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  EL OASIS DE SIWA
El oasis de Siwa   
   E
l oasis de Siwa es una isla de verdor y vida en medio de un océano de arena. Escondido en el desierto del Sahara, en territorio de Egipto, se halla muy lejos del Nilo y muy cerca de la frontera con Libia.
   Si existe un paraíso en la Tierra, podría muy bien estar aquí. A la extraordinaria belleza de su paisaje de cerros y palmerales reflejados en lagos que parecen espejos, al evocador ambiente de sus ruinas olvidadas desde tiempos de los faraones, hay que añadir la simpatía de sus habitantes, fieles guardianes de sus costumbres, pero afables y hospitalarios con los viajeros que se aventuran hasta estos parajes.
   Visitar el oasis de Siwa es embarcarse en la máquina del tiempo a un bucólico pasado por el que parece no transcurrir la Historia. Hay constancia de que Alejandro Magno viajó hasta allí y se quedó maravillado del lugar. Y se puede asegurar, sin temor a equivocarnos, que lo que en aquel entonces vio es prácticamente lo mismo que hoy podemos ver con nuestros propios ojos, y fotografiar con nuestras cámaras.
Indices de fotos
Indice 1
Indice 2
Indice 3
Indice 4
Indice 5
Indice 6
Indice de textos
Del verde al amarillo: la desertización del Sahara
Los oasis de Egipto
Siwa o el paraíso perdido
De cómo el oasis de Siwa entró en la Historia
Alejandro Magno estuvo aquí
Ruinas en el oasis
La magia de Siwa
Otras exposiciones de fotos de Egipto en fotoAleph
          

Del verde al amarillo: la desertización del Sahara
 

   Vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño.
   Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto...

                                                                             (Jorge Luis Borges, extractos de El Aleph)




   Vi el desierto del Sahara, que se abría ante mis ojos como un libro de arena de infinitas páginas.
   Y en esas páginas estaba escrita la historia del desierto, en un lenguaje de tierra y roquedos, de fósiles y antiquísimas pinturas.
   Supe así que ese inabarcable arenal fue en tiempos remotos una fértil región surcada por ríos, salpicada de lagos, bullente de vida.
   Vi pequeñas islas de verdor emergiendo del océano de dunas, últimos supervivientes de aquel paraíso perdido. Eran los oasis del Sahara.
   Vi el oasis de Siwa, en el Desierto Líbico, sede del Oráculo de Amón, donde Alejandro Magno fue proclamado rey de Egipto, y donde algunos creen que se esconde su tumba.
  

  
   Hace unos 10.000 años la mitad norte del continente africano, ese inmenso océano de arena conocido como el Desierto del Sahara, disfrutaba de unas características geoclimáticas muy distintas a las que tiene hoy. No es fácil hacerse a la idea de que, lejos de ser árido e inhabitable, este territorio era uno de los más fértiles y poblados del planeta.
   Lo que hoy es el Sahara (de as-sahra, vocablo árabe que significa 'el desierto') era entonces una extensísima sabana, salpicada de grandes lagos, marismas y humedales, y surcada por numerosos ríos, algunos más caudalosos que el mismo Nilo. Toda clase de plantas y animales proliferaban en un terreno bien irrigado y feraz. Grupos numerosos de seres humanos, descendientes de los pobladores del paleolítico, se asentaron en estos lugares, abandonando poco a poco el nomadismo, y conformando las primeras sociedades estables.
   Fue aquí, y no en el Creciente Fértil –como era tradicional sostener–, donde la llamada 'revolución' del neolítico dio sus primeros pasos. Donde el hombre pasó de cazador-recolector a productor de alimentos. Donde tuvieron lugar los primeros experimentos en la agricultura, la domesticación de animales, la ganadería, el pastoreo. Aquí se inventó la cerámica. Aquí empezó la navegación a remo y vela.
   Aunque insuficientemente explorados y estudiados, los vestigios materiales que demuestran lo antedicho son innumerables y se esparcen a lo largo y ancho del desierto. Son muy instructivas al respecto las pinturas rupestres del Tassili N'Ajjer, en pleno corazón del Sahara, toda una enciclopedia ilustrada de la prehistoria africana, donde podemos distinguir bueyes, antílopes, elefantes, rinocerontes, jirafas, hipopótamos y demás fauna propia de zonas húmedas. Podemos ver también hombres manejando hoces, mujeres cosechando, rebaños en cautiverio guardados por perros, personas nadando, barcas navegando. Nada hay en estos escenarios que recuerde al inabarcable arenal que es hoy el Sahara. Y los objetos que cada dos por tres aparecen en las excavaciones se corresponden con los modos de vida reflejados en las pinturas: herramientas líticas (azadas, trituradores de semillas, picos) o restos de cerámica que reproducen el estilo y algunos de los motivos gráficos pintados en los farallones rocosos.
   Entre el 8.000 y el 4.000 a C se fue produciendo una lenta, pero progresiva e imparable, desertización de este vasto territorio. Las causas se atribuyen al cambio climático que a nivel planetario sobrevino con la retirada de la última glaciación. Los ríos se fueron desecando, los lagos fueron quedando reducidos a su mínima expresión (el actual lago Chad sería el remanente de un extenso mar interior). La creciente sequía, la esterilidad cada vez mayor de las tierras, fueron expulsando de este antaño verde paraíso a las poblaciones aborígenes, que, a lo largo de varios milenios, se vieron obligadas a emigrar hacia los cuatro puntos cardinales, en busca de condiciones de vida más favorables.
   Algunas de estas poblaciones recalaron en el valle del Nilo y sus aledaños, pues el río Nilo era poco afectado por la desertización, al depender su caudal de un régimen pluviométrico diferente: el de las selvas del sur de Africa, donde nace. Pero las migraciones avanzaron aún más lejos hacia oriente, llegando a las tierras regadas por el Eufrates y el Tigris, y luego hasta el río Indo. Consigo llevaban sus artefactos y su cultura neolítica, que sentaron las bases para el nacimiento de las primeras civilizaciones en Sumeria, Egipto y el valle del Indo (Harappa y Mohenjo Daro).
   Este proceso histórico aún no ha parado. Hoy en día la desertización continúa avanzando inexorable. Al sur, el Sahel (la franja de transición entre el desierto y la estepa) se va transformando en Sahara y desalojando a los habitantes de sus tierras. Al norte, los efectos de la desertización se empiezan a hacer notar hasta en la Península Ibérica (Almería, Murcia).
 
