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  SIRIA MILENARIA
Siria milenaria
  
   Pese a estar de triste actualidad, Siria es una gran desconocida para occidente. Más de cuarenta años de dictadura militar han podido contribuir a ello.
   Y, sin embargo, esta castigada nación conserva vestigios extraordinariamente sugestivos de un pasado tan viejo como el hombre. Siria es una pieza clave en el puzzle de la historia, sin la cual no podría apreciarse su cuadro completo en lo que respecta al origen de la civilización, al esplendor del mundo clásico, al nacimiento del cristianismo y del islam.
   La presente exposición le invita a un periplo visual por algunas de las ciudades y monumentos más emblemáticos de Siria, seleccionados entre su ingente y poco conocido patrimonio histórico-artístico. Atendemos también al aspecto humano, incluyendo algunos retratos de sus habitantes.
   95 fotografías on line
Indice de textos
Diario de viaje por Siria
Alepo en la encrucijada
Simón del desierto estuvo aquí
Crac de los Caballeros
El camino de Damasco
Las norias de Hama
Bosra, ex-capital de Arabia
Amor a Tadmor
Indices de fotos
Indice general
Indice 1  Alepo
Indice 2  San Simeón. Crac de los Caballeros
Indice 3  Damasco
Indice 4  Damasco
Indice 5  Bosra. Hama. Maalula
Indice 6  Palmyra
Otra colección de fotos de Siria en fotoAleph

LAS RUINAS DE PALMYRA. Oasis de mármol y oro
   
  
   
  
   Vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño.
   Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto...

                                                                             (Jorge Luis Borges, extractos de El Aleph)




   Vi la milenaria Siria, encrucijada del cercano oriente, país mil veces azotado por las embestidas de la historia.
   Pero esa historia había sido también esplendorosa. Y había dejado, en sus desérticos paisajes, innumerables vestigios de sus extraordinarios logros.
   Vi los laberínticos y oscuros bazares de Alepo. Vi la gran mezquita de los omeyas en Damasco, uno de los santuarios más antiguos y más fastuosos del islam.
   Vi el lugar donde Simeón el Estilita había vivido una vida de ascesis subido en lo alto de una columna.
   Vi el gigantesco castillo de Crac de los Caballeros, construido por los cruzados. Vi las norias de Hama, de origen romano y todavía en uso.
   Vi las bellísimas ruinas de Palmyra, un oasis de mármol y oro en medio del desierto, símbolo de la fugacidad de las riquezas y los imperios que se creían eternos.
  

Diario de viaje por Siria
  
   Los textos que vienen a continuación son extractos de un diario de viaje que hicimos dos personas en automóvil desde España hasta la mítica ciudad de Petra, en Jordania, para lo cual tuvimos que atravesar Siria dos veces, una a la ida y otra a la vuelta. El viaje fue realizado en otoño de 1986, durante la dictadura militar de Hafez el-Asad, padre del actual presidente de Siria Bashar el-Asad.
   Textos: Eneko Pastor

 Domingo, 14 de septiembre. Frontera Turquía-Siria. Alepo
   Cerca de la frontera con Siria el paisaje ya es pre-desértico. Llenamos el depósito en una gasolinera. Los expendedores nos piden cigarrillos.
   Kilis, la última ciudad de Turquía, es una población de aspecto fantasma. De allí hasta la frontera vamos solos; nuestro coche es el único vehículo que rueda por la carretera. Toda la orilla izquierda de la calzada está vallada de alambradas de espino como en los campos de concentración.
   Llegamos a la frontera turca, y el primer policía con que nos topamos se interesa por el modelo de coche (una furgoneta Citroën C-15, que para él es una novedad), y pregunta a ver si lo puede probar.
   Me bajo, se monta él al volante y da unas cuantas vueltas por las cercanías. Cuando se cansa de conducir, nos deja continuar.
   Los aduaneros y policías turcos están en la hora de la comida, y se toman su tiempo para hacernos rellenar papelotes y registrar el coche. Al cabo de media hora nos dejan pasar. Ahora nos toca la frontera siria, a la que vamos con miedo.
Siria  
   Pero nuestros temores se quedan cortos ante la realidad, pues la cosa es mucho peor de lo que esperábamos.
   Lo primero que nos dicen es que tenemos que cambiar forzosamente 100 dólares por cabeza, en una chabola que pone 'Central Bank of Syria'. Las tasas de cambio están escritas a tiza en una pizarra:
  
