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  Las lecciones de abismo del
  profesor Verne
Viajes dentro de la Tierra   
   Cada cierto tiempo en la vida hay que volver a Julio Verne. Nos lo pide el cuerpo y el cerebro a quienes tuvimos la gran suerte de leerlo en la infancia. Nadie crea que se trata de ningún tipo de operación-nostalgia. Se trata nada menos que de revivir con cada uno de sus libros una prodigiosa aventura mental que va mucho más allá de las meras peripecias de la ficción escrita, y que nos aporta con cada lectura adulta nuevos significados y nuevos ámbitos de exploración.
Indice de textos
Introducción 
I.  ¡Al diablo las teorías! 
II.  ¿Por qué imposible? 
III.  Vencer el vértigo 
IV.  El retorno es lo de menos 
V.  Es difícil llegar a la cueva 
VI.  Sigan al guía 
VII.  Bajar es lo más fácil 
VIII.  ¡Qué espectáculo, tío! 
IX.  Retroceder, esto es lo arduo 
X.  Saber soportar las penurias
  
XI.  Prescindir de las superfluas necesidades terrestres 
XII.  No perder nunca los nervios 
XIII.  La muerte anda al acecho 
XIV.  ¿Es maravilloso? No, es natural 
XV.  El pasado sólo está enterrado 
XVI.  El sueño de la razón engendra monstruos 
XVII.  La aventura va en el lote 
XVIII.  Sacudirse el escepticismo 
XIX.  Donde hay voluntad no puede haber desesperación 
XX.  La luz al final del túnel 
Bibliografía consultada
  
Viajes dentro de la Tierra
Información
La llamada de las profundidades
Quince viajes por el mundo intraterrestre
Una exposición colectiva y abierta
Indices de fotos
Indice 1   Sima de Tximua, cueva de Usede
Indice 2   Cuevas de Basaura, Labayen, Iribas y Lanz
Indice 3   Cuevas de Aribe, Cárcar, Valle del Irati, Harpea
Indice 4   Sala de La Verna, minas de Arditurri, cueva del Jabino
Indice 5   Cuevas de la Galiana Alta y Los Candelones
   


 
   Y da igual que nos sepamos de memoria el final de la novela, verbigracia el resultado de la apuesta de Phileas Fogg a favor de la tesis de que se podía dar 'La vuelta al mundo en 80 días' con los medios de la época. Seguiremos las andanzas del gentleman británico aplicando su inquebrantable voluntad a demostrarla por la vía de los hechos, arrastrando consigo a su criado Passepartout en un periplo alrededor del Globo, con el mismo interés y ansiedad con que lo leímos por primera vez un lejano día. Y su trepidante acción, su sabiamente dosificado suspense, nos mantendrán en vilo hasta el desenlace en el último segundo. Como la primera vez. 
   Nuestra mirada envejece, pero las novelas de Verne no. Ya en su tiempo fueron admiradas por autores como Tolstoi, Gorki, Kipling, Gautier o Saint-Exupéry. También fascinaron a los surrealistas. Más recientemente, en los años 60 del siglo XX, han sido revalorizadas por intelectuales como Michel Foucault y Roland Barthes. Y hoy siguen atrayendo a millones de lectores de todas las edades, siendo el escritor francés más traducido del mundo. 
   Digamos para empezar que ya va siendo hora de desterrar el cliché de que Jules Verne es sólo un autor de literatura juvenil. Cierto es que niños y jóvenes lo siguen leyendo con igual placer que en su día. Pero las novelas de Verne contienen mucho más que meros relatos de aventuras, y son susceptibles de otros niveles de interpretación por parte de un público adulto. Ya lo advierte Miguel Salabert en su prólogo a 'Viaje al centro de la Tierra': "reducir al gran mitólogo que es Verne a un escritor de aventuras es como limitarse a leer en Moby Dick el relato de la persecución de una ballena". 
    Fernando Savater va más allá cuando afirma: "En casos como el de Verne, los críticos literarios son particularmente víctimas de sus limitaciones intrínsecas: son ellos los que han decidido que los escritores de aventuras o de anticipación son 'menores', son ellos quienes decretan que los adolescentes no gustan más que de lo pintoresco o lo venial, son ellos los que el siglo pasado (el XIX) limitaron el interés de Verne a su capacidad de prever avances científicos y de hilvanar peripecias curiosas... Son ellos los que siempre se han equivocado con Verne; los niños, en cambio, acertaron desde el primer momento. Ahora se trata de rescatar a Verne no de sus entusiastas, sino de los prejuicios de la crítica 'seria' contra la literatura 'menor'." (F. Savater, 'La infancia recuperada', cap. III: 'El viaje hacia abajo'). 
   Se trata del mismo tipo de prejuicios en que incurren los que piensan que Kipling, Stevenson, H. G. Wells o Conan Doyle son escritores menores, o que desprecian el cómic como un subproducto para niños, en un análisis que sólo se puede calificar de pueril. Savater arremete contra esta visión reduccionista en su excelente ensayo 'La infancia recuperada' y nos propone superarla con una nueva lectura de los libros que nos apasionaron de pequeños, para redescubrirlos desde otra dimensión. Recuperar la infancia, la mirada ingenua y sin dobleces, el sentido del disfrute desinteresado, del juego por el juego, la capacidad de fascinación de un ser que está descubriendo el mundo. Y comprender que lo solemne y lo abstruso de un estilo no son garantía de calidad en la literatura, ni un estilo ligero e imaginativo implica ausencia de ella. 

   Volvieron a mi memoria los recuerdos de la infancia. 
   (Jules Verne, Viaje al centro de la Tierra, cap. 27) 

   Entonces, como un niño, cerré los ojos para no ver la oscuridad. 
   (Ibid., cap. 41) 

   "Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño; mas cuando llegué a ser hombre, me deshice de las cosas de niño", escribe Pablo a los corintios. Pero ¿no había antes predicado Jesús que "deberéis haceros como niños para entrar en el reino de los cielos"? Si el adolescente rechaza el niño que lleva dentro, ¿no habría el adulto de expulsar, en cierto momento de su maduración, la mentalidad de teenager que aún lleva dentro? Es un viaje de ida y vuelta, no a una 'segunda infancia', sino a un plano superior e integrador que acepte las muchas personalidades que se esconden en nuestro yo, incluida la del infante que un día fuimos, con su mirada incontaminada. Con su visión libre de prejuicios heredados, de tópicos y de lugares comunes. Tendremos, pues, que hacernos como niños si queremos entrar en el reino de los libros de Verne, que es lo más parecido al reino de los cielos que hay en esta Tierra, a juzgar por el placer inagotable que proporcionan. 
   ¿Escritor de anticipación, Verne? Sí, por supuesto, pero también mucho más. ¿Escritor de ciencia-ficción? Sólo en el sentido de que en sus novelas hay mucha ciencia y mucha ficción, pero sería del todo improcedente comparar a Verne con los autores de la ciencia-ficción contemporánea, recreadores en su mayoría de universos fantasmagóricos que nada tienen que ver con la ciencia y menos con la vida real. ¿Escritor de literatura fantástica? No exactamente, pues las ficciones de Verne caminan con un pie metido en la imaginación, pero el otro en la más estricta realidad científica, y si de algo no se puede tildar a sus novelas es de ser inverosímiles (con la significativa excepción de 'Viaje al centro de la Tierra'). De hecho al mismo Verne le hubiera incomodado ser etiquetado de escritor de fantasías. Cuando una vez alguien comparó su literatura con la de H. G. Wells, Julio Verne protestó: "Mais... il invente!" 
   Wells inventaba, fabulaba, fantaseaba. Él no. Y no le faltaba razón, habida cuenta de que el viaje submarino o el viaje a la Luna son hoy realidades que corroboran la capacidad de predicción científica de Verne, mientras que si se trata de H. G. Wells, todavía estamos esperando ver un hombre invisible, o una máquina del tiempo, o que los marcianos nos declaren la guerra de los mundos (quizá sea el doctor Moreau quien más se acercó a la realidad futura –la de hoy– como pionero del desarrollo incontrolado de la ingeniería genética). 
   El mismo Julio Verne era consciente de sus propios límites como fabulador, sabedor de que la realidad, tarde o temprano, terminaría siempre por superar sus más desbocadas ficciones: "Todo lo que yo invento, todo lo que yo imagino, quedará siempre más acá de la verdad, porque llegará un momento en que las creaciones de la ciencia superarán a las de la imaginación", declaraba en cierta ocasión. Y también dejó dicho: "Todo lo que el hombre es capaz de imaginar, otros hombres serán capaces de realizarlo." 
   El propósito aparente de su escritura era "resumir todos los conocimientos geográficos, geológicos, físicos, astronómicos, amasados por la ciencia moderna, y rehacer, así, en la forma atrayente que le es propia, la historia del universo...". Un programa enciclopédico que desarrolló para su editor (y su decubridor, mentor y amigo) Jules Hetzel a lo largo de su vida literaria en el vasto ciclo de novelas genéricamente titulado 'Viajes Extraordinarios'. Pero esta fachada oficial, que parece responder a la filosofía del 'instruir deleitando', muy en la onda de la mentalidad cientifista y positivista del siglo XIX, ¿no esconde quizá algo más? 
   Para Miguel Salabert, traductor y estudioso de la obra del novelista francés, hay un Julio Verne subterráneo que se contrapone al Verne oficial y burgués. Un Verne desconocido, del que se tienen pocos datos documentales, pero cuyo ideario secreto puede rastrearse en sus obras: "la atenta lectura de los Viajes Extraordinarios desde este punto de vista habrá de reservarnos también extraordinarias sorpresas. Así, veremos que el Verne ciudadano que se confesaba partidario del orden 'en sociología', se transformará con harta frecuencia, como autor, en enérgico vapuleador de ese orden y de sus representantes, en censor implacable del estatismo autoritario, del esclavismo y colonialismo, en el magnificador de las luchas por la independencia nacional, y en el exaltado defensor de una libertad que iza con más frecuencia la bandera libertaria que la bandera liberal. Los ecos del individualismo libertario y del socialismo utópico retumban a lo largo de los Viajes extraordinarios con tal frecuencia y tal intensidad, que podemos ver en ellos los truenos de la tormenta íntima que agitaba a nuestro autor, y la deslumbrante confirmación de ese diagnóstico de 'revolucionario subterráneo'. (...) la ideología política contenida en los Viajes Extraordinarios (...) tal como está expresada, nos revela un Verne portador de un sueño social, de un sueño que sueña un hombre nuevo –'No son nuevos continentes los que hacen falta, son hombres nuevos', dirá Nemo anticipándose a Zaratustra–, de un sueño paralelo al que el autor asigna a la naturaleza y de cuya realización es el hombre el instrumento privilegiado. (...) Todo en la obra de este solitario denuncia la soterrada, la angustiada voluntad y nostalgia de la ruptura. ¿Qué es el viaje sino una ruptura?" (Miguel Salabert, 'Julio Verne, ese desconocido'). 
   Mucho se ha especulado sobre el velado discurso que fluye subterráneamente bajo la capa superficial de la aventura en las novelas de Verne. Dejemos en las brumas la figura de Jules Verne como ser humano, su hipotética adscripción a alguna hermandad de tipo sansimoniano o masón dedicada a propagar ideas de socialismo utópico, para centrarnos en las intenciones de fondo que se dejan entrever en su obra literaria. Y lo que primero resulta evidente es que cada novela de Verne, cada uno de sus Viajes Extraordinarios, no es otra cosa que una narración iniciática. Un relato de la iniciación de un ser humano, al que la aventura transforma hasta el punto de que su personalidad pasa de un estadio inmaduro a un plano superior de conciencia. 
   Sabido es que toda novela de viajes es una novela de iniciación, pero pocas como las de Verne contienen tantos elementos que no dejen lugar a dudas sobre ese sentido último. Y de ellas, quizá sea 'Viaje al centro de la Tierra' la más paradigmática. 
   En esta novela se cumplen sistemáticamente las tres ceremonias básicas de todo rito iniciático: la preparación del neófito (en un lugar sagrado), el viaje propiamente dicho (símbolo de muerte o transmutación), y el renacimiento como hombre nuevo (con la salida del mundo subterráneo a la luz). En síntesis: el típico protocolo iniciático de muerte-resurrección. Cada una de estas ceremonias ha de pasar por distintas fases rituales, que son obedecidas punto por punto en el relato, como tendremos ocasión de comprobar. 
   La presencia de los grandes temas míticos en la obra de Julio Verne es una constante. El autor de 'La isla misteriosa' era de origen celta y se interesó vivamente por las leyendas célticas. El proyecto de realizar un 'Viaje al centro de la Tierra' es, por ejemplo, desencadenado por el desciframiento de un antiguo manuscrito caligrafiado en letras rúnicas. Pero Verne recrea también soterradamente en sus novelas los grandes mitos clásicos heredados de la cultura grecorromana, donde se pueden detectar temas e influencias de autores como Homero y Virgilio. Éste último es expresamente citado en 'Viaje al centro...', al comparar la expedición subterránea que llevan a cabo sus protagonistas con el facilis descensus Averni del canto VI de la 'Eneida'. El descenso a los infiernos, la bajada al Hades, tema recurrente en la mitología helénica, pero que tiene antecedentes mesopotámicos en el 'Poema de Gilgamesh', y que será en la Edad Media retomado por Dante, ya desde una óptica cristiana, en su 'Divina Comedia'. 
   Del mismo modo que 'La Flauta Mágica' de Mozart es en realidad, disfrazado de cuento infantil, un rito iniciático y un canto a los ideales de la masonería, a nada que escarbemos en la superficie de las páginas de Verne, descubriremos que bajo el disfraz del relato de aventuras destinado a un lector más o menos juvenil, se esconde mucho más. Se esconde la presencia poderosa de temas y mitos profundamente arraigados en nuestro inconsciente colectivo, que tocan fibras y remueven zonas de sombra enterradas bajo la conciencia del lector, que activan sus mecanismos subconscientes, sus anhelos secretos, sus angustias, sus más ancestrales miedos, para enfrentarse a ellos y trascenderlos en aras a convertirle en un hombre de conocimiento. Pues el verdadero iniciado no será al final el protagonista de la novela. Lo será más bien su lector. 
Viajes denttro de la Tierra   Entrar en las páginas de 'Viaje al centro de la Tierra' es como entrar en una cueva. Una experiencia emocionante, imprevisible y sumamente gratificadora. La novela, además de una epopeya de la espeleología, es un compendio de todos los temas, de todos los accidentes, obstáculos y problemas a los que un espeleólogo se debe enfrentar en sus incursiones bajo tierra. Así como un tratado sobre el estado de los conocimientos en geología, mineralogía y paleontología de la ciencia de mediados del siglo XIX, donde no se eluden los debates y controversias que tenían lugar en aquel momento en torno a estas disciplinas entre la comunidad científica. 
   Para quienes nos dedicamos a viajar dentro de la Tierra, a explorar sus abismos, es éste un libro doblemente valioso. Cada vez que Axel describe los paisajes cavernarios con que se va topando en su expedición, no es que nos los imaginemos en nuestro cerebro, ¡es que los estamos viendo! Es que los hemos ya visto con nuestros propios ojos, y al contemplarlos hemos sentido el mismo asombro que siente Axel ante tanta maravilla, tanta inmensidad y tan extraordinaria belleza. Las descripciones de 'Viaje al centro de la Tierra' podrían aplicarse a muchas de las cuevas y complejos kársticos que horadan nuestras tierras. Serían perfectamente intercambiables. Los incidentes que sufren los viajeros en la ficción, son en gran parte idénticos a los que suelen acontecer a los visitantes de las cavernas en la realidad. Muchas de las experiencias que vive Axel en la novela, las hemos experimentado en las cuevas, por lo que este libro, más que leerlo, lo vivimos. Y muy intensamente. 
   Con su espíritu enciclopédico, Julio Verne, que se había documentado a fondo sobre el tema, como era su costumbre, va desgranando las lecciones que todo espeleólogo debe aprender para llevar a buen término su azarosa actividad. Lecciones que, pese al tiempo transcurrido, siguen teniendo su vigencia. 
   Cierto es que no llegaremos nunca al centro de la Tierra. Nadie ha llegado. Pero nuestros pasos se encaminan en aquella dirección, y aunque no hayamos más que arañado la superficie de la corteza terrestre, quién nos dice que algún día no encontremos una sima más profunda que todas las simas, que conduzca más adentro, más hondo, más abajo que todos los túneles hasta hoy registrados. No es tan improbable. Cada equis años aparecen en la prensa noticias del hallazgo de cavidades que superan todos los récords de profundidad hasta el momento explorados. Y constantemente se están descubriendo nuevas cuevas, o nuevas galerías dentro de cuevas ya conocidas. 
   Sorprende, por otro lado, que habiendo llegado el hombre tan lejos en sus viajes y sondas extraterrestres (hasta la Luna, Marte, Titán y más allá del Sistema Solar), haya avanzado tan poco en sus viajes intraterrestres. Las más profundas prospecciones realizadas (a la búsqueda, no de la gloria, como el profesor Lidenbrock, sino de oro negro) no han sido sino someros pinchazos en la epidermis de la Tierra. De lo que haya más adentro, todo son hipótesis, pero no existe prueba empírica alguna. Ni hasta ahora ningún testigo. El mundo subterráneo, como Julio Verne, sigue siendo un desconocido. 
   Tal es el punto de vista del geofísico neozelandés David J. Stevenson, que ha dedicado buena parte de su carrera profesional a estudiar los entornos de Júpiter y las placas tectónicas de Marte. Este científico denuncia que la exploración del interior de nuestro planeta nunca ha sido una prioridad para los gobiernos mundiales, al contrario que la investigación espacial. En la península de Kola, en Rusia, los soviéticos emprendieron en los años ochenta un plan de excavación que les ha tenido escarbando casi veinte años, y sólo han logrado perforar la Tierra diez kilómetros. "Conocemos mejor la superficie de Urano que las entrañas que nos sustentan, lo cual es ridículo". Stevenson, al que algunos colegas apodan como el Julio Verne del siglo XXI, ha concebido un proyecto tecnológico para perforar el globo terráqueo con el fin de llegar a su centro, donde, según explica, "encontraremos el origen de nuestro planeta y podremos comprender y predecir los terremotos". "Si viajamos hasta el núcleo y lo analizamos, podremos reproducir las condiciones de la formación de la Tierra, hace 4.500 millones de años". "Investigar directamente la fluctuación de los materiales sobre los que flotan las placas tectónicas nos permitiría un control mucho mayor de los movimientos y una mayor capacidad de predicción". 
   Aunque el proyecto de Stevenson se sale de los límites de este escrito (y de nuestra comprensión), nos limitaremos a transcribir que el plan consiste en "abrir una gran ranura en algún punto de la Tierra, de un kilómetro de profundidad, y llenarla de un material más denso que la roca, como el hierro líquido. Gracias a la fuerza de la gravedad, el material se abriría paso él solo y, con él, la sonda que proporcionaría la información. Podemos imaginar la sonda como una barca que navega en un río; el hierro abre un gran valle y la sonda fluye por él a la velocidad de un corredor humano hasta llegar al núcleo en sólo una semana". "Necesitaríamos una cantidad de hierro líquido como mínimo equivalente a diez Torres Eiffel fundidas, una porción 'mínima' en comparación a la cantidad diaria de este material que producen las siderúrgicas". El coste del sondeo se ha estimado en unos diez billones de dólares (Diario de Noticias, Navarra, 15 enero 2005). Si tal proyecto fuera factible, y Stevenson asegura que tecnológicamente lo es, una vez más tendríamos ahí a la realidad dejando en pañales a la ficción. 
   Pero, hablando de realidades/ficciones, volvamos al Julio Verne del siglo XIX. 
 
   Es hora de que presentemos ya al profesor Lidenbrock, motor de la acción y protagonista principal de 'Viaje al centro de la Tierra'. Erudito, geólogo y profesor de mineralogía en el Johanneum de Hamburgo, Otto Lidenbrock era, en palabras de su sobrino Axel (narrador en primera persona de la crónica de la expedición), "un hombre tan raro como terrible". "En cada lección, se encolerizaba una o dos veces, con toda regularidad. No le preocupaba en absoluto que sus alumnos asistieran con asiduidad a sus lecciones, ni que le concedieran atención, ni el éxito que pudieran tener aquellos en el futuro (...). Enseñaba 'subjetivamente' (...), para sí mismo, y no para los demás. Era un sabio egoísta, un pozo de ciencia cuya polea rechinaba cuando de él se quería sacar algo;" 
    
   Sea como fuere –prosigue Axel–, debo decir que mi tío era un verdadero sabio (...). Figuraos un hombre alto, flaco, con una salud de hierro y un aspecto juvenil, realzado por sus rubios cabellos, que le perdonaba diez años a su cincuentena. Sus grandes ojos se agitaban incesantemente tras unas gafas de considerable tamaño. Su nariz, larga y fina, parecía una hoja afilada (...). Si añado que mi tío andaba a zancadas de casi un metro, y si preciso que al andar mantenía sus puños sólidamente cerrados, signo de un temperamento impetuoso, se le conocerá suficientemente como para no desear demasiado su compañía. (Jules Verne, Viaje al centro de la Tierra, cap. 1). 
 
   Temperamento impetuoso. He aquí en dos palabras la personalidad característica de un hombre de acción. De alguien que está dispuesto a poner todo su ímpetu en la consecución de sus fines, a mayor gloria de la ciencia. Ése es precisamente el carácter que define, no sólo a Lidenbrock, sino a la mayoría de los individuos que se dedican a la espeleología. Porque hace falta una vocación a prueba de bombas para decidirse a penetrar en los inextricables laberintos de las profundidades de la Tierra poniendo en peligro la propia integridad física, con el solo fin de aportar nuevos datos y sustentar en cimientos más firmes el edificio de las ciencias naturales. Un temperamento impetuoso, emprendedor, que no atiende a más razones que las científicas, que está dispuesto a arrostrar peligros, a dinamitar escollos, a perseguir sus objetivos contra todo pronóstico negativo, a despreciar la cortedad de miras y los consejos timoratos basados en valores pequeño-burgueses como la seguridad, la estabilidad o la prudencia. 