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Los oasis de Egipto
 
   A occidente de Egipto, cerca de la frontera con Libia –esa recta arbitraria trazada con tiralíneas en un despacho– subyacen los residuos de lo que fue un caudaloso río que corría paralelo al Nilo. Se trata de un rosario de pequeñas islas de vegetación rodeadas de un mar de arena llamado Desierto Líbico. Esta sucesión de islas constituye la parte visible de un ancestral curso de agua que discurre ahora bajo las dunas, pero cuya capa freática aflora aún en ciertos puntos de su antiguo recorrido, en forma de pozos, manantiales y lagunas de aguas a veces frescas, a veces calientes, unas veces saladas, otras dulces. En torno a estos puntos, pugnando por sobrevivir en el hábitat más inhóspito que quepa imaginar, eclosiona el verdor. En medio del reino de la muerte, en la mitad de la nada, surge la vida. Son los oasis de Egipto.
El oasis de Siwa   No le faltaba razón a Herodoto cuando escribió que Egipto es un don del Nilo. Pero no es menos cierto que ni todo el Nilo es Egipto, ni todo Egipto es el Nilo. Porque además del río con su delta –donde se concentra la inmensa mayoría de la población egipcia– están también, allá lejos, escondidos entre las dunas, aislados del resto del país y del mundo, los oasis.
   Cinco son los oasis que, en territorio egipcio, pero muy separados del Nilo, puntean de lunares verdes el infinito ocre del desierto. De sur a norte son: Kharga, Dakhla, Farafra, Bahriya y Siwa (mantenemos la ortografía habitual, pero pronúnciese el sonido 'kh' como la 'jota' española: 'Jarga', 'Dajla'). A éstos cabría añadir un sexto oasis, el del Fayum, a un centenar de kilómetros al oeste de El Cairo, que es un caso aparte al no estar originado por aguas subterráneas, sino por la aportación de un ramal del Nilo: el Bahr Yusuf.
   No hay en Egipto un oasis igual a otro. Cada uno tiene su encanto especial. El que le dan sus variados accidentes geológicos, sus atormentadas montañas y roquedos, sus lagos y palmerales, pero sobre todo el espíritu de sus habitantes, que en su aislamiento han sabido preservar, frente a los embates de la globalización, los modos de vida pre-industriales del 'fellah' o campesino tradicional egipcio.
   La mayoría de los oasis albergan además sugestivas ruinas faraónicas y paleocristianas –muy poco conocidas, al caer totalmente a desmano de los habituales circuitos turísticos–, recuerdos de su contacto con el esplendor del antiguo Egipto. En el oasis de Kharga, apodado por los antiguos griegos 'Isla de los Bienaventurados', podemos admirar el templo de Hibis, un curioso edificio de tiempos de la dominación persa pero construido según todos los cánones egipcios (columnas palmiformes, el nombre de Darío en un cartucho jeroglífico). El oasis de Dakhla posee desde mastabas de fines del Imperio Antiguo hasta tumbas romanas. En el de Bahriya, un burro que metió la pata en un agujero permitió recientemente descubrir la mayor necrópolis grecorromana de Egipto, todavía en fase de excavación, en cuyo laberinto subterráneo de hipogeos se están exhumando miles de momias enterradas dentro de sarcófagos antropomorfos de cartonaje policromado con láminas doradas, que han terminado por dar sobrenombre al lugar: el Valle de las Momias de Oro. En el oasis del Fayum, sede de faraones del Imperio Medio, despuntan entre sus innumerables ruinas las de las pirámides de adobe de Lahun y Hawara (ver en fotoAleph colección El tiempo teme a las pirámides).
   Desde hace unos años, el gobierno egipcio está fomentando entre los nativos de las orillas del Nilo la emigración a los oasis del oeste de Egipto, en particular al de Kharga, apellidado 'The New Valley', donde se han construido viviendas, carreteras e infraestructuras agropecuarias, con el propósito de intentar descongestionar el valle del Nilo y paliar su tremenda superpoblación (el 98% de los 80 millones de habitantes de Egipto viven encajonados en la estrecha franja fértil de las orillas del río y su delta, que abarca sólo el 3,5% de la superficie del país: una de las mayores densidades de población del mundo). El proyecto ha obtenido escasos resultados en sus objetivos demográficos, al tiempo que ha acarreado efectos secundarios nocivos, con la alteración del ecosistema y modos de vida del oasis.

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Siwa o el paraíso perdido
 
   El oasis de Siwa es uno de los que mayor personalidad conserva entre los de Egipto, valga decir los del Sahara. Oasis por antonomasia, Siwa responde a todos los estereotipos que nos vienen a la mente al oír la palabra 'oasis': un lugar paradisíaco, aislado del mundo, remanso de paz, etapa de caravanas, en un marco de palmeras que circundan un bello lago de aguas cristalinas.
   Ese oasis de nuestro imaginario colectivo existe en la realidad. Surge como una aparición tras una larga travesía por el desierto, que hoy se hace en automóvil por una desolada carretera de 300 km que parte de Marsa Matruh, en el Mediterráneo, el asfalto invadido cada ciertos tramos por oleadas de arena que transportan los vientos. Es la misma travesía que hizo a caballo Alejandro Magno para consultar el Oráculo de Amón, que tenía su sede en Siwa.
   Tras tantas horas de no ver a nuestro derredor sino tierra, arena y rocas en un áspero e interminable secarral donde no crece la más mínima hierba ni aletea el menor signo de vida, de pronto los ojos quedan deslumbrados por una súbita explosión de verdes, la retina herida por los destellos espejeantes de las aguas de lagos, fuentes y canales. Empezamos a ver cuervos, que aquí sólo los podemos interpretar como aves de buen agüero. Empezamos a ver animales: búfalos de agua, asnos, perros, ocas, pavos, garcetas. Vemos campesinos de galabeya y turbante montando en burro de camino a casa al El oasis de Siwaacabar la jornada de trabajo.
   Estamos en el palmeral de Siwa. Hemos llegado. Y en ese momento comprendemos los sentimientos de alegría que debían embargar a los caravaneros de antaño en sus azarosos viajes por ergs y hammadas, al barruntar que el oasis, su meta, el alivio de sus penurias, estaba ya próximo. 
  