   1 USA DOLLAR                     9,75
   ISPANIA PESETAS 100       202,25
  
   Según esta tabla, si cambiamos dólares, la libra siria nos sale a 14 pts. y si cambiamos pesetas, sale a 0,50 pts. Pero no nos dan opción: hay que cambiar en dólares. Luego nos marean todo lo que pueden. Nos hacen ir a otra caseta, donde nos dicen que nos presentemos antes en la aduana. En la aduana nos dicen que antes vayamos a la policía. En la policía hay que rellenar dos cuestionarios por persona.
   En las taquillas de la policía no hay nadie atendiendo, y aparecen a los veinte minutos. Nos preguntan hasta el número de motor del coche. Después de rellenar papeles y papeles, y quedarse con los resguardos del cambio del banco, nos mandan a la aduana.
   El aduanero, después de examinar pasaportes (que llevan el preceptivo visado expedido, tras arduos trámites, en la embajada de Siria en Madrid) y permiso de circulación, me dice que necesita una foto mía.
   Le digo que no tengo. Me dice que es absolutamente imprescindible para hacer el seguro del coche, y que a ver si puedo sacarla de algún carnet. Busco en la cartera y me ven las tarjetas de crédito. Me preguntan para qué son. Se lo explico. Él traduce a unos individuos gordos que andan por allí en camiseta. La única foto que tengo es la del DNI. Me dice que o ésa, o tendré que ir al próximo pueblo, pero no en mi coche, a hacerme una foto y volver a la frontera. Le digo que use mi DNI. Me manda a otra caseta, la del seguro, donde otro individuo se dedica a rellenar papeles enormes. Tres papeles con sus copias para un seguro. Me pregunta el nombre de mi padre y de mi madre. Se confunde al poner el calco y tiene que rellenar un papel más. Se los pasa a otro funcionario, que no entiende mi nombre escrito en árabe por el anterior. Todo esto sucede entre interrupciones de otros funcionarios que pasan por allí. Me dice que la foto del DNI no vale. Le digo que el boss ha dicho que es OK.
   Nos mandan otra vez a la aduana. El boss me grapa el DNI a los papelotes y con un tampón le estampa un cuño a la foto. Nos pregunta si tenemos algo que declarar. Que no.
   –Whisky, beer?
   –Only wine.
   –How many bottles?
   –Two or three. I don't know.
   –I need one.
   Decido darle una botella de vino, en la ingenua esperanza de que nos saque de la pesadilla, pero me equivoco. Se la guarda y nos manda a los aduaneros.
   Estos se ponen a registrar el coche a fondo. Cogen la caja del filtro de aire que llevamos de repuesto y como está cerrada se disponen a romperla. Mi compañero de viaje se la quita de las manos y la abre.
   Mientras nos hacen deshacer las mochilas, otro aduanero pregunta qué son las gafas de bucear. Al mismo tiempo otro descubre la cartera del dinero y a partir de ese momento les entra a todos como un ataque de nervios. Extraen los billetes. Se los quito de las manos y los guardo en la cartera. Me vuelven a quitar la cartera y a sacar los billetes, pasándoselos uno al otro. Les pido que me los devuelvan. Por fin me dicen que hay que declarar el dinero. Otra vez a la aduana a rellenar un enésimo papel registrando los pequeños sobrantes de pesetas, francos, liras, dracmas y liras turcas que habíamos ido acumulando en el viaje.
   En un momento dado me piden un bolígrafo para rellenar unos datos, que ya no vuelvo a ver.
   Al cabo de dos horas conseguimos atravesar la frontera. Veíamos que no éramos los únicos que tenían que pasar por ese trago. Había llegado un autobús de nativos, a quienes les hicieron bajar todas las maletas de la baca, procediendo a registrarlas una por una.
   De la frontera nos vamos directamente a Alepo.
  
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Alepo
Fotos 01-12
  
   Por la carretera no hay ni la más mínima señal indicadora y conseguimos llegar a Alepo a base de preguntar la dirección a los viandantes que encontramos por el camino.
   Esperábamos no ver ya más policías, pero ¡cómo nos equivocábamos!
   Entramos en Alepo, resultando ser una ciudad grande y ruidosa, con todos los coches tocando el claxon a todas horas, donde damos más vueltas que un tiovivo buscando un hotel. Todos los rótulos están escritos en árabe.
   Estacionamos el coche y nos metemos por unas callejas viejas. Pregunto por un hotel y me mandan a Bab Faraj, no sin antes darme a beber una copa con un café muy especiado. La gente se muestra muy simpática.
   Preguntando, localizamos Bab Faraj, que es un barrio populoso y animado, donde están todos los hoteles, cines y restaurantes de la ciudad. Hay puestos de frutas, y un restaurante con licencia para vender cerveza, el Kindi Lokantasi (lokanta, en turco = restaurante).
   Lo primero que hacemos es comernos un pollo con ayran (una especie de suero de leche) y luego vamos al Palmyra Hotel, donde nos atiende un chaval como de ocho años. Nos cobran 70 libras por habitación, que al cambio nos sale por unas 1.000 pts. Observamos que en general los precios son más caros de lo que nos habíamos supuesto.
   La habitación comunica por el balcón con las dos laterales, y en una de ellas hay tres jordanos alojados que están de vacaciones. Dos de ellos son estudiantes, uno de medicina, el otro de economía, y el tercero ha terminado hace un año de estudiar y ahora disfruta de sus primeros salarios que el puesto de empleado de banca le da.
   Siria les parece un país very very cheap, y están encantados en Alepo, de donde, tras pasar tres días, viajarán a la costa para terminar allí sus vacaciones de quince días. Vienen de Amán (Jordania), que está a 500 km, y es el viaje más largo que han hecho en su vida. Se pasan los tres días renovando su vestuario por los zocos.
   Voy a la fortaleza de Alepo y cuando estoy sacando unas fotos me abordan tres estudiantes. Se llaman Ziad, Mahmud y Kalthum. Dos de ellos dicen hablar inglés y uno francés, pero ninguno pasa de las palabras más elementales. Ziad dice que
   –Je t'aime beaucoup beaucoup les femina.
   Y lo cierto es que están, con sus 18-19 años, poco menos que en estado de celo. Cada vez que pasan chicas no pueden reprimirse de echarles piropos en los que incluyen un agradecimiento a Allah. Las chicas pasan invariablemente de largo, impertérritas, haciéndose las sordas, sin concederles la más mínima atención.
   Me enseñan una técnica para mirar a las mujeres por debajo de las faldas. Cuando pasa una, se dejan caer al suelo como por azar las llaves y al agacharse a recogerlas, con un giro de cuello, se puede echar de refilón un vistazo estratégico.
   Me van mostrando y comentando las cosas que hay en la ciudad camino de regreso al hotel. Les presento a mi compañero de viaje (en adelante, para abreviar, lo designaremos como "M").
   Vamos los cinco a dar una vuelta en coche y nos conducen a un barrio moderno, donde en una cafetería luxury tomamos unas cocacolas y una especie de pizzas que se empeñan en pagar ellos. Seguimos dando unas vueltas por los barrios chic; nos enseñan lugares como la universidad, los parques, las avenidas, los hospitales, y nos informan de cosas imprescindibles como que en los semáforos "Red, stop. Green, go". Nadie lo diría, a juzgar por cómo conducen los alepinos. Nos dejan en el hotel después de dar mil vueltas y nos prometen que volverán al día siguiente.
   Compramos unas cervezas en un puesto de venta de licores con licencia, donde el tendero nos pregunta si somos españoles, y dice que él es 'venesuelo'. De hecho nació en Caracas y habla algo de castellano, aunque se trasladó a Siria de pequeño. Nos habla de la violencia en Caracas. Elogia lo rico que es el jamón en España. Nos pregunta por Gonsales. Tardamos un rato en caer en que se refiere a Felipe González. "Mucho hablar y poco haser" –nos comenta.
   Tomamos un té en una terraza de un primer piso, llena de sirios con atuendos beduinos (túnica gris y pañuelo blanco en la cabeza sujeto con dos aros negros), tomando té, fumando narguilé y jugando al backgammon o al dominó.
   En el zoco, uno nos pregunta que qué pasa con los turistas, que no vienen por Siria, que los sirios no nos van a comer.
   Otro nos dice: "¿Ispania? Ah, sí, sí. Vicino mamma mia".
   Otro, cerca del hotel, cuando nos pregunta qué hacemos por allí, le decimos que somos turistas. Nos contesta:
   –I don't believe you.
  