   Huir sería, por lo tanto, conformarse a las leyes de la más elemental prudencia. Pero no parece que hayamos venido aquí a ser prudentes.  
   Continuamos, pues, adelante. (Ibid., cap. 34) 

   Afirmaba Julio Verne que "todo lo que de grande se ha realizado ha sido hecho en nombre de esperanzas exageradas", y a esta filosofía parecen responder la mayoría de los héroes (y anti-héroes: Nemo, Robur...) de sus novelas, incluido Lidenbrock. 
   Por nuestra parte, no podemos dejar de imaginarnos al profesor Otto Lidenbrock, aunque no concuerden con los descritos por Verne, con los rasgos físicos del insigne James Mason, pocos años antes de su interpretación de Humbert Humbert, en la mejor de las muchas versiones cinematográficas de la novela, la del año 1959. Dirigida por el artesano Henry Levin, el film contaba con los impagables efectos especiales del verdadero artista en la sombra, Ray Harryhausen, que utilizó iguanas de verdad para retratar las bestias antediluvianas con que se topan los personajes en su incursión subterránea. Pero no adelantemos acontecimientos. 
   El personaje de Axel es el contrapunto al de su tío el profesor Lidenbrock. Aunque no se especifica su edad, nos lo imaginamos como un muchacho de unos dieciocho años, enamorado de la ahijada del profesor, estudiante de ciencias naturales, pero aún inexperto en las ciencias de la vida. Axel será embarcado contra su voluntad por su tío en la fantástica expedición, sin que de nada le sirvan las diferentes excusas que alega para librarse de emprenderla o para abandonarla a medio camino. A lo largo del viaje, el renuente Axel, convencido de que todo lo que le interesa está en la superficie terrestre y nada se le ha perdido en el centro remoto, va interponiendo constantes objeciones de tipo teórico y práctico como freno a lo que considera delirios de su tío. Como le conoce bien y sabe que no admitirá más argumentaciones que las basadas en razonamientos científicos, le ataca por ese flanco con la teoría entonces dominante (y aún hoy vigente) del fuego central. Nadie puede ir al centro de la Tierra porque ese núcleo es un magma incandescente de elevadísima presión y temperatura. ¿Quién no estaría de acuerdo con Axel? 
   Pero nada pueden las razones frente una razón de orden superior. 

   Indice de textos 
 
 

 

  
Lección I:  ¡Al diablo las teorías! 
 
   Axel: –Es sabido que el calor aumenta en casi un grado por cada setenta pies de profundidad bajo la superficie del Globo. Ahora bien: admitiendo que esta proporcionalidad se mantenga constante, dado que el radio terrestre mide mil quinientas leguas, la temperatura existente en el centro debe ser superior a doscientos mil grados. Las materias del interior de la Tierra se hallan, pues, en estado de gas incandescente, ya que ningún metal, ni el oro, ni el platino, ni las más duras rocas resisten a tal temperatura. 
   (...) 
   –He aquí lo que yo decido –replicó el profesor Lidenbrock, recuperando sus aires de suficiencia–. Decido que ni tú ni nadie sabe con certeza lo que hay y pasa en el interior del Globo, habida cuenta que apenas se conoce la doceavamilésima parte de su radio. Decido que la ciencia es eminentemente perfectible, y que cada teoría viene siendo incesantemente destruida por una teoría nueva. 
   (Jules Verne, Viaje al centro de la Tierra, cap. 6) 

   ¿Y quién podría negar que el profesor tiene aquí toda la razón? ¿Alguien ha visto el interior profundo de la Tierra? ¿Existe alguna muestra de lo que allí se esconde? Por supuesto que hay teorías científicas al respecto sólidamente argumentadas, pero no dejan de ser eso: teorías, hipótesis a confirmar, y en este caso estamos prácticamente igual que en tiempos de Verne. Es mucho más lo que ignoramos que lo que conocemos de las entrañas del Globo. 
   Fuera teorías. Fuera excusas. Son los hechos los que cuentan. Las pruebas empíricas. Y el profesor Lidenbrock está dispuesto a aportarlas en su propia persona, y en la de su sobrino, que oficiará de testigo y cronista. 
   Axel es el personaje con el que se identifican los lectores del libro. Sus inquietudes, sus pesadillas, sus objeciones, son las que nosotros tendríamos puestos en su lugar. Como narrador en primera persona de la crónica del viaje, ejerce de ojos y oídos para el lector, y le hace sentir lo que se siente al internarse por los extraños mundos del submundo. 
   Pero Axel es también el neófito. El personaje que simboliza al novicio en el rito de iniciación. Cuando parte muy a su pesar rumbo al interior del Globo es todavía un adolescente lleno de remilgos y temores, que nada importante ha realizado en la vida. Cuando regrese será un hombre hecho y derecho, curtido en mil peligros, curado de todo espanto, y habrá acumulado en su haber suficientes proezas como para hacerse verdaderamente merecedor de la mano de Grauben, la ahijada del profesor. Será, en definitiva, un hombre nuevo. Un iniciado. 
   Si al comienzo de la aventura Axel pensaba que ir al centro de la Tierra era cosa de locos, al final le oiremos exclamar, poseído ya de la 'embriaguez de las profundidades': "¡Ah! ¡Qué viaje! ¡Qué maravilloso viaje!". Y recogerá la antorcha del profesor, y se contagiará de su monomanía –como Sancho Panza se contagia del idealismo de Don Quijote–, superándole al final en ardor y coraje, soltando el lastre de sus prejuicios y miedos, y siendo el primero en abrir brecha para proseguir la expedición. 

   La acción de 'Viaje al centro de la Tierra' arranca cuando el profesor Lidenbrock descubre entre las páginas de un antiguo libro un pergamino manuscrito del siglo XVI. El manuscrito está caligrafiado en letras rúnicas, y Lidenbrock se quema las meninges para intentar descifrarlo, sin conseguirlo. Es Axel, significativamente, quien lo logra, con la decidida intervención del azar. Al mirar eventualmente a trasluz el papel, se percata de que las letras están en realidad invertidas en simetría especular, como hacía Leonardo da Vinci al escribir sus códices de derecha a izquierda, de forma que era menester leerlos reflejados en un espejo (en 'Alicia a través del espejo' sucede algo parecido). Per speculum in ænigmate, que diría Pablo. Se pueden detectar en este episodio reminiscencias de 'El escarabajo de oro' de Poe, relato en el que la minuciosa decodificación de un mensaje cifrado da las pistas para descubrir un tesoro. 
   Los caracteres eran runas, el idioma era el latín, la firma era de Arne Saknussemm, un célebre alquimista islandés del siglo XVI cuyas obras habían sido quemadas por heréticas (y para el que Verne se inspira en un personaje real: Arne Magnusson, 1663-1730, nacido en Islandia y divulgador de las sagas nórdicas), y el contenido era el siguiente: 

   Desciende por el cráter de Jokull de 
   Sneffels que la sombra de Scartaris 
   acaricia antes de las calendas de Julio, 
   viajero audaz, y llegarás al centro 
   de la Tierra. Es lo que yo hice. 
   Arne Saknussemm. 
   (Ibid., cap. 5) 

   ¡Qué tentadora invitación a la aventura! Un pico de Islandia, el Scartaris, proyecta en el solsticio de verano su sombra sobre uno de los varios cráteres de un volcán apagado, el Sneffels, identificándolo como la puerta de entrada a un túnel que conduce hasta el mismo centro de la Tierra. Y alguien, que ha hecho previamente ese viaje alucinante, nos invita a repetir sus pasos. 
   Como en todo rito de iniciación, el neófito parte del desciframiento de un criptograma sagrado, de un enigma o acertijo que es la llave para entrar en el otro mundo. Los caracteres son rúnicos, es decir, sacros, por haber sido "inventados por el mismo Odín", "surgidos de la imaginación de un dios", según comenta el profesor. Aunque el mensaje sea confuso, como ocurre con todos los oráculos, el hecho de que Axel haya dado con la clave para descifrarlo le designa como elegido. 
   A partir de la revelación del mensaje, el profesor Lidenbrock no pierde un segundo en poner manos a la obra, adquirir billetes de barco, preparar el voluminoso equipaje, y arrastrar a su sobrino en la aventura. Pues quedan pocas semanas para las calendas de julio y la travesía hasta Islandia, vía Copenhaghe, será larga. 
   Pero antes, debe cumplirse otro de los requisitos de todo ritual esotérico de iniciación: la promesa por parte del neófito de guardar el secreto. 

   –Ante todo –prosiguió–, debo recomendarte el más absoluto secreto, ¿me oyes? No carezco de envidiosos en el mundo de los sabios. Y son muchos los que querrían emprender este viaje, del que no deben tener noticia hasta nuestro regreso. 
   –¿Realmente cree usted que serían muchos los audaces que osaran emprenderlo? 
   –Sin duda. ¿Quién vacilaría en conquistar tan alta gloria? 
   Al final del capítulo, el profesor reitera su advertencia: 
   –Pero silencio, ¿oyes?; silencio sobre todo esto, para que a nadie se le ocurra la idea de descubrir antes que nosotros el centro de la Tierra. (Cap. 6). 
 
   Indice de textos 
 
 

 
 
  
Lección II:  ¿Por qué imposible? 
 
   El profesor Lidenbrock explica a Axel sobre un mapa de Islandia los pormenores de su plan de viaje. Le señala el volcán Sneffels: 

   –El mismísimo Sneffels. Una montaña de cinco mil pies de altitud (1.620 metros), una de las más notables de la isla, y la que, con toda seguridad, será la más célebre del mundo entero si su cráter conduce al centro del Globo. 
   –Pero ¡eso es imposible! –exclamé, encogiéndome de hombros, en abierta rebelión contra tan descabellada suposición. 
   –¿Imposible? –dijo severamente el profesor–. Y ¿por qué imposible? 
   –Porque, evidentemente, este cráter ha de estar obstruido por las lavas, por las rocas ardientes y... 
   –¿Y si es un cráter apagado? (Cap. 6). 

   La tesis de Lidenbrock es que "cuando en los primeros días del mundo la Tierra fue enfriándose poco a poco, la disminución de su volumen produjo en su corteza dislocaciones, rupturas, grietas y contracciones" (cap. 22), y no era imposible que pudiera haber entre ellas una fisura que permitiera sumirse en las más insondables profundidades del Globo. 
   Axel se resiste al proyecto con toda su capacidad dialéctica. Plantea dudas sobre la autenticidad del manuscrito, sobre lo oscuro de las referencias al Scartaris y las calendas de julio. 
   "Luz es para mí lo que tú llamas oscuridad", le replica el profesor, y le argumenta su interpretación del mensaje con tanto detalle y tan convincentes razones que no le deja opción a dudas. 

   –Bien. Obligado me veo a convenir en que la frase de Saknussemm es clara y disipa toda duda. Incluso estoy dispuesto a admitir la total autenticidad del documento. Y que Saknussemm llegó al fondo del Sneffels, que vio la sombra del Scartaris acariciar los bordes del cráter antes de las calendas de julio. Asimismo, que oyera contar entre las leyendas de su tiempo la de que el cráter llegaba hasta el centro de la Tierra... Pero que él mismo llegara al centro del Globo, que hiciera ese viaje de ida y vuelta, si es que llegó a emprenderlo, eso ¡no! ¡Cien veces no! 
   –¿Y por qué razón? –preguntó mi tío, en un tono singularmente burlón. 
   –Pues porque todas las teorías de la ciencia demuestran la imposibilidad de tal empresa. 
   –¿Todas las teorías dicen eso? –respondió el profesor, adoptando un aire bonachón–. ¡Ah! ¡Las condenadas teorías! ¡Nos van a poner en un aprieto esas pobres teorías! (Cap. 6). 

   Agotados todos los argumentos en contra, y como último recurso, Axel comunica a su prometida Grauben las intenciones de su tío, con la esperanza de que le disuada de tan disparatada empresa. 

   Durante algunos instantes ella permaneció silenciosa. ¿Latía su corazón al compás del mío? Lo ignoro, pero su mano no temblaba en la mía. Anduvimos unos cien pasos sin hablar. 
   –Axel –me dijo, al fin. 
   –Dime, mi querida Grauben. 
   –Será un viaje magnífico. 
   Sus palabras me sobresaltaron. 
   –Sí, Axel; un viaje digno del sobrino de un sabio. Es bueno que un hombre se distinga por la realización de una gran empresa. (Cap. 7). 

   El novicio no ha tardado ni tres páginas en incumplir su promesa de silencio. Pero el tiro le sale por la culata, pues su amada, lejos de horrorizarse, le anima a embarcarse en la aventura. Incluso asegura que "yo os acompañaría muy gustosamente, si una muchacha no fuera para vosotros un estorbo". Tomémonos con humor esta observación de la chica, que rechinará a los oídos de más de una intrépida deportista de hoy en día, capaces como son de dejarnos muy atrás a muchos hombres en temas como la espeleo, la escalada, el buceo, el 'rafting', el 'puenting' o cualquier actividad de riesgo que se les ocurra. Y recordemos que en tiempos de Julio Verne (la novela es de 1864) la población de sexo femenino estaba fuertemente mediatizada por muchos y muy diversos corsés sociales. Una mujer entrando en una sima sería algo impensable. 
   En Hollywood sí que se lo pensaron, y tuvieron la ocurrencia (star system obliga) de meter con calzador un elemento femenino en la aventura, una señora talludita entrada en años que se apunta al 'Viaje al centro de la Tierra' contra la voluntad de Lidenbrock, empeñada en ir detrás del profesor, aunque sea hasta el fin del mundo, para cazarlo como marido, y que con su torpeza les va creando complicaciones y situaciones jocosas. Cuando la señora se queja del extremado calor que hace allí dentro, Lidenbrock/Mason le espeta: 
   –Pues quítese ese corsé. 
   Nada de esto  sucede en la novela, en la que, como es habitual en las ficciones de Verne, los héroes de acción son siempre masculinos, mientras que las protagonistas femeninas adoptan un rol más pasivo, por lo general el de la mujer que, como Penélope, espera en el hogar el regreso del héroe tras su aventura. 

   ¡Ah! ¡Mujeres –piensa Axel–, muchachas, corazones femeninos siempre incomprensibles! (...) ¡Cómo! ¡Esta chiquilla me estimulaba a participar en tal expedición! ¡Y ella misma no hubiese temido intentar la aventura! ¡Y me instigaba a mí a emprenderla, a mí, a quien, sin embargo, amaba! (Cap. 7). 

   Axel, desesperado y confuso, aún confía en que su novia se lo piense mejor, pero Grauben por el contrario se va entusiasmando con la idea, y por la noche termina por insinuar a Axel lo que ella espera de su prometido. Que deje de ser un chiquillo y se convierta en un hombre de verdad. Si tal sucede, ella le ofrecerá la recompensa de su amor y su entrega. 

   –¡Ah, mi querido Axel, qué hermoso es sacrificarse así por la ciencia! ¡Y qué gloria espera al señor Lidenbrock y a su compañero! Al regreso, Axel, serás un hombre, su igual, libre para hablar, libre para actuar; libre, en fin, para... 
   La joven, ruborizada, no terminó su frase. (Cap. 7). 

   Durante la noche me sobrecogió de nuevo el terror. La pasé soñando en precipicios. Era presa del delirio. Me sentía agarrado por la vigorosa mano del profesor y arrastrado, despeñado, hundido. Caía al fondo de insondables precipicios con la velocidad creciente de los cuerpos abandonados en el espacio. Mi vida era una caída interminable. (Cap. 7). 
 
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Lección III:  Vencer el vértigo 
 
   La fase siguiente en todo ceremonial iniciático es la de la preparación del novicio al trance. En su acercamiento a Islandia, los personajes han de hacer etapa en Copenhaghe para embarcar desde allí hacia la isla, y Lidenbrock aprovecha la ocasión para ir entrenando a su sobrino y mentalizándole a lo que le espera. Al profesor no se le ocurre mejor cosa que combatir el vértigo a las alturas por el tratamiento de choque de escalar a lo alto de los campanarios de las iglesias que van encontrando por el camino. 

   (...) llegamos ante Vor-Fresers-Kirk. Nada de particular ofrecía esta iglesia. Pero la razón de que su muy elevado campanario hubiese atraído la atención de mi tío era la de que, a partir de la plataforma, se desarrollara una escalera exterior en torno a la torre, con sus espirales al aire libre. 
   –Subamos –dijo mi tío. 
   –Pero... nos dará vértigo, tío. 
   –Razón de más; hay que acostumbrarse. 
   –Pero... 
   –Ven, no perdamos más tiempo. (Cap. 8). 

   El entrenamiento, la preparación física, el aprendizaje de las técnicas de escalada, son condiciones de obligado cumplimiento para todo aquel que se dedique a visitar cuevas. Pues los caprichos de la naturaleza no están hechos para complacer los caprichos del hombre, y éste se encontrará más de una vez en las cavernas con obstáculos insalvables, pozos, simas y abismos cuyo fondo se pierde en tenebrosas negruras, a los que sólo asomarse corta la respiración y encoge el ánimo del individuo más templado. Pero la mayor parte de las veces no queda otro remedio que superar ese vértigo, ese atenazante terror al abismo, si se quiere proseguir la exploración de la cueva. 
   Por eso lo común es que quien practica espeleo practique también la escalada, el barranquismo y otras modalidades de deportes de naturaleza, con el fin de adiestrarse a la luz del día en las dificultades y asperezas con que se encontrará en las oscuridades del mundo subterráneo. Por nuestra parte acostumbramos hacer entrenamientos en paredes rocosas y barrancos, que abundan en nuestras tierras. Trepamos y destrepamos farallones. Hacemos descenso de cañones, como el de Otín en la Sierra de Guara (Huesca), el barranco de la Sierra de Navascués, o el cañón de Arteta, ambos en Navarra. Este último cañón requiere empezar con un rappel en vacío de unos 30 metros, mientras cae una cascada de agua helada sobre nuestras cabezas (una buena ducha para comenzar el día, que nos deja ateridos pero despejados para el resto de la excursión), continuar, a veces con cuerdas, a veces a nado, por una sucesión de cascadas y lagunas que se encajonan en profundos meandros a los que apenas llega el sol, y que se asemejan a los túneles de una cueva, para terminar en un vertiginoso rappel volado en extraplomo sobre el valle, de más de 40 metros de caída (altura equivalente a la de un edificio de trece pisos). Los que padecemos de vértigo comprendemos muy bien, y por propia experiencia, lo que siente Axel en estos bretes. 

   Forzoso fue seguirle, agarrándome como podía. El viento me aturdía. Sentía oscilar el campanario bajo las ráfagas. Me huían las piernas, y debí trepar, a gatas primero y luego de bruces, con los ojos cerrados, mareado por el vértigo. 
   Al fin mi tío, asiéndome del cuello de la camisa, tiró de mí, y así llegué cerca de la bola que corona el campanario. 
   –Mira –me dijo–, y mira bien. ¡Hay que tomar lecciones de abismo! (Cap. 8). 

   Este episodio nos trae a la memoria la imagen de James Stewart subido a lo alto de un campanario para vencer su acrofobia en la escena final de 'Vertigo' ('De entre los muertos') de Hitchcock.  Hemos de confesar que nuestras 'lecciones de abismo' nos ayudan a curtirnos y coger soltura en el manejo de cuerdas y chismes de escalada, pero que hasta ahora no han logrado curarnos a algunos de nosotros del vértigo, esa irracional y mareante sensación que nos paraliza todos los miembros del organismo cuando nos arrimamos a un precipicio. Bajaremos la sima porque no tenemos otra opción, pero el instante de asomar el cuerpo para colgarlo del abismo será siempre un momento tan angustioso como la primera vez. Igual le ocurrirá a Axel a lo largo del viaje, pese a todos sus ejercicios. 

   –Mañana lo repetiremos –dijo mi profesor. 
   Y, en efecto, cinco días hube de repetir este vertiginoso ejercicio, con lo que llegué a hacer sensibles progresos en el arte de 'las altas contemplaciones'. (Cap. 8). 
 
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Lección IV:  El retorno es lo de menos 
 
   Profesor y alumno desembarcan en Reykjavik, capital de Islandia. Nada más llegar y descargar sus equipajes, cuya cantidad y volumen sorprenden a los habitantes del lugar, mantienen el siguiente diálogo: 

   –Bueno, Axel –dijo mi tío–. Esto va bien. Lo más difícil está ya hecho. 
   –¿Cómo? ¿Lo más difícil? 
   –Sin duda, ya no nos queda más que descender. 
   –Si se lo toma usted así, tiene razón. Pero, digo yo que después de bajar tendremos que subir, ¿no? 
   –¡Oh! Eso es lo que menos me preocupa. (Cap. 9). 

   ¡Así habla un espeleólogo! Mientras que a todo novel lo que más le preocupa de un viaje es asegurarse el regreso, al verdadero viajero no le preocupa más que llegar a su destino. 
   Echemos un vistazo al voluminoso equipamiento que se ha procurado Lidenbrock para la expedición: termómetro, manómetro, dos brújulas de inclinación y de declinación, un anteojo de noche, dos aparatos de Ruhmkorff que, mediante una corriente eléctrica, dan una luz muy portátil y segura (contienen una pila Bunsen activada por medio de bicromato de potasa que no desprende ningún olor, no se apaga bajo el agua y no explota con gases inflamables como el grisú; este tipo de linterna ilumina muy eficazmente en las más profundas oscuridades), armas de fuego, dos picos, dos azadones, una escala de seda, tres bastones con puntas de hierro, un hacha, un martillo, una docena de cuñas y armellas de hierro, y largas cuerdas de nudos. Un paquete de víveres no demasiado grande, 

   con carne concentrada y galletas en cantidad suficiente para seis meses. El líquido se reducía a una provisión de ginebra. No llevábamos agua, pero teníamos cantimploras, y mi tío contaba con las fuentes para llenarlas. (Cap. 11). 

   El profesor no había echado en olvido un botiquín portátil, con tablillas para fracturas, vendas, esparadrapos... cosas todas de mal augurio, amén de frascos con dextrina, amoníaco, alcohol, éter, "drogas todas ellas de utilización poco tranquilizadora". Una provisión de tabaco, pólvora y yesca, y un cinturón de cuero en el que guardaba su dinero. Seis pares de botas impermeabilizadas. 
   Llama la atención el hecho de que Verne se olvide en su inventario de un elemento imprescindible en la exploración de toda caverna: el casco, que protege de los golpes las cabezas de los expedicionarios. Si algo no escasea en una cueva son los coscorrones. Lo de las lámparas de Ruhmkorff, a juzgar por las cualidades descritas, parece un gran invento: linternas eléctricas, décadas antes de patentarse la bombilla. Pero, ¿qué ha sido del invento? Por lo que cuenta Verne, constituirían un mejor sistema de iluminación que los aparatos de acetileno que llevamos este siglo los que entramos a cuevas. Al menos no despedirían tan mal olor. 
   Resulta curioso también que sea mayor la provisión de ginebra que la de agua para el viaje. Confiar en que la naturaleza proveerá del líquido elemento en las cuevas es desconocer el carácter esencialmente imprevisible de las mismas, donde lo mismo podemos encontrar arroyos, ríos y lagos subterráneos, que kilométricas galerías fósiles sin el menor rastro de agua, filtrada como se ha ido por grietas y sumideros rumbo al centro de la Tierra. Los viajeros de la novela pagarán caro este error de cálculo. 
   En Reykjavik, el profesor contrata a un nativo islandés como guía. Es un mocetón campesino llamado Hans, experto cazador; su personaje será el que complete el trío de expedicionarios al centro del Globo. Impasible, lacónico hasta la exasperación, Hans no se plantea el mañana, y acepta en cada momento las vicisitudes que le depara el destino, sin quejarse, y con un encomiable espíritu de cooperación. 