   El oasis de Siwa es hoy un pueblo rural que, junto a aldeas y caseríos vecinos, suma unos 23.000 habitantes, de los que un buen porcentaje pertenece al grupo étnico amazigh (el que conocemos como 'bereberes'), etnia aborigen que se extiende por todo el norte de Africa desde el Atlas marroquí hasta el Desierto Líbico, siendo Siwa su enclave más oriental. Aunque conocen el árabe egipcio, los habitantes de Siwa hablan en su mayoría el siwi, una variante local del tamazight o bereber. El siwi hace uso de muchas palabras que tienen su origen en el griego antiguo.
   Los recursos económicos de estos hombres y mujeres se basan casi exclusivamente en la agricultura. Y ésta, qué duda cabe, depende del agua, que aquí brota generosa por cientos de manantiales, para crear un pequeño paraíso en medio de un vasto infierno.
   Siwa está enclavado a 14 metros por debajo del nivel del mar, en la Depresión de Qattara: de ahí se derivan sus peculiares características hidrogeológicas. El agua subterránea sale a la luz por pozos y fuentes naturales, a veces con ayuda de norias, y es canalizada mediante acequias a los huertos y palmerales que rodean el pueblo. El municipio regula el sistema de regadíos para un mejor aprovechamiento y una más equitativa distribución de las aguas. El líquido elemento circula por una red de zanjas y canaletas y, en días prefijados de la semana, cuando se abren algunas compuertas en los muretes de barro que hacen de contención, se desborda impetuoso por los campos e irriga los vergeles.
   Los principales cultivos del oasis de Siwa son los dátiles y las aceitunas. Con la aceituna se elabora aceite de oliva, prensándola en arcaicos trujales, de los de piedra de molino accionada por tracción animal, generalmente el burro (foto26). Los dátiles son para consumo interno y para exportación. Se distinguen entre ellos varios tipos y calidades: zaghlul, bint-aisha, amhat, ramli, etc. Con el samani se hace confitura, con el hawashi se rellenan pasteles.
   El palmeral de Siwa se compone de 250.000 palmeras datileras (cifra relativamente corta si la comparamos con el millón del palmeral de Rashid o Rossetta, en el Delta). Entre los tupidos bosques que trenzan sus troncos y palmas (fotos 47, 48 y 49) se esconden diminutas parcelas de tierra pertenecientes a distintas familias, donde crecen otros árboles frutales y se cultivan de forma artesanal los productos típicos de la huerta: tomates, cebollas, coles, zanahorias... Aparecen también, esparcidas entre las palmeras, pequeñas parras que proporcionan unas pocas uvas, utilizadas para comer, no para la fabricación de vino. El único brebaje embriagante que aquí se prepara es el lagbi, un jugo extraído de la palmera y fermentado.
El oasis de Siwa   Las palmeras datileras son plantas dioicas; es decir, se dividen en machos y hembras. Una palmera-macho puede fecundar con su polen hasta cincuenta palmeras-hembra, de ahí que en los palmerales el porcentaje de datileras femeninas sea muy superior al de las masculinas. Pero para la polinización de tal cantidad de palmeras no basta el viento: es necesaria la intervención humana. Y todos los años, los campesinos encargados de la fecundación han de trepar hasta lo más alto de las palmeras para depositar polen en las florescencias de sus penachos. Utilizan para ello largas escaleras de travesaños de madera, aunque a menudo trepan a pelo, enrollándose una tela en torno a la cintura y a la vez al tronco del árbol, a modo de cincha, y haciendo ágiles movimientos de manos y piernas para impulsarse hacia arriba. La cosecha de dátiles es en otoño-invierno y desencadena una gran actividad en todo el oasis con las labores de recogida, almacenamiento y empaquetado para la venta (foto25).
   Los troncos de palmeras se empleaban también como vigas en la construcción de casas de adobe (foto07), hasta que el hormigón y el ladrillo ha ido sustituyendo las antiguas viviendas de arquitectura tradicional por modernas casas de cemento hechas en serie, sin ninguna preocupación por el entorno, que van invadiendo y rompiendo el encanto del oasis.
  
   Todavía se puede uno pasear, sin embargo, por las espectrales ruinas del pueblo viejo y de la ciudadela amurallada de Shali, que se encaraman por las faldas de una colina dominando el centro del núcleo urbano. Aquí se pueden visitar los esqueletos tambaleantes de antiguas casas de barro y madera de palmera de una ciudad que, fundada en el siglo XIII, pervivió hasta 1926. Aquel año, un fuerte aguacero destruyó la mayor parte de los edificios de adobe del poblado. Hay que precisar que el adobe utilizado para la construcción en Siwa era una mezcla (llamada kershef) de greda, yeso y sal, sustancia esta última abundante en las salinas que emergen al desecarse los lagos salados de las cercanías (foto58). Las fuertes lluvias no hicieron sino disolver esta sal y en consecuencia debilitar los muros, que se derrumbaron en gran parte. Los que quedan en pie parece como si estuvieran medio derretidos, adoptando extrañas y frágiles siluetas que confieren un aspecto onírico a las ruinas (foto05). Un afilado minarete troncopiramidal de adobe, perteneciente a la antigua mezquita, es el único edificio entero que sobresale en el laberinto de callejones desiertos y casas deshabitadas.
   Los rayos rasantes del sol poniente acarician las recortadas paredes, puertas y ventanas de este pueblo fantasma, creando vistosos efectos de claroscuro, juegos de luces y sombras que cambian de minuto en minuto, y contribuyen a aumentar la irrealidad del lugar (fotos 02, 03 y 04).
El oasis de Siwa   Desde la cima del montículo que corona el pueblo, la vista se eleva por encima del cerco de palmeras y llega hasta el horizonte (foto01). La agreste belleza del oasis de Siwa se revela aquí en todo su esplendor. En primer término, la intrincada amalgama de ruinas de adobe de la ciudadela de Shali. Un poco más adelante, las casas de la parte nueva. A continuación, rodeando el pueblo como un cinturón verde oscuro de impenetrable espesor, el palmeral de palmerales de Siwa, pulmón y alma del oasis. En ciertos puntos de ese mar de verdor emergen como islotes pequeños cerros y montes. Uno de ellos custodia en su cima los muros ruinosos de un templo de época de los faraones que se dice fue el Oráculo de Amón, consultado por Alejandro antes de emprender su campaña de Asia. Otro tiene como nombre el 'Monte de los Muertos', y está todo él horadado de tumbas rupestres.
  
   Más allá del palmeral, el agua brilla, tachonando el desierto de manchas plateadas. Son lagos, lagunas y estanques que se entretienen en voltear los montes y roquedos circundantes en el espejo remansado de su superficie (fotos 55, 56 y 57). Pequeñas islas cubiertas de vegetación parecen navegar por sus aguas con las palmeras haciendo de mástiles. Una de estas islas, más extensa que las demás, totalmente oculta bajo el denso manto verde de su palmeral, se llama Isla Fatnas, aunque por su singular belleza se le ha dado el sobrenombre de 'Fantasy Island'. Sus palmeras se reflejan en las aguas tranquilas de un lago (Birket Siwa) con más concentración de sal que el Mar Muerto (fotos 50 y 51).
  
   Al este se yerguen los montes Dakrur, una hilera de cerros pelados, también agujereados de tumbas, que se diría salidos de un escenario de western. Al oeste, más allá del lago salado, la majestuosa mole de la Montaña Blanca (Adrar al Milal), una meseta de estratos rocosos horizontales de colores tan claros que parecen blancos por contraste con los amarillos, ocres y sienas que tiñen los alrededores.
   Allá al fondo, difuminada por la calima de las lejanías, la línea del horizonte, dibujando en torno nuestro una circunferencia de 360º. Y más allá del horizonte –no lo vemos pero lo sentimos–, la Libia, el Sahara, el desierto infinito.