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Siria    
Lunes, 15 de septiembre. Alepo
   Salimos a ver Alepo. Por el camino encontramos un banco. Entramos a cambiar más dinero y cambiamos francos. Una hora. Papeleos, una chica mecanografiando con un dedo formularios en árabe, funcionario con un tampón que nos rechaza un billete porque tiene una muesca en el margen, el cajero que llama a un especialista y éste examina cada uno de los billetes al trasluz.
   Por fin nos dan las libras sirias. Calculamos a cuántas pesetas salen y resulta ser a 6 y pico. Pensamos que hay alguna confusión, pues en la frontera el cambio nos había salido casi a 15. Como el cambio nos sale aquí más favorable salimos del banco, pero entramos en otro a preguntar las tasas de cambio, pues estamos muy extrañados con semejante diferencia.
   Descubrimos que el dólar está a 22,30 en lugar de a los 9,75 del cambio obligatorio de la frontera. Pensamos en la posibilidad de denunciarlo, pero recordamos que la policía de la frontera se ha quedado con el justificante del cambio, y no podemos, por tanto, probar nada. Todo ha sido un cambalache montado entre los funcionarios de la frontera.
   Pero resulta que de golpe el país se nos ha puesto a más de la mitad de barato. Maldecimos a los fronterizos y lamentamos tener que pasar en el futuro tres veces más por el mismo trago.
    Vemos un caravasar del siglo XVI, tomamos un zumo de granadas, visitamos la Gran Mezquita (foto03), donde todo el mundo está a sus rezos y nos dejan absolutamente en paz. Se nota que en este país no hay turistas.
   Desde la mezquita hay un acceso directo al bazar cubierto, que está oscuro y misterioso: un laberinto de galerías abovedadas (foto05), tan grande como el de Estambul, pero menos turistizado y más auténtico, sin visas ni american-express. Telas de brillantes colores, olores a especias, puestos de shish-kebab, un hammam, burros que pasan, gentío.
   Damos vueltas y vueltas por el bazar, y durante nuestra estancia en Alepo repetimos la visita muchas veces.
    Al salir sugiero a M que vayamos a la ciudadela, y tengo que porfiar para convencerle entre protestas, pues hace mucho calor.
   La ciudadela es grande y ruinosa, llena de escaleras interiores, pasadizos, un hammam, mezquitas, etc. Una gran sala del trono de un palacio con techos de madera pintada es lo único que no está en ruinas.
   Está construida sobre una colina rodeada de un foso (foto01). Desde arriba hay una vista del conjunto de Alepo, donde queda evidente el desaguisado urbanístico. Tiene una parte vieja grande (foto04), pero muy estropeada por mamotretos arquitectónicos, rodeada de una parte nueva aún más grande pero impersonal.
   Arriba, un sirio les pide a un par de extranjeros que posen junto a su familia para hacerles una foto. Otro sirio vestido de jeque árabe (con túnica blanca y pañuelo de aros) graba con una videocámara.
   Vamos a comer al Kindi Lokantasi. Nos instalamos en el primer piso, pedimos pollo, y nos empiezan por sacar seis platos de entremeses: hummus, baba-ganush, pepinillos, pistachos, yogur con pepinos, etc. Nos llenan la mesa de viandas y cuando creemos que no vamos a poder meter nada más al estómago, nos sirven el pollo troceado a la brasa. Cada cerveza es de más de medio litro.
   Es un restaurante con mucho movimiento, con mucha marcha en la cocina, y con toda la clientela acompañando la comida con cerveza, whisky o araq (anisado seco, a tomar enturbiado con agua, que se conoce como ouzo en Grecia y raki en Turquía). Caramba con los países musulmanes estrictos. Nos hacemos clientes asiduos y en adelante nos saludarán con un apretón de manos cada vez que entremos.
   Tras semejante comilona lo único que podemos hacer es tumbarnos panza arriba y echar la siesta en el hotel.
  
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   A las 4 aparecen Ziad y Mahmud, con Emad Ibrahim, otro estudiante que sustituye a Kalthum. Me llevan a ver la ciudad vieja.
   Al entrar en la Gran Mezquita, hay una fila larguísima de fieles rezando. Me indican el lugar donde pueden ir las mujeres, que no pueden entrar a la nave principal.
   Damos vueltas por la parte vieja, viendo zocos, zapateros artesanos, mezquitas (foto07), medersas, hammams, el gremio de joyeros de oro, unas iglesias cristianas armenias y otra ortodoxa. En un momento dado nos juntamos con otros dos estudiantes de la misma escuela. Compruebo que no dejan sin piropear ninguna chica con la que se cruzan. Les comento acerca de unos carteles de "sex-films" que he visto cerca del hotel, y me contestan que es propaganda engañosa, que de sex solo el cartel, pues en la película no se ve nada; de lo contrario, la policía entraría y se llevaría al exhibidor.
   Me informan de que ha habido una explosión de bomba en los Campos Elíseos de París. Se muestran anti-Reagan y partidarios de Gadafi, pero no le hacen ascos a la música de Michael Jackson.
   Me acompañan al anochecer al hotel. Y uno de ellos (Ziad) me pasa una libreta para "autographe". Quiere decir que le escriba una dedicatoria. Nos intercambiamos las direcciones, y al despedirse de M le regalan un "rosario". M hacía días que les había echado el ojo. Son como rosarios de cuentas de plástico o vidrio, que llevan todos los sirios para tener algo enredando entre las manos. Es una costumbre que se extiende hasta Grecia y dicen que es relajante. Pero al parecer es también adictiva, porque M inmediatamente le coge el gusto y me va a todos los lados manipulando el rosario. Es más, al día siguiente se compra otro más de su agrado.
   M me comenta que ha pasado la tarde deambulando por el mercado. Que le ha abordado un mozo de unos veinticinco años: "Hello, where do you come from?", y tras los dos minutos de charla protocolaria le ha invitado a un té y de repente se ha visto sentado en una estancia lujosa con estanterías repletas de alfombras. El mozo ha intentado venderle kilims, jarras de plata antigua, narguilés y antiguas prendas femeninas, inventándose para publicitar cada producto historias a cada cual más descabellada. Las prendas femeninas que le enseña, más que antiguas son viejas, sucias y sin el más mínimo atractivo. Le dice que si eso se lo regalaba a cualquier amiga tendría un gran éxito en sus amores, pues habían pertenecido a no sé qué harén y tenían poderes afrodisíacos.
   Nos vamos a un hammam lujoso que me habían enseñado los chavales ayer.
   Dispone de agua abundante con el mismo sistema que en Turquía: dos grifos vertiendo a recipientes de mármol y duchas sistema pucherazo.
   Tras el baño nos entierran en toallas, nos dejan descansando y nos ofrecen gaseosas. Estamos una buena media hora de relajación. ¿Y luego? Una cena tan opípara como la comilona del mediodía, a base de cordero. Estamos preocupados de que vamos a engordar en Siria.
   Rótulo del cuarto de baño en el Kindi Lokantasi: "C.W.".  La bomba del water es de la marca 'Best Niagara'.
  