   Esta fue la ocasión escogida por mi tío para informar al cazador que su intención era la de proseguir el reconocimiento del volcán hasta sus últimos límites.  
   Hans se limitó a inclinar la cabeza en señal de asentimiento. Él no veía ninguna diferencia entre ir acá o allá, entre recorrer la isla o hundirse en las entrañas de la misma. (Cap. 14). 

   Si hay que ir al centro de la Tierra, se va. No hay problema, con tal de que le vayan pagando el salario semanal acordado (cosa que Lidenbrock se encargará de hacer religiosamente cada sábado, aunque lleven ya meses perdidos en los abismos bajo tierra). 
   El profesor contrata también a tres islandeses como porteadores. Pero sólo para trasladar los pesados bultos hasta el cráter del volcán. Una vez allí, los despide. En la ceremonia no debe haber testigos. 
   Verne describe las sucesivas etapas de la aproximación al volcán Sneffels, pintando con certeras pinceladas el paisaje y el paisanaje de Islandia, para lo cual se había documentado epistolarmente con un colega geólogo islandés. La aproximación a la cueva forma parte importante del rito, la atmósfera se va cargando de ominosos presagios y hasta los paisajes parecen prefigurar lo que los audaces viajeros se van a encontrar dentro. 
 
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Lección V:  Es difícil llegar a la cueva
 
   Las erupciones de basalto, de toba, de todos los conglomerados volcánicos, y los ríos de lava y de pórfido en fusión han creado un país de un horror sobrenatural. (Cap. 12). 

   El camino se hacía cada vez más difícil. El terreno se elevaba. Las piedras se movían bajo nuestros pies y necesitábamos de la más escrupulosa atención para evitar caídas peligrosas. (Cap. 15). 

   (Hans) a menudo se detenía para recoger unas piedras y disponerlas como indicadores para el camino de vuelta. (Cap. 15). 

   Buena precacución, que indica el sentido práctico de Hans. Con frecuencia hay que hacer lo mismo en el interior de las cavernas: ir colocando en puntos clave montoncitos de piedras que sirvan de señales para orientarse en los mil vericuetos del laberinto, y poder así hallar el camino de salida. Pero de poco les va a servir la técnica de Pulgarcito a nuestros expedicionarios. 
   Según se acerca a la boca, Axel se va percatando de que la cosa va en serio, que la aventura es inminente e ineludible. Todavía hace un intento de dar marcha atrás, mientras haya tiempo. Esgrime esta vez teorías agoreras sobre la posible erupción del volcán. El profesor refuta con datos científicos tal posibilidad. 

   –Pero... 
   –¡Basta! Ante el dictamen de la ciencia no hay más que callar. (Cap. 14). 

   Al llegar al borde del cráter, en la cima del volcán, Axel expresa con bellas palabras lo que todo montañero siente al coronar una cumbre. 

   Me sumergí en el prodigioso éxtasis que infunden las altas cimas, sin sentir vértigo, pues empezaba a acostumbrarme a estas sublimes contemplaciones. Mis deslumbradas miradas se bañaban en la transparente irradiación de los rayos solares. Olvidé quién era, dónde estaba, para vivir la vida de los elfos y los silfos, imaginarios habitantes de la mitología escandinava. Me embriagaba la voluptuosidad de las alturas, sin pensar en los tenebrosos abismos a los que, en breve, debía lanzarme el destino. (Cap. 16). 

   Los viajeros bajan a la caldera apagada del cráter. Verne reproduce los efectos de sonido propios de tales lugares. "Marchábamos en medio de rocas eruptivas, de las que algunas, desprendidas de sus alvéolos, se precipitaban rebotando hasta el fondo del abismo. Su caída producía múltiples ecos de una extraña sonoridad." 
   Llegan por fin los expedicionarios al fondo de la caldera volcánica, que es el lugar sagrado (recordemos que estamos en Islandia, la Ultima Thule) donde va a tener comienzo la verdadera ceremonia de iniciación, de la que hasta ahora sólo se han dado los prolegómenos: la preparación y el acercamiento. 
   Aquí está el umbral de la cueva, la puerta de entrada al inframundo. La negra y espantosa boca que lleva a lo desconocido. Aquí va a comenzar el auténtico viaje. 
   Pero no hay una boca, sino tres. Al enigma del manuscrito se añade el enigma de su contenido, que también hay que descifrar. Sólo una de las tres puertas conduce al centro de la Tierra, pero ¿cuál de las tres? Un acertijo que es de corte clásico. 

   En el fondo del cráter se abrían tres chimeneas. (Cada una) tendría unos cien pies de diámetro. Sus bocas se abrían a nuestros pies. No tuve valor para hundir en ellas la mirada. (Cap. 16). 
 
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Lección VI:  Sigan al guía
 
   En el fondo del cráter hay algo más. Tallada en un peñasco, los viajeros descubren una inscripción con el nombre de Arne Saknussemm en letras rúnicas. Esto les confirma que van por el buen camino. Allí había estado Saknussemm, el antiguo alquimista, el predecesor, el guía espiritual de la expedición, y había dejado una señal de orientación al audaz viajero que se lanzara a seguir sus pasos. 
   La figura del predecesor es esencial en la ceremonia iniciática. El neófito ha de ser conducido entre las fragosidades del inframundo por un iniciado, que ha recorrido ya antes el camino, y sabe cómo sortear sus peligros. Es el hierofante, el maestro de ceremonias, que oficia de cicerone del más allá. En otras culturas le llamarían chamán. Porque, al fin y al cabo, ¿qué es un chamán sino alguien que ha hecho el viaje de ida y vuelta al otro mundo, y se presta de guía para nuevos viajeros? 
   No es casualidad que aquí el hierofante sea un alquimista. La alquimia exige a sus practicantes dedicar su vida a la obtención de la piedra filosofal, la sustancia catalizadora que transforma el plomo en oro, lo cual es en realidad metáfora de la búsqueda de la iluminación y de la transformación vital del propio alquimista en un hombre de conocimiento. Los alquimistas buscan la piedra filosofal, como los caballeros de la Mesa Redonda buscaban el Santo Grial, los argonautas el vellocino de oro o, ya en un plano histórico, los conquistadores Eldorado. Un objetivo utópico hacia el que encaminar un proyecto de vida. Un fabuloso tesoro que recompensará a quien lo alcance de todos los esfuerzos invertidos. Una meta última por la que merece la pena sacrificar la estabilidad, la seguridad y la propia integridad física. Porque es el fin más importante al que un ser humano puede aspirar: el de su propia transmutación en un ser superior. 
   Arne Saknussemm, como alquimista, consiguió llegar al centro de la Tierra ("Es lo que yo hice") y así alcanzó su propia piedra filosofal. El centro del Globo, el punto más secreto, más remoto del planeta, la sede del fuego central. El lugar sagrado por excelencia, inaccesible al profano. ¿Qué mejor guía que este pionero para repetir la hazaña? ¿Qué mejor predecesor? 
   Pero el predecesor no se lo pone fácil. Hay tres puertas; sólo una de ellas es la correcta, pero han de ser los expedicionarios quienes hagan el esfuerzo de averiguar cuál. Y resolver el enigma no está al alcance de sus capacidades, sino que hará falta el concurso de los astros y los elementos meteorológicos. Y no vale hacerlo un día cualquiera; la fecha de la ceremonia ha de ser también sagrada: el solsticio de verano. 

   Saknussem había descendido tan sólo por uno de los tres abismos que se abrían a nuestros pies, y según el sabio islandés había que reconocerlo por la particularidad, especificada en el criptograma, de que la sombra del Scartaris acariciaba sus bordes durante los últimos días del mes de junio. Y, en efecto, podía considerarse este agudo pico como la aguja de un inmenso cuadrante solar, cuya sombra en un día dado marcaba el camino del centro del Globo. Ahora bien: si el sol no acudía a la cita, no había sombra. (Cap. 16). 

   Y eso es lo que precisamente sucede: que el sol les da plantón. El cielo se mantiene encapotado durante varios días, para gran contrariedad de Lidenbrock, que se impacienta y monta en cólera. Axel aún abriga esperanzas de que se suspenda la expedición. 
   El domingo 28 de junio sale por fin el sol. El enigma se resuelve. Intervienen para ello las fuerzas de la naturaleza. Las nubes levantan su velo. El astro rey marca con un gnomon el camino. 

   El sol vertió sus rayos a raudales en el cráter. Cada montículo, cada roca, cada piedra, cada aspereza del terreno quedó expuesta al sol y proyectó su sombra sobre el suelo. Entre ellas, la del Scartaris se dibujó como una viva arista y se puso a girar insensiblemente con el astro radiante.  
   Mi tío giraba con ella. 
   A mediodía, la sombra lamió dulcemente el borde de la chimenea central.  
   –¡Es ésa! ¡Es ésa! –gritó el profesor. Y añadió en danés: ¡Al centro del Globo! (Cap. 16). 

   Nada ha ocurrido que no sea natural, pero el momento ha sido mágico, y repleto de carga simbólica. La revelación se ha producido. Las puertas de la percepción se han abierto. Hemos hallado el camino. 
   Verne juega en todo momento con las leyes físicas, los fenómenos de la naturaleza, mas la realidad tiene doble fondo: el mundo no sólo es misterioso, sino mucho más misterioso de lo que los humanos podrían nunca llegar a sospechar. Y cada enigma que resuelve la ciencia no hace sino ahondar en nuevos misterios y acrecentar el campo de lo que ignoramos. La puerta al otro mundo se ha abierto. Pero da a un pozo pavoroso, más negro que la noche, que da pánico sólo mirar. Y ya no es sólo el vértigo. Es la fobia más ancestral de los homínidos la que interviene: el miedo a lo desconocido. 

   El verdadero viaje empezaba ahora. (Cap. 17). 
 
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Lección VII:  Bajar es lo más fácil 
 
   No es nuestra intención relatar este viaje, que para eso está el libro. Quien aún no lo haya leído, haría bien, si está interesado en embarcarse en la aventura, en acudir al original de Verne. 
   El lector adulto tiene ya la clave para penetrar en el sentido subterráneo de la novela, y proponerse una lectura pluridimensional. La trama –aparentemente la crónica de un viaje– seguirá paso a paso los esquemas míticos de todo rito de iniciación: el tránsito del umbral (entrada en la boca de la caverna), la bajada al averno por un túnel, la superación de múltiples pruebas (la prueba de la sed, del calor, de la pérdida en el laberinto, de la oscuridad...), el desvanecimiento o muerte aparente, el despertar o resurrección, la visión de la luz, la travesía por la laguna Estigia en la barca de Caronte, la aparición de monstruos, la arribada al otro mundo, el retorno al exterior y a la luz del día, la transformación del adolescente en hombre, del neófito en iniciado. 
   Nos limitaremos a glosar unos cuantos aspectos sueltos que nos llaman la atención en este proceso, por su similitud con los casos que se dan en la vida real entre los que exploran cuevas. Muchas de las vicisitudes que suceden a los protagonistas en la novela son las que viven los verdaderos cueveros en sus viajes dentro de la Tierra. Se ve que Verne se había documentado al respecto con cierta profundidad. Y que a partir del punto donde sus conocimientos se agotaban, proseguía adelante con su poderosa imaginación. 

   Todavía no había hundido mi mirada en el insondable pozo en el que iba a abismarme. Había llegado el momento. Aún estaba yo a tiempo de acometer la empresa o de rehusarla. Pero me avergonzó dar marcha atrás ante el cazador. (...) me aproximé a la chimenea central. 
   (...) Me situé sobre una roca inclinada hacia el interior del abismo y miré. Se me erizaron los cabellos. La sensación del vacío se apoderó de todo mi ser. Sentí que me abandonaba el centro de gravedad y que el vértigo me subía a la cabeza como la embriaguez. Nada hay más embriagador que la atracción del abismo. Iba a caer. Me retuvo una mano. La de Hans. Decididamente, no había tomado suficientes 'lecciones de abismo'. (Cap. 17). 

    Todos somos Axel, en estos trances. No hay momento más espeluznante que el de asomarse a la boca de la sima y atisbar en la insondable negrura del abismo. La primera reacción siempre es la misma: rajarse y suspender la incursión. Al cabo de un rato, cuando las piernas nos han dejado de temblar y hemos echado un trago de vino de la bota, nos tranquilizamos, nos lo pensamos mejor, tiramos una piedra a la sima para calcular con el ruido su profundidad, alguien instala la cuerda, el más intrépido se anima a bajar, va informando de las dificultades, y los demás, por no ser menos, terminamos por contagiarnos de su ánimo y descendemos tras él. 
   Para los que sufrimos de vértigo, la cosa se complica un poco más. Por más lecciones de abismo que hayamos tomado previamente, la experiencia es siempre traumatizante. En particular el instante en que hay que asomar el cuerpo y colgarlo de espaldas al abismo para bajar 'rapelando' por la cuerda. Las manos tiemblan, las piernas 'hacen la moto', los músculos se agarrotan, un sudor frío nos empapa la frente, pensamos en si resistirán los anclajes, los nudos, las cuerdas, si no fallarán los artilugios o los arneses, pensamos qué estamos haciendo ahí, quién nos mandará meternos en éstas. Pero hay que tomar la suprema decisión. Ver o no ver la caverna, esa es la cuestión; luego no queda más remedio que apechugar con las fobias, hacer un acto de fe en los aparatos descendedores, y lanzarse al vacío. El apoyo psicológico de los compañeros puede ayudar, aunque suele ser de este tenor: 
   –¡Saca el culo! 
   –¡No puedo! ¡No pueeeedo! 
   –¡¡No te pegues tanto a la pared y saca más ese culo!! 
   –¡¡Que no puedo!! 
   –¿Has traído los dodotis? 
   –¡Me estáis estresando! 

   Desenrolló (el profesor Lidenbrock) una cuerda de cuatrocientos pies de longitud (130 m) y de una pulgada de grosor y dejó caer por el pozo la mitad antes de enrollarla en un bloque de lava saliente, tras de lo cual echó por la chimenea la otra mitad. Así, cada uno de nosotros podría descender reuniendo en las manos las dos mitades de la cuerda. Una vez llegados a doscientos pies de profundidad, nada más fácil que atraer la cuerda soltando una de sus mitades y tirando de la otra. No había más que recomenzar este ejercicio ad infinitum. (Cap. 17). 

   Julio Verne demuestra una vez más que sabía de lo que hablaba. Las maniobras descritas son las mismas que se necesitan para bajar un precipicio recuperando las cuerdas. Ahora bien, estas maniobras sólo se realizan cuando no es necesario volver por el mismo camino. Por ejemplo, al hacer bajadas de cañones, o si la cueva tiene otra salida más adelante, como es el caso del impresionante cañón subterráneo de La Leze (sierra de Altzania, Alava, ver foto), donde se atraviesa de lado a lado una montaña siguiendo el curso de un arroyo subterráneo, en una sucesión de cascadas y lagunas que hay que bajar a rappel y atravesar a nado. Recuperar las cuerdas dobles, sobre todo tras salvar fuertes desniveles en extraplomo, implica atravesar en cierto momento un punto de no-retorno, a partir del cual el regreso se hace imposible. Muy pocas cuevas tienen opción de escapatoria por otra boca, como ocurre en ésta. En la mayoría, hay que dejar las cuerdas instaladas para remontar las simas de regreso a la salida. 
   No lo hacen así en la novela, pero ya sabemos que al profesor Lidenbrock lo que menos le preocupa es el retorno. 

   –Ahora –dijo mi tío, tras proceder así–, ocupémonos de los equipajes. Los dividiremos en tres paquetes, y cada uno de nosotros llevaremos uno a la espalda. Me estoy refiriendo únicamente a los objetos frágiles. 
   El audaz profesor no nos incluía, evidentemente, en esta última categoría. (Cap. 17). 

   Axel se ha permitido un comentario sarcástico, que no le quita de tener bastante razón. Cuando en las cuevas nos concentramos en trasladar y manejar aparatos delicados, focos, cámaras, trípodes, etc., a veces olvidamos que lo más frágil que hay allí somos nosotros mismos, que nuestra integridad física está en juego y cualquier descuido se puede pagar caro. Tenemos también comprobado, por experiencia, que los accidentes se producen en general no en los pasos peligrosos, en los que hay que extremar las medidas de seguridad, sino más bien en sitios normales sin ningún riesgo aparente. La conclusión es que en las cuevas no se puede bajar la guardia ni un segundo. El más insignificante resbalón puede derivar en un monumental batacazo. La fuerza de la gravedad es una permanente amenaza que acecha en todos los rincones. 

   –Pero –dije– ¿quién se encargará de bajar las ropas y esta masa de cuerdas y escalas? 
   –Bajarán solos. 
   –¿Cómo? 
   –Vas a verlo. 
   Mi tío solía recurrir a los grandes medios sin vacilar. Por orden suya, Hans reunió en un solo paquete bien atado todos los objetos no frágiles y lo arrojó al abismo. 
   (...) 
   –Bien –dijo–. Ahora nos toca a nosotros. 
   Desafío a cualquiera de buena fe a que diga si es posible oír sin estremecerse tales palabras. (Cap. 17). 

   Es el mismo escalofrío que se siente cada vez que se entra en una caverna, lo que es equivalente a internarse en lo desconocido. El trío de espeleólogos se hunde en la chimenea volcánica aprovechando resaltes y salientes de las paredes que les sirven de escalones, y descansando de las agotadoras etapas en cornisas horizontales. 

   la cuerda me parecía demasiado frágil para soportar el peso de las tres personas. Por ello me servía de ella lo menos posible, haciendo milagros de equilibrio sobre los salientes de lava que mis pies intentaban agarrar como si fuesen manos. (Cap. 17). 

   Hemos de precisar que en las cuevas reales la cosa no es tan bonita ni tan fácil. Que nunca se desciende tan cómodamente. Los interiores de la Tierra son abruptos e intrincados hasta extremos indecibles; no están pensados a la medida del hombre. Las simas, lejos de tener escalones ad hoc que faciliten la progesión vertical, abundan por el contrario en obstáculos variopintos que parecen colocados por la naturaleza para dificultar el avance y poner a prueba todas las habilidades acrobáticas del cuevero. Por ejemplo, es muy corriente que la sima se vaya abriendo en anchura según se profundiza, creando un extraplomo que hay que bajar (y luego subir) colgándose de la cuerda en vacío. Explorar cuevas no es lo que se dice un paseo. 

   Me incliné por encima de nuestra estrecha meseta y noté que el fondo del agujero era aún invisible. (Cap. 17). 
 
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Lección VIII:  ¡Qué espectáculo, tío! 
 
   A lo largo del viaje, profesor y discípulo van debatiendo sobre las distintas teorías geofísicas propuestas por los científicos de su época en torno a los fenómenos y composición de las capas profundas del globo terráqueo. Anotan en todo momento los datos que les proporcionan sus instrumentos de medición: la profundidad, la distancia, la orientación, la presión atmosférica y la temperatura. Frente a las hipótesis de los estudiosos de biblioteca, Lidenbrock está haciendo el trabajo de campo, la comprobación empírica. En ciencia, los hechos son pruebas. Y lo que el sabio demuestra experimentalmente es que los hechos del mundo subterráneo refutan las tesis del mundillo científico supraterráneo. "Rechazo absolutamente la teoría del fuego central", proclama cuando verifica que la temperatura no sube al ritmo previsto por los cálculos teóricos (cap. 17). 
   Asumido como tenemos el paradigma del fuego central de la Tierra, nos cuesta aceptar las contrateorías del personaje de Verne. Pero lo cierto es que nadie ha seguido los pasos de Lidenbrock para confirmar lo real o ficticio de sus datos. El interior profundo de la Tierra continúa en el siglo XXI tan inexplorado como en el XIX o como lo estuvo siempre, y el único que ha tenido billete para visitarlo ha sido Julio Verne con su imaginación. 

   –Ya hemos llegado –dijo éste. 
   –¿Dónde? (...) 
   –Al fondo de la chimenea perpendicular. 
   –¿No hay otra salida? 
   –Sí; una especie de corredor que tuerce hacia la derecha. 
   (...) 
   La oscuridad no era aún total. Comimos y nos acostamos en un lecho de piedras y de lava.  
   Y cuando, tendido de espaldas, abrí los ojos vi un punto brillante en la extremidad de ese largo tubo de tres mil pies, transformado en un gigantesco anteojo. Era una estrella desprovista de todo centelleo, que, según mis cálculos, debía ser la Beta de la Osa Mayor. 
   Después, me dormí profundamente. (Cap. 17). 
 
   Esta descripción del fondo de la chimenea nos recuerda poderosamente a un paraje que existe en la realidad: la sima de Friouato (ver foto), una gigantesca hondonada de 30 metros de diámetro y 160 de profundidad, escondida en las montañas de la región de Tazzeka, en Marruecos, que fue explorada por primera vez por el pionero de la espeleología Norbert Casteret. El fondo en semipenumbra con un suelo de piedras sueltas, la galería que se abre a un lado horizontalmente (con cinco kilómetros hasta hoy recorridos, pero aún sin terminar de explorar), el cielo que se ve al fondo del tubo... parece que Verne hubiera estado allí. 
   Sólo varían las dimensiones, mas existen también otras simas en el mundo real que podrían rivalizar en profundidad con la de la novela. Y algunas no están tan lejos de nuestras casas, como pueden ser las simas del macizo kárstico de Larra (Navarra-Zuberoa). Pongamos como ejemplos la célebre sima de San Martín o la llamada Ilaminako Ateak, con sus pozos de 300 y 400 metros, su profundidad cercana a los 1.500, y su interminable y laberíntico desarrollo de más de 50 kilómetros de galerías hasta ahora explorados, y quién sabe cuántos pendientes de exploración. El conjunto forma una inmensa red de cinco ríos subterráneos, con abundantes afluentes y ramificaciones, que tras décadas de trabajo en equipo de un gran número de espeleólogos y expertos en hidrogeología, aún no ha sido completamente topografiada. 

   Comimos las galletas y la carne seca, regándolas con unos cuantos tragos de agua mezclada con ginebra. (Cap. 18). 