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De cómo el oasis de Siwa entró en la Historia
  
   Este paraíso perdido y olvidado que es el oasis de Siwa tuvo sus momentos de protagonismo en la Historia.
   Si bien los vestigios más antiguos que han detectado los arqueólogos corresponden a asentamientos neolíticos del X milenio a C, de antes de la desertización del Sahara, Siwa empezó a ser conocido, bajo el nombre de Sekht-am ('Tierra de Palmeras'), cuando entró dentro de la órbita cultural del Egipto de los faraones, durante la época saíta (Dinastía XXVI, 664-525 a C), cuyos soberanos habían trasladado la capital a Sais, una ciudad en el Delta. También los pobladores griegos de Cirene, en la actual Libia, habían tomado contacto por la misma época con el oasis.
El oasis de Siwa   Cuando Cambises II, hijo y sucesor de Ciro el Grande, invadió Egipto en 525 a C, continuando la expansión del Imperio Persa fundado por su padre, y sustituyendo a la dinastía saíta en el gobierno del país, ya era famoso en el mundo mediterráneo un oráculo que tenía su sede en este remoto oasis de 'la Libia'. Era el Oráculo de Amón, dios originario de Tebas, supremo entre los dioses, que ya por entonces los griegos –que tenían una colonia en el Delta (Naucratis) e intensas relaciones comerciales y culturales con los egipcios– lo habían asimilado con Zeus, el dios supremo de los helenos.
   "(...) el oráculo de Amón, este oráculo también es de Zeus." (Herodoto, II, 55)
   Este oráculo (foto62) fue consultado por personajes tan relevantes en el mundo griego como Pitágoras y Píndaro, que lo popularizó en sus escritos.
   El oráculo dio por extensión nombre a todo el oasis ('oasis de Amón') y a sus habitantes: los 'amonios'. Incluso la palabra 'amoníaco' tiene aquí su origen etimológico: del latín ammoniacus y del griego ammoniakón, que viene a significar 'del oasis de Amón, en Libia', y se aplicaba a una gomorresina de olor desagradable extraída con fines medicinales de la cañaheja, una planta umbelífera norteafricana.
   No conviene desdeñar la influencia que los oráculos ejercían en la política de la época. Por sus bocas hablaban los dioses a los hombres. Los dirigentes acudían a ellos a consultarlos antes de tomar decisiones importantes, fuera efectuar una expedición, una alianza o una guerra. El haber malinterpretado el ambiguo vaticinio del oráculo de Delfos ("Si emprendes una guerra contra los persas, destruirás un gran imperio") le costó al rey Creso de Lidia perder su propio imperio, que cayó bajo el poder persa. Sucedió que el oráculo de Zeus-Amón proclamó un dictamen desfavorable contra la invasión de Egipto por los persas. Pronosticó que su dominio sería efímero y animó a los habitantes de Siwa a oponerles resistencia. Cambises, irritado, planeó enviar a Siwa una parte escogida de sus tropas en una expedición de castigo contra los amonios.
   "Cuando en su marcha llegó a Tebas, (Cambises) escogió del ejército unos cincuenta mil hombres, les encargó que redujeran a esclavitud a los ammonios y prendieran fuego al oráculo de Zeus" (Herodoto, III, 25).
   Pero la expedición acabó en desastre. Los persas no habían contado con las inclemencias del desierto.
   "Las tropas destacadas para la campaña contra los ammonios partieron de Tebas y marcharon con sus guías; consta que llegaron hasta la ciudad de Oasis (se refiere al oasis de Kharga), distante de Tebas siete jornadas de camino a través del arenal; esta región se llama en lengua griega Isla de los Bienaventurados. Hasta este paraje es fama que llegó el ejército; pero desde aquí, como no sean los mismos ammonios o quienes de ellos lo oyeron, ningún otro lo sabe; pues ni llegó a los ammonios ni regresó. Los mismos ammonios cuentan lo que sigue: una vez partidos de esa ciudad de Oasis avanzaban contra su país en el arenal; y al llegar a medio camino, más o menos, entre su tierra y Oasis, mientras tomaban el desayuno, sopló un viento Sur, fuerte y repentino, que, arrastrando remolinos de arena, los sepultó, y de ese modo desaparecieron. Así cuentan los ammonios que pasó con este ejército." (Herodoto, II, 26).
   El recuerdo de esa malhadada expedición al oasis de Siwa, datada en 524 a C, que nunca llegó a su destino ni jamás volvió, sepultados vivos los soldados por una tormenta de arena –sea esto historia o leyenda–, se grabó en la imaginación de las gentes. (Incluso hoy día se pueden ver en Siwa carteles de una agencia de viajes que anuncian, nada menos: 'Excursión por el desierto a la busca del ejército de Cambises enterrado bajo las dunas').
  