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Martes, 15 de septiembre. Alepo-Qalat Samaan
   Nuestro plan para hoy es visitar Qalat Samaan, nada menos que el sitio donde vivió sobre lo alto de una columna San Simeón el Estilita o el "Simón del desierto" de la película de Buñuel.
   Cogemos el coche y salimos de Alepo entre bocinazos y un tráfico delirante, confundiéndonos para empezar de carretera. Por fin enfilamos por la carretera buena, donde hay una indicación casi ilegible: "Q. Samaan 52 km".
   En un cruce de la carretera nos hacen señal de parar. Son unos individuos de paisano con metralleta. Nos meten el cañón por la ventanilla. Pasaportes. Y registro del coche. Se ríen con las bermudas de M. Preguntan qué es la tienda de campaña. A ver si tenemos cigarrillos (tenemos, pero les digo que no). A ver si tenemos "sex". Insisten con lo del sex. Barruntamos que deben querer preguntar a ver si llevamos revistas porno, sin otra intención que confiscarlas.
   Mientras tanto hacen parar a otro coche de nativos sirios con aspecto de campesinos. Les registran la carga, consistente en cajas de verduras y hortalizas. Sin mediar palabra y porque sí, les confiscan una caja de frutas, ante su mirada impotente.
   M y yo estamos, por previo acuerdo, apostados uno delante del coche y otro detrás, para vigilar que no nos choriceen nada. Por fin nos dejan en paz y seguimos carretera adelante con la mosca tras la oreja.
   El paisaje se va haciendo montañoso, seco y pedregoso. El sol calienta como un horno. A 10 km de la meta paramos a un muchacho que lleva consigo una enorme bombona de gas. Va hasta el pueblo de Qalat Samaan, que está lleno de ruinas antiguas por los alrededores.
Siria  
  
Qalat Samaan
Fotos 13-20
 
   El santuario de Simeón está en lo alto de una colina. Somos los únicos seres vivientes que hay por allí. El edificio está dentro de un recinto amurallado, y la puerta cerrada con un grueso candado.
   Aparcamos el coche y en una casa aparece un chaval que nos dice en árabe que ese día el santuario está cerrado y que volvamos otro día. Le decimos que OK, y retrocedemos un poco para saltar el muro y colarnos.
   Una vez dentro del recinto, cuyas ruinas son impresionantes (ver descripción más detallada), oímos voces. M se asoma tras un muro y ve a dos guardianes, sentados con la espalda contra una pared, supuestamente cuidando el lugar.
   Decidimos abordarlos y, si es necesario, darles un backshish para que nos dejen ver aquello.
   Aparecemos. "Salam alaekum". Nos saludan, pero no nos dicen nada por habernos colado. Les debe parecer de lo más natural. Así que aprovechamos para visitar el lugar a nuestro aire.
   Nos señalan una base de columna como de un metro y nos dicen "Samaan". Deducimos que es lo que queda de la columna del santo (foto15), pues está en el justo centro de una impresionante estructura paleocristiana del siglo V, en forma octogonal, con grandes arcos decorados con frisos y capiteles corintios, donde debía haber antaño una gran cúpula cubriendo la columna. Hay ábsides y absidiolos, y otros anexos en torno al octógono principal (foto17). Un monumento fuera de serie.
   Cuando terminamos de hacer las fotos, nos vamos por donde hemos venido: saltando la tapia.
  
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   De vuelta a Alepo nos vuelven a parar en el mismo cruce otros dos policías de paisano. Esta vez solo nos piden los pasaportes y nos hacen algunas preguntas.
   Vamos derechos al Kindi Lokantasi. Otra vez pollo y montañas de entremeses, más cervezas. A la mesa nos acompaña un tío con aspecto de estar un tanto achispado: nos ofrece araq. En el restaurante entran y salen constantemente individuos de lo más variado, con pañuelos estilo Arafat, y a veces con sus mujeres, bien cubiertas de negro y con la barbilla tatuada.
   Una siesta y luego intentamos ir al museo, pero lo encontramos cerrado. Preguntamos en la oficina de turismo anexa, y parece ser que los martes es el día de cerrar todo. La chica nos despide en español.
   Pasamos la tarde dando vueltas por la ciudad vieja y el mercado. Intentamos comprar un periódico en inglés, pero solo hay Time y Newsweek. Intentamos comprar información sobre Siria, pero no hay nada.
   En un viejo caravasar transformado en talleres vemos a un chaval subido a una tejavana espantando a las palomas. De pronto se le mete un pie por una rendija, se oye un ruido y cae un montón de escombros y una zapatilla sobre unos señores que están tranquilamente tomando un té sentados debajo, dándoles un susto morrocotudo.
   Pasamos mucha sed. Estamos continuamente metiendo líquidos al cuerpo, que tenemos descompensado por el calor, sin aclimatar. A última hora nos compramos una sandía de 6 kg que nos comemos sin respirar en la habitación.
   Por la noche recorremos la zona del barrio del hotel, que está llena de night-clubs con un aspecto de lo más cutre, con fotos de mujeres medio desnudas en los vestíbulos.
   Comprobamos que en todos los cines, echen la película que echen, se las apañan para que en los carteles anunciadores salga alguna chica en ropa interior con el fin de encandilar al personal (luego, dentro, nada de nada).
   Entramos a un cine. Los carteles no presagian nada bueno pero nos pica la curiosidad de ver un film árabe. Delante de nosotros unos jóvenes cogen entradas y M se fija que llevan pistolas sujetas al cinturón.
   La película es un espanto peor del que imaginábamos. Va de una especie de zíngara que hace espectáculos musicales y tiene problemas con la policía. Es una película egipcia, teniendo por protagonista a una actriz "graciosa" estilo Lina Morgan, que baila, canta, hace chistes y de todo. Cada diez minutos un número musical, al estilo de las películas indias. Un horror.
   A los cinco minutos de proyección se interrumpe la película, encienden las luces y vemos salir a dos tipos corriendo. Empezamos a obsesionarnos viendo policías por todas partes. Al cabo de un cuarto de hora se reanuda la proyección, pero nos escapamos del cine mediada la película.
  