   El avituallamiento es algo que no puede faltar en cualquier incursión a cuevas. Los extenuantes esfuerzos que hay que realizar para el avance exigen hacer un alto cada cierto tiempo para recuperar fuerzas y tomar un tentempié. Nuestros víveres suelen ser más variados que el menú único que lleva el trío para seis meses, pero curiosamente también incluyen galletas y carne seca (en forma de torreznos de Soria). En lo que no coincidimos es en lo de la ginebra. Para eso preferimos un reconstituyente más suave, que es el vino tinto, transportado en un recipiente a prueba de golpes de antigua invención, que es la clásica bota. Un traguillo de la bota en momentos críticos reconforta el temple, disipa temores y hasta anima a los más remisos a bajar a la simas. La llamamos el 'quitamiedos'. Lo que no sabemos es qué pasaría si el trago fuera de ginebra. 
   Como anécdota ilustrativa al respecto, reproducimos un fragmento del informe de un componente del equipo que en 1960 exploraba las simas de San Martín y Ukerdi, en Larra, antes mencionadas. Sendos grupos de expedicionarios llevaban varios días acampados dentro de ambos complejos subterráneos, comunicados por radio con miembros del equipo en el exterior. Uno de éstos redacta el siguiente parte: "De regreso al campamento paso por la tienda de transmisiones, en este momento están comunicando con San Martín y Ukerdi, en el primer lugar todo marcha sin novedad alguna, en Ukerdi se preparan hoy los primeros descensos, ambos campamentos tienen algo en común en estas llamadas, los dos piden se les envíe vino rápidamente, pues llevan dos días sin el fruto de la cepa." (Varios autores. '20 años de Espeleología en Navarra', 1976. Pág. 73). 
 
   –Ahora, Axel –exclamó el profesor con entusiasmo–, vamos a hundirnos verdaderamente en las entrañas del Globo. He aquí el momento preciso en que comienza nuestro viaje. 
   (Jules Verne, Viaje al centro de la Tierra, cap. 18) 

   Por primera vez van a dejar los expedicionarios de ver la luz del día, aunque a estas profundidades no sea ya sino un tenue resplandor en la lejanía, para sumergirse por fin en las verdaderas tinieblas. Comienza el viaje, el paso de la luz a la oscuridad, del día a la noche, de lo familiar a lo incógnito. Aquí es cuando hay que encender las lámparas. "Una luz muy viva disipó las tinieblas de la galería" (cap. 18). 
   Y entonces comienza el espectáculo. Las luces artificiales van incendiando de fulgores los paisajes de la caverna y sus inverosímiles formaciones litogénicas; los cristales de las calcitas despiden destellos titilantes; los juegos de luces/sombras sobre los espeleotemas crean rostros, figuras, animales, brujas, espectros y monstruos. Son los genios del abismo. 

   La lava, porosa en algunos sitios, formaba pequeñas ampollas redondas, cristales de cuarzo opaco, adornados de límpidas gotas de vidrio, suspendidos como lámparas de la bóveda y que parecían encenderse a nuestro paso. Se diría que los genios del abismo hubieran iluminado su palacio para recibir a los huéspedes de la tierra. 
   –¡Es magnífico! –exclamé, involuntariamente–. ¡Qué espectáculo, tío! (Cap. 18). 

   La luz de las lámparas, reflejada por las pequeñas facetas de la masa rocosa, entrecruzaba sus múltiples resplandores en todos los ángulos, dándome la ilusión de viajar por el interior de un diamante hueco en que los rayos se rompieran en mil destellos deslumbrantes. (Cap. 22). 

   Aquí la naturaleza, lejos de imitar al arte, lo crea. Todas las formas arquitectónicas soñadas por el hombre tuvieron aquí sus fuentes primigenias, labradas millones de años antes de la aparición del primer homínido. 

   A veces se desarrollaba ante nosotros una sucesión de arcos como las contranaves de una catedral gótica. Los artistas de la Edad Media hubieran podido estudiar allí todas las formas de esta arquitectura religiosa que tiene su origen en la ojiva. Una milla más adelante debimos inclinar las cabezas bajo arcos de estilo románico. Grandes pilares adosados al macizo sostenían el peso de las bóvedas. (Cap. 19). 

   –¡Ah! Empiezas ya a darte cuenta, Axel. Así que esto te parece espléndido, muchacho. Pues aún has de ver otras maravillas. ¡Adelante! ¡Andemos! (Cap. 18). 

   Más apropiado habría sido decir 'resbalemos', dada la inclinación de la pendiente por la que nos dejábamos ir cómodamente. Era el facilis descensus Averni de Virgilio. (Cap. 18). 
 
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Lección IX:  Retroceder, esto es lo arduo
 
   ¿A qué se refiere Axel con lo de facilis descensus Averni? Verne nos está señalando aquí la boca de entrada a un túnel, el que lleva a los infiernos, al reino de los muertos, en la Eneida. Y la pista no es gratuita. El canto VI de la Eneida relata el descenso al Averno, a través de terroríficas cavernas, del héroe troyano Eneas. Ciertos pasajes de los versos de Virgilio parecen servir de inspiración al autor de 'Viaje al centro de la Tierra' para los ambientes y peripecias de su novela. Y el esquema es el mismo que el de otras incursiones al mundo subterráneo de héroes de la mitología clásica, sean Orfeo, Hércules o Teseo. 
   Llegado Eneas a las costas de Italia, se encamina a la cueva de la Sibila de Cumas, tan prestigiosa en la época como la de Delfos, y oído su oráculo, implora de ella que le conduzca a las mansiones infernales, "reinos inaccesibles para los vivos", para volver a ver a su difunto padre Anquises. La sacerdotisa se presta a pilotarle a través de "estas sombrías regiones, nunca alumbradas por el sol", a "la mansión de las Sombras, del Sueño y de la soporífera Noche". He aquí otra vez el arquetipo mítico del guía, que es una constante. Siempre ha de haber un predecesor que indique el camino. Orfeo siguió los pasos de Hércules y de Piritoo. El mismo Virgilio, reencarnado trece siglos más tarde en personaje literario, oficiará de guía de Dante al adentrarse en los cavernosos círculos del infierno. 
   Han pasado dos milenios, y con la traducción se han quedado por el camino métrica, rima y ritmo, pero unos cuantos retazos recortados a tijera y pegados en collage del canto VI de la Eneida pueden dar una idea de los ambientes que conoce Eneas en su periplo por el mundo subterráneo, sin que se pierdan del todo la intensidad poética y la belleza de la escritura. Los fragmentos están en prosa, pero pruebe a leerlos como si fueran versos libres: 

   Eneas se encamina (...) a la recóndita inmensa caverna de la pavorosa Sibila. (...) Allí se ve también aquel asombroso edificio (el laberinto de Dédalo) donde no es posible dejar de perderse;  

   Una de las faldas de la roca eubea se abre en forma de inmensa caverna, a la que conducen cien anchas bocas y cien puertas, 

   a la entrada de la cueva, mutósele el rostro y perdió el color y se le erizaron los cabellos; 

   revuélvese como una bacante en su caverna la terrible Sibila (y responde:) 'Llegarán, sí, los descendientes de Dárdano a los reinos de Lavino; arranca del pecho ese cuidado; pero también desearán algún día no haber llegado a ellos.' 
  
   Con tales palabras anuncia entre rugidos la Sibila de Cumas, desde el fondo de su cueva, horrendos misterios, envolviendo en términos oscuros cosas verdaderas; 

   Eneas: 'Una sola cosa te pido, pues es fama que aquí está la entrada del infierno, aquí la tenebrosa laguna que forma el desbordado Aqueronte; séame dado ir a la presencia de mi amado padre; enséñame el camino y ábreme las sagradas puertas.' 

   'hijo de Anquises, fácil es la bajada del Averno; día y noche está abierta la puerta del negro 

   pero retroceder y restituirse a las auras de la tierra, esto es lo arduo. 

   mas si un tan grande amor te mueve, si tanto afán tienes de cruzar dos veces el lago Estigio, de ver dos veces el negro Tártaro, y estás decidido a probar la insensata empresa...' 

   llegaron a las bocas del fétido Averno 

   Había cerca de allí una profunda caverna, que abría en las peñas su espantosa boca, defendida por un negro lago y por las tinieblas de los bosques, 

   Eneas: 'es la ocasión de mostrar entereza y valor'. Dicho esto, lánzase por la boca de la cueva, 

   '¡Oh vastas moradas de la noche y del silencio! (...) ¡Consiéntame vuestro numen descubrir los arcanos del abismo y de las tinieblas!' 

   Solos iban en la nocturna oscuridad 

   En el mismo vestíbulo y en las primeras gargantas del Orco tienen sus guaridas el Dolor y los vengadores Afanes; allí moran también las pálidas Enfermedades, y la triste Vejez, y el Miedo, y el Hambre, mala consejera, y la horrible Pobreza, figuras espantosas de ver, y la Muerte, y su hermano el Sueño, y el Trabajo, los malos Goces del alma. 

   Guarda aquellas aguas y aquellos ríos el horrible barquero Caronte, cuya suciedad espanta; (...) él mismo maneja su negra barca con un garfio, dispone las velas y transporta en ella los muertos; 

   En frente, tendido en su cueva, el enorme Cerbero atruena aquellos sitios con los ladridos de su trifauce boca. Viendo la Sibila que ya se iban erizando las culebras de su cabello, le tiró una torta amasada con miel y adormideras, que él, abriendo sus tres bocas con rabiosa hambre, se tragó al punto, dejándose caer en seguida y llenando con su enorme mole toda la cueva. Al verle dormido, Eneas sigue adelante y pasa rápidamente la ribera del río que nadie cruza dos veces. 

   'La voluntad de los dioses (...) me obliga a penetrar por estas sombras y a recorrer estos sitios, llenos de horror y de una profunda noche' 

   Este es el sitio en que el camino se divide en dos partes: la de la derecha, que se dirige al palacio del poderoso Plutón, es la senda que nos llevará a los Campos Elíseos; la de la izquierda conduce al impío Tártaro, donde los malos sufren su castigo 

   luego se abre el mismo Tártaro, espantoso precipicio, que profundiza debajo de las sombras el doble de lo que se levanta sobre la tierra el etéreo Olimpo. Allí, en lo más hondo de aquel abismo, ruedan precipitados del rayo los Titanes, antiguo linaje de la Tierra. 

   (En los Campos Elíseos Eneas se reencuentra con el espectro de su padre Anquises, que mora entre los bienaventurados. Anquises pronuncia un discurso sobre el alma universal, en uno de los paisajes más celebrados de la Eneida). 

   Anquises: 'Desde el principio del mundo un mismo espíritu interior anima el cielo y la tierra, y las líquidas llanuras y el luciente globo de la luna, y el sol y las estrellas; difundido por los miembros, ese espíritu mueve la materia y se mezcla al gran conjunto de todas las cosas; de aquí el linaje de los hombres y de los brutos de la tierra, y las aves, y todos los monstruos que cría el mar bajo la tersa superficie de sus aguas. Esas emanaciones del alma universal conservan su ígneo vigor y su celeste origen mientras no están cautivas en toscos cuerpos y no las embotan terrenas ligaduras y miembros destinados a morir; por eso temen y desean, padecen y gozan; por eso no ven la luz del cielo, encerradas de las tinieblas de oscura cárcel. (...)' 

   Hay dos puertas del Sueño, una de cuerno, por la cual tienen fácil salida las visiones verdaderas; la otra, de blanco y nítido marfil, primorosamente labrada, pero por la cual envían los manes a la tierra las imágenes falaces. 
   (Virgilio, 'Eneida', canto VI) 
 
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Lección X:  Saber soportar las penurias
 
   Abandonemos en este punto la exploración de los túneles colaterales de Virgilio, para regresar, antes de extraviarnos del todo, a la galería principal de la cueva, que es la de Verne. Acabamos de ver que estamos en un laberinto, como el jardín de Borges, de senderos que se bifurcan. "Aquí el camino se divide en dos partes...", "hay dos puertas del Sueño..." En las cuevas del mundo real pasa otro tanto de lo mismo. Con frecuencia es necesario explorar distintos ramales de una encrucijada, en busca del camino correcto (el que más adentro lleva), ramificaciones que terminan muchas veces en cul-de-sac, en viajes a ninguna parte que hay que desandar para volver a la senda principal. Lo que no impide que estos intentos fallidos nos hagan descubrir de rebote nuevos y raros parajes, por los que merece la pena perderse. El trío de expedicionarios del 'Viaje...' se enfrentará a este dilema. 

   nos hallábamos en el centro de una encrucijada de la que partían dos caminos oscuros y estrechos. 
   (Jules Verne, Viaje al centro de la Tierra, cap. 19) 

   Dos sendas, como en la Eneida, conducen, una a los Campos Elíseos o la gloria, la otra al Tártaro, espantoso precipicio donde los malos (y los imprudentes) sufren su castigo. Estamos en el asombroso edificio donde es imposible dejar de perderse, y eso es lo que les espera a los audaces viajeros, que toman el túnel equivocado. Su imprevisión en el tema del agua les acarreará graves consecuencias. 

   el hambre y la fatiga me incapacitaban para razonar. No se hace impunemente una marcha durante siete horas consecutivas. Estaba extenuado. (Cap. 18). 

   Más de una vez debimos pasar reptando a través de estrechos pasajes. (Cap. 19). 

   Más de una vez en las cuevas reales debemos pasar reptando a través de 'gateras', pasos angostos y rendijas que es obligado franquear si se quiere continuar el viaje. A veces son una mera ventana, otras un largo agujero no apto para propensos a la claustrofobia; en ciertas ocasiones hay que escarbar en la tierra para ensancharlas. Se dan muchos casos (Basaura, Zatoya, Urziloa...) en los que las gateras constituyen la verdadera entrada a la galería principal del complejo, y quien no supere el mal trago de atravesarlas se pierde la cueva. No hay otro ábrete-sésamo. 
   Pueden ser tubos tan estrechos que hay que despojarse de mochila, carburera y hasta de las cuerdas, que abultan para la progresión, y empujar con fuerza para conseguir introducir el cuerpo, cuyo pecho y espalda van rozando las paredes. No todos consiguen pasar. Recientemente, el miembro más corpulento de nuestro grupo, que venía el último, se quedó atascado en una de estas endemoniadas gateras, estrecha, serpenteante y encharcada como ella sola, y tras varias intentonas y forcejeos, se vio obligado a desistir y abandonar ahí el viaje. Le pasamos, estirando los brazos a través del orificio, un poco de chocolate de despedida, y reemprendimos la exploración con un compañero menos. Estas cosas se propagan como la pólvora entre nuestros círculos de amistades, y al día siguiente nuestro colega ya tenía el siguiente mensaje SMS en su móvil: 'Ya me he enterado que vas a dejar las cuevas y dedicarte al sumo'. 

   Mi mayor preocupación era la de no perder a mis compañeros de viaje. Me estremecía la idea de extraviarme en las profundidades de aquel laberinto. (Cap. 19). 

   Axel está aquí exteriorizando uno de los más profundos terrores que subyacen en el inconsciente de los que exploramos cuevas. La pérdida en el laberinto. No hay peligro más temido para un cuevero, pues desorientarse en las cavernas puede ocasionar un rosario de calamidades, como quedarse sin luz en la negrura absoluta, y a continuación quedarse sin agua y sin alimentos, quizá por varios días, atacados por el frío y la humedad, y por una sensación de impotencia total, con la sola y débil esperanza de que alguien organice un rescate desde el exterior, en una espantosa agonía que sería lo más parecido a ser enterrados vivos. 
   Pero el trío de viajeros no se ha extraviado. Sólo se ha equivocado de túnel. Lidenbrock, con su metodología científica, va anotando en todo momento las coordenadas exactas de su situación. Y procede por eliminación. La galería no parece la buena, pues en vez de bajar tiende a ser horizontal e incluso a ascender. Pero la única forma de verificarlo es recorriéndola hasta su final. Aunque ello suponga malgastar varios días en un movimiento en falso. 

   ¿(...) se había equivocado al escoger el túnel del Este, o es que quería reconocer ese pasaje hasta su extremidad? 
   (...) 
   –Es posible que me haya equivocado. Pero no estaré seguro de mi error hasta que haya alcanzado la extremidad de esta galería.  
   –Tiene usted razón en proceder así, tío, y yo estaría de acuerdo con usted si no cupiese temer un peligro cada vez más alarmante.  
   –¿Cuál?  
   –La falta de agua.  
   –Pues habrá que racionarla, Axel. (Cap. 19). 

   Cualquier cosa antes que retroceder dejando la exploración a medias. Ése es el espíritu del auténtico explorador, del verdadero viajero. Sólo con perseverancia se pueden desvelar los arcanos del laberinto. Sólo con tenacidad se allanan los innumerables escollos del camino. Sólo con fuerza de voluntad se puede uno aproximar a la meta, al centro de la Tierra. 

   Las tinieblas, insondables a veinte pasos de distancia, nos impedían estimar la longitud de la galería. Yo empezaba a creerla interminable cuando súbitamente, hacia las seis, topamos inopinadamente con un muro. Ni un solo paso a la derecha, a la izquierda, por arriba o por abajo. Habíamos llegado al fondo de un túnel sin salida. (Cap. 20). 

   –(...) mañana nos faltará totalmente el agua.  
   –¿Y nos faltará también el valor? –dijo el profesor mirándome con severidad.  
   No me atrevía a responderle. (Cap. 20). 

   Los expedicionarios han invertido cinco días en recorrer el callejón sin salida. Les quedan ahora otras tantas jornadas de vuelta hasta la bifurcación donde se les planteó el dilema. Y en toda la galería no han encontrado ni una gota de agua. El neófito es sometido a la prueba de la sed. 

   No insistiré demasiado en los sufrimientos de nuestro regreso. Mi tío los soportó con la cólera de quien se siente humillado; Hans, con la resignación de su pacífica naturaleza; yo, lo confieso, quejándome y desesperándome ante tanto infortunio.  
   Tal como lo había previsto, el agua se acabó al final del primer día. Nuestra provisión de líquido se reducía a la ginebra (cap. 21). 

   Muchos aficionados a la espeleo coinciden en afirmar que la vida del cuevero es muy miserable, que se pasan en ella muchas penurias. Axel está empezando a experimentarlas en sus propias carnes. Hasta los monstruos y furias del inframundo se lo habían advertido a Orfeo cuando bajó al Averno en busca de Euridice, su difunta amada: "Altro non abita / Che lutto e gemito / In queste orribili / Soglie funeste!" Nada sino el dolor y el lamento vive en estos horribles y funestos parajes. 
   Cuando su sobrino está a punto de desfallecer, Lidenbrock tiene su primer rasgo de humanidad. Deja de ser el terrible profesor y aflora en él el amor de tío. Un poco de agua que guardaba en secreto en su cantimplora le sirve para aliviar el suplicio del joven. Axel se reanima, pero ante el problema irresoluble del agua, propone una vez más tirar la toalla. 

   Ahora –dije– no nos queda otro partido que regresar. Nos falta el agua. 
   (...) 
   Así pues, Axel –dijo el profesor en un tono extraño–, esas gotas de agua, ¿no te han devuelto el coraje y la energía? (...)  
   Pero ¿qué clase de hombre era mi tío? ¿Qué proyecto podía aún concebir su ánimo audaz?  
   –¿Cómo? ¿No quiere usted...?  
   –¿Renunciar a esta expedición, cuando todo indica que el éxito puede coronarla? ¡Jamás!  
   –Entonces, ¿hay que resignarse a perecer?  
   –No, Axel, no. Regresa. Yo no quiero tu muerte. Que te acompañe Hans. Déjame solo. (Cap. 21). 

   De buenos espeleólogos es no rendirse al primer obstáculo. Lidenbrock está hecho de esa pasta. "Su único pensamiento era continuar avanzando" (cap. 19). Mas antes deberá convencer y contagiar de ese entusiasmo a su discípulo que, abrumado por las adversidades, no comparte pareja determinación. Y pone en ello todas sus dotes retóricas de catedrático de universidad. 

   Cuando Colón pidió tres días a sus tripulaciones para hallar las tierras nuevas, sus tripulaciones, a pesar de estar enfermas, espantadas, accedieron a su demanda, y él pudo descubrir el Nuevo Mundo. Yo, el Colón de estas regiones subterráneas, no te pido más que un día más. (Cap. 21). 

   La autocomparación con Cristóbal Colón es muy pertinente. Lidenbrock es un auténtico Colón de las regiones subterráneas porque está explorando las entrañas de un Nuevo Mundo. ¿Qué compañero le dejaría en la estacada a estas alturas? Axel, aunque a regañadientes, se ve moralmente obligado a renunciar a la deserción. La exploración es reemprendida por el otro túnel. El agua sigue sin hacer acto de presencia durante leguas. La sed se convierte en una tortura insoportable y Axel llega al límite de sus fuerzas. 
 
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Lección XI:  Prescindir de las superfluas necesidades terrestres 
 
   Todo había terminado, en efecto, pues impensable era ya volver a la superficie en el estado de debilidad en que me hallaba. 
   (...) 
   De repente, en medio de mi amodorramiento, creí oír un ruido. (Cap. 22). 

   El término 'amodorramiento' empleado por Axel para describir su estado nos trae a la cabeza otro texto, perteneciente esta vez al mundo real. Es una reseña extraída de los informes recopilados en '20 años de Espeleología en Navarra'. Permítasenos insertarla aquí, para seguir con el juego de confrontar los textos literarios de Verne con los textos informativos de los auténticos espeleólogos, a fin de poner de relieve sus concordancias y diferencias. En 1948 los autores realizaban la exploración de una cueva del valle de Irañeta, habiendo bajado una honda sima acompañados de un estudiante que no tenía "ni idea de lo que es una cueva". Al remontar la sima de vuelta, ocurrió lo siguiente, según el informe: 
   "Inmediatamente sigue el ascenso mi compañero que, como es bastante más pesado, lo hace peor, pero consigue llegar a la cornisa, donde empieza a dar muestras de fatiga, y sobre todo de lo que nosotros llamamos 'modorra', pues entonces no sabemos lo que es el mal de las cavernas; nos quedan 15 metros que remontar, de los cuales los siete primeros son en extraplomo. (...) entre los dos echamos otra cuerda para que se ate a la cintura nuestro compañero, (...) Comenzamos a tirar, pero comprendemos que nuestro amigo está muy cansado, lo tenemos que subir en vilo, pero dado que hay un fuerte roce de cuerda, es imposible izarlo sin que nos ayude; llega al techo o voladizo y lo aplastamos materialmente sin que pueda superarlo... probamos una, dos, tres veces y, claro está, se encuentra cada vez con menos fuerza; nos comenta que él se halla muy bien en la cueva y que vayamos al exterior para buscar refuerzos. (...) Bajo el rappel a la cornisa y me sitúo con Miguel, que reposa tranquilamente en un rincón con la clásica sonrisa del que se encuentra bajo sopor, y pienso para mi interior que es posible que en el fondo de la sima, mientras que hemos permanecido, pudiéramos haber inhalado anhídrido carbónico, que es lo que da lugar a estas pocas ganas de todo lo que hay alrededor." (Varios autores. '20 años de Espeleología en Navarra', 1976, pp 39-40. Añadamos que el final fue feliz, pues consiguieron sacar a su compañero del pozo, tras seis horas de rescate). 
 
   Hans encuentra agua, al detectar el sonido que produce un torrente al otro lado de una pared. Ése era el ruido que creía oír Axel en medio de su modorra. Con ayuda de un pico, Hans abre una brecha y de ella surge un manantial de aguas calientes, creando un arroyo que corre por los pasadizos hacia los niveles inferiores, siguiendo la ley de la gravedad. Qué mejor guía para conducirnos directos rumbo al centro de la Tierra. Los viajeros sacian su sed y llenan sus cantimploras. 

   con este arroyo de compañero no hay ya razón alguna que nos impida alcanzar nuestro objetivo. 
   –¡Ah! Ya vas convenciéndote, muchacho 
   (Jules Verne, Viaje al centro de la Tierra, cap. 23) 

   La aparición del agua ha sido providencial, pero choca que haya sido tan tardía. Lo normal en una cueva es que la presencia del agua sea constante y abundante, en forma de goteras, coladas, charcos, ríos y hasta lagos, y lo inhabitual precisamente es encontrar galerías secas. Podría esto ser achacable al componente de lavas del suelo volcánico que han pisado hasta ahora los viajeros, pero lo cierto es que Julio Verne no menciona en su novela al agua como elemento esencial del proceso de creación de las cavernas por disolución de su manto de calizas, o por la abrasión producida por derrubios arrastrados por la fuerza de las corrientes fluviales. Sea como fuere, el hecho es que, en la realidad, es muy frecuente que para recorrer una cueva tengamos que ir siguiendo el curso de un arroyo subterráneo, que es un guía infalible para dirigirse hacia los niveles más profundos de la tierra, tal como hace el terceto del libro. 

   no se trataba más que de descender. 
   –¡Partamos! –dije, despertando con mi voz entusiasta los viejos ecos del Globo. (Cap. 24). 

   Mi tío maldecía de la horizontalidad del camino que ofendía en él al hombre de las verticales que era. (Cap. 24). 

   El viaje hacia el centro del Globo es, como la peregrinación al Averno, un viaje hacia abajo. Un descenso a lo inferior, que es como decir a lo infernal. De ahí que los tramos horizontales impacienten a Lidenbrock, y los verticales sean, por el contrario, bienvenidos con alborozo. 

   se abrió de repente a nuestros pies un pozo espantoso. Mi tío palmoteó de gozo al ver su profundidad y la inclinación de sus pendientes. 
   –Nos llevará lejos, y con facilidad, pues los salientes de las paredes forman una verdadera escalera. 
   Hans dispuso las cuerdas para evitar todo accidente. Comenzamos el descenso, que no me atreveré a calificar de peligroso, pues ya estaba yo familiarizado con ese género de ejercicio. (Cap. 24). 

   Axel está empezando a ser víctima de otro tipo de peligro que no es tan evidente en las cavernas: el exceso de confianza. Por muy familiarizado que uno se crea con los ejercicios de trepar y destrepar, los riesgos se agazapan en todos los rincones de la cueva, y es precisamente en los sitios más fáciles, los que nadie calificaría de peligrosos y por ello se baja la guardia, donde tienen lugar los percances más inesperados. Los resbalones, las caídas, las costaladas. 

   la galería, ora recta, ora sinuosa, tan caprichosa en sus pendientes como en sus revueltas, (...) nos conducía rápidamente a grandes profundidades. (Cap. 24). 

   Los tres viajeros están ya, según sus cálculos, fuera de Islandia y bajo el océano Atlántico, cuya inmensidad pende sobre sus cabezas. Todo el mundo conocido, las urbes, los continentes, el mar, está allí arriba, encima de ellos, pero separado de ellos por una inmensa masa rocosa que se supone infranqueable. 

   Nos habíamos acostumbrado ya a esta existencia de trogloditas. Yo no pensaba ya apenas en el sol, las estrellas, la luna, los árboles, las casas, las ciudades, en todas esas superfluidades terrestres de las que los sublunares han hecho una necesidad. En nuestra calidad de fósiles no echábamos de menos esas inútiles maravillas. (Cap. 25). 

   Parece como si Axel le estuviera cogiendo por fin gusto a la vida intraterrestre. El novicio evoluciona favorablemente hacia su autorrealización. Contrastemos su comentario con el siguiente, extraído de un informe del espeleólogo Juan Mary Feliú en el transcurso de una exploración pionera a la sima de San Martín, en 1965, dentro de la cual llevaban los expedicionarios varias semanas: "¿Comemos?, ¿almorzamos? Ya uno no sabe de horas, ni de días... comes cuando te apetece, duermes cuando hay sueño, en fin, una vida fantástica" (Varios autores. '20 años de Espeleología en Navarra', pág. 90). 

   El profesor consulta sus notas y estima la profundidad alcanzada en 16 leguas (casi 90 kilómetros). Ni las mayores simas hasta hoy descubiertas en el mundo, ni las más profundas prospecciones artificiales han llegado tan lejos. A partir de aquí todo son especulaciones. Pero esa corteza impenetrable es perforada por la mente de Verne, que pone a Lidenbrock por testigo de lo que hay más allá. 

   –¡Pero si éste es el límite extremo asignado por la ciencia al espesor de la corteza terrestre! 
   –No digo que no. 
   –Y aquí según la ley del aumento de la temperatura, debería hacer un calor de mil quinientos grados. 
   –Debería, muchacho. 
   –Con lo que este granito no podría mantenerse en estado sólido y debería estar en fusión. 
   –Como ves, no ocurre así, y los hechos, según su costumbre, vienen a desmentir las teorías. 
   (Jules Verne, Viaje al centro de la Tierra, cap. 25) 

   ¿A quién debemos creer? ¿A la ciencia y sus teorías especulativas del magma central, todavía hoy vigentes pese a la ausencia de pruebas y testigos, o a la intuición de Julio Verne, que supo imaginar tantos proyectos, tachados de fantasiosos por sus contemporáneos, que luego se convirtieron en realidad? 
   Axel aún se resiste a continuar el viaje, y aprovecha toda ocasión que se le presenta para argumentar la imposibilidad material de realizarlo, y lo conveniente de abandonar. 

   –Pues bien, dieciséis leguas son tan sólo la centésima parte del radio terrestre. Lo que quiere decir que, de continuar así, invertiremos en el descenso dos mil días, o sea, casi cinco años y medio. 
   El profesor no respondió. (Cap. 25). 

   El sobrino continúa haciendo números con las distancias y profundidades para deducir, por añadidura, que no van en la buena dirección. 

   –¡Al diablo tus cálculos! –replicó mi tío, en un movimiento de cólera–. ¡Al diablo tus hipótesis! ¿En qué se basan? ¿Quién te ha dicho que esta galería no vaya directamente a nuestro objetivo? Además, hay un precedente. Lo que yo estoy haciendo, otro lo ha hecho ya, y donde él triunfó, yo triunfaré a mi vez. (Cap. 25). 

   Aparte del supuesto aumento de la temperatura, hay otras dos cuestiones que debería plantearse todo el que se acerque al centro del planeta. La gravedad y la presión. Veamos qué dice el profesor al respecto. 

   la intensidad de la gravedad irá disminuyendo a medida que descendamos. Como sabes, es en la superficie donde más se deja sentir su acción, en tanto que en el centro de la Tierra los objetos no pesan nada. (Cap. 25). 

   Hay aquí un paralelismo curioso con otro viaje verniano, el 'De la Tierra a la Luna', escrito al año siguiente, donde los astronautas han de atravesar un área en que las atracciones gravitatorias de planeta y satélite se anulan mutuamente, y se pasan un tiempo flotando en gravedad-cero dentro de la cápsula lunar. Tal cual sucedería cien años después con los cosmonautas del programa Apolo. Julio Verne lo había previsto. 
   Pero, ¿qué puede suceder con la presión? En teoría, cuanto más se profundiza mayor es el número de atmósferas que los cuerpos deben soportar. El mismo aire se densificaría. 

   Pero dígame, ¿no acabará este aire adquiriendo la densidad del agua? 
   –Sin duda, bajo una presión de setecientas diez atmósferas. 
   –¿Y más abajo? 
   –Más abajo, la densidad será aún mayor. 
   –¿Cómo descenderemos entonces? 
   –Meteremos piedras en nuestros bolsillos. (Cap. 25). 

   No sabemos si es una simple boutade de Lidenbrock, o si está empezando a mostrar síntomas de 'embriaguez de las profundidades', pero la respuesta se las trae, y evidencia una vez más la pétrea determinación que empuja al profesor en pos de su objetivo, que no se arredra ni ante presuntos imposibles de la lógica o de la física. La verificación sólo puede venir de la mano de la exploración; ahora bien, lo de colocarse piedras para aumentar peso con el fin de sumergirse en aire líquido empieza a sonar más bien a espeleobuceo. Aunque este tema lo dejó Verne para tocarlo en '20.000 leguas de viaje submarino'. 

   Durante algunos días, una serie de rápidas pendientes, algunas de ellas espantosamente verticales, nos adentraron profundamente en el macizo interno. (Cap. 26). 
 
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Lección XII:  No perder nunca los nervios
 
   La travesía empieza a afectar mentalmente a los expedicionarios. Comienza la transformación psíquica del novicio. En el acercamiento a lo inefable, empiezan a sobrar las palabras y a imperar el silencio. 

   Su mutismo (el de Hans) aumentaba de día en día, y empezaba a contagiárnoslo. Los objetos exteriores ejercen una acción real sobre el cerebro. Quien se encierra entre cuatro paredes acaba por perder la facultad de asociar las ideas a las palabras. (Cap. 26). 

   Y el aspirante a la iniciación es sometido a una nueva prueba, quizá la más terrible. 

   El 7 de agosto, nuestro ininterrumpido descenso nos había llevado a una profundidad de treinta leguas, lo que quería decir que pendían sobre nosotros treinta leguas de rocas, de océano, de continentes y de ciudades. 
   (...) 
   De repente, al volverme, me di cuenta de que estaba solo. (Cap. 26). 

   Unas palabras sencillas, una frase aparentemente anodina, pero preñada de negros presagios. 
 
   Volví sobre mis pasos y anduve durante un cuarto de hora, sin ver a nadie. Llamé, sin obtener respuesta. Mi voz se perdía en medio de los cavernosos ecos que suscitaba (...). Continué subiendo durante media hora, siempre al acecho de una llamada que, en la densidad de esa atmósfera, podía provenir de lejos. Pero el silencio más ominoso reinaba en la inmensa galería. (Cap. 26). 

   Mi situación se resumía en una sola palabra: ¡Perdido! 
   Sí, perdido en una profundidad inconmensurable (...). Pues, ¿qué potencia humana podría devolverme a la superficie del Globo y separar aquellas inmensas bóvedas que pendían sobre mi cabeza? ¿Quién podría conducirme al camino de retorno para reunirme con mis compañeros? (Cap. 27). 

   Tras días de infructuosa búsqueda de sus compañeros, Axel ha de rendirse por fin a la evidencia: "Estaba enterrado vivo" (cap. 27). Nos hallamos ante la prueba de la pérdida en el laberinto. El mayor terror de quienes exploran cuevas. Y la causa ha sido el exceso de confianza. 
   Hasta ahora, los extravíos de los expedicionarios por callejones sin salida habían sido controlados. Esta vez la cosa va en serio. El mundo subterráneo es también el reino de los muertos. Perderse solo en esas inmensas profundidades equivale a una muerte segura. Pero lo peor no es la muerte. Es la larga agonía que espera al desdichado. Morirá solo, lejos de los suyos, lejos del mundo, en la más absoluta oscuridad, tras sufrir durante interminables días los tormentos del hambre y de la sed. Enterrado vivo. ¿Cabe mayor espanto? 
   La sombra de Edgar Allan Poe parece estar rondando otra vez por el relato. Poe, explorador de todos los terrores del subconsciente humano, recreó la obsesión y el pánico del hombre a ser sepultado vivo en su cuento 'El enterramiento prematuro'. Axel se verá abocado a padecer semejante infortunio. 
   También Fernando Savater tiene algo que decir sobre el tema: "En todo tiempo, lo que está abajo ha sido particularmente tentador: allí se encuentra el reino de los muertos, pero también los tesoros ocultos; (...) allí lo más profundo, lo más hondo, que por intuición verbal se nos antoja lo más estimable; allí yace todo lo podrido, pero también lo olvidado, lo temido, lo que debe ocultarse, es decir, ser enterrado; ahí nos esperan las tinieblas más opacas --muertos o vivos acabaremos yendo a ellas, bajar vivos nos previene para el descenso definitivo--, todo lo negado a la luz del día; (...) de lo inferior, de lo oscuro, de lo cerrado, de la tierra salimos un día; a ello volveremos cualquier noche." (F. Savater, 'La infancia recuperada', cap. III: 'El viaje hacia abajo'). 
   De la tierra venimos; bajo la tierra iremos, tarde o temprano. Más vale que nos vayamos acostumbrando a la idea. Pues, como dice Tom Waits, no somos sino muertos de vacaciones. Unas vacaciones efímeras como un relámpago entre dos noches eternas. Estábamos muertos antes de venir aquí, y lo seguiremos estando cuando partamos. Pero, mientras tanto, bajar vivos al reino de los muertos nos prepara y curte para ese último viaje. 

   Yo trataba de reconocer el camino por la forma del túnel, por los saledizos de las rocas, por la disposición de las anfractuosidades. (Cap. 27). 

   Difícil lo tiene Axel, intentar reconocer de vuelta la ruta por la que ha venido. En los laberintos del mundo cavernario, con su caprichosa conformación en mil sinuosidades y recovecos, sólo desvelados a medias por los limitados haces de las linternas, se da el fenómeno de que los paisajes se metamorfosean en otros según las perspectivas, y lo que se va viendo al avanzar es completamente diferente de lo que se ve al retroceder por una misma galería, como si hubiera habido un cambio de escenario. 
   De ahí que los despistes sean frecuentes, y si la cueva es de las grandes, puedan provocar el quedarse atrapados varios días en su interior, hasta que alguien acuda al rescate. Así les sucedió recientemente a ocho excursionistas en la sima de San Martín. Hasta a los más experimentados espeleólogos les puede ocurrir: "reemprendemos el camino (de retirada) seguido anteriormente, no sin haber alguna novedad, como es que al llegar a la sala Madeleine nos hemos encontrado en el centro de la misma y con terreno completamente desconocido, lo que nos obliga en parte a conocerla y a dar varias vueltas hasta dar con la salida de la misma, que es una ventana pequeña que conduce en plano muy fuerte a la Gran Barrera, y una vez allí por la galería de Navarra, que nos parece mucho mayor que a la ida, nos situamos en el caos de grandes bloques." (Varios autores. '20 años de Espeleología en Navarra', pág. 78). 

   Quise hablar en alta voz, pero mis labios resecos sólo dieron paso a roncos gemidos. Estaba jadeante. 
   En medio de mi terror, me sobrecogía el ánimo una nueva angustia. Mi lámpara se había estropeado al caer y no tenía posibilidad alguna de repararla. Su luz iba palideciendo, amenazándome con la oscuridad. Veía disminuir la intensidad luminosa en la serpentina del aparato. Una procesión de sombras movedizas se desplazaba por las oscuras paredes. No me atrevía ni a bajar los párpados, ante el terror de perder el menor átomo de aquella claridad fugitiva. A cada instante me parecía que iba a desvanecerme y me sentía cada vez más invadido por lo negro. 
   (Jules Verne, Viaje al centro de la Tierra, cap. 27) 

   Las luces portátiles son un elemento vital en los viajes dentro de la Tierra. Pero su autonomía suele ser limitada, y se ha de calcular que la provisión de piedras de carburo, baterías y pilas sea suficiente para el recorrido de ida y vuelta. Cuando la cueva es más larga y complicada de lo previsto, el cuevero se las suele ver y desear para prolongar el tiempo de iluminación. Se han dado casos de espeleólogos que han tenido que remontar centenares de metros de sima completamente a oscuras, por habérseles agotado las luces. 
   Pero Axel no va a tener tanta suerte, con su exigua y agonizante lámpara a punto de apagarse para siempre, y perdido en ignotos abismos a kilómetros de la superficie. La lenta extinción de la claridad prefigura la lenta agonía que le espera en aquellas regiones. El último resto de luz que le queda termina por apagarse definitivamente, como anunciando la muerte del propio Axel. Lo negro lo invade todo. 
   Axel se enfrenta a su última prueba, y la más dura. El momento crucial de la ceremonia y su punto de no-retorno: el paso a través de los umbrales de la muerte, rumbo al más allá. 

   Lancé un grito terrible. 
   Sobre la Tierra, aun en las noches más profundas, la luz no pierde nunca enteramente sus derechos. Por difusa y sutil que sea, por poco que de ella quede, la retina del ojo acaba por percibirla. Allí, nada. La total oscuridad hacía de mí un verdadero ciego. (Cap. 27). 

   Ciego como Homero. Ciego como Borges. Perdido en los abismos y sumido en las tinieblas más absolutas. No puede haber mayor desvalimiento para un ser humano. 
   Axel pierde la cabeza y se abandona a la desesperación. Echa a correr por la oscuridad, sin rumbo fijo, llamando a sus compañeros, gritando, aullando, golpeándose contra las rocas, cayendo y levantándose ensangrentado, bebiendo su propia sangre, esperando a cada momento romperse la cabeza contra un muro. 

   ¿Adónde me condujo aquella insensata carrera? Lo ignoraré siempre. Después de varias horas, agotadas, sin duda, mis fuerzas, caí al suelo como una masa inerte y perdí el conocimiento. (Cap. 27). 
 
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Lección XIII:  La muerte anda al acecho 
 
   La pérdida de conocimiento es el primer paso del rito de muerte-resurrección. El neófito deberá experimentar una muerte aparente para resucitar en otro estadio, dejando atrás la inmadurez y los valores caducos de su anterior vida, y despertando como un hombre nuevo. Lo explica muy bien Fernando Savater: "Se baja para surgir de nuevo otra vez, para renacer; este segundo natalicio nos proporciona fuerzas renovadas, una disposición vital impecable que el contacto con el infierno ha templado (...)"  (F. Savater, 'La infancia recuperada', cap. III: 'El viaje hacia abajo'). 

   De repente creí oir unas palabras vagas, inaprehensibles, lejanas. 
   (Jules Verne, Viaje al centro de la Tierra, cap. 28) 

   Axel, al despertar de su desvanecimiento, reconoce la voz de su tío, apenas audible, que llega desde lejos hasta donde él se encuentra perdido, transmitida a través de la masa rocosa por un fenómeno acústico. Por los lapsos que transcurren entre preguntas y respuestas, calculan el trecho que les separa: cuarenta segundos ida-vuelta, a la velocidad del sonido, equivalen a más de una legua de distancia, o sea, casi siete kilómetros. El profesor recomienda a su sobrino que se deje resbalar y caer hacia abajo, siempre hacia abajo, con el fin de intentar reencontrarse en el lugar donde se hallan Hans y él. 

   –Hasta la vista Axel: hasta pronto. 
   ... 
   Tales fueron las últimas palabras que oí. (...) Este asombroso efecto de acústica se explicaba fácilmente por las solas leyes físicas inherentes a la forma del corredor y a la conductibilidad de la roca. Muchos son los ejemplos de esta propagación del sonido no perceptible en los espacios intermedios. Recuerdo que se ha observado este fenómeno en muchos lugares, entre ellos en la galería interior de la cúpula de San Pablo, en Londres, y sobre todo en medio de esas curiosas cavernas de Sicilia, esas canteras de las cercanías de Siracusa, de las que la llamada Oreja de Dionisio es la más maravillosa en este género. (Cap. 28). 

   Se refiere Verne a las conocidas Latomie dil Paradiso, unas antiguas canteras de piedra en las afueras de Siracusa, en su primera mención a Sicilia en la novela. Estas canteras constituyen un fantástico complejo de cavidades artificiales, que no tendrían nada que envidiar a cualquier cueva natural, entre las cuales destaca la Oreja de Dionisio, una inmensa grieta serpenteante de gran altura y profundidad, cuya curiosa acústica interna produce efectos sorprendentes, captando hasta los menores ruidos y transmitiéndolos al exterior. Dice la leyenda que en esta cavidad se encerraba a los prisioneros atenienses, y que el tirano de Siracusa Dionisio el Viejo (ca 430 - 367 a C) se dedicaba a espiar, gracias a este efecto acústico, sus conversaciones más secretas. 

   La pendiente era bastante rápida, y me iba dejando resbalar por ella. 
   Pronto la velocidad de mi descenso aumentó tanto, tan espantosamente, que parecía una caída. No podía pararme. De repente, me faltó el terreno bajo los pies y caí rebotado sobre las asperezas de una galería casi vertical, de un verdadero pozo, hasta que mi cabeza golpeó una aguda roca, y perdí el conocimiento. (Cap. 28). 

   Esto le pasa a Axel por no llevar casco. Una vez más nos sentimos identificados con el joven, y el incidente de su caída nos retrotrae a uno parecido que experimentamos en nuestras carnes recientemente, en una cueva que en teoría no tenía nada de peligrosa. Estábamos en la zona superior de una colada estalagmítica, alta como una colina, iluminando los espeleotemas circundantes para hacerles una foto, cuando de pronto uno de nosotros tuvo un pequeño resbalón. Golpeó con su bota en los pies de otro, que perdió el equilibrio. Al intentar sujetarle el primero, se cayó a su vez, iniciando ambos un descenso vertiginoso patinando por la colada, agarrados entre sí, y sin poder parar. 
   Todavía un tercer miembro del grupo, que estaba un poco más abajo, intentó detener el despeñamiento de sus dos compañeros, con el resultado de que se vio a su vez arrastrado en la caída, en un efecto dominó. Resbalamos los tres por la pronunciada pendiente, sin podernos aferrar a ninguna roca, arañando con nuestras uñas el suelo de calcita en un intento desesperado de frenar la caída. "¡Agarraos, agarraos!", nos gritaba otro compañero. Por fin dos de nosotros conseguimos parar a un lado de la pendiente, no sabemos cómo, quedando nuestras piernas colgadas en el vacío, mientras el tercero se estampaba al otro lado contra el fondo pedregoso de una hondonada. Aunque algo contusionados, por fortuna salimos ilesos. Y al poco pudimos comprobar, con un escalofrío, que de haber seguido deslizándonos por la parte central de la colada, hubiéramos terminado por caer los tres en un pozo vertical de unos siete metros, con lo que el descalabro hubiera sido mayúsculo. Para habernos matado. 
   La presencia de la muerte es una constante en las cuevas. Más de una vez le hemos visto brillar la guadaña. Su negra silueta se cierne sobre nuestras cabezas, cual espada de Damocles, en los rincones más insospechados de la caverna. Puede enmascararse bajo los más diversos disfraces: una sima sin fondo, una inundación, una roca que se desprende... Véase un párrafo de '20 años de Espeleología en Navarra' que ilustra sobre ese constante peligro; los exploradores llevan varios días dentro de la sima de San Martín (en la campaña de prospecciones de 1960) y se disponen a descansar en uno de los campamentos subterráneos instalados: "(...) una vez que decidimos acostarnos hemos observado que sobre la tienda de campaña existe un bloque amenazador que nos parece que es imposible que pueda permanecer en equilibrio; existe gran polémica sobre si lo tiramos o no, y quitando la tienda de campaña optamos por pasarle una cuerda, para entre dos tirando por cada lado arrojarlo. Pero todo es inútil; la cuerda se parte y el bloque queda en su sitio. Únicamente rendidos por el sueño decidimos colocar de nuevo la tienda debajo del bloque, no sin que alguien comentara que la anterior actuación habría dado lugar a debilitar su posición... Son las diez de la noche, no tenemos más remedio que dormir cuatro en la tienda de tres y sin chistar, ya que hay que hacerlo de costado y sin moverse en toda la noche. Este lugar se le bautizó con el nombre de 'La Galera de Damocles'." 
   Y también este otro párrafo: "Por el lado francés la topografía ha continuado hacia la Sala La Verna, y después de una gran jornada han tenido que pernoctar en la sala Chevalier, y se ha tenido mucha suerte, ya que un gran bloque se ha desprendido sobre una tienda, que la ha cogido debajo en el momento en que no había nadie dentro." (Varios autores, '20 años de Espeleología en Navarra', pp 82-83). 
   De cuando en cuando, una lápida de mármol nos recuerda que en tal o cual cueva falleció en accidente determinado espeleólogo que nos había precedido años ha en su exploración. Lo cual nos da mucho que pensar. La sima de San Martín es en nuestra zona la que más vidas se ha cobrado, aunque no la única. Véase el extracto de un informe de 1960, referente a las investigaciones hidrológicas en la Sala de La Verna: "(...) llegamos al lugar donde se encuentra la lápida conmemorativa de la muerte del espeleólogo francés Loubens, donde una pequeña imagen de la Virgen presencia el lugar; aprovechamos para rezar y desde aquí nos metemos de lleno en el río" ('20 años de Espeleología en Navarra', p. 89). La inscripción de la estela dice: 'En esta sima vivió los últimos días de su valerosa vida Marcel Loubens. Murió al servicio de la ciencia el 12 de agosto de 1952'. Actualmente, contigua a ésta, se ha instalado otra lápida rememorando a un espeleólogo checo muerto en 1985, Jiri Kubalek. 
   Loubens murió al despeñarse por la sima Lepineux, de 320 metros de caída, tras romperse la cabria utilizada para el descenso. En el fondo de la sima se halla su mausoleo. Junto a la boca de entrada a este pozo, y también sobre la sima de la cueva de Basaura, se pueden ver sendas lápidas dedicadas a otro espeleólogo pionero, Félix Arcaute, fallecido en 1971, con el siguiente lema: 'Lo importante no es el eslabón, es la cadena'. Recogemos la crónica de su muerte, que no por estar redactada en un escueto estilo de informe resulta menos estremecedora: 

   "En el transcurso de una serie de exploraciones llevadas a cabo por el organismo internacional de la sima de San Martín –ARSIP– en 1971, (...) nuestro compañero Félix Arcaute ha encontrado la muerte producida por un fallo cardíaco en condiciones extremas de frío, humedad y cansancio, cuando se encontraba en la sima Lonné Peyret del complejo de la red hidrológica de San Martín. 
   La exploración compuesta por cuatro miembros, dos franceses y dos españoles, discurría con toda normalidad (...), encontrándose para superar la parte superior de una cascada con dificultades de frío, producido por el agua al caer sobre la escala aumentado por el esfuerzo de varios días de exploración (...). Se produce una fuerte lucha por salir del punto en que se encuentra prisionero, ayudado en parte por los compañeros en situación precaria por la caída de uno de ellos y la dificultad del que se encuentra en la parte superior por salir; el resultado del confusionismo es la permanencia bajo la cascada más tiempo del necesario, corriendo el riesgo del fallo cardíaco producido por agotamiento. 
   Inmediatamente cunde la alarma en la Asociación Internacional, interviniendo el conjunto de los cuerpos de rescate y salvamento de la organización por parte francesa y española. 
   En continuo esfuerzo durante cuatro días y sus correspondientes noches se turnan los equipos de salvamento, que tienen que recurrir a equipos especiales de dinamiteros para ir abriendo paso en sitios estrechos (...) 
   Es rescatado el cadáver, y después de todos los requisitos oficiales es pasado por la frontera española de Roncal a Pamplona y Tolosa, donde es enterrado." 
   (Varios autores. '20 años de Espeleología en Navarra', pág. 169) 

   Arcaute es nuestro Arne Saknussem. El pionero que nos precedió en las incursiones, y cuyo espíritu nos guía por las grutas. Vaya por delante la expresión de nuestra admiración sin límites hacia él y hacia todos los espeleólogos veteranos que han dedicado sus vidas a explorar y estudiar con titánico esfuerzo, poniendo en peligro su integridad física, los sistemas kársticos y los complejos hidrogeológicos de Navarra, en una labor de investigación escasamente reconocida y recompensada, pero que se nos antoja sobrehumana. 

   ¿Ha muerto Axel? Sólo aparentemente. Tras su segunda pérdida de conocimiento, cae en picado, envuelto en un amasijo de rocas que arrastra consigo, hasta una gigantesca sala subterránea donde se encuentran esperándole su tío y Hans. 
   A partir de aquí Axel renace en una nueva dimensión del mundo intraterrestre. Al abrir los ojos, lo primero que ve es el lejano resplandor de una extraña luz. Entra Julio Verne en la parte más inverosímil del relato, su último tercio. La narración abandona su sustento realista y se carga de elementos fantásticos que ponen a prueba la credulidad del lector. Nada sabemos de lo que hay a tales profundidades, nadie lo sabe, así que Verne tiene vía libre para transitarlas con su imaginación. Y en este insólito mundo puede suceder de todo. Que lo creamos o no, es lo de menos. Aquí lo real y lo imaginario se funden y se hacen indistinguibles. 
   No sabemos si Axel sueña o delira, pero a partir de su simbólica 'muerte-resurrección' la crónica del viaje toma los derroteros de la fantasía más desbordada. El joven, o el espíritu del joven, se encuentra en el más allá, en otro mundo que poco tiene que ver con el nuestro. 

   –¡Vive! ¡Vive! 
   (...) 
   –Hijo mío, ¡estás salvado! –dijo mi tío, estrechándome contra su pecho. Me conmovió vivamente el tono en que pronunció esas palabras, y más aún los cuidados de que las acompañaba. Había que llegar a esos extremos para provocar en el profesor tales efusiones. 
   (Jules Verne, Viaje al centro de la Tierra, cap. 29) 

   ¡por Dios!, no nos separemos más, pues arriesgaríamos no volver a vernos jamás. 
   'No nos separemos más'. ¿No había acabado, pues, el viaje? (Cap. 29). 

   No, el viaje no ha acabado. Todavía queda lo más importante: llegar al centro de la Tierra, que es la mitad del viaje, y subir de allí a la superficie. Un proyecto como éste no se puede dejar a medias, pase lo que pase, pese a quien pese. 
 
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Lección XIV:  ¿Es maravilloso? No, es natural 
 
   Mi aislamiento había durado cuatro largos días. 
   Al despertarme, al día siguiente, miré en torno mío. Mi cama, hecha con todas las mantas de viaje de que disponíamos, estaba instalada en una encantadora gruta ornada de magníficas estalagmitas, con un suelo de arena fina. Reinaba en ella una semioscuridad extraña. Ninguna antorcha, ninguna lámpara se hallaba encendida, y, sin embargo, una inexplicable claridad venía de fuera a través de una estrecha abertura de la gruta. Oía también un murmullo vago e indefinido, como el gemido de las olas que mueren suavemente en una playa, y, a veces, como los silbidos de la brisa. 
   (Jules Verne, 'Viaje al centro de la Tierra', cap. 29). 

   La luz proviene de una colosal sala, que alberga en su seno un mar subterrestre tan extenso como el Mediterráneo, cubierto de nubes permanentes, azotado por vientos y tormentas, e iluminado por una perpetua claridad, que no sabe de días ni de noches. "Era como una aurora boreal, un fenómeno cósmico continuo, lo que irradiaba sobre aquella caverna, capaz de contener un océano". "En vez de un firmamento refulgente de estrellas, era una bóveda de granito lo que había por encima de las nubes, una bóveda que me aplastaba con todo su peso" (cap. 30). Ni siquiera el profesor es capaz de hallar una interpretación científica a tan extraordinarios hechos. "No puedo explicarlo, porque es inexplicable. Pero cuando lo veas, comprenderás que la ciencia geológica no ha dicho aún su última palabra" (cap. 29). A partir de ahí,  profesor y discípulo empiezan a barajar diversas hipótesis para intentar respaldar con una teorización más o menos científica lo que están viendo sus ojos asombrados. 

   Axel: (Todo esto) me recordó la teoría de un capitán inglés que veía en la Tierra una inmensa esfera hueca, en cuyo interior el aire se hacía luminoso a causa de su presión, y por el que dos astros, Plutón y Proserpina, trazaban sus misteriosas órbitas. ¿Tendría razón? (Cap. 30). 

   Lidenbrock: El hecho admite una explicación geológica. En una determinada época, la Tierra no estaba formada más que por una corteza elástica, sometida, en virtud de las leyes de la atracción, a una serie de movimientos alternativos de dilatación y de contracción. Es muy probable que se produjeran hundimientos del suelo y que una parte de los terrenos sedimentarios fuera arrastrada al fondo de los abismos súbitamente abiertos. (Cap. 30). 

   Verne pone como ejemplo comparativo un caso existente en la realidad. El de la cueva del Mamut, en Estados Unidos, considerada hasta el momento como la más grande del mundo. 

   La inmensa caverna del Mammouth, en el Kentucky, es de proporciones gigantescas, puesto que su bóveda se eleva a quinientos pies por encima de un lago insondable, y que ha sido recorrida en más de diez leguas, sin llegar a su extremidad, por varios viajeros. Pero ¿qué son esas cavidades comparadas con la que yo admiraba entonces, con (...) un vasto mar encerrado en sus flancos? Mi imaginación se sentía impotente ante tal inmensidad. (Cap. 30). 

   –¡Es maravilloso! 
   –No. Es natural. (Cap. 31). 

   –La ciencia, hijo mío, está hecha de errores, pero de unos errores en los que es bueno haber incurrido, porque son ellos los que nos conducen poco a poco a la verdad. (Cap. 31). 

   ¿Tan inverosímil es imaginar bajo tierra una inmensa sala inundada por un mar? ¿Se trata de un mero producto de la imaginación de Axel (o de la de Verne)? Así nos lo parecía cuando leímos de chicos por primera vez la novela. Pero años más tarde, y tras haber visitado buen número de cuevas del mundo real, ya no lo tenemos tan claro. 
   "–Y ¿por qué no? ¿Hay alguna razón física que se oponga a ello?" (cap. 31). 
   De hecho hemos podido comprobar que el mundo subterráneo está lleno de caudalosos ríos y de lagunas y lagos interiores que, aunque no lleguen ni de lejos a la categoría de mar, pueden ser extensos, profundos e incluso navegables. 
   Navegar por un río subterráneo. Remar en un lago intraterrestre. Suena a novela de aventuras, a escena de ensueño, y así nos lo parecía antaño, pero ¿quién podría imaginar que llegaría un día en que lo hiciéramos de verdad con unas barcas hinchables y un par de remos? Y así ha sido. Y sentimos al hacerlo como si estuviéramos viviendo ese sueño. 

   –(...) descansa hoy todo el día, y mañana nos embarcaremos. 
   –¿Embarcaremos? 
   Esta palabra me hizo saltar de la cama. (Cap. 29). 

   Pero dígame, tío, cuáles son sus proyectos. ¿No piensa volver a la superficie del Globo? 
   –¿Volver? ¡Vamos, vamos! Muy al contrario: continuar nuestro viaje (cap. 31). 

   En cuanto a la inmensa sala que alberga bajo su bóveda monolítica todo un océano, ¿tan imposible es la idea? Ya no estamos tan seguros, desde que hemos tenido el privilegio de poder contemplar una gran sala cavernaria de proporciones tan descomunales que nos parece un enclave totalmente irreal. Hablamos de la célebre Sala de La Verna, una de las más grandes del mundo, que se oculta dentro del complejo de ríos subterráneos de la Sima de San Martín, en el macizo de Larra (Navarra-Zuberoa), en la frontera entre Francia y España. 
   Mucho habíamos oído hablar de la grandeza de esta legendaria sala. Se contaba que en ella cabría entera la catedral de Burgos. Pero siempre la habíamos supuesto de acceso imposible para nuestro nivel, dado que para entrar en ella había que descender en vertical una pavorosa sima de 320 metros de profundidad (la sima Lepineux, donde murió Loubens). Su visita la teníamos relegada al cajón de los sueños imposibles, cuando para nuestra sorpresa nos enteramos de que existe otra entrada secreta para acceder al recinto. Un túnel horizontal, horadado por la Compañía de Electricidad de Francia con el fin de construir en la sala una presa para el aprovechamiento hidroeléctrico de las cascadas que caen en su interior. Una puerta trasera. Ábrete, sésamo. Nuestro sueño, hecho realidad. El acceso del público por este túnel está de habitual prohibido, a causa del gran número de excursionistas que se pierden en el laberinto de la red de San Martín (lo que obliga a organizar continuos rescates desde el pueblo más cercano), pero se conceden permisos de entrada a los clubes de espeleología. 
   ¿La catedral de Burgos, decían? Con su bóveda a 150 metros de altura en su parte central, en la sala de la Verna cabría de hecho entera la basílica de San Pedro, que es la iglesia más grande del mundo, y, puestos a comparar, hasta la gran pirámide de Keops, el más grandioso monumento de la antigüedad, con sus ciento cuarenta y pico metros de alto, entraría con holgura en la sala sin tocar el techo. 
   "Copiamos de Juan San Martín, su presencia por primera vez en la sala de La Verna, que dice es poseedora de una interesante geomorfología; la erosión mecánica de las aguas, al perforar las capas de pizarras, fue socavando el antiguo lecho para producir extraordinarios procesos litoclásticos que ocasionaron las enormes proporciones de la misma, pues tiene nada menos de 250 x 200 x 150 metros en su parte central. De planta ovalar y techo en cúpula, con arqueado perfecto, porque la naturaleza, que sabe de las leyes físicas, ha ido eliminando las partes excedentes para buscar las flechas perfectas del arco, debido a las presiones que le somete la masa montañosa." ('20 años de Espeleología en Navarra', pp 84-85). 
   Contrástese este párrafo con el siguiente, del libro de Verne: 

   la bóveda es sólida. El gran arquitecto del universo la ha construido con buenos materiales. Nunca el hombre hubiera podido darles tal dimensión. Pues ¿qué son los arcos de los puentes y catedrales comparados con esta nave de tres leguas de radio, (...)? 
   (Jules Verne, Viaje al centro de la Tierra, cap. 31) 

   Cambian las medidas, pero la descripción sería perfectamente aplicable a la Sala de la Verna, una de las maravillas naturales de nuestro planeta, que deja boquiabiertos hasta a los más versados espeleólogos que se acercan a visitarla desde todo el mundo. "Hemos penetrado de nuevo (...), de paso acompañamos a nuestras invitadas para que vean la sala de La Verna, quedando asombradas de sus dimensiones" ('20 años de Espeleología en Navarra', pág. 91). 
   En lo más alto de una de las paredes de la cavidad se abre una galería desde la que se precipita al fondo de la sala el río San Martín, creando una magnífica cascada de 80 metros de desnivel que se abre paso entre el caos rocoso dividiéndose en numerosas colas de caballo (ver foto), para terminar por perderse en un sumidero rodeado de una extensa playa de guijarros. Se trata de una de las mayores cascadas subterráneas del mundo. 

   Echamos a andar por la playa. A la izquierda, unos enormes peñascos, amontonados unos sobre otros, formaban una prodigiosa construcción titánica. Sobre sus flancos corrían innumerables cascadas límpidas y resonantes. 
   (Jules Verne, Viaje al centro de la Tierra, cap. 30) 

   Los primeros espeleólogos que descubrieron la sala de La Verna en los años 50, en la que desembocaron siguiendo la corriente del río San Martín, cuentan que al emerger del interminable túnel y acceder a la sala, por la que el caudal se precipitaba en una estruendosa catarata, creían que la cueva se había acabado y habían salido al aire libre durante una noche muy oscura. Cuál no sería su sorpresa al descubrir que de noche nada, que continuaban en la oscuridad de la cueva, y que aún les quedarían kilómetros de galerías por explorar. 
   Medio siglo después las exploraciones siguen su curso, habiendo alcanzado más de 50 kilómetros de longitud y más de 1.400 metros de profundidad, pasando los túneles por debajo del pueblo de Sainte-Engrace, y continuando hasta no se sabe dónde, pues la exploración aún no se ha acabado. Hay más: en el transcurso de las perforaciones del túnel artificial de acceso a la sala por parte de la compañía eléctrica francesa, se pinchó por puro azar otra red de galerías (el sistema de Arphidia) que, según se pudo comprobar, no tenía ninguna boca de entrada desde el exterior. Un complejo cavernario absolutamente oculto bajo la corteza terrestre, sin entradas ni salidas, cerrado en sí mismo, que nos hace especular sobre cuántos otros similares habrá en nuestro planeta todavía por descubrir. 
   Nada nos impide fantasear con que el terceto protagonista de 'Viaje...' hubiera podido perfectamente pasar por estos túneles y esta sala en su camino al centro del Globo. Las descripciones parecen coincidir: "La gruta formaba una vasta sala. Nuestro fiel arroyo corría por su suelo granítico" (cap. 25). Las coordenadas de su trayectoria, también: "Hemos pasado debajo de Inglaterra, del Canal de la Mancha, de Francia, de toda Europa quizá" (cap. 35). Sabemos que Verne no había oído hablar de la sala de La Verna, puesto que faltaba aún un siglo para ser descubierta, pero da la sensación de que en esto, una vez más, se había anticipado a la realidad, y de que hubiera tomado estos parajes como modelo para sus descripciones. Recientemente se ha organizado una expedición, apoyada por el ejército francés, a la sala de La Verna, en cuyo interior se han hecho volar tres globos aerostáticos tripulados, a fin de iluminar el recinto en toda su inmensidad. ¿Quién sino una mente como la de Julio Verne hubiera podido imaginarlo? ¡Se puede volar dentro de la Tierra! De nuevo parece estar planeando por estos lugares el espíritu del autor de 'Cinco semanas en globo'. Podría muy bien la sala de La Verna ser rebautizada como la 'sala del Verne'. 
 
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Lección XV:  El pasado sólo está enterrado
 
   Al recorrer las orillas del océano subterráneo, Lidenbrock y Axel van descubriendo cosas pertenecientes a eras geológicas remotas, anteriores a la actual. El pasado no está perdido, sólo está enterrado, y cuanto más adentro se interna uno en la tierra, más antiguos son los estratos por los que pasa, al igual que nuestro cerebro 'reptiliano' se esconde en las capas más profundas de nuestra masa cerebral. Allí ven "helechos arborescentes tan grandes como los pinos de las altas latitudes" y "plantas monstruosas" (cap. 30). No está de más señalar que este tipo de plantas no son un mero producto de la fértil imaginación de Verne, sino que todavía existen en realidad en sitios de la Tierra adonde no llegaron las últimas glaciaciones, tal que Chiapas o algunas islas de Indonesia. Helechos altos como árboles, ejemplares supervivientes de la era de los dinosaurios, que se dirían como preservados en un invernadero a través de los milenios. 

   –Bien dices, muchacho, al llamar a esto un invernadero, pero mejor dirías aún si también lo llamaras un zoo. 
   –¿Un zoo? 
   –Sí, sin duda. Mira este polvo que vamos pisando, esos huesos diseminados por el suelo. 
   –¡Son osamentas! ¡Sí! Son osamentas de animales antediluvianos. (Cap. 30). 

   Una vez más el texto nos evoca parajes que existen en la vida real. El año 1989 se descubrió en la sierra de Aralar la cueva de Amutxate por el grupo espeleológico Satorrak, que tras una ardua exploración de seis años logró llegar a una gran sala cuyo suelo estaba literalmente tapizado por osamentas de animales extinguidos de la era cuaternaria, sobre todo de osos de las cavernas. En las fotografías tomadas antes de proceder a la excavación del lugar (dirigida por el eminente paleontólogo Trinidad Torres, uno de los pioneros de Atapuerca) pueden contemplarse enormes cráneos de ursus speleus diseminados por toda la caverna, que podrían servir de ilustraciones para este pasaje de la novela de Verne. 

   –Pero si vivieron aquí animales antediluvianos, ¿quién podría decir que no ande todavía alguno de aquellos monstruos por esos bosques sombríos o tras esas escarpadas rocas? (Cap. 30). 

   Los tres viajeros descubren extensiones de terreno pobladas de abetos y cedros antediluvianos, y para remate un bosque de hongos gigantes, cual si estuvieran en el País de las Maravillas de Alicia. Construyen una balsa usando troncos de coníferas mineralizadas, que por no haber sufrido más que un comienzo de fosilización, todavía pueden flotar en el agua, para asombro de Axel. 

   –¿Convencido? 
   –Convencido de que es increíble. (Cap. 31). 

   Y emprenden en balsa la navegación por el océano subterráneo, con el fin de llegar a la orilla opuesta para, ya en tierra firme, retomar la dirección por alguna galería que se hunda rumbo al centro del Globo. Ahí tenemos a maestro y novicio atravesando la laguna Estigia en la barca de Caronte, como hizo Eneas. Durante la travesía Hans aprovecha para echar un anzuelo, y para sorpresa de todos pesca un extraño pez parecido a un esturión. 

   Este pez pertenece a una familia extinguida desde hace siglos y de la que únicamente se hallan sus huellas fósiles (cap. 32). 

   Peces prehistóricos vivos. ¿Estamos ante otra fantasía de Julio Verne? Ya no se puede afirmar tal, desde que la prensa mundial anunció hace unos años el redescubrimiento de un ejemplar vivo de 'celacanto', un pez prehistórico que se creía extinto, y del que sólo se conocían vestigios fósiles. Una vez más el futuro ha dado la razón al escritor francés. 

   este pez ofrece una particularidad que, se dice, se encuentra en los peces de las aguas subterráneas. 
   –¿Qué particularidad es ésa? 
   –Es ciego. 
   –¡Ciego! 
   –Y no sólo ciego sino que carece por completo del órgano de la vista. (Cap. 32). 

   Se nota que Julio Verne se había documentado también en esta cuestión. Muchos de los ríos y lagos del mundo subterráneo albergan, efectivamente, entre sus distintos tipos de fauna troglobia, raros ejemplares de pequeños peces a los que la naturaleza no ha dotado de órganos de visión, que en esas tinieblas absolutas serían superfluos. Son especies a veces endémicas, animales sólo existentes en las cuevas de una determinada zona, únicos en el mundo, y distintos de una caverna a otra. Como ocurre con la fauna marina de las fosas abisales, están poco estudiados a causa de las dificultades inherentes al acceso, y cada cierto tiempo se habla del descubrimiento de especies nuevas. 
   Los pescados prehistóricos les sirven a los viajeros para renovar sus provisiones y, de paso, variar algo la dieta, que buena falta les hacía. "Entre galletas, carne salada, ginebra y pescado seco, teníamos para cuatro meses" (cap. 36). 
 
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Lección XVI:  El sueño de la razón engendra monstruos
 
   Tras las lecciones de geología y mineralogía impartidas hasta aquí, Verne se mete en los terrenos de la paleontología, para seguir desplegando su didactismo enciclopédico en temas como la fauna y flora de eras geológicas pasadas, los fósiles, las osamentas, las especies extinguidas de animales antediluvianos. El escritor estaba al día de los últimos descubrimientos en esta materia, y de las controversias que tenían lugar entre los científicos seguidores de unas u otras interpretaciones. 

   la imaginación me lleva por las maravillosas hipótesis de la paleontología. Sueño despierto. (Cap. 32). 
 
   A estas alturas, tanto a Axel como a nosotros empieza a costarnos distinguir qué es real y qué imaginario, qué lo verosímil y qué lo inverosímil en la crónica del viaje. Sea por la 'borrachera de las profundidades', por el agotamiento tras las arduas pruebas pasadas, por el golpazo que se ha dado en el cráneo, o por haber ingerido esturión del terciario, el joven se halla en un estado alterado de conciencia y empieza a tener alucinaciones. Dormido, despierto o en trance visionario, Axel tiene un sueño cósmico, que le remonta a épocas primigenias donde ve mamíferos y saurios gigantes, el mastodonte, el megaterio, "el pterodáctilo, de manos aladas, se desliza como un enorme murciélago por el aire..." 

   Todo este mundo fósil renace en mi imaginación y me retrotrae a las épocas bíblicas de la creación, mucho antes del nacimiento del hombre, cuando la Tierra incompleta no podía bastarle aún. (...) 
   No hay ya estaciones, ni climas. (...) ¡Los siglos pasan como días! (...) ¡Qué sueño! ¿A dónde me lleva? (...) Me he olvidado de todo, del profesor, del guía y de la balsa, en la alucinación que se ha apoderado de mi espíritu. 

   –¿Estás enfermo? 
   –No; sólo una alucinación momentánea. (Cap. 32). 

   ¿Ha recuperado realmente Axel la conciencia de sí mismo? ¿Ha sido sólo momentáneo el delirio? No lo sabríamos decir, a raíz de lo que queda por ver. Lo cierto es que el muchacho empieza a disfrutar conscientemente de las maravillas que está teniendo el privilegio de contemplar en ruta, mientras que al profesor empieza a sucederle lo contrario. La impaciencia y la obstinación por lograr el objetivo le empañan los sentidos. 

   no podemos lamentar haber venido hasta aquí. Es magnífico este espectáculo y... 
   –No se trata de ver nada. Yo me he asignado un objetivo y quiero alcanzarlo. Así que no me hables de admirar nada. (Cap. 33). 

   Una actitud que a decir verdad no parece nada propia de un científico. Es la misma actitud que adoptaba Phileas Fogg, cuya fijación por ganar una apuesta le llevó a invertir su propia fortuna en dar la vuelta al mundo sin mostrar el menor interés ni apego por los países que iba atravesando. Lo perdido por lo ganado, aunque al menos consigue traerse del viaje una bella esposa. 
   En cuanto a Axel, se le podría aplicar aquí el cuento de Monterroso, que con sus siete palabras resume perfectamente la situación: "Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí". 

   –¡Una ballena! ¡Una ballena! –grita el profesor–. Veo sus enormes aletas. ¡Y mirad cómo echa aire y agua! 
   En efecto, dos columnas líquidas se elevan a una considerable altura por encima del mar. 
   (Jules Verne, Viaje al centro de la Tierra, cap. 33) 

   Lo que el capitán Ahab, perdón, el profesor Lidenbrock ha visto no es una ballena sino un ictiosaurio de dimensiones sobrenaturales. Tiene el hocico de una marsopa, la cabeza de un lagarto y los dientes de un cocodrilo. Cuando les va a atacar, se acerca ocasionalmente otro monstruo, un plesiosaurio provisto de un caparazón como de tortuga gigante, que se enzarza en una feroz lucha con el bicho enemigo, permitiendo a los balseros escapar en medio de la trifulca. 

   Los saurios actuales, aun los más grandes y temibles caimanes y cocodrilos, no son más que débiles miniaturas de sus padres de las primeras edades del mundo. (Cap. 33). 

   Olvida el autor mencionar el dragón de Komodo, un lagarto varánido gigante superviviente de la era de los dinosaurios, que aún vive hoy en Komodo y otras pequeñas islas cercanas del archipiélago de la Sonda, en Indonesia. Puede llegar a los tres metros de largo, pesar hasta 135 kilos y vivir más de cien años. Estos saurios se alimentan de carroñas de cabras y otros animales, pueden llegar a canibalizarse entre sí, y a veces atacan a los humanos, siendo extremadamente peligrosos, al ser capaces de correr a gran velocidad e incluso de trepar a árboles. Las heridas producidas por sus dientes o garras provocan infecciones en sus presas. Podrían estos dragones ser dignos rivales de los velocirraptors de 'Parque Jurásico', sólo que en este caso los monstruos no son virtuales, sino muy reales. 
   Tampoco menciona Verne las iguanas y los lagartos iguánidos, bestias más pacíficas pero de aspecto más temible aún, con sus arrugas escamosas, sus erizadas crestas y su aspecto de punkies del terciario (bien lo supo ver Ray Harryhausen, que los contrató para sus efectos especiales en el film). 
   Sueño, alucinación o realidad, los dinosaurios han hecho su aparición. Estaban allí. Enterrados en el subsuelo. Pero enterrados vivos. 
   No podemos evitar que nos vengan a la memoria las aventuras de otro expedicionario de la estirpe de Lidenbrock: el impetuoso profesor Challenger, que después de Sherlock Holmes es el personaje más logrado de la literatura de Arthur Conan Doyle. También Challenger descubre en 'El mundo perdido', en una alta meseta de las selvas meridionales de Venezuela, un reducto aislado en el espacio, suspendido en el tiempo, ajeno al transcurrir de las eras geológicas, donde las especies antediluvianas no se habían extinguido. El dinosaurio estaba allí. 
   Pero no hay que remontarse a mundos perdidos para detectar la presencia de los dinosaurios. Cerca de nosotros abundan sus huellas. ¿Quién no se estremece al ver, por ejemplo, las enormes improntas petrificadas de pies tridáctilos de distintas especies de dinosaurios que se hallan por doquier en los campos de La Rioja Baja, o de las Tierras Altas de Soria, donde hasta se puede seguir la trayectoria de sus zancadas en largos tramos de pisadas? El dinosaurio estaba allí (ver exposición en fotoAleph). ¿Pero está extinguido del todo? 
   Hablar de fauna del terciario viviendo bajo tierra parece cosa de ficción, fantasías vernianas, pero el asunto no se puede zanjar tan fácil. Hay un hecho. El mundo subterráneo no está ni muerto ni desierto. Al contrario, está plagado de animales muy poco conocidos, y muchos aún por conocer. Ya en 1689 Valvasor había descubierto el proteo (proteus anguinus) en las grutas de Carniole, una especie de salamandra ciega que tiene la proteica capacidad de cambiar de color para mimetizarse según los diferentes entornos, pudiendo hasta hacerse transparente. Hace no tanto se han detectado en la ya mentada Sima de San Martín ejemplares de coleópteros autóctonos procedentes de la era terciaria, es decir, coetáneos de los tiranosaurios y diplodocos, auténticos fósiles vivientes que están esperando una investigación a fondo. Además de los consabidos murciélagos, en lo profundo de las cuevas viven escarabajos, arácnidos, bacterias, larvas, mosquitos, colémbolos, peces, reptiles... ¿Qué más hay ahí dentro? 

   Durante su travesía en balsa, los navegantes empiezan a oír un ruido lejano. Axel cree hallarse en presencia de otro monstruo, que en el horizonte va tomando la forma de una descomunal ballena que parece lanzar un chorro de vapor por su lomo. 

    El mugido parece provenir de una cascada lejana (...) el monstruo debe ser de un tamaño sobrenatural (...). Me sobrecoge el terror. ¡No quiero ir más lejos! (Cap. 34). 

   Nueva alucinación. La ballena es en realidad una isla, y el chorro, un geyser de aguas calientes. El clásico tema de la isla que se convierte en ballena –ej: las aventuras de Simbad el Marino– se invierte aquí con una ballena que se transforma en isla. 
   El surtidor de aguas termales parece dar la razón a Axel en el tema del calor central del Globo. 

   El agua sale, pues, de un foco ardiente, en singular contradicción con las teorías del profesor Lidenbrock. No me puedo impedir hacérselo notar. 
   –Y ¿qué es lo que eso prueba contra mi doctrina? 
   –Nada –le respondo, en un tono seco, al ver que tengo que hacer frente a una testarudez absoluta. (Cap. 34). 

   A lo que Axel llama testarudez absoluta podría muy bien llamársele tenacidad. La tenacidad que a él mismo le falta. Sin la perseverancia de Lidenbrock, sostenida contra viento y marea, hace tiempo que hubieran abandonado el viaje. Sin ese empeño sobrehumano sería imposible llegar a la meta. 'Viaje al centro de la Tierra' es la epopeya de la voluntad y el esfuerzo del hombre por alcanzar su destino último. 
 
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Lección XVII:  La aventura va en el lote
 
   Finalmente, en medio del océano subterráneo, se desencadena una terrible tempestad. Rayos, truenos, centellas, huracanes, fuegos de San Telmo. Las olas zarandean la frágil barquichuela en medio del vendaval. Un disco de fuego imantado vuela sobre la balsa y les trastorna todos los aparatos. 

   –Sería prudente arriar la vela y desarbolar la balsa –digo. 
   –¡No, maldita sea, cien veces no! –grita mi tío–. Que nos lleve el viento, que nos empuje la tempestad, con tal que vea yo al fin las rocas de la orilla, aun cuando la barca se rompa en mil pedazos. 
  
   Hans no se mueve. Sus largos cabellos desordenados por el viento le dan una extraña fisonomía, al erizarse sus puntas de haces luminosos. La espantosa máscara en que así se transforma su rostro hace de él un hombre antediluviano, contemporáneo de los ictiosaurios y los megaterios. (Cap. 35). 

   Hans asume en este pasaje el rol del tenebroso barquero Caronte, el espectro que trasladaba las almas de los difuntos a través de la laguna Estigia hacia el otro mundo. Así lo retrata la Eneida: 
   "Guarda aquellas aguas y aquellos ríos el horrible barquero Caronte, cuya suciedad espanta; sobre el pecho le cae desaliñada luenga barba blanca, de sus ojos brotan llamas; una sórdida capa cuelga de sus hombros, prendida con un nudo: él mismo maneja su negra barca con un garfio, dispone las velas y transporta en ella a los muertos;" (Virgilio, 'Eneida', canto VI) 

   Más muertos que vivos, los viajeros llegan por fin a la otra orilla del océano y desembarcan bruscamente, estrellándose contra los escollos de la costa. 
   A quien le parezcan exageradas las peripecias y desventuras que han sufrido los personajes de Verne en este tempestuoso tramo del viaje, le diremos que la acción de la novela no tiene aquí nada que envidiar a las verdaderas aventuras que corren los verdaderos espeleólogos en la vida real, como podremos comprobar examinando este resumen de las exploraciones realizadas en 1966 por Noel Lichau, Jacques Soteraux, Rubén Gómez, Félix Arcaute, Juan Mary Feliú e Isaac Santesteban en la Sima de San Martín: 

   "La exploración tomó un carácter extraordinario, debido a que estando en el río (...) empezó a crecer de una manera alarmante y que nos dio lugar a tener que replegar rápidamente y con orden, en una lucha continua contra la fuerza del río, que los obligó a tener que ir encordados y hacer rappels horizontales para no ser arrastrados por la fuerza de las aguas. Una vez en el comedor, cornisa situada a 27 metros sobre el río, tuvimos que permanecer durante tres días; las aguas habían cerrado el regreso por el Tubo del Viento, que estaba sifonado (...). Cada 6 u 8 horas teníamos que descender al embarcadero para mirar el nivel del agua (...) dándose el caso de que los botes dejados a tres metros sobre el río fueron arrastrados. 
   Como habíamos tenido la mala ocurrencia de atacar con el mismo sistema del año anterior, tuvimos que cambiar de táctica, eliminar los petos y emplear los trajes de Hombre Rana, para lo cual al tercer día, y como hubiera bajado el nivel de las aguas, Noel y Rubén, que llevaban trajes de goma, intentaron salir hacia La Verna a por material estanco, para hacer un nuevo ataque si el río bajaba; no podíamos permanecer cruzados de brazos y consumiendo víveres. Efectivamente, lo consiguieron, y traían varios conjuntos de goma que nos iban a servir formidablemente. 
   Después de descansar bien, atacamos de nuevo con menos agua que la vez anterior; no existe la lucha contra la corriente, y gracias a que ahora llevan trajes de goma los botes son tirados por los que andan y nadan por el río... (Desde el exterior) han informado que el Soun de Leche había aparecido blanco y, por tanto, la licuación de nieve había sido masiva, notándolo inmediatamente abajo. 
   El único que progreso sin equipo de goma soy yo (Isaac Santesteban) y lo sentiría más tarde; avanzo más lentamente que mis compañeros, que penetran con facilidad en el río y nadan constantemente, cosa que no puedo hacer ya que tengo que cuidar de la posición vertical para preservarme de la entrada de agua, y llevo una vara que, con una marca, me sirve de referencia hasta donde me puedo introducir. 
   (...) tenemos una discusión Arcaute y yo sobre la manera de continuar; total que Félix entra demasiado brusco al bote y yo, que me hallo con el peto, voy al río de cabeza en agua profunda. El descenso lo hago bien, pero al ponerme de pie se me llena el peto de agua y tienen que ayudarme para salir; tengo que arrastrarme para poder con el agua que se ha metido en mi cuerpo y noto que me corta la carne; me pongo de cabeza en un rincón hasta que sale el agua del peto, y con una navaja, ya que no puedo salir de otra manera, lo quitamos de encima, al mismo tiempo que no paro de decir improperios a Félix, que me ayuda presto a solucionar el problema; el momento es de apuro, las aguas llevan bastante rato creciendo, y no sabemos si nuestros compañeros están delante o les ha tragado el río. Por otro lado, yo no sé si podré continuar en estas condiciones, no tengo posibilidad de desplazamiento con estos músculos atenazados por el frío. Me desnudo del todo y elimino toda el agua que puedo de la ropa, notando como si me pusieran un abrigo al encontrarme en traje de Adán; nuevamente el suplicio de colocarme la ropa, y lucha durante 13 horas para no helarme, y gracias a que Noel tenía una chaqueta de Hombre Rana, que me la pongo. 
   Por fin aparecieron Juan Mary y Noel, que no podían regresar sin ayuda del uno sobre el otro por la fuerza del agua... Las vueltas de botes neumáticos son constantes, hemos pinchado en numerosas ocasiones, no nos atrevemos a tomar bocado, y únicamente con café bien azucarado nos mantenemos, y gracias a veces al peso que metemos en las mochilas, podemos tocar el suelo de estas aguas furiosas, con un estruendo que no nos deja oír más allá de un metro; menos mal que la cadena va funcionando bien, y elemento que penetra en el agua lo hace debidamente encordado y por los sitios que creemos tiene menos fuerza el río. Es un recorrido de más de 2 kilómetros en continuos rappels de 50 metros a lo sumo; en numerosas ocasiones nos tenemos que situar en cornisas para restablecer la circulación sanguínea en nuestras piernas; hay momentos que al desembarcar nos cuesta el mantener el peso del cuerpo sobre nuestras rodillas... embrutecidos por el cansancio, y después de una segunda lucha con el río de más de 26 horas, caemos rendidos en nuestros sacos de dormir, donde permanecemos durante más de 20 horas seguidas de sueño (en el caso mío fueron 22 exactamente)." 
   (Varios autores, '20 años de Espeleología en Navarra', pp 105-106) 

   Como se puede ver, en todo viaje dentro de la Tierra la aventura va incluida en el paquete. La principal diferencia es que en este caso no hay ficción de por medio, que lo que aquí se cuenta es real, demasiado real. 

   Pero volvamos a la novela. Axel se abandona a melancólicas reflexiones y siente nostalgia de la superficie, donde se halla esperándole su amada Grauben. 

   debíamos haber pasado por debajo de Alemania, bajo mi querida Hamburgo, bajo esa calle en la que se hallaba todo lo que yo más quería en el mundo. De todo eso me habrían separado tan sólo cuarenta leguas. Pero ¡cuarenta leguas verticales, de un muro de granito, que suponían, en realidad, más de mil leguas a franquear! 
   (Jules Verne, Viaje al centro de la Tierra, cap. 36) 

   Hemos llegado. 
   –¿Al término de nuestro viaje? 
   –No; pero sí al término de este mar, que parecía no tener fin. Y ahora vamos a reemprender el camino terrestre y a hundirnos verdaderamente en las entrañas del Globo. 
   –Tío, permítame hacerle una pregunta. 
   –Permitido, Axel. 
   –¿Y el retorno? 
   –¡El retorno! ¿Cómo piensas en volver cuando aún no hemos llegado? (Cap. 36). 

   Entre los restos del naufragio recuperan los víveres, las herramientas y los distintos aparatos de medición. El profesor hace partícipe a su sobrino de una intuición que le ronda por la cabeza: 

   –Creo que no saldremos por donde hemos entrado. 
   Miré al profesor con cierta desconfianza. Me pregunté si se habría vuelto loco. (Cap. 36). 

   Consulta Lidenbrock su brújula y se lleva la desagradable sorpresa de que la aguja apunta al norte donde ellos suponían que estaba el sur. La tempestad les ha arrastrado y devuelto a algún punto de la orilla septentrional del mar. La brújula se ha vuelto loca (la última que faltaba), a causa del disco volante de fuego que les ha imantado todos los aparatos, aunque esto no lo sabrán hasta el final de la novela. La desorientación ha sido total. Otra vez perdidos. Otra vez a empezar de cero. 

   –¡Ah! La fatalidad juega así conmigo. ¡Los elementos conspiran contra mí! El aire, el fuego y el agua combinan sus esfuerzos para oponerse a mi paso. ¡Pues bien: ya se verá lo que puede mi voluntad! ¡No cederé, no retrocederé un paso, y veremos quién podrá más, si el hombre o la naturaleza! (Cap. 37). 

   El profesor manda a Hans a reparar la balsa. Axel cree oportuno intervenir para refrenar "ese ardor insensato", y despliega una retahila de razonamientos en contra de la continuación del viaje. 

   –Escúcheme –le dije con tono firme–. Hay un límite a la ambición humana. No se puede luchar con lo imposible. Estamos mal pertrechados para una travesía (...). 
   Que durante diez minutos pudiera desarrollar sin ser interrumpido estas y otras razones irrefutables se debió al hecho de que el profesor no me había escuchado y no había oído una sola palabra. 
   –¡A la balsa! –gritó. 
   Tal fue su respuesta. Fueron inútiles mis súplicas, mis objeciones se estrellaron contra una voluntad más dura que el granito. (Cap. 37). 
 
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Lección XVIII:  Sacudirse el escepticismo
 
   Lidenbrock decide que partirán mañana, tras realizar un descanso y los obligados preparativos. Pero antes... 

   puesto que la fatalidad me ha traído a esta parte de la costa, no puedo abandonarla sin haberla explorado. (Cap. 37). 

   Parece que el profesor ha recuperado su espíritu científico. No se puede dejar nunca una exploración a medias. Mientras recorren los nuevos parajes, el maestro expone a su discípulo sus propias teorías sobre cómo pudo formarse semejante mar subterráneo. 

   En mi opinión, esa masa líquida debía ir perdiéndose poco a poco en las entrañas de la Tierra, así como debía provenir de las aguas del océano introducidas por alguna gran hendidura, actualmente cerrada, pues de no ser así aquella inmensa caverna o depósito se hubiera llenado en poco tiempo. Tal vez, incluso el agua se había evaporado en gran parte, por la acción de los fuegos subterráneos. Eso podría explicar la presencia de las nubes suspendidas sobre nosotros y la liberación de la electricidad causante de tempestades en el interior del macizo terrestre.  
   Satisfactoria me parecía esta teoría sobre los fenómenos de que habíamos sido testigos, pues por grandes que sean las maravillas de la naturaleza siempre son explicables por razones físicas. (Cap. 37). 

   Helo ahí, el Verne cientifista a ultranza, proponiendo en todo momento explicaciones racionales a lo que a otros parecería inexplicable, increíble, ficciones hijas de la fantasía. Mas el mundo de las cavernas parece estar hecho para desafiar el escepticismo de los hombres. Cada cueva esconde sorpresas y maravillas que zarandean todos los tópicos e ideas recibidas, y nos fuerzan a cuestionarnos constantemente lo que creemos saber acerca de lo que es cierto o falso en el reino de la naturaleza. 

   Avanzábamos con dificultad por las quebraduras del granito, en las que se yuxtaponían sílices, cuarzos y depósitos de aluvión, cuando apareció ante nuestros ojos un campo, o por mejor decir una llanura de osamentas. Parecía un inmenso cementerio (...) 
   Nos impulsaba una impaciente curiosidad. Ibamos aplastando, con un ruido seco, los restos de animales prehistóricos y los fósiles, cuyos raros e interesantes especímenes se disputan los museos de las grandes ciudades. Ni mil Cuviers hubieran bastado para reconstituir los esqueletos de los seres orgánicos desparramados en aquel magnífico osario.  
  
   –¡Axel! ¡Axel! ¡Un cráneo humano! (Cap. 37). 

   Julio Verne, que continúa metido de lleno en los territorios de la paleontología, ha llegado adonde tenía que llegar siguiendo la mecánica de la evolución: al ser humano. Que lo haga sólo cinco años después de la publicación del 'Origen de las especies' tiene su mérito. Desembocamos así en los ámbitos de la antropología y la arqueología, donde el autor tiene mucho que contar, pues en este terreno, y en su tiempo, los estudios prehistóricos, que componían una ciencia aún joven, estaban en plena ebullición. 

   El 23 de marzo de 1863 los trabajadores de las excavaciones emprendidas por Boucher des Perthes en las canteras de Moulin-Quignon, (...) en Francia, hallaron una mandíbula humana a catorce pies de profundidad. Era el primer fósil de una especie que salía a la luz. En su proximidad se hallaron hachas de piedra y sílex tallados, coloreados y revestidos por el tiempo de una pátina uniforme (...). 
   Otras mandíbulas idénticas, aunque pertenecientes a individuos de tipos diversos y de naciones diferentes, habían aparecido en las tierras muebles de algunas grutas de Francia, así como utensilios, herramientas y huesos de niños, de adolescentes, de adultos y de viejos. La existencia del hombre cuaternario se afirmaba, pues, con más vigor cada día. 
   Y esto no era todo. Nuevos restos exhumados del plioceno, en el terciario, permitieron a algunos sabios más audaces aún asignar una mayor antigüedad al género humano. Cierto es que tales restos no eran huesos humanos, sino únicamente objetos de su industria, tibias y fémures de animales fósiles regularmente estriados, esculpidos por así decirlo, que llevaban la marca de un trabajo humano. 
   Así, de un salto, el hombre remontaba muchos siglos en la escala de los tiempos (...). El hombre tenía cien mil años de existencia, puesto que ésta es la cronología asignada por los más renombrados geólogos a la formación de los terrenos pliocénicos. 
   Tal era entonces el estado de la ciencia paleontológica (cap. 38). 

   Tal era en tiempos de Verne el estado de la paleontología, pero a ello hay que añadir que tanto los renombrados geólogos como el mismo Julio Verne se quedaron muy cortos en sus dataciones, a la luz de los descubrimientos que se han ido dando a lo largo del siglo XX y lo que llevamos del XXI, que están pulverizando las más exageradas estimaciones cronológicas en relación al origen del hombre. 
   Se comprenderá la alegría que embarga al profesor cuando encuentra restos de un homínido de la época cuaternaria. Algo que es muy común en las cuevas, no lo es tanto a esas profundidades. 

   Si estuvieran aquí los Santo Tomás de la paleontología podrían tocarlo con el dedo y se verían forzados a reconocer su error. (Cap. 38). 

   Tío y sobrino descubren nuevos bosques de helechos arborescentes, y divisan mastodontes vivos entre la vegetación. 
   No, no es un sueño. El dinosaurio no se ha extinguido. Sí tal vez de la faz de la Tierra. Pero, en su interior, está todavía allí. 

   Se estaba realizando el sueño en que había visto renacer el mundo de los tiempos prehistóricos, de las épocas terciaria y cuaternaria. (Cap. 39). 

   ¿El sueño se está haciendo realidad, o es que Axel no ha despertado aún y delira en sueños? 

   Me encogí de hombros, y miré, decidido a llevar la incredulidad hasta sus últimos límites. Pero no tuve más remedio que rendirme a la evidencia. (Cap. 39). 

   Lo que Axel está viendo es un ser humano. Un homínido vivo de enormes proporciones, descendiente de la raza extinta de los gigantes, que pastorea a los mastodontes como si fueran ganado. 

   un ser humano, un Proteo de las comarcas subterráneas, un nuevo hijo de Neptuno, guardaba aquel innumerable rebaño de mastodontes. (Cap. 39). 

   A quien tal cosa le parezca imposible, habrá que señalarle que también se lo parece a Axel. De hecho, el joven termina por no creer ni lo que sus propios ojos han visto, como se aprecia en el siguiente párrafo (que al tener la estructura de un flash-forward, nos anticipa indirectamente el final feliz del viaje): 

   Y ahora que, tranquilamente rememoro aquello, ahora que he recuperado la calma y la entereza del ánimo, cuando ya han transcurrido varios meses desde el extraño y sobrenatural encuentro, ¿qué pensar?, ¿qué creer? ¡No! ¡Es imposible! Nos engañaron nuestros sentidos, nuestros ojos no vieron lo que vieron. No existe una criatura humana en ese mundo subterrestre. Ninguna generación de hombres habita esas cavernas del Globo, (...) ¡Es insensato, profundamente insensato! (Cap. 39). 

   Insensato, inverosímil, inimaginable, de acuerdo; pero ¿verdaderamente imposible? 
   "–Llámalo 'sin sentido' si quieres –dijo (la Reina Roja a Alicia)–; pero yo he oído sinsentidos al lado de los cuales éste tiene tanto sentido como un diccionario." 
   "Eddington, en el capítulo final de The Nature of Phisical World, cita este comentario de la Reina Roja en relación con una sutil discusión de lo que él llama 'el problema del disparate' del físico. En pocas palabras, Eddington afirma que, aunque sea un disparate para el físico afirmar la existencia de una realidad cualquiera más allá de las leyes de la física, es tan sensato como un diccionario al lado del disparate de suponer que tal realidad no existe." (Martin Gardner, 'Alicia anotada'). 
   Lo que sí es muy real es el pánico que les entra ante tal presencia, que les hace huir del lugar "mudos de asombro, abrumados por una estupefacción que confinaba con la estupidez" (cap. 39). 
 
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Lección XIX:  Donde hay voluntad no puede haber desesperación
 
   Axel se encuentra un puñal en el suelo. Se pregunta si será un arma de un guerrero antediluviano, del gigantesco pastor. 

   –Cálmate, Axel, y razona. Este puñal es una arma del siglo XVI, una verdadera daga, de esas que llevaban a la cintura los gentileshombres para asestar con ella el golpe de gracia.  
   (...)  
   –Pero no ha podido llegar sola hasta aquí. ¡Alguien nos ha precedido!  
   –Sí, un hombre.  
   (Jules Verne, Viaje al centro de la Tierra, cap. 39)  

   entre dos rocas que formaban un saliente, descubrimos la entrada de un túnel oscuro.  
   Allí, grabadas sobre una superficie de granito, aparecieron dos letras misteriosas medio borradas, las dos iniciales del audaz y fantástico viajero:  
   –A. S. –exclamó mi tío–. ¡Arne Saknussemm! ¡Siempre Arne Saknussemm! (Cap. 39). 

   Siempre la figura del predecesor, del guía, del hierofante. Allí había estado el alquimista y cicerone del mundo subterráneo, y les había dejado, en forma de graffiti, una señal para orientarse en el laberinto. Los viajeros han recuperado el buen camino, y Axel puede creerse "ya curado de espanto e inexpugnable al asombro" (cap. 40). Pero el camino sigue siendo un túnel oscuro. 
   El profesor Lidenbrock pronuncia un arrebatado panegírico en honor de Arne Saknussemm, que serviría, sin apenas cambiar de palabras, de digno homenaje a todos y cada uno de los pioneros de la ciencia espeleológica, a todos los Casterets, Loubens y Arcautes que nos han precedido en los azares de la exploración intraterrestre. 

   –¡Oh, tú, genio maravilloso! No olvidaste nada que pudiera abrir a otros mortales los caminos de la corteza terrestre, y tus semejantes pueden hallar así las huellas que dejaron tus pasos en estos subterráneos hace siglos. Quisiste compartir con otras miradas la contemplación de estas maravillas. Tu nombre, grabado en todas las etapas, conduce derechamente a su objetivo al viajero que tenga la suficiente audacia para seguirte (...) (cap. 40). 

   Axel termina al fin por contagiarse del entusiasmo de su tío. Es ahora Lidenbrock quien le ha de refrenar en su ímpetu. La transformación interior se está llevando a cabo, y el discípulo empieza a aventajar en audacia al mismo maestro. 

   –¡Adelante! ¡Adelante! –grité. (Cap. 40).  

   –Vamos a tomar nuevamente la ruta del norte, a pasar bajo las comarcas septentrionales de Europa, Suecia, Siberia, ¿qué sé yo? En vez de hundirnos bajo los desiertos de Africa o las olas del océano, y ¿qué importa? (...) vamos a descender, a descender más, a descender hasta... ¿Te das cuenta de que para llegar al centro de la Tierra no nos quedan más que mil quinientas leguas?  
   –¡Bah! No vale la pena hablar de ello. ¡En marcha! ¡Adelante! (Cap. 40). 

   Por fin Axel parece haber dejado atrás su antiguo yo, y empieza a actuar como un hombre de conocimiento, como un guerrero, como un verdadero explorador. Escuchemos, sin embargo, lo que opina Fernando Savater: "aun cuando al final del viaje (Axel) ya parece tener tanto interés como el propio Lidenbrock por llegar al centro de la tierra, este interés parece ser una especie de 'borrachera de las profundidades', más suicida que regeneradora. El centro, después de todo, marca sólo la mitad del viaje: lo cierto es que se ha bajado para subir, esta vez con sentido profundo, a la superficie" (F. Savater, 'La infancia recuperada', cap. III: 'El viaje hacia abajo'). 

   Había llegado a hablar como mi tío, como si su espíritu se hubiera introducido en mí. Me habitaba el genio de los descubrimientos. Olvidaba el pasado, desdeñaba lo por venir. Nada existía para mí en la superficie esferoide en cuyo seno me había abismado, ni las ciudades, ni los campos, ni Hamburgo, ni la Königstrasse, ni mi pobre Grauben, que debía creerme ya perdido para siempre en las entrañas de la Tierra.  
   (Jules Verne, Viaje al centro de la Tierra, cap. 40)  

   Poco tiempo le duran a Axel los entusiasmos. En cuanto se tropiezan con nuevos obstáculos aparentemente insalvables, empieza de nuevo a quejarse, a poner peros, a buscarse excusas para el abandono, y ha de ser otra vez la terquedad del profesor, inasequible al desaliento, la que tire del carro de la expedición. 

   –Si no morimos ahogados, o aplastados o por inanición, nos queda la posibilidad de quemarnos vivos.  
   (...)  
   –Tus razonamientos son los de un hombre sin voluntad, de un ser sin energía. (...)  
   Mientras lata aún el corazón, mientras la sangre corra aún por las venas, yo no admito que un ser dotado de voluntad deje en él lugar a la desesperación. (Cap. 42). 
 
   Entre otras, el novicio tendrá en breve que superar la prueba del fuego. Agobiado por el insoportable calor proveniente de los fuegos subterráneos, Axel sigue soñando despierto. 
 
   Por un momento, me dejé ganar por la voluptuosidad de imaginarme en las comarcas hiperbóreas a treinta grados bajo cero. Mi imaginación sobreexcitada se paseó por las llanuras nevadas de las comarcas árticas, ansiando el momento de revolcarme por los helados tapices del polo. (Cap. 43). 

   'Viaje al centro de la Tierra' fue la segunda novela publicada por Julio Verne, que tenía entonces (1864) treinta y seis años. Siendo un libro juvenil, no es de extrañar que su exorbitado alarde de imaginación la haya llevado a ser conceptuada, junto a 'Aventuras de Héctor Servadac a través del sistema solar', como la novela más fantasiosa de la saga de los 'Viajes extraordinarios'. Ya hemos ido viendo, sin embargo, que muchas de las supuestas fantasías del relato tienen una firme base científica, y que la realidad con frecuencia les da cien vueltas. 
   Como curiosidad añadiremos que Verne escribió a la vez 'Viaje...' y 'Aventuras del capitán Hatteras', saltando alternativamente de una a otra novela en su redacción. Una es la crónica de un viaje a los fuegos del infierno, y la otra, de un viaje a los fríos polares. No podrían concebirse dos periplos aparentemente más dispares, pero esa presunta dicotomía no está tan marcada. La determinación enfermiza de Hatteras por alcanzar el Polo Norte de la Tierra es muy semejante a la obsesión de Lidenbrock por llegar a su núcleo central. Ambos comparten una terquedad a prueba de bombas. Y su objetivo no es tan distinto. A causa del achatamiento de la esfera terrestre, el Polo Norte es el punto de su superficie más cercano al centro del Globo. En una época en que nadie había llegado al polo ártico, ni al antártico, y en la que circulaban las más variopintas hipótesis sobre lo que habría allí, una posibilidad era que en el eje polar hubiese un pozo sin fondo, un abismo que cayera hasta el mismo núcleo del planeta. En tal caso, si el capitán Hatteras llegara al Polo Norte, sólo con dar un paso más bajaría directo al centro de la Tierra. 
   Ambas novelas juegan a lanzarse alusiones mutuas. El intenso frío polar hace soñar a Hatteras con los calores volcánicos, y el insoportable calor del averno infunde en Axel, como hemos visto, la nostalgia de los fríos hiperbóreos. Es significativo que la expedición del capitán Hatteras no alcance la meta del Polo Norte, aunque se acerque. Igual pasa con los cosmonautas de su viaje a la Luna. Parece como si Julio Verne nos animara a los lectores a proseguir el viaje allá donde lo dejaron sus héroes. 
 
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Lección XX:  La luz al final del túnel
 
   Este es el momento en que vamos a abandonar a su suerte a Axel, Lidenbrock y Hans, que seguirán adelante, siempre adelante, rumbo al centro de la Tierra, poniendo punto final a este escrito sin desvelar si el trío llega o no a su meta, ni cómo logran salir de esas profundidades. Quien no haya leído la novela, mejor que lo averigüe por sí mismo, que no se la vamos a destripar aquí. Además de disfrutar de su trepidante narrativa, el lector podrá comprobar que la liturgia de iniciación que se soterra en el trasfondo del libro prosigue cumpliéndose en todas sus etapas, incluyendo la recurrente imagen de la salida a la luz al final de un largo túnel, y la recompensa de una nueva vida que espera al iniciado, como consecuencia de los méritos adquiridos en el viaje/ceremonia. "–Ahora que eres un héroe –me dijo mi querida prometida–, ya no tendrás necesidad de dejarme, Axel" (cap. 45). 

   Entre los senderos que se bifurcan en lo profundo del Averno, un túnel lleva al Tártaro, el otro a los Campos Elíseos. Uno a las tinieblas eternas, el otro a la felicidad. Discernir cuál es la correcta senda, y transitarla, sólo está permitido a los locos, a los héroes y a los seres tocados por los dioses. Para estos viajeros audaces no hay nada parangonable a la intensa dicha de encontrar el camino de salida del laberinto, y volver a ver la luz del cielo tras incontables días de oscuridad. 

   llegaron a los sitios risueños y a los amenos vergeles de los bosques afortunados, moradas de la felicidad. Ya un aire más puro viste aquellos campos de brillante luz, ya aquellos sitios tienen su sol y sus estrellas. 
   (Virgilio, 'Eneida', canto VI) 

   Lo negro se desvanece, y todo se va inundando de una refulgente claridad. Por fin tomamos conciencia de que hasta ahora habíamos estado ciegos. Nadie cantó esa sensación mejor que Orfeo, tras atravesar las miasmas caliginosas del Erebo para resurgir a la luz del día: 
 
   "¡Qué puro cielo, qué claro sol! 
   ¡Qué nueva y serena luz! 
   ¡Qué dulce y placentera armonía 
   forman juntos 
   el cantar de los pájaros, 
   el correr de los arroyos, 
   el susurrar de las brisas!" 
   (de la ópera de Gluck 'Orfeo ed Euridice', acto 2º, escena II. Libreto de Raniero de' Calzabigi). 

   La iniciación se ha consumado. Una nueva luz ilumina la mente del que hasta entonces no era sino un principiante lleno de miedos y prejuicios alimentados por su propia ignorancia. El saber práctico ha sustituido a todos los 'saberes' teóricos de la ciencia especulativa. Los hechos han enmendado la plana a las palabras. El que era un jovenzuelo malcriado ha regresado convertido en un hombre de conocimiento. El viaje ha sido de ida y vuelta, pero el que ha vuelto no es el mismo. 
 
   Aquí concluye un relato al que rehusarán dar crédito hasta las gentes más acostumbradas a no asombrarse de nada. Pero yo estoy acorazado de antemano contra la incredulidad humana.  
   (...) la noticia de su viaje al centro de la Tierra se había extendido por el mundo entero. Claro es que nadie quiso creer en la realidad de tal viaje, y que su regreso fue recibido con la misma incredulidad. Sin embargo, la presencia de Hans y algunas informaciones procedentes de Islandia fueron cambiando poco a poco la opinión pública. 
   Entonces mi tío se convirtió en un gran hombre, y yo en el sobrino de un gran hombre, lo que ya es algo (...). Su modestia en la gloria contribuyó a aumentar su reputación. 
   Tanto honor debía, necesariamente, suscitarle envidiosos. Los hubo. Y como sus teorías, sustentadas en hechos ciertos, se hallaban en contradicción con las ideas de la ciencia sobre la cuestión del fuego central, hubo de sostener con la pluma y la palabra notables polémicas con los sabios del mundo entero. 
   Yo debo decir que no puedo admitir su teoría del enfriamiento de la Tierra. A pesar de lo que he visto, creo y creeré siempre en el calor central, aunque admita que fenómenos naturales, en circunstancias aún mal definidas, pueden modificar esta ley. 
   (Jules Verne, Viaje al centro de la Tierra, cap. 45) 
 
   A partir de aquel día, mi tío fue el más feliz de los sabios, y yo el más feliz de los hombres, pues mi hermosa virlandesa trocó su condición de pupila en la casa de la Königstrasse por la de sobrina y esposa. Inútil es añadir que su tío fue el ilustre profesor Otto Lidenbrock, miembro correspondiente de todas las sociedades científicas, geográficas y mineralógicas de las cinco partes del mundo. (Cap. 45). 

   Los espeleólogos de todos los países gustan de decir que el mundo subterráneo es el 'sexto continente' del planeta Tierra (algunos, recordando las fosas abisales marinas, lo desplazan un poco en el ranking, definiéndolo como el 'séptimo continente'). Para Claude Roy, que consideraba que los 'Viajes extraordinarios' dividen en dos la historia de la imaginación, el mundo "tiene seis continentes: Europa, África, Asia, América, Australia y Julio Verne". 
   Concluyamos citando las hermosas palabras de Fernando Savater, que nos invita a repetir la fantástica hazaña: 

   "Para ti, atrevido lector, el cóncavo diamante, la sima llena de ecos, por la que la piedra se precipita rebotando, y el íntimo mar de los orígenes que te espera en el centro del globo, si te atreves a descender por la boca del Sneffels que la sombra del Scartaris señala antes de las calendas de julio. (...) Busca tú mismo el camino que te es propio hacia el abismo, la inicial del remoto alquimista que te precedió en el descenso." 
   (F. Savater, 'La infancia recuperada', cap. III: 'El viaje hacia abajo') 

   Te tomamos la palabra, amigo Fernando. Aceptamos de buen grado tu invitación (¿o deberíamos decir incitación?) a la aventura. Henos aquí buscando nuestro propio camino por ese ignoto universo, extraño, misterioso y desconcertante, rumbo a un destino que, como todos los destinos ideales, sabemos inalcanzable.
   Tenemos un guía, el profesor Verne, que a tal fin nos imparte magistrales lecciones de abismo. Sí, es cierto: jamás llegaremos al centro de la Tierra. Pero mientras tanto el viaje, y eso no hay quien nos lo quite, merece absolutamente la pena. 
   ¡Ah! ¡Qué viaje! ¡Qué maravilloso viaje! 
 
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LAS LECCIONES DE ABISMO
DEL PROFESOR VERNE

Bibliografía consultada:

- Angulo, Miguel. Parajes secretos del País Vasco (Elkar, Donostia-San Sebastián, 1987)
- Carroll, Lewis. Alicia anotada (Edición de Martin Gardner. Traducción: Francisco Torres Oliver. Akal editor, Madrid, 1984)
- Peña Santiago, L. P. 100 cumbres y rincones de la montaña vasca (Elkar, Donostia-San Sebastián, 1990)
- Salabert, Miguel. Julio Verne, ese desconocido (Alianza Editorial, 1985)
- Santesteban, Isaac. Pinturas rupestres en Navarra (Revista 'Príncipe de Viana', Institución Príncipe de Viana. Editorial Aranzadi, Pamplona, 1971)
- Savater, Fernando. La infancia recuperada (Taurus Edicones, Madrid, 1976)
- Verne, Jules. Viaje al centro de la Tierra (traducción y prólogo de Miguel Salabert Criado, Alianza Editorial, Madrid, 1975)
- Virgilio. Eneida (traducción Eugenio de Ochoa, Ediciones Orbis, RBA, Editorial Origen, Barcelona, 1982)
- V.V.A.A. Catálogo espeleológico de Navarra (Trabajos del Grupo de la 'Institución Príncipe de Viana', 1953-1979. Diputación Foral de Navarra. Institución Príncipe de Viana. Pamplona, 1980)
- V.V.A.A. El Mundo Subterráneo en Euskal Herria. Geografía del karst. Cultura. Criptopaisajes (Editor: Txomin Ugalde, Editorial Ostoa, S.A., Lasarte-Oria, 1997)
- V.V.A.A. Las cavidades del Cañón del Río Lobos (Soria-Burgos). (Agrupación Espeleológica GET, Madrid, 1997)
- V.V.A.A. 20 años de Espeleología en Navarra (Trabajos del Grupo de Espeleología de la Institución 'Príncipe de Viana' 1953-1974. Diputación Foral de Navarra. Institución Príncipe de Viana. Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Pamplona, 1976)
 
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VIAJES DENTRO DE LA TIERRA
Fotografía espeleológica

Indices de fotos
Indice 1   Sima de Tximua, cueva de Usede
Indice 2   Cuevas de Basaura, Labayen, Iribas y Lanz
Indice 3   Cuevas de Aribe, Cárcar, Valle del Irati, Harpea
Indice 4   Sala de La Verna, minas de Arditurri, cueva del Jabino
Indice 5   Cuevas de la Galiana Alta y Los Candelones

Indice de textos
La llamada de las profundidades
Quince viajes por el mundo intraterrestre
Una exposición colectiva y abierta
 
Las lecciones de abismo del profesor Verne
Introducción 
I.  ¡Al diablo las teorías! 
II.  ¿Por qué imposible? 
III.  Vencer el vértigo 
IV.  El retorno es lo de menos 
V.  Es difícil llegar a la cueva 
VI.  Sigan al guía 
VII.  Bajar es lo más fácil 
VIII.  ¡Qué espectáculo, tío! 
IX.  Retroceder, esto es lo arduo 
X.  Saber soportar las penurias
  
  
  
  
  
  
XI.  Prescindir de las superfluas necesidades terrestres 
XII.  No perder nunca los nervios 
XIII.  La muerte anda al acecho 
XIV.  ¿Es maravilloso? No, es natural 
XV.  El pasado sólo está enterrado 
XVI.  El sueño de la razón engendra monstruos 
XVII.  La aventura va en el lote 
XVIII.  Sacudirse el escepticismo 
XIX.  Donde hay voluntad no puede haber desesperación 
XX.  La luz al final del túnel 
Bibliografía consultada

 
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VIAJES DENTRO DE LA TIERRA
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© Luis Moreno
© Fidel Moreno
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Realizadas en diversas cuevas de Navarra, Guipúzcoa, Baja Navarra, Zuberoa y Soria  (2004)

 
  


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