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Alejandro Magno estuvo aquí
  
   Casi dos siglos más tarde, en 331 a C, Alejandro Magno cabalgaba con su ejército y guías hacia el Oasis de Siwa por la ruta que desde la actual Marsa Matruh se adentra hacia el sur en el Desierto Líbico. Tras la conquista de Tiro y Gaza, Alejandro había entrado triunfante en Egipto, donde, como enemigo de los persas, fue bien recibido por los nativos, entonces bajo el yugo de la segunda dominación persa (343-332 a C). Visitó la ciudad sagrada de Heliopolis y la antigua capital de Menfis, donde ofreció a los dioses los sacrificios pertinentes. Frente a la isla de Pharos fundó Alejandría. Y entonces, con vistas a consolidar su poder, decidió consultar el oráculo de Zeus-Amón en el lejano oasis de Siwa. El relato de esa travesía por el desierto ha sido transmitido por varios autores clásicos, entre ellos Estrabón y Plutarco, aunque la fuente que se considera más fiable es la de Flavio Arriano, historiador y filósofo griego (92-175 d C), que en su Anabasis de Alejandro cuenta lo siguiente:
    "(...) Alejandro fue poseído por el ardiente deseo de visitar Ammon, en Libia, en parte con el fin de consultar al dios, porque se decía que el Oráculo de Amón era exacto en sus informaciones, y porque se decía que Perseo y Hércules lo habían consultado, el primero cuando fue enviado por Polidectes contra la Gorgona, el segundo cuando visitó a Anteo en Libia y a Busiris en Egipto. También en parte impulsaba a Alejandro el deseo de emular a Perseo y a Hércules, pues se declaraba descendiente de ambos. Dedujo también que su linaje se remontaba a Amón, tal como las leyendas remontaban el de Perseo y Hércules a Zeus. Por lo tanto hizo una expedición a Amón con el propósito de conocer con mayor certeza su propio origen, o al menos para decir que lo había conocido."
   Alejandro y sus hombres siguieron el mismo recorrido que, debido a los condicionamientos geográficos, por fuerza tienen que seguir también hoy los viajeros con destino a Siwa. Los fantasmas del recuerdo de la catastrófica expedición de Cambises debían planear sobre sus mentes. Pero Alejandro estaba hecho de otra pasta, de la sustancia de los dioses.
Alejandro Magno   "Según Aristóbulo, avanzó a lo largo de la costa hasta Paraetonium por una región que era un desierto, aunque no falto de agua, a una distancia de unos 1.600 estadios. Entonces torció hacia el interior, donde estaba localizado el Oráculo de Amón. El camino es desierto, y la mayor parte de él es arena, desprovisto de agua. Pero cayeron copiosas lluvias para Alejandro, cosa que fue atribuída al influjo de la divinidad; como también el siguiente suceso. Cada vez que en esa región sopla un viento sur, amontona arena a lo largo y ancho de la ruta, haciendo invisible el trazado del camino, de forma que es imposible discernir qué dirección tomar en la arena, como si uno estuviera en el mar; pues no hay mojones en el camino, ni montañas por ningún lugar, ni árboles, ni colinas estables que permanezcan erectas, por lo cual los viajeros deben ser capaces de intuir el trayecto correcto, como hacen los marinos con las estrellas. En consecuencia, el ejército de Alejandro se extravió, pues hasta los guías dudaban de la dirección a seguir. Ptolomeo, hijo de Lagus, dice que dos serpientes iban delante del ejército, profiriendo voces, y Alejandro ordenó a los guías seguirlas, confiando en el divino portento. Dice también que éstas les mostraron el camino del oráculo y el de la vuelta. Pero Aristóbulo, cuyas informaciones son admitidas generalmente como correctas, dice que dos cuervos volaban delante del ejército, y que hicieron de guías de Alejandro. Puedo afirmar con seguridad que alguna asistencia divina le fue ofrecida, ya que la probabilidad también coincide con la suposición; pero las discrepancias en los relatos de los distintos narradores han privado a la historia de certidumbre."
   La descripción que hace Arriano del oasis de Siwa –al igual que sucede con la precedente descripción del desierto– se podría aplicar, sin cambiar una coma, al oasis de hoy:
   "El lugar donde está emplazado el templo de Amón está enteramente rodeado de un desierto de arenas que se extienden en la lejanía, que está desprovisto de agua. Un punto fértil, de pequeña superficie, en medio de este desierto; pues donde alcanza su máxima extensión tiene sólo cuarenta estadios de anchura. Esta lleno de árboles cultivados, olivos y palmeras; y es el único lugar en aquellos parajes que se refresca con el rocío."
   Arriano habla también de los manantiales de aguas termales que abundan en el oasis (foto65). Y de los yacimientos de sal cristalizada que emergen con la evaporación de los lagos salados de aguas poco profundas de los alrededores (foto58).
   "Una fuente surge también allí, muy distinta a todas las demás fuentes que salen de la tierra. Pues al mediodía el agua está fría para el gusto, y todavía más para el tacto, tan fría como puede ser el frío. Pero cuando el sol se ha metido por el oeste, se hace más caliente, y desde el ocaso sigue aumentando su calor hasta medianoche, cuando alcanza su punto más caliente. Después de la medianoche se va haciendo gradualmente más fría; al amanecer ya está fría; pero al mediodía alcanza el punto más frío. Todos los días experimenta estos cambios alternos con regularidad. En este lugar se consigue también, cavando, sal natural, y algunos de los sacerdotes de Amón transportan grandes cantidades a Egipto. Pues siempre que van a Egipto la meten en pequeñas cajas de palma trenzada, y la llevan como presente al rey, o a algún otro hombre importante. Los bloques de esta sal son grandes, algunos de más de tres dedos de largo; y es clara como el cristal. Los egipcios y otros que son respetuosos con la divinidad usan esta sal en los sacrificios, ya que es más pura que la que se extrae del mar."
   Poco más añade Arriano sobre la breve estancia del macedonio en Siwa, y cuida de dejar en el misterio lo que el oráculo le dijo, para enterarnos de lo cual habremos de consultar otras fuentes.
   "Alejandro se quedó maravillado del lugar, y consultó el oráculo del dios. Habiendo oído lo que era agradable para sus deseos, como dijo él mismo, emprendió el viaje de regreso a Egipto por la misma ruta, según el relato de Aristóbulo; pero según el de Ptolomeo, hijo de Lagus, tomó otro camino, que conducía derecho a Menfis." (Flavio Arriano, Anabasis de Alejandro).
  
   Antes de Arriano, el historiador y ensayista griego Plutarco (hacia 46-120 d C), en sus Vidas paralelas de Alejandro y Julio César, había escrito una biografía de Alejandro, con un enfoque más psicológico que histórico, donde relata una versión muy parecida de su accidentada travesía a Siwa, y aporta algo más de información sobre el augurio del oráculo.
   "(...) y emprendió viaje al templo de Amón. Era este viaje largo, y además de serle inseparables otras muchas incomodidades ofrecía dos peligros: el uno, de la falta de agua en un terreno desierto de muchas jornadas, y el otro, de que estando de camino soplara un recio ábrego en unos arenales profundos e interminables, como se dice haber sucedido antes con el ejército de Cambises, pues levantando un gran montón de arena, y formando remolinos, fueron envueltos y perecieron cincuenta mil hombres. Todos discurrían de esta manera; pero era muy difícil apartar a Alejandro de lo que una vez emprendía, porque favoreciendo la fortuna sus conatos le afirmaba en su propósito, y su grandeza de ánimo llevaba su obstinación nunca vencida a toda especie de negocios, atropellando en cierta manera no sólo con los enemigos, sino con los lugares y aun con los temporales.
   Los favores que en los apuros y dificultades de este viaje recibió del dios le ganaron a éste más confianza que los oráculos dados después; o, por mejor decir, por ellos se tuvo después en cierta manera más fe en los oráculos. Porque, en primer lugar, el rocío del cielo y las abundantes lluvias que entonces cayeron disiparon el miedo de la sed; y haciendo desaparecer la sequedad, porque con ellas se humedeció la arena y quedó apelmazada, dieron al aire las calidades de más respirable y más puro. En segundo lugar, como, confundidos los términos por donde se gobernaban los guías, hubiesen empezado a andar perdidos y errantes por no saber el camino, unos cuervos que se les aparecieron fueron sus conductores volando delante, acelerando la marcha cuando los seguían y parándose y aguardando cuando se retrasaban. Pero lo maravilloso era, según dice Calístenes, que con sus voces y graznidos llamaban a los que se perdían por la noche, trayéndolos a las huellas del camino. Cuando pasado el desierto llegó a la ciudad, el profeta de Amón le anunció que le saludaba de parte del dios, como de su padre; a lo que él le preguntó si se había quedado sin castigo alguno de los matadores de su padre. Repúsole el profeta que mirara lo que decía, porque no había tenido un padre mortal." (Plutarco, Vidas paralelas. Alejandro, XXVI-XXVII).
  
   El geógrafo e historiador griego Estrabón (63 a C-19 d C), tras relatar las mismas vicisitudes de la travesía por el desierto de Alejandro (el extravío, la tormenta de arena, los cuervos-guías), especifica con más detalle el contenido del oráculo:
   "(El sacerdote-profeta) dijo al rey, expresamente, que era el hijo de Júpiter. Calístenes añade (...) que los embajadores llevaron de vuelta a Menfis numerosas respuestas del oráculo referentes a la descendencia de Alejandro de Júpiter, y sobre la futura victoria que iba a obtener en Arbela, la muerte de Darío, y los cambios políticos en Lacedemonia." (Estrabón. Libro XVII. I, 43).
   El sacerdote-profeta del oráculo de Zeus-Amón confirma, por tanto, la ascendencia divina de Alejandro. Le declara hijo de Zeus (para los romanos Júpiter), que es lo mismo que decir hijo de Amón. La cuestión no era baladí en el antiguo Egipto, pues el representante de la divinidad en la Tierra, el hijo del dios supremo, no era otro que el faraón. Implícitamente el profeta está llamando soberano de Egipto a Alejandro, y es plausible deducir que tal augurio contribuyera a la subsiguiente proclamación de Alejandro como faraón. El nombre de Alejandro aparecerá en jeroglífico en los cartuchos reales (así en Luxor y Karnak), y más tarde en Babilonia su retrato será representado en las monedas ataviado de una corona con dos cuernos de carnero. En Mesopotamia, la tiara con cuernos era atributo de la divinidad. En Egipto esos cuernos curvados en espiral simbolizaban a Amón, el dios con cabeza de carnero.
   Los designios del augur de Siwa fueron favorables a las ambiciones de Alejandro, que, tras dejar organizado con buen número de gobernadores y guarniciones el control del valle del Nilo, abandonó el país para proseguir su campaña contra el imperio persa, llegando en su empeño hasta la India. En su conquista de Asia, Alejandro invocaría constantemente su condición de hijo de Amón, atribuyendo sus éxitos bélicos al favor y protección de esta divinidad egipcia, a la que ofrecía solemnes sacrificios tras cada victoria.
   Uno de los generales que acompañaron a Alejandro en su aventura era Ptolomeo, hijo de Lagus; a los pocos años de la muerte de Alejandro (323 a C), el efímero imperio forjado por el macedonio estalló en pedazos, y varios de sus oficiales, los llamados Sucesores, guerrearon entre sí y terminaron por repartirse la soberanía sobre los distintos territorios. Ptolomeo se apoderó de Egipto, lo declaró independiente, y asumió el poder primero como sátrapa y luego como nuevo faraón, fundando la dinastía Ptolemaica (o Lágida), que iba a durar 300 gloriosos años. Se dice que Ptolomeo ordenó trasladar el cadáver de Alejandro –obedeciendo sus supuestas últimas voluntades– a Egipto, para organizar sus funerales y entierro.
   "En Babilonia (ciudad en que murió Alejandro), los egipcios lo embalsamaron para la posteridad, y mientras los oficiales se preguntaban quién buscaría su amistad, hicieron correr la voz de que el deseo del moribundo había sido ser enterrado en Siwa, convenientemente lejos de todos sus rivales. (...)
   La posesión del cadáver de Alejandro era un símbolo excepcional de prestigio (...); se habló de celebrar un funeral en Siwa para mantener tranquilos a los soldados, y, durante un par de años, los ingenieros estuvieron ocupados con los intrincados planos del carro fúnebre. (...)
   Cuando el conjunto estuvo preparado, Pérdicas, su guardián, se hallaba luchando con los nativos de Capadocia, la única brecha en el Imperio occidental de Alejandro; así pues, estaba fuera de juego, y mientras tanto Ptolomeo, nuevo sátrapa de Egipto, se había hecho amigo del oficial que estaba a mando del cortejo. Macedonia no fue consultada; el carro partió en secreto hacia Egipto, y Ptolomeo acudió allí para encontrarse con el botín que justificaría su independencia. Se adelantó a los rivales que no habían hablado con el suficiente entusiasmo de Siwa y, en lugar de enviar el ataúd al desierto, lo expuso primero en Menfis y después, finalmente, en Alejandría, donde todavía pudo ser visto por el joven Augusto cuando visitó Egipto trescientos años más tarde. Desde entonces el féretro nunca volvió a verse. A pesar de los intermitentes rumores, la actual Alejandría no ha revelado el lugar en el que se encuentran los restos de su fundador; probablemente fue Caracalla quien visitó por última vez el cadáver y éste fue destruido durante los disturbios que padeció la ciudad a finales del siglo III d C."
   (Robin Lane Fox, Alejandro Magno, conquistador del mundo)


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Ruinas en el oasis
  
   ¿Y dónde está el mausoleo de Alejandro Magno? Su localización es hoy objeto de controversia. Algunos arqueólogos dicen que tiene que estar en Alejandría, todavía por descubrir en el subsuelo de la ciudad. Otros afirman que la tumba de Alejandro se halla en el lugar donde fue exaltado al rango de faraón: en el oasis de Siwa.
El oasis de Siwa   En enero del año 1995 saltó a los periódicos de todo el mundo la noticia de que había sido descubierta la tumba de Alejandro Magno en el oasis de Siwa, por un equipo de arqueólogos dirigidos por la profesora Liana Souvaltzi, graduada en arqueología y filología por la Universidad de Atenas. Se calificó el hallazgo como 'uno de los más grandes descubrimientos arqueológicos de este siglo'. El anuncio resultó ser prematuro, pues la excavación, comenzada en 1989, estaba todavía en fase de desarrollo y sin concluir. Al año siguiente las autoridades egipcias denegaron la renovación de los permisos de trabajo en las ruinas, con lo que la excavación quedó abortada. El descubrimiento fue desacreditado por algunos arqueólogos. Y así siguen hoy las cosas. Las obras paralizadas, el recinto cerrado y abandonado, cubierto de escombros. Las piezas arquitectónicas y escultóricas salidas a la luz, que habían sido almacenadas en el exterior protegidas por embalajes, están ahora deteriorándose a la intemperie. No se permite a nadie acercarse al lugar, y la fotografía está prohibida. Todo esto lo cuenta la profesora Souvaltzi en su libro 'The Tomb of Alexander the Great at the Siwa Oasis', que defiende con ahínco frente a sus detractores la autenticidad de la tumba (un gran corredor de 55 metros, decorado al estilo griego –el único caso en Siwa–, que conduce por una puerta a una cámara todavía por desescombrar), y atribuye a maniobras políticas del gobierno griego (el tema de Macedonia está en el trasfondo) la paralización del proyecto.
  
   Si el asunto de la tumba de Alejandro sigue siendo polémico, hay mayor unanimidad al atribuir la localización del célebre Oráculo de Zeus-Amón a un templo faraónico que se yergue en la cumbre de un cerro (la roca de Aghurmi) y sobresale como una isla por encima del palmeral (foto59), pudiendo ser divisado desde prácticamente todo Siwa. Se accede a lo alto del otero subiendo por unas escaleras y atravesando un portalón cubierto, provisto de enormes puertas de madera, que dan paso a las ruinas de mampostería y adobe de Aghurmi, otro pueblo arruinado por las lluvias como en el caso de El oasis de SiwaShali. También aquí el alminar troncopiramidal de la mezquita es el único edificio que queda en pie (foto61).
  
   En medio del amasijo de tierra y cascotes de esta aldea abandonada destacan los sólidos sillares grises del templo del Oráculo, o lo que queda de él (foto62), que data de tiempos de Amasis (570-526 a C), el penúltimo rey de la dinastía saíta, o sea, de poco antes de la invasión de los persas de Cambises. Dedicado al culto de Amón, 'el Señor de los Consejos', sólo conserva la carcasa de los muros, consolidados más que restaurados, de una estructura compuesta por dos antecámaras y una cámara al fondo, comunicadas entre sí por pórticos en el típico estilo egipcio-faraónico tardío, y con el techo desaparecido. También ha desaparecido en su casi totalidad la decoración interna de sus paredes, aunque aún se puede distinguir con dificultad un bajorrelieve medio borrado de un personaje tocado con una corona rematada por dos grandes plumas: la representación habitual del dios Amón.
   Tras el episodio de Alejandro, el Oráculo de Zeus-Amón fue sumiéndose poco a poco en el olvido, y ya bajo el gobierno de los romanos las profecías de los oráculos habían caído en el desprestigio. Así lo recoge Estrabón, que viajó por Egipto en la época de la pax romana:
    "Habiendo oído hablar mucho del templo de Amón, sólo deseamos añadir esto: que en tiempos antiguos la adivinación en general y los oráculos eran tenidos en mayor estima que en el presente. Ahora están muy desatendidos: ya que los romanos están satisfechos con los oráculos de la Sibila, y con la adivinación tirrena mediante entrañas de animales, vuelos de pájaros y apariciones portentosas. Por eso el oráculo de Amón, que antaño se tenía en gran estima, está casi abandonado." (Estrabón. Libro XVII. I, 43).
  
   A un par de kilómetros del Oráculo, todavía pueden verse en un claro del palmeral los escasos restos de otro templo faraónico, llamado hoy de Umm Ubayda. Ambos templos estaban conectados por una calzada, y formaban parte de un mismo complejo ceremonial dedicado a Amón. Construido bajo el reinado de Nectanebo II (360-343 a C, XXX Dinastía) por Wenamun, 'el Gran Jefe del Desierto', no queda del edificio más que un muro en pie rodeado de enormes bloques de piedra desparramados por el suelo, muchos de los cuales contienen inscripciones. El oasis de SiwaEl muro despliega tres rangos superpuestos de bajorrelieves, con figuras de dioses y reyes en procesión sobre un fondo cromado (foto64), y sobre ellos un extenso texto jeroglífico que hace referencia al rito funerario de la 'apertura de la boca'. A principios del siglo XIX, el templo todavía se conservaba bastante entero, pero un terremoto en 1811 lo dañó severamente, y en 1897 un gobernador de Siwa no tuvo mejor ocurrencia que hacerlo estallar con pólvora para aprovechar sus sillares en la construcción de una comisaría de policía cercana. Lo poco que ha sobrevivido del templo todavía está pendiente de excavación arqueológica.
  
   No lejos de este templo, en otro claro del palmeral, puede uno darse un chapuzón en una gran piscina natural de aguas termales, de forma perfectamente circular. Las flechas señalizadoras que guían al lugar indican: 'Fuente de Cleopatra'. Un nombre sonoro y sugerente, aunque no exista ninguna evidencia de que la reina de Egipto se bañara nunca aquí. Es probable que esta poza formara parte integrante del complejo religioso del templo de Umm Ubayda y el Oráculo de Amón. Sus límpidas aguas dejan ver un fondo de rocas y plantas acuáticas (foto65), desde donde salen a borbotones burbujas que suben a la superficie. Las paredes circulares internas que delimitan el manantial eran hasta hace pocos años de piedras talladas, posiblemente de época romana, pero hoy han sido sustituidas por un vulgar revestimiento de azulejos.
El oasis de Siwa   Gracias a su riqueza agrícola, el oasis de Siwa gozó todavía de algunos siglos de prosperidad bajo los romanos y los bizantinos, para ir luego cayendo en el letargo y prácticamente desaparecer sepultado bajo el polvo de la Historia.
   
   De su importancia en tiempo de los romanos dan testimonio los numerosos cementerios de tumbas rupestres, datados en esa época, que se hallan diseminados por todo el oasis y sus alrededores. Casi no hay monte, colina o cerro en Siwa que no esté acribillado de hipogeos excavados en sus paredes rocosas, hasta el punto de que se podría asegurar que en el oasis de Siwa hay más tumbas que casas, más muertos que vivos. El llamado Jebel al-Mawtah (o 'Monte de los Muertos') es el más céntrico del lugar, un auténtico gruyère con decenas de túneles y cámaras mortuorias de todos los tamaños, horadadas a su vez de nichos para sepulturas (foto66). Algunas de las tumbas están decoradas con pinturas, pero justo ésas están cerradas a los visitantes. En 1940 la necrópolis de este monte fue utilizado como refugio antiaéreo, ya que Siwa fue escenario de algunas batallas de la I y la II Guerra Mundial, ocupada primero por el ejército británico y luego por los alemanes del Afrika Korps de Rommel.
  
   En otros parajes del oasis, como Bilad al-Rum o Deheiba, situados a algunos kilómetros del centro, se pueden ver otras necrópolis, consistentes en hileras interminables de cámaras rectangulares socavadas al pie de los montes, abiertas a la intemperie, abandonadas durante siglos, en algunas de las cuales todavía se pueden encontrar, semienterrados en la arena, cráneos, costillas y fémures de los difuntos allí inhumados (foto67).

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La magia de Siwa
  
   Los habitantes del oasis de Siwa han sido siempre celosos guardianes de sus tradiciones y costumbres, marcando diferencias con las del resto de la sociedad egipcia. Cuando en 1819 los oasis occidentales fueron oficialmente anexionados a Egipto por Mehmet Ali, el padre del moderno Estado egipcio, los siwies se rebelaron y llevaron a cabo numerosas revueltas. Existe un documento custodiado por una de las principales familias del oasis, el 'Manuscrito de Siwa', que deja constancia de las inusuales costumbres de los moradores del lugar. Transcribimos como ejemplo un párrafo del libro del fotógrafo y periodista Jordi Esteva, buen conocedor de la cultura islámica, titulado Los oasis de Egipto:
   "A pesar de su cercanía con el Mediterráneo, el oasis de Siwa permaneció siempre muy aislado, conservando su cultura y sus costumbres, algunas tan peculiares como el singular matrimonio entre hombres descrito por el viajero alemán Steindorff. Los terratenientes contraían matrimonio homosexual con sus jornaleros, los llamados 'zaggalah', quienes no recuperaban su libertad hasta los cuarenta años; solo entonces se les permitía casarse con mujeres. Las dotes, 'mahr', que se pagaban por los chicos eran considerables, y los faustos mayores que los matrimonios ortodoxos. (...) El rey Fuad, durante su visita en 1928, prohibió terminantemente los matrimonios entre los terratenientes y sus 'zaggalah', aunque al parecer continuaron celebrándose por unas décadas." (Jordi Esteva, Los oasis de Egipto, 1995)
El oasis de Siwa
   Este estado de cosas tiende a cambiar en los últimos años, en los que se aprecia una progresiva uniformización de la cultura del oasis con la cultura islámica del resto del país. El asfalto y los modernos medios de comunicación han puesto en contacto a este pueblo aislado en el desierto, a 300 km del lugar habitado más cercano, con el resto del mundo. Y aunque no se puede decir que la industralización haya irrumpido de forma avasalladora en Siwa, sus efectos indirectos se dejan notar por todas partes: postes y cables de electricidad, de teléfono, antenas parabólicas, grupos electrógenos, tractores, camiones (los sustitutos de las antiguas caravanas de camellos), etc., forman ya parte indisociable del paisaje (foto34).
   Pero la magia de Siwa sigue intacta. Se puede sentir con sólo pasearse por sus intrincados y bellísimos palmerales, recorrer en bici sus montes y ruinas, bañarse en sus lagunas de aguas dulces o en sus pozas de aguas termales, charlar con sus apacibles habitantes, siempre sonrientes, siempre amables con el extranjero.
   Cada mañana se produce una explosión de colores en el zoco, situado en la plaza central. Las tiendas levantan sus persianas, los campesinos de las aldeas vecinas acuden con sus carros tirados por burros (foto28) e instalan a su vez puestos ambulantes de frutas, de verduras, de ropa, de artesanía. Se venden troncos para leña (foto17). Sacos de especias de todos los colores perfuman el ambiente con mil aromas. Las carnicerías ofrecen carne de cordero o de dromedario (fotos 18 y 19). En las pollerías se venden huevos recién puestos (foto20), se pesan vivos los pollos en balanzas (foto21) para a continuación degollarlos y desplumarlos (foto22). En las aceras y en los tenderetes se acumulan auténticas colinas de berzas o coliflores (foto14), tan exuberantes que parecen traídas de una tierra de promisión. Tomates, patatas, cebollas, ajos, zanahorias, naranjas, plátanos, dátiles... Se siente la abundancia, la generosidad de los campos.
   Tanto los vendedores como los clientes son en su mayoría hombres. Se echa de menos la presencia de las mujeres, que en raras ocasiones pueden ser fugazmente entrevistas andando por las calles, envueltas en sus túnicas y velos. Intuimos su belleza gracias a que podemos contemplar los hermosos y radiantes rostros de las muchachas jóvenes, todavía no ocultos por el chador (foto42).
   Los chiringuitos de artesanía (foto23) venden joyas de plata afiligranada, potes y cuencos de cerámica, tapices de diseños bereberes y, como en tiempos de los faraones, cestillos y canastas hechos con hojas de palmera trenzadas y coloreadas, una especialidad del lugar.
   Los niños, vestidos con sus galabeyas, cuidan de los burros, mientras sus padres están a la faena (foto29). El burro, ese simpático y servicial cuadrúpedo, sigue siendo el medio de transporte local más popular en el oasis, aunque la bicicleta le hace cada vez más la competencia. Las bicis son aquí unos armatostes de piñón fijo que se pueden alquilar por unas pocas libras para todo el día, y constituyen el medio ideal, si conseguimos una a la que no se le hunda el sillín, para recorrer los campos y aldeas de los alrededores. No hay que temer al pinchazo, porque abundan los talleres de reparación. Uno de estos destartalados garitos anuncia en un rótulo: 'Alta ingeniería para bicis' (foto33).
   Al anochecer, se acumulan las nubes en el cielo, sin llegar nunca a generar precipitaciones. El calor ambiente se lo impide. Las nubes se arrebolan con los últimos rayos del sol poniente, desplegando todo el espectro de colores que van del oro al carmesí, y al mismo tiempo se miran en los espejos de agua de los lagos Birket Siwa o Birket Zaitun, para multiplicar por dos la belleza del oasis (foto57). El espectáculo se prolonga hasta que sale la luna, derramando su luz plateada sobre las sombras de los palmerales.
  
   Nuestra estancia en Siwa toca a su fin, y no queda otro remedio que volver a la dura realidad. Han sido unos días y unas noches memorables, inmersos en la magia inaprensible de un oasis donde todo invita a la ensoñación. Y nos sentimos como debieron sentirse Adán y Eva: expulsados del paraíso. Pero no queremos volver sobre nuestros pasos, sino tomar la pista que a lo largo de 350 km de desierto conduce rumbo sudeste al oasis de Bahriya.
   Concertamos junto a un pequeño grupo de viajeros de varios países un jeep todoterreno con conductor. El chófer es un campesino que se postra en la arena para rezar una oración antes de partir (foto68). En la travesía debemos pasar la noche improvisando un vivac en mitad del desierto (foto71). Encendemos una hoguera para combatir el intenso frío. El suelo arenoso está literalmente tapizado por millones de conchas fosilizadas de un molusco acuático bivalvo, parecido a la almeja (foto70). Los fósiles cubren todo lo que abarca la vista, se extienden a la redonda hasta el horizonte. No hay duda posible. Esto que es hoy un desolado arenal fue antaño un inmenso lago o un mar. No se puede caminar sin pisar y romper estas frágiles conchas, que se van convirtiendo, al quedar trituradas bajo nuestras botas, en granos de arena. Arena que se suma al infinito número de las arenas del Sahara, el desierto más grande de nuestro planeta.

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EL OASIS DE SIWA

Indice de textos
Del verde al amarillo: la desertización del Sahara
Los oasis de Egipto
Siwa o el paraíso perdido
De cómo el oasis de Siwa entró en la Historia
Alejandro Magno estuvo aquí
Ruinas en el oasis
La magia de Siwa

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EL OASIS DE SIWA

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Fotografías: Eneko Pastor
Realizadas en el Oasis de Siwa (Desierto Líbico, Egipto)
 
 
 
  

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