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Miércoles, 17 de septiembre. Alepo-Hama-Palmyra
   Compramos unas pastas. Con razón son famosas en todo oriente próximo las de Siria, pues son deliciosas, aunque tal vez demasiado dulces.
   Visitamos el museo de Alepo, donde contemplamos algunas estatuas de estilo sumerio y sirio-hitita muy curiosas (foto10), provenientes de las excavaciones de Mari, un antiquísimo yacimiento en la frontera con Iraq. Nos llaman la atención los grandes y expresivos ojos pintados de las esculturas sirio-hititas (foto11). Hay también piezas procedentes de los yacimientos de Ugarit y Ebla, del segundo milenio a C. En la fachada hay instaladas a modo de columnas unas curiosas esculturas en basalto negro provenientes del templo-palacio de Tell Halaf (siglo IX a C), consistentes en unas figuras humanas de pie sobre los lomos de leones o toros (foto09).
   Salimos rumbo a Hama. Un militar nos hace una señal que no sabemos si es de parar o de auto-stop. Estamos obsesionándonos con tanto uniforme.
   En la carretera hay límite de velocidad controlado por radar, pero nadie lo respeta. Nos adelanta un camión al que a continuación adelantamos, y éste se pica y nos anda persiguiendo.
   Todo a nuestro alrededor es desolación. Cada pueblo por el que pasamos es un conjunto de casas de piedra horribles bajo un sol achicharrante, sin el menor árbol o vegetación. No entendemos cómo puede la gente vivir ahí.
  
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Hama
Fotos 56-58
  
   Llegamos a Hama (a unos 150 km de Alepo) al mediodía. Esta ciudad es famosa porque dicen que es la única que conserva norias de madera de tiempos de los romanos, para subir agua del río a los acueductos (foto57). Es también tristemente célebre por la despiadada represión que desencadenó en 1982 el ejército del presidente Asad sobre su población, para castigar una revuelta anti-dictadura, en la que murieron varios miles de personas.
   Norias aparte, todo el resto de la ciudad nos parece un desastre. Se han cargado toda la parte vieja erigiendo indiscriminadamente espantosos bloques de cemento, en un caos urbanístico total. El río (el famoso río Orontes) huele a rayos. Todo es polvoriento, y el sol aplastante.
   Pero nos apañamos para encontrar un restaurante, bajo unos toldos junto al río, con fuentecillas cantarinas y "jeques" árabes dándole al araq y al narguilé. Algunos acompañan la comida con una botella de whisky, que se trincan entera, y cuando se marchan haciendo eses, se las ven y se las desean para enfilar correctamente por la puerta.
   Después de comer M se niega a recorrer la ciudad bajo el calor y lo único que hace es buscar una sombra. Yo paseo por un jardín junto al río viendo las norias –algunas de las cuales están recién renovadas. Veo que hay viejos palacios de mármol blanco y negro a medio desmantelar.
   Reencuentro a M esperándome en el coche, y vamos a tomar un café en un patio habilitado en un palacio, con una fuente en el centro.
   Salimos rumbo a Homs y Palmyra. Homs está a 50 km y nos hacemos un lío para encontrar la carretera de Palmyra, pues la señalización brilla por su ausencia.
   La carretera a Palmyra es una larga recta de 150 km atravesando un desierto inhóspito. Los únicos signos de vida que vemos son militares haciendo maniobras con tanques. De vez en cuando un poblado de barracas de aspecto militar. En un punto dado de la carretera hay un par de badenes de asfalto que obligan a parar el coche. Un individuo con uniforme de militar mete la cabeza por la ventanilla y nos pregunta adónde vamos, y cuando le decimos que a Palmyra, se monta sin pedirnos permiso y nos dice "vamos". Más adelante otro individuo nos hace señas de parar y pregunta si le podemos llevar a Tadmor. Nos enteramos así de que Tadmor es el nombre actual de Palmyra. Le llevamos.
   En unas colinas vemos una estación de radar con aparatosos aparatos dando vueltas.
   El último tramo de carretera se hace peor, lleno de agujeros y con unos cambios de rasante que nos hacen pegar brincos. El sol se va poniendo a nuestra espalda, pues vamos rumbo este. Hay señalizaciones para Bagdad.
  
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Palmyra
Fotos 61-72
  
   Al fin, tras atravesar un collado, divisamos un palmeral extenso, y junto a él, las ruinas de Palmyra. Primero atravesamos una especie de puesto fronterizo, y luego una serie de torres de piedra de las que más tarde nos enteramos que son tumbas del tiempo de las ruinas (ss. I a C - III d C).
   La carretera pasa por medio de las ruinas, que, a la luz del crepúsculo, y con la luna casi llena al fondo, nos dejan ya de entrada impresionados. A uno de nuestros pasajeros (el militar) lo habíamos dejado a medio camino. Al otro lo acercamos hasta el pueblo nuevo y luego retrocedemos para alojarnos en el hotel Zenobia. El hotel está emplazado a la orilla misma de las ruinas y tiene un aire colonial muy agradable, con capiteles romanos por alrededor.
   Cenamos en el pueblo kebab con berenjenas, no sin antes localizar la tienda de licores y comprar unas cervezas, que tomamos sentados en la acera entre los comentarios y chirigotas de todos los que pasan. Vemos una tienda de fotos y aprovechamos para hacernos unas fotos de carnet por si las fronteras, que nos prometen para mañana.
   Nos vamos a recorrer las ruinas a la luz de la luna llena. Nos quedamos perplejos con su increíble monumentalidad y el extremado refinamiento de su decoración. Recorremos una larga columnata, encontramos el teatro, templos, termas, un arco de triunfo de tres cuerpos. A la luz de la luna resulta todo fantasmagórico. Hay viento. Lo que más nos gusta es que las ruinas no están valladas y podamos recorrerlas a nuestro aire, sin guardianes, ni guías, tantas veces y cuando queramos.
   Es un sitio tan bello y tranquilo que decidimos quedarnos como mínimo dos noches.
   (Para una descripción completa de Palmyra, ver en fotoAleph colección de fotografías LAS RUINAS DE PALMYRA. Oasis de mármol y oro)
  
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Jueves, 18 de septiembre. Palmyra
   Nos levantamos a la primera luz del alba, sin salir todavía el sol, para ver amanecer entre las ruinas. La vista desde la ventana del cuarto es irreal, con la luna llena poniéndose en las colinas de tierra del fondo, y una luz extraña iluminando los templos y columnatas.
   Salimos silenciosamente del hotel y hace tanto frío que nos tenemos que poner las cazadoras de cuero compradas en Estambul.
Siria   Las ruinas tienen una belleza fuera de serie, y cuando empieza a salir el sol se tiñen de un color rosa fantástico. Andamos de aquí a allá sin parar, descubriendo rincones e intentando identificar las estructuras. Hay algunos monumentos parcialmente restaurados y algunas columnas relevantadas, pero en general el estado de conservación es fabuloso. Nunca habíamos visto unas ruinas clásicas tan enteras y refinadas. Descubrimos que, deperdigados por el suelo, hay fragmentos de frisos, frontones, capiteles, hornacinas, tallados todos con una decoración de primera calidad, tirados por todos los lados y semienterrados.
   Cuando el sol empieza a calentar nos vamos al pueblo a desayunar, y solo conseguimos tomar un par de tés. Y a continuación volvemos al hotel a dormir un par de horas. Cuando volvemos a levantarnos el sol pega fortísimo. Vamos a ver el gran templo de Bel.
   Bel es el equivalente palmyrense de Zeus. Nos pasamos una hora viendo este templo gigantesco, quedándonos estupefactos con las proporciones de las columnas, y con la calidad de los relieves y bajorrelieves, donde se pueden distinguir hasta figuras de camelleros.
   Probamos a comprar libros de Siria, que vemos por primera vez. Comemos en un restaurante del pueblo, y volvemos al hotel a echar la siesta. El calor es insoportable.
   Cuando nos levantamos son las 4 y entramos al museo de Palmyra, a la entrada del pueblo.
   La planta baja está ocupada principalmente por esculturas de nobles palmyrenses, sacadas de los hipogeos. Se ve que no tienen el refinamiento de las esculturas romanas de la misma época. Son hieráticas y un tanto inexpresivas, y parecen ya bizantinas. Los hombres llevan una toga sencilla, pero las mujeres van adornadas con todas sus joyas.
   Hay también aras y lápidas con inscripciones en el alfabeto usado en Palmyra, que era el arameo.
   El piso superior está ocupado por reproducciones de escenas de la vida de los nómadas y nativos de la zona, con figuras de cera a tamaño real. Hay también bicharracos disecados medio carcomidos, y toda clase de cosas variopintas. Las mejores piezas las veremos más adelante en el museo de Damasco.
   Volvemos a las ruinas, recorremos el kilómetro de columnata, hasta un templo funerario y los restos del "palacio de Zenobia".
   Se nos acercan unos chavales que viven por allí cerca, primero a invitarnos a un té, y cuando rehusamos, a pedirnos backshish, pen, money, etc. Se acerca una chica a lo mismo. Ésta es particularmente insistente y da la sensación de que va buscando otra cosa. Las moscas también molestan a tope.
   Nos acercamos al Valle de las Tumbas, donde se levantan unas torres muy curiosas, que son tumbas contemporáneas de las ruinas.
   Luego nos acercamos al hotel Meridien, el único albergue de lujo del lugar, y vemos las fuentes de aguas sulfurosas, usadas desde antiguo, de donde acaban de salir algunos turistas de bañarse.
   Cuando se hace de noche, pasamos por el hotel a darnos una ducha y a beber litros y litros de agua. Y luego al pueblo a cenar. No dejamos de pasar antes por la tienda de cervezas, pero se les han acabado las existencias.
   Un grupo de jóvenes se lía a conversar con nosotros, y no solo ellos, sino todo el que pasa y nos ve charlando se suma a la tertulia, formándose al final un grupo numeroso. No sé cómo logramos entendernos, pues ellos no hablan una palabra de inglés y nosotros ni una palabra de árabe. Pero nos divertimos todos.
   Recogemos las fotos que nos hicimos ayer en una tienda de fotografía. El dueño de la tienda nos hace sentarnos y nos cuenta que tiene amigos en Barcelona y que quiere mandarles una carta y a ver si la podemos echar nosotros una vez en España.
   Nos cita para mañana por la noche, a las 9, después del apagón. Porque todas las noches hay apagón.
   Antes de acostarme doy una vuelta por las ruinas a la luz de la luna. Hay dos turistas durmiendo en el teatro, y conozco también a un kurdo, Ryad, que me dice estar por Palmyra haciendo business para pagarse la carrera de magisterio. Me dice que no fuma, ni bebe alcohol, té ni café. A ver si sé algo sobre los kurdos. Le digo que muy poco. Me informa de que hay dos millones de kurdos en Siria. Y unos cincuenta millones en total incluyendo Turquía, Irán e Iraq. Ninguno está contento con los regímenes políticos que les toca soportar, y quieren independizarse.
   Se nos acerca un hombre con túnica y pañuelo en la cabeza, que no se entera hasta pasado un rato de que yo no hablo árabe. Se pone a hablar sin parar. Me pregunta que cuánto pago por la habitación, y cuando le digo que 90 libras se echa las manos a la cabeza y me dice que por qué no duermo en el coche. Demasiado pequeño. Pues en el campo. Pero no hay duchas. Pues que me lave en el río, que con el dinero que pago puedo comer un montón de veces.
   Conseguimos despedirnos de él trabajosamente, pues no nos quiere dejar. Nos invita a comer fruta, a beber chay. Cuando nos alejamos, Ryad me comenta lo mucho que habla este hombre.
  
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Viernes, 19 de septiembre. Palmyra
   Por la mañana temprano debe haber llegado un autobús de turistas al hotel, a juzgar por el estrépito de portazos que montan.
   Esta vez no conseguimos levantarnos antes del amanecer. M me dice estar cansado por haber dormido mal.
   Desayunamos sandía y nescafé sobre un capitel corintio que hay en el jardín del hotel.
   El sol está bastante alto y calienta fuerte, pero nos acercamos andando a la "Tumba de los tres hermanos", que está en las afueras. Es una tumba subterránea al estilo de las del Valle de los Reyes de Tebas, que conserva frescos (Aquiles, Ganímedes y los nobles enterrados), aunque no de mucha calidad. Por las cercanías hay montones de otras tumbas, algunas subterráneas y otras en forma de torres. Veo una que tiene varios pisos con escaleras. Sin embargo, casi todas han sido saqueadas, las cabezas de las estatuas cortadas para comerciar con ellas, y alguna trasladada al museo de Damasco, como comprobamos días más tarde.
   Nos metemos al palmeral, que rodea parte de las ruinas. Nos recuerda al de Rissani (Marruecos), aunque las plantaciones de datileras, granados e higueras están cercadas con muros de piedra. El agua corre por estrechas acequias. Algunas calles son sin salida y tenemos que retroceder. Un muchacho que va en bici nada más vernos se para en seco, se echa mano al bolsillo y saca un plástico. Envuelto en el plástico tiene un pedazo de capitel corintio: una hoja de acanto de piedra. Nos lo quiere vender.
   Salimos del palmeral y me enrollo con los dos chavales camelleros, que explotan los camellos sacando fotos a los turistas montados sobre los sufridos animales con una cámara instantánea.
   M estuvo en el hotel quitando el alquitrán pegado a la carrocería del coche y dando la ropa a lavar al encargado de la laundry.
   Nos vamos al pueblo a comer. Me encuentro a dos de los jóvenes con los que estuve charlando ayer noche, les saludo y observo que un militar con boina roja no me quita la vista de encima.
   Después de comer vamos a echar la siesta, y más tarde M se coge los bártulos y se va al teatro a pintar.
   Yo me voy a dar una vuelta por las zonas que me faltan por ver: la muralla de Justiniano, un templo bizantino, y de allí otra vez al Valle de las Tumbas, donde se me acerca una señora de exótica vestimenta dando gritos, ofreciéndome para comprar turquesas, jades y una lamparilla romana. Al negarme, me pide backshish, pen, photo, etc. La señora vive en una barracas en plan nómada, rodeadas de frontones, capiteles y nichos con bajorrelieves y decoración clásica, todo desperdigado y semienterrado.
   Veo la tumba de Elahbel por fuera, pues está cerrada. De regreso a las ruinas me tropiezo con tres pastores, que me saludan, me sonríen y al cabo de un rato me piden "sura", o sea foto. Se la saco (foto66). Se llaman Michel el mayor, y Hamud (hermano del anterior) y Hadji los dos pequeños. Este último (foto67), de unos 7 años, es huérfano de padre y madre. Me enseñan sus pertenencias, las ovejas, a las que adornan con cintas de colores, las cabras, los machos cabríos, los dos burros y el perro. Me invitan a subirme al burro y a beber un poco de agua.
   Cuando me despido de ellos, me encuentro con M cerca del tetrapylon, donde había estado dibujando algo. Me comenta que unos militares, que aquí parece que crecen como champiñones, le habían invitado a comer, pero había rehusado.
   Le propongo a M ir a conocer a los pastores. Cuando aparecemos, les pillamos cenando: pan con mermelada y babas de cabra, pues estos bichos andan metiendo todo el rato el morro en la comida. Las cabras favoritas las llevan decoradas con lanas atadas a las greñas, y con gorros de tela. Las ovejas son diferentes a las que conocemos en Europa, pues tienen por cola como un bulto lleno de grasa. No sabemos, aparte del pan que les birlan a los pastores, qué comen, pues no hay en el lugar ni rastro de hierba. Hadji le da el pan boca a boca a una oveja a la que tiene especiales cariños y a la que besa.
   Los pastores nos quieren dar leche de las cabras, nos quieren hacer té, y nos muestran las mantas y zamarras con las que duermen al aire libre. Cuando se mete el sol, allí donde les pilla se quedan durmiendo. Nos sentamos en las mantas y pasamos un rato con ellos. Ellos solo saben decir "yes, yes" en inglés. Michel quiere cambiarle a M una oveja por el anillo.
   Baja el sol y nos vamos a beber agua al Green Oasis Restaurant, donde resulta estar trabajando Ryad el kurdo, con otro amigo (Hamid) también kurdo, que nos pagan la consumición y nos invitan a un té. Les pregunta M qué tal la vida allí en Siria, y prefieren no hablar del tema.
   Vamos a cenar al pueblo. Hay apagón. No hay cerveza en la tienda. Ni agua embotellada en el restaurante. Al salir nos volvemos a juntar con los jóvenes de ayer noche, que nos invitan a una fanta, y estamos un largo rato de charleta sin hablar una palabra en común. Compramos dos sandías, agua embotellada y caramelos.
   De cara al hotel nos asalta el señor de la tienda de fotos, que very sorry que no había acudido a la cita de las 9. (Tampoco nosotros habíamos ido).
   Pasamos unas horas paseando por las ruinas a la luz de la luna, y sentados en el teatro.
   Por la noche un gato arma un estruendo en los pasillos del hotel, con más decibelios que el muezzin que aúlla todos los días a las 5 de la mañana.
  
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Sábado, 20 de septiembre. Palmyra. Damasco.
   Repetimos la experiencia de desayunar sobre capitel romano.
   Aziz, empleado del hotel, le dice a M que "change".
   –No change.
   –Mister, mister –y le muestra a M un puñado de monedas antiguas para venderle, mirando furtivamente a los lados.
   –No.
   Le dice a M que guarde el secreto.
   Pagamos el hotel. No tienen cambios. Un japonés que anda por allí tampoco tiene cambios. Nadie tiene cambios. Mandan al de la laundry a por cambios. A éste le pagamos por el lavado 50 libras y se queda agradecidísimo.
   Vamos con la sandía a buscar a los pastores, pero no están donde los dejamos.
   Llenamos el coche de gasoil, a pesar de que tenemos el depósito a medias. En todo el tiempo que llena el depósito, el gasolinero y otro no paran de pedirnos cassettes. Les ponemos un fragmento de "Dido y Eneas" de Purcell con la intención de que desistan, pero es inútil. Ese fue el último trozo de música que oímos, pues a partir de entonces se nos estropea el aparato.
   Nos vamos con el coche por una pista hacia el Valle de las Tumbas, y conseguimos pillar abierta la tumba de la familia Elahbel. Al salir, divisamos en la distancia el rebaño y allí están nuestros amigos los pastores.
   Les regalamos la sandía y los caramelos, y lo primero que hacen es dar los caramelos a las ovejas, que se los comen con verdadero placer.
   Nos vuelven a ofrecer halib (leche) y nos dicen que van a dar de beber a las ovejas y que vayamos a comer cordero con ellos. Pero hemos de despedirnos. En un arrebato de cariño, los pastores se empeñan en regalarnos una oveja para que nos la llevemos a nuestro país. Hemos de ponernos firmes para que desistan de la idea. Nos despedimos con pena, con los rituales besos en las mejillas, y enfilamos rumbo a Damasco.
   Hadji nos acompaña un tramo en el coche, y se pone a enredar subiendo y bajando la ventanilla. Se mete una cassette al bolsillo y le digo que ni hablar. La devuelve, y no insiste.
   250 km de carretera casi completamente recta rodeada de desiertos, un bache de vez en cuando y militares por todos los lados. A veces un carril de la carretera está cortado sin previo aviso por un apilamiento de escombros. Por común acuerdo tomamos la decisión de, mientras permanezcamos en Siria, conducir solo de día.
   Vemos una furgoneta militar con barrotes de hierro en las ventanillas que se lleva no sabemos adónde a un numeroso grupo de hombres y jóvenes enjaulados, todos ellos con la cabeza rapada al cero.
   (Post scriptum: Años más tarde nos enteraremos, al leer la excelente novela del escritor sirio Rafik Schami "El lado oscuro del amor", que cerca de Tadmor hay un campo de concentración –lo llama Tad– en el que encierran a los disidentes políticos o a cualquier persona sospechosa de desafección al régimen, para condenarlos, sin juicio previo, a años de trabajos forzados en una cantera de roca volcánica, y a los que someten a interrogatorios bajo torturas, incluyendo entre ellas la frecuente práctica de los electrochoques. El autor deja claro que no es éste el único campo de exterminio que existe en Siria.)
  
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Damasco
Fotos 25-48
  
   Conforme llegamos a Damasco, el paisaje se hace más industrial, el tráfico de camiones más denso y caótico. Una atronadora algarabía de claxons suena a todas horas en todas partes.
   El camping lo localizamos por chiripa, pues no existe ningún cartel anunciador. Con algo de intuición y mucha buena suerte a veces se consigue en Siria encontrar las cosas.
   El campista de la tienda de al lado nos dice que se acaban de marchar un par de españoles de Madrid, del mismo sitio donde habíamos plantado la tienda. Es un alemán y viaja solo en una caravana.
   El camping tiene piscina, que no usamos. Hay que pagarla aparte y la limpieza del agua deja que desear.
Siria   Por la tarde nos vamos a Damasco, a 4 km. El rostro del big brother Hafez el-Asad está en todos los sitios omnipresente. Nos cuesta encontrar el centro debido a la ausencia de señalización.
   Damos una vuelta por el mercado (foto43), que está cubierto por bóveda de medio cañón en chapa agujereada y oxidada. Nos dan la tabarra con los kaftanes.
   Vemos los restos del templo de Júpiter (foto37), y a continuación entramos en la Mezquita de los Omeyas (ver descripción).
   Las vigas de la mezquita están invadidas de palomas, que efectúan sus deposiciones sobre feligreses y visitantes.
   Damos una vuelta viendo las calles adyacentes a la mezquita y el mercado. El ambiente es muy bullicioso. Fuera de la vieja medina amurallada, el tráfico es tan caótico que se nos antoja propio de suicidas el intentar cruzar las calles.
   Se hace de noche y volvemos al camping. Primero nos confundimos de carretera. Al rectificar, nos metemos en un embotellamiento provocado por dos accidentes, y nos cuesta una hora avanzar 400 m. Cuando enfilamos por la autovía y localizamos el camping en plan todo-ojos, no conseguimos acceder debido a la barrera medianera. Paramos donde podemos, y justo allí hay militares (qué raro) que, preguntados, nos mandan por el sitio equivocado. Tras retroceder un tramo, irrumpimos en la autovía desesperados, tirando adelante para intentar dar la vuelta en algún lado. Tras recorrer 7 km vemos un puente elevado y lo cruzamos, resultando por suerte ser un cambio de sentido (ninguna señalización por ninguna parte). Llegamos al camping habiendo perdido dos horas para 4 km. Pero somos afortunados en comparación al alemán, quien tuvo ayer que dar cinco vueltas para localizar el camping.
  
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Domingo, 21 de septiembre. Damasco. Maalula
   Nos pegamos uno de nuestros pantagruélicos desayunos y se nos acaba la mermelada de grosella comprada en Yugoslavia. A partir de ahora tiraremos a base de mermelada de rosas, demasiado dulce.
   La leche la conseguimos ayer en un chiringuito cerca de la Mezquita Omeya. Tenemos comprobado que es difícil comprar leche en Siria. En una ocasión nos vendieron una botella pero no quisieron vendernos dos. Parece que está racionada.
   Vamos a Damasco, con el mismo tráfico demencial de siempre. Tenemos que aparcar el coche metiéndonos por un mercado. La gente pone a secar las tortas de pan al sol, depositándolas en cualquier lado, sobre la acera, sobre la bicicleta, etc.
   Damos una pequeña vuelta por los mercados antes de acercarnos al Museo Nacional. Conserva reconstruido un hipogeo de Palmyra. Hay también un sarcófago romano con la guerra de Troya en altorrelieve. Una estatua de Polícleto. Mosaicos, cascos de bronce, piezas sumerias, manuscritos coránicos, y una sala árabe de un capitoste de Damasco. Muy grande, pero no puede competir con el de Alepo.
   Nos cuesta cien vueltas encontrar el único bar de Damasco que sirve cerveza, pero al fin damos con él. Es una taberna pequeña y vetusta, con todas las mesas ocupadