es Chipi, que algunos dicen Chiqui. Uno de mis antepasados estuvo empleado en la cueva de Zugarramurdi hace cuatrocientos años, cuando aún se creía en la brujería. (...) Mi castellano será un tanto de Zugarramurdi; pero creo que se me entenderá. Ustedes quizá ignoren que hay una espeleología natural y una espeleología espiritual.
   (...) En la espeleología natural se han descrito las cuevas más conocidas y más ilustres: la del Pantélico, la de Posipilo, la del Fingal, la de Antiparos, la del Diablo; en la espeleología espiritual están comprendidos los abismos, las espeluncas misteriosas, el antro de Trophonius, el antro de Caco, la caverna de Humour-point, la de Platón (1), y permitidme, señores, citar entre ellas la cueva de Zugarramurdi (2). Esta caverna de Humour-point no está consagrada a la materia, ni al sol, ni a la luna; no es tan alta como el antro sagrado de los Floridianos; no es rústica, ni húmeda, ni malsana; es una caverna confortable, con calefacción central; es una caverna convertida en museo del humorismo.
   (...) Aquí, en el centro de la caverna, está la sala de la Gran Locura Humana. En ella todo es confuso, absurdo y sin sentido lógico. La luna que alumbra su cielo tiene cara de persona, y las nubes, forma de ballenas, de leones, de cocodrilos. Por todas partes andan diablillos, duendes burlones y de mala sombra, aparecidos en forma de liebre, brujas con escobas, que luego se convierten en gatos, lamias y trasgos. Por ese río de sombras, los muertos van navegando en sus ataúdes, mientras vuelan por encima las mariposas blancas y negras, que son sus almas. El campo está aquí formado por árboles y plantas estravagantes: tréboles de cuatro hojas, eléboros trastornadores, mandrágoras que tienen dos sexos y figura humana y que hay que arrancarlas atándolas a la cola de un perro, porque si no el que las arranca muere; estramonios, suguebelarras (hierbas de serpiente) y sorguin-belarras (hierbas de bruja).
  
   Pío Baroja, La caverna del humorismo (1919)
  
   (1)
Ver en esta misma antología: La caverna de Platón.
   (2)
Ver en esta misma antología: La cueva de los aquelarres. Ver fotografías en fotoAleph: Paisajes de las cavernas (3).
  
  

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La caverna de la locura
En las Montañas de la Locura (Lovecraft)
  
   Al mirar hacia atrás habíamos esperado ver, si la niebla se aclaraba lo bastante, un ente terrible e increíble que se moviera, pero no nos habíamos formado una idea clara de él. Lo que vimos –la niebla se había aclarado, sí, malignamente– era algo completamente diferente e inconmensurablemente más odioso y detestable. Era la encarnación completa y objetiva de "lo que no debe existir" del novelista fantástico, y el símil más cercano que puedo dar es el de un inmenso tren subterráneo precipitándose sobre la plataforma de una estación –la gran frente negra asomando colosal desde la infinita distancia subterránea, constelada de extrañas luces de colores y llenando con su mole el prodigioso agujero.
   Pero no estábamos en la plataforma de una estación. Corríamos frenéticos mientras la plástica columna de pesadilla, de fétida iridiscencia negruzca, fluía a velocidad diabólica, llenando toda la cavidad y arrojando frente a sí una nube en espiral que se adensaba procedente del pálido vapor de los abismos. Era una cosa terrible, indescriptible, más vasta que cualquier tren subterráneo –un amasijo de burbujas protoplásmicas, pálidamente luminosas, con miríadas de ojos temporales que se formaban y se disolvían como pústulas de luz verdosa sobre toda su parte frontal, que llenaba por completo el túnel y resbalaba hacia nosotros, aplastando los frenéticos pingüinos y reptando sobre el resbaloso suelo, que con los demás de su especie con tanta maldad había pulido. Otra vez nos ensordeció aquel grito horrendo y burlón: "¡Tekeli-li! ¡Tekeli-li!"

   H. P. Lovecraft, En las Montañas de la Locura (1931)

  

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La Ciudad de los Inmortales
El inmortal (Borges)
  
   La fuerza del día hizo que yo me refugiara en una caverna; en el fondo había un pozo, en el pozo una escalera que se abismaba hacia la tiniebla inferior. Bajé; por un caos de sórdidas galerías llegué a una vasta cámara circular, apenas visible. Había nueve puertas en aquel sótano; ocho daban a unLa Ciudad de los Inmortales laberinto que falazmente desembocaba en la misma cámara; la novena (a través de otro laberinto) daba a una segunda cámara circular, igual a la primera. Ignoro el número total de las cámaras; mi desventura y mi ansiedad las multiplicaron. El silencio era hostil y casi perfecto; otro rumor no había en esas profundas redes de piedra que un viento subterráneo, cuya causa no descubrí; sin ruido se perdían entre las grietas hilos de agua herrumbrada. Horriblemente me habitué a ese dudoso mundo; consideré increíble que pudiera existir otras cosa que sótanos provistos de nueve puertas y que sótanos largos que se bifurcan. Ignoro el tiempo que debí caminar bajo tierra; (...)
   En el fondo de un corredor, un no previsto muro me cerró el paso, una remota luz cayó sobre mí. Alcé los ofuscados ojos; en lo vertiginoso, en lo altísimo, vi un círculo de cielo tan azul que pudo parecerme de púrpura. Unos peldaños de metal escalaban el muro. La fatiga me relegaba, pero subí, sólo deteniéndome a veces para, torpemente, sollozar de felicidad. Fui divisando capiteles y astrágalos, frontones triangulares y bóvedas, confusas pompas del granito y del mármol. Así , me fue deparado ascender de la ciega región de negros laberintos entretejidos a la resplandeciente Ciudad. (...)
   A la impresión de enorme antigüedad se agregaron otras: la de lo interminable, la de lo atroz, la de lo complejamente insensato. Yo había cruzado un laberinto, pero la nítida Ciudad de los Inmortales me atemorizó y repugnó. Un laberinto es una casa labrada para confundir a los hombres; su arquitectura, pródiga en simetrías, está subordinada a ese fin. En el palacio que imperfectamente exploré, la arquitectura carecía de fin. Abundaban el corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo, las increíbles escaleras inversas, con los peldaños y la balaustrada hacia abajo. Otras, adheridas aéreamente al costado de un muro monumental, morían sin llegar a ninguna parte, al cabo de dos o tres giros, en la tiniebla superior de las cúpulas. Ignoro si todos los ejemplos que he enumerado son literales; sé que durante muchos años infestaron mis pesadillas; no puedo ya saber si tal o cual rasgo es una transcripción de la realidad o de las formas que desatinaron mis noches. Esta ciudad (pensé) es tan horrible que su mera existencia y perduración, aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y el porvenir y de algún modo compromete a los astros. Mientras perdure, nadie en el mundo podrá ser valeroso o feliz. No quiero describirla; un caos de palabras heterogéneas, un cuerpo de tigre o de toro, en el que pulularan monstruosamente, conjugados y odiándose, dientes, órganos y cabezas, pueden (tal vez) ser imágenes aproximativas.
   No recuerdo las etapas de mi regreso, entre los polvorientos y húmedos hipogeos. Únicamente sé  que no me abandonaba el temor de que, al salir del último laberinto, me rodeara otra vez la nefanda Ciudad de los Inmortales.
  
   Jorge Luis Borges, El inmortal (1944)

  

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Las Minas de Moria
El Señor de los Anillos (Tolkien)
  
   –¡Bueno, bueno! –dijo el mago–. Ahora el pasadizo está bloqueado a nuestras espaldas, y hay una sola salida... del otro lado de la montaña.
   (...)
   –Sentí que había algo horrible cerca desde el momento en que mi pie tocó el agua –dijo Frodo–. ¿Qué era eso, o había muchos?
   –No lo sé –respondió Gandalf, pero todos los brazos tenían un sólo propósito. Algo ha venido arrastrándose o ha sido sacado de las aguas oscuras bajo las montañas. Hay criaturas más antiguas y horribles que los orcos en las profundidades del mundo.
   (...)
   –¡En las profundidades del mundo! Y ahí vamos, contra mi voluntad. ¿Quién nos conducirá en esta oscuridad sin remedio?
   –Yo –dijo Gandalf–. Y Gimli caminará a mi lado. ¡Seguid mi vara!
   Mientras el mago se adelantaba subiendo los grandes escalones, alzó la vara, y de la punta brotó un débil resplandor. La ancha escalinata era segura y se conservaba bien. Doscientos escalones, contaron, anchos y bajos; y en la cima descubrieron un pasadizo abovedado que llevaba a la oscuridad.
   (...)
Las Minas de Moria   Luego de doblar a un lado y a otro unas pocas veces el pasadizo empezó a descender. Siguió así un largo rato, en un descenso regular y continuo, hasta que corrió otra vez horizontalmente. El aire era ahora cálido y sofocante, aunque no viciado, y de vez en cuando sentían en la cara una corriente de aire fresco que parecía venir de unas aberturas disimuladas en las paredes. Había muchas de estas aberturas. Al débil resplandor de la vara del mago, Frodo alcanzaba a ver escaleras y arcos, y pasadizos y túneles, que subían, o bajaban bruscamente, o se abrían en las tinieblas a ambos lados. Hubiera sido fácil extraviarse, y nadie hubiera podido recordar el camino de vuelta. (...)
   Las Minas de Moria eran de una vastedad y complejidad que desafiaban la imaginación (...). A Gandalf los borrosos recuerdos de un viaje hecho en el lejano pasado no le servían de mucho, pero aun en la oscuridad y a pesar de todos los meandros del camino él sabía adónde quería ir, y no cejaría mientras hubiera un sendero que llevase de algún modo a la meta.
   (...)
   –¡No temáis! –dijo Aragorn (...)– ¡No temáis! Lo he acompañado en muchos viajes, aunque ninguno tan oscuro
   (...)
   No sólo eran muchas las sendas posibles, también abundaban agujeros y fosas, y a lo largo del camino se abrían pozos oscuros que devolvían el eco de los pasos. Había fisuras y grietas en las paredes y el piso, y de cuando en cuando aparecía un abismo justo ante ellos. El más ancho medía cerca de dos metros, y Pippin tardó bastante en animarse a saltar. De muy abajo venía un rumor de aguas revueltas, como si una gigantesca rueda de molino estuviera girando en las profundidades.
   –¡Una cuerda! –murmuró Sam–. Sabía que la necesitaría, si no la traía conmigo.
   (...)
   Habían caminado durante horas, haciendo breves escalas, y Gandalf tropezó de pronto con el primer problema serio. Ante él se alzaba un arco amplio y oscuro que se abría en tres pasajes; todos iban en la misma dirección, hacia el este; pero el pasaje de la izquierda bajaba bruscamente, el de la derecha subía, y el del medio parecía correr en línea recta, liso y llano, pero muy angosto.
   –¡No tengo ningún recuerdo de este sitio! –dijo Gandalf titubeando bajo el arco.
   (...)
   A la izquierda del gran arco encontraron una puerta de piedra; (...) Más allá parecía haber una sala amplia tallada en la roca. (...)
   –¡Tranquilos! ¡Tranquilos! –exclamó Gandalf (...)– Todavía no sabéis lo que hay dentro. Iré primero.
   Entró con cuidado y los otros le siguieron en fila.
   –¡Mirad! –dijo apuntando al suelo con la vara.
   Todos miraron y vieron un agujero grande y redondo, como la boca de un pozo. Unas cadenas rotas y oxidadas colgaban de los bordes y bajaban al pozo negro. Cerca había unos trozos de piedra.
   –Uno de vosotros pudo haber caído aquí, y todavía estaría preguntándose cuándo golpearía el fondo –le dijo Aragorn a Merry–. Deja que el guía vaya delante, mientras tienes uno.
   (...)
   Pippin se sentía curiosamente atraído por el pozo. Mientras los otros desenrollaban mantas y preparaban camas contra las paredes del recinto, se arrastró hasta el borde y se asomó. Un aire helado pareció pegarle en la cara, como subiendo de profundidades invisibles. Movido por un impulso repentino, tanteó alrededor buscando una piedra suelta, y la dejó caer. Sintió que el corazón le latía muchas veces antes que hubiera algún sonido. Luego, muy abajo, como si la piedra hubiera caído en las aguas profundas de algún lugar cavernoso, se oyó un pluf, muy distante, pero amplificado y repetido en el hueco del pozo.
   –¿Qué es eso? –exclamó Gandalf. Se mostró un instante aliviado cuando Pippin confesó lo que había hecho, pero en seguida montó en cólera, y Pippin pudo ver que le relampagueaban los ojos–. ¡Tuk estúpido! –gruñó el mago–. Este es un viaje serio, y no una excursión hobbit. Tírate tú mismo la próxima vez, y no molestarás más. ¡Ahora quédate quieto!
   Nada más se oyó durante unos minutos, pero luego unos débiles golpes vinieron de las profundidades: tom-tap, tap-tom. Hubo un silencio, y cuando los ecos se apagaron, los golpes se repitieron: tap-tom, tom-tap, tap-tap, tom. Sonaban de un modo inquietante, pues parecían señales de alguna especie, pero al cabo de un rato se apagaron y no se oyeron más.
   –Eso era el golpe de un martillo, o nunca he oído uno –dijo Gimli.
   –Sí –dijo Gandalf–, y no me gusta. Quizá no tenga ninguna relación con la estúpida piedra de Peregrin, pero es posible que algo haya sido perturbado, y hubiese sido mejor dejarlo en paz.
   (...)
   Fue Gandalf quien los despertó a todos. Había estado sentado y vigilando solo alrededor de seis horas, dejando que los otros descansaran.
   –Y mientras tanto tomé mi decisión –dijo–. No me gusta la idea del camino del medio, y no me gusta el olor del camino de la izquierda: el aire está viciado allí, o no soy un guía. Tomaré el pasaje de la derecha. Es hora de que volvamos a subir.
   Durante ocho horas oscuras, sin contar dos breves paradas, continuaron marchando; y no encontraron ningún peligro, ni oyeron nada, y no vieron nada excepto el débil resplandor de la luz del mago, bailando ante ellos como un fuego fatuo. El túnel que habían elegido llevaba regularmente hacia arriba, torciendo a un lado y al otro, describiendo grandes curvas ascendentes; y a medida que subía se hacía más elevado y más ancho. No había a los lados aberturas de otras galerías o túneles, y el suelo era llano y firme, sin pozos o grietas. Habían tomado evidentemente lo que en otro tiempo fuera una ruta importante, y progresaban con mayor rapidez que en la jornada anterior.
   De este modo avanzaron unas quince millas (...). A medida que el camino subía, el ánimo de Frodo mejoraba un poco; pero se sentía aún oprimido, y aún oía a veces, o creía oír, detrás de la Compañía, más allá de los ajetreos de la marcha, pisadas que venían siguiéndolos y que no eran un eco.
   Habían marchado hasta los límites de las fuerzas de los hobbits, y estaban todos pensando en un lugar donde pudieran dormir, cuando de pronto las paredes de la izquierda y la derecha desaparecieron; luego de atravesar una puerta abovedada habían salido a un espacio negro y vacío. Una corriente de aire tibio soplaba detrás de ellos, y delante una fría oscuridad les tocaba las caras. Se detuvieron y se apretaron inquietos unos contra otros.
   Gandalf parecía complacido.
   –Elegí el buen camino –dijo.
   (...)
   –Descansemos si es posible. Las cosas han ido bien hasta ahora, y la mayor parte del camino oscuro ha quedado atrás. Pero no hemos llegado todavía al fin, y hay un largo trayecto hasta las Puertas que se abren al mundo.
   La Compañía pasó aquella noche en la gran sala cavernosa, apretados todos en un rincón para escapar a la corriente de aire frío que parecía venir del arco del este. Todo alrededor de ellos pendía la oscuridad, hueca e inmensa, y la soledad y vastedad de las salas excavadas y las escaleras y pasajes que se bifurcaban interminablemente eran abrumadoras. Las imaginaciones más descabelladas que unos sombríos rumores hubiesen podido despertar en los hobbits, no eran nada comparadas con el miedo y el asombro que sentían ahora en Moria.
  
   J. R. R. Tolkien. El Señor de los Anillos (1954, Tomo I, 'Un viaje en la oscuridad')

  

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El oro de las cuevas
Mitología Vasca (Barandiaran)
  
   En el interior de la Tierra existen comarcas inmensas, donde corren ríos de leche; pero son inaccesibles al hombre, mientras éste viva en la superficie. Con ellas comunican ciertos pozos, simas y cavernas, como el pozo Urbión, las simas de Okina y de Albi y las Cuevas de Amboto, de Muru y de Txindoki. De tales regiones subterráneas proceden ciertos fenómenos atmosféricos, principalmente las nubes tempestuosas y los vientos huracanados.
   En el interior de la Tierra tienen su morada muchos genios de la mitología vasca, sobre todo los que adoptan figuras de animales y antropomórficas. En la gruta de Zelharburu (Bidarray), Mari se halla representada como una columna estalagmítica que semeja un torso humano. La morada ordinaria de Mari son las regiones situadas en el interior de la Tierra. Pero estas regiones comunican con la superficie terrestre por diversos conductos, que son ciertas cavernas y simas. Por eso Mari hace sus apariciones en tales lugares con más frecuencia que en otros. A este propósito se señalan varios antros donde el numen se ha dejado ver en ocasiones que todavía se recuerda.
   Créese, en general, que las habitaciones de Mari se hallan ricamente adornadas y que en ellas abundan el oro y piedras preciosas. En la cueva de Aketegui las camas son de oro. Según refieren en Zarauz, en la cueva de Amboto, donde aparece Mari muchas veces, existen objetos que parecen oro; pero que, al sacarlos fuera, se convierten en palos podridos.
   El que penetra sin ser invitado en las cavernas de Mari y el que se apodera indebidamente de algún objeto que pertenece a ella, es luego castigado o amenazado con castigo. Un muchacho que robó una cantimplora de oro que había junto a la cueva de Amboto, fue arrebatado de su casa en aquella misma noche, desapareciendo para siempre. Unos cazadores que lanzaron piedras a la sima de Gaiztozulo, que es una de las guaridas de Mari en la región de Oñate, fueron derribados luego por un viento y una nube que salieron de ella. Una mujer robó un peine de oro en la cueva de Otsibarre (Camou) y en aquella misma noche una heredad o pieza de labrantío perteneciente a ella fue totalmente cubierta de piedras.
   En la época romana debía estar tan extendida como hoy esta mitología subterránea en nuestro país, pues hemos hallado en las cuevas de Isturitz, de Santimamiñe, de Sagastigorri y de Covairada monedas romanas que, de acuerdo con la costumbre de aquel tiempo, habían sido lanzadas a tales lugares para lograr la protección de los genios cavernarios.
   Además la Tierra contiene tesoros, según creencia muy extendida. Se señalan las montañas y las cuevas en las que está guardado un pellejo lleno de oro; pero las coordenadas del lugar exacto donde se halla tal depósito no se precisan nunca. ¡Cuántas veces los campesinos excavaron inútilmente en Urrezulo de Atáun, en la cueva de Mairulegorreta, en el alto de Maruelexa (Navarniz) y en la cima de Larrune! Y en las cuevas de Balzola (Dima), de Iruaxpe (Goronaeta) y de Putterri!
   El tesoro –campana de oro, devanadera de oro– se halla en la sierra de Urbasa, en paraje donde diariamente pasan las ovejas. Casi a flor de tierra, la pezuña de la oveja que pace encima, lo toca y lo pondrá al descubierto en cualquier momento.
   Se halla igualmente un tesoro en el monte Larte, dando frente a la iglesia de Berástegui; en un sitio del monte Udalatx, sobre el cual caen derechos los rayos del sol a las 12 del día; en el monte Ereñusarre, en el de Goikogane (Arrancudiaga), en Igozmendi (Aulestia); en la colina de Iruña (despoblado romano); en la sierra de Aralar; en la montaña de Ariz (Leiza); en una cueva de las montañas de Oyarzun, de cuya boca se oye el canto del gallo del caserío Berdabio; en un paraje del monte Saibei, cerca de Urquiola, de donde se ve la luz de la lámpara del santuario, etc...
   La codicia de quienes desean hacerse ricos desenterrando tales tesoros no logra sus designios. Se trata de un Tabú cuya observancia es obligada por el genio de la Tierra, como ocurrió en los montes de Irukutzeta y de Auza y en los campos de Arranzelai (Echalar).
   Al genio de la Tierra se dirigían, sin duda, las preces de muchos devotos que antiguamente depositaban sus ofrendas (monedas, principalmente) en las cavernas con objeto de lograr de aquél algunos favores. Y con este culto estuvieron, al parecer, relacionados en su origen algunas ermitas erigidas en cuevas o algunas cuevas convertidas en ermitas, así como la práctica de recitar oraciones en la entrada de algunos antros del país. En el Santuario de San Miguel de Aralar, a la derecha del altar, existe un hueco que, según es fama, comunica con la sima sobre la cual está construída aquella iglesia. Los peregrinos introducen allí la cabeza mientras recitan un Credo. Dícese que esto los preserva de males de cabeza.

   José M. de Barandiaran, Mitología Vasca (1960) 

  

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La cueva de los aquelarres
Las brujas y su mundo (J. Caro Baroja)
  
   A)  La Brujería tiene, en primer término, sus propagandistas. Son éstos los brujos más antiguos, o viejos, considerados como maestros. La cueva de los aquelarresEstos eran los transmisores de los dogmas, que ya no estarían ni mucho menos en un período de formación, sino plenamente estructurados. La propaganda la hacían entre gente con edad y juicio suficiente que promete renegar de Dios. Hasta que esta promesa no se realiza, no se lleva a los que son objeto de la catequesis al "Prado del Cabrón", es decir, al "Aquelarre": "porque el Demonio que tienen por dios y señor, en cada uno de los Aquelarres, muy ordinario se les aparece en ellos en figura de Cabrón".
   B)  Una vez hecha la promesa tiene lugar la presentación del novicio. Dos o tres horas antes de media noche el maestro va en su busca, lo unta y juntos vuelan hasta el aquelarre, "campo diputado para sus juntas". Y hay que reconocer que en el caso de Zugarramurdi, pueblo vasco-navarro que queda en la misma raya con el Labourd y de donde eran muchas de las brujas acusadas en Logroño, este campo no sólo tiene una realidad física, sino que está al lado de una cueva o túnel subterráneo (1) de grandes proporciones, verdadera catedral para un culto satánico o pagano simplemente, que está cruzado por el río o arroyo del Infierno, "Infernukoerreka", y que tiene una parte alta donde es tradición que solía estar el trono del Diablo. Aparecía allí el Demonio con una forma muy concreta, "sentado en una silla, que unas vezes parece de oro y otras de madera negra, con gran trono, magestad y gravedad... y con un rostro muy triste, feo y ayrado". No se comprende bien cómo esta especie de gárgola gótica que se describe en la relación puede seducir a nadie, pero el caso es que la bruja o el brujo maestro presentan al novicio y se hace la ceremonia de renegar: primero de Dios, luego de la Virgen, de los santos y santas, del Bautismo y Confirmación, de sus padres y padrinos, de la fe, de los cristianos que la profesan. Tras renegar el neófito adora, besando al Demonio de modo también repugnante.
   Una vez concluida la adoración el neófito es marcado con una uña por el mismo Demonio, sacándole sangre en una vasija. También le imprime una marca en la niña del ojo: la consabida figura de sapo.
  
   Julio Caro Baroja, Las brujas y su mundo (1966)
   
   (1) Ver fotografías en fotoAleph: Paisajes de las cavernas (3)
  

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La cueva lejos del mundo
El perfume (Patrick Süskind)
  
   El deleite no le interesaba, a menos que consistiera en el olor puro e incorpóreo. Tampoco le interesaba la comodidad y se habría contentado con dormir sobre la dura piedra. Pero encontró algo mejor.
   Descubrió cerca del manantial una galería natural que serpenteaba hacia el interior de la montaña y terminaba al cabo de unos treinta metros en un barranco. El final de la galería era tan estrecho, que los hombros de Grenouille rozaban la piedra y tan bajo, que no podía estar de pie sin encorvarse. Pero podía sentarse y, si se acurrucaba, incluso tenderse en el suelo. Esto era suficiente para su comodidad. Además, el lugar gozaba de unas ventajas inapreciables: en el fondo del túnel reinaba incluso de día una oscuridad completa, el silencio era absoluto y el aire olía a un frescor húmedo y salado. Grenouille supo enseguida por el olor que ningún ser viviente había entrado jamás en esta cueva y tomó posesión de ella con una especie de temor respetuoso. Extendió con ciudado la manta, como si vistiera un altar, y se acostó encima de ella. Sintió un bienestar maravilloso. Yacía en la montaña más solitaria de Francia a cincuenta metros bajo tierra como en su propia tumba. En toda su vida no se había sentido tan seguro, ni siquiera en el vientre de su madre. Aunque el mundo exterior ardiera, desde aquí no se percataría de ello. Empezó a llorar en silencio. No sabía a quién agradecer tanta felicidad.
  
   Patrick Süskind, El perfume (1985)

  

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La Tierra es hueca
El péndulo de Foucault (Umberto Eco)
  
   En ciertas regiones del Himalaya, entre los veintidós
templos que representan los veintidós arcanos de Hermes
y las veintidós letras de ciertos alfabetos sagrados, la
Agarttha forma el Cero Místico, lo que no se puede
encontrar... Un colosal tablero de ajedrez que se extiende
bajo tierra, a través de casi todas las regiones del Globo.
   (Saint-Yves d'Alveydre, Mission de l'Inde en Europe,
Paris, Calmann Lévy, 1886, pp. 54 y 65)


   En Agarttha hay ciudades subterráneas, debajo de ella, y dirigiéndose hacia el centro, hay cinco mil pandits que la gobiernan; lógicamente, la cifra de cinco mil evoca las raíces herméticas de la lengua védica, como sin duda sabrán. Y cada raíz es un hierograma mágico, vinculado con una potencia celeste y sancionado por una potencia infernal. La cúpula central de Agarttha está iluminada desde lo alto por un sortilegio de espejos que dejan pasar la luz sólo a través de la gama enarmónica de los colores, de la que el espectro solar de nuestros tratados de física apenas representa la diatónica. Los sabios de Agarttha estudian todas las lenguas sagradas para llegar a la lengua universal, el Vattan. Cuando abordan misterios demasiado profundos se alejan del suelo y levitan hacia lo alto, y se fracturarían el cráneo contra la bóveda de la cúpula si sus hermanos no les retuviesen. Fabrican los rayos, orientan las corrientes cíclicas de los fluidos interpolares e intertropicales, las derivaciones de las interferencias en las diferentes zonas de latitud y longitud de la Tierra. Seleccionan las especies y han creado animales pequeños pero con capacidades psíquicas extraordinarias, que tienen espalda de tortuga y una cruz amarilla sobre ella, y un ojo y una boca en cada extremidad. Animales polípodos que pueden moverse en todas direcciones. Es probable que en Agarttha se hayan refugiado los templarios después de su diáspora, y que allí ejerzan funciones de vigilancia.
  
   (...)
  
   A todo el mundo: declaro que la tierra es hueca y
habitable por dentro, que contiene cierto número de esferas
sólidas, concéntricas, es decir situadas unas dentro de las
otras, y que está abierta en los polos, en una extensión de
doce o dieciséis grados.
   (J. Cleves Symmes, capitan de infantería, 10 de abril
de 1808; citado en Sprague de Camp y Ley, Lands Beyond,
New York, Rinehart, 1952, X)

  
   Espera, espera, que ahora viene lo mejor. La Tierra es hueca: nosotros no vivimos fuera, en la costra externa, convexa, sino dentro, en la superficie interna, cóncava. Lo que creemos que es el cielo, sólo es una masa de gas con zonas de luz brillante, es el gas que llena el interior del globo. Hay que revisar todas las medidas astronómicas. El cielo no es infinito, sino circunscrito. El Sol, suponiendo que exista, no es más grande de lo que parece. Es una pajita de treinta centímetros de diámetro, situada en el centro de la Tierra. Ya lo sospechaban los griegos.
  
   Umberto Eco, El péndulo de Foucault (1989)

 
  

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La caverna de Platón
El mundo de Sofía (Jostein Gaarder)
  
   Imagínate a unas personas que habitan una caverna subterránea. Están sentadas de espaldas a la entrada, atadas de pies y manos, de modo que sólo pueden mirar hacia la pared de la caverna. Detrás de ellas, hay un muro alto, y por detrás del muro caminan unos seres que se asemejan a las personas. Levantan diversas figuras por encima del borde del muro. Detrás de estas figuras, arde una hoguera, por lo que se dibujan sombras llameantes contra la pared de la caverna. Lo único que pueden ver esos moradores de la caverna es, por tanto, ese "teatro de sombras". Han estado sentados en la misma postura desde que nacieron, y creen, por ello, que las sombras son lo único que existe.
   Imagínate ahora que uno de los habitantes de la caverna empieza a preguntarse de dónde vienen todas esas sombras de la pared de la caverna y, al final, consigue soltarse. ¿Qué crees que sucede cuando se vuelve hacia las figuras que son sostenidas por detrás del muro? Evidentemente, lo primero que ocurrirá es que la fuerte luz le cegará. También le cegarán las figuras nítidas, ya que, hasta ese momento, sólo había visto las sombras de las mismas. Si consiguiera atravesar el muro y el fuego, y salir a la naturaleza, fuera de la caverna, la luz le cegaría aún más. Pero después de haberse restregado los ojos, se habría dado cuenta de la belleza de todo. Por primera vez, vería colores y siluetas nítidas. Vería verdaderos animales y flores, de los que las figuras de la caverna sólo eran malas copias. Pero, también entonces, se preguntaría a sí mismo de dónde vienen todos los animales y las flores. Entonces vería el sol en el cielo, y comprendería que es el sol el que da vida a todas las flores y animales de la naturaleza, de la misma manera que podía ver las sombras en la caverna gracias a la hoguera.
   Ahora, el feliz morador de la caverna podría haberse ido corriendo a la naturaleza, celebrando su libertad recién conquistada. Pero se acuerda de los que quedan abajo en la caverna. Por eso vuelve a bajar. De nuevo abajo, intenta convencer a los demás moradores de la caverna de que las imágenes de la pared son sólo copias centelleantes de las cosas reales. Pero nadie le cree. Señalan a la pared de la caverna, diciendo que lo que allí ven es todo lo que hay. Al final lo matan.
  
   Jostein Gaarder, El mundo de Sofía (1991). Basado en Platón, República, VII

  

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LAS CAVERNAS FANTASTICAS

Bibliografía:

- Anónimo. Poema de Gilgamesh (Tecnos, Madrid, 1992)
- Anónimo. Evangelios apócrifos (Hyspamérica/Orbis, Barcelona, 1987)
- Anónimo. Las Mil y Una Noches (J. Pérez del Hoyo, Madrid, 1965)
- Barandiaran, José M. Mitología Vasca (Biblioteca Vasca, Ediciones Minotauro, Madrid, 1960)
- Baroja, Pío. La caverna del humorismo (Obras Completas, tomo V. Biblioteca Nueva, Madrid, 1948)
- Borges, Jorge Luis. Nueva antología personal (Bruguera, Barcelona , 1980)
- Calzabigi, Raniero de. Libreto de la ópera Orfeo ed Euridice (EMI Records, Londres, 1982)
- Caro Baroja, Julio. Las brujas y su mundo (Alianza Editorial, Madrid, 1973)
- Carroll, Lewis. Alicia anotada (edición de Martin Gardner, Akal, Madrid, 1984)
- Cervantes Saavedra, Miguel de. El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha (J. Pérez del Hoyo, Madrid, 1967)
- Conan Doyle, Arthur. El Mundo Perdido (Anaya, Madrid, 1981)
- Cruz, San Juan de la. Cántico Espiritual y Poesías (Junta de Andalucía/Turner, Madrid, 1991)
- Dante Alighieri. La Divina Comedia (Unidad Editorial, Madrid, 1999)
- Eco, Umberto. El péndulo de Foucault (Bompiani/Lumen, 1989)
- Gaarder, Jostein. El mundo de Sofía (Siruela, Madrid, 1995)
- Haggard, Henry R. Las minas del Rey Salomón (Anaya, Madrid, 1981)
- Homero. Odisea (Colección Austral, Espasa-Calpe, Buenos Aires, 1972)
- Lovecraft, H. P. En las Montañas de la Locura (Seix Barral, Barcelona, 1968)
- Muhammad. El Corán (Visión Libros, España, 1979)
- Navarro Villoslada, Francisco. Amaya o los vascos en el siglo VIII (Obras completas, Ediciones Fax, Madrid, 1947)
- Süskind, Patrick. El perfume (RBA, Barcelona, 1992)
- Tate, Nahum. Libreto de la ópera Dido y Eneas (Los grandes temas de la música, Salvat, Pamplona, 1983)
- Tolkien, J. R. R. El Señor de los Anillos (Minotauro, Barcelona, 1980)
- Valmiki. El Ramayana (Porrúa, México, 1980)
- Verne, Jules. Viaje al centro de la Tierra (Alianza Editorial, Madrid, 1975)
- Virgilio. Eneida (Orbis/Origen, 1982)
- Wells, H. G. La Máquina del Tiempo (Zero, Algorta, Vizcaya, 1971)
 
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El mundo subterráneo de los Morlocks
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La cueva lejos del mundo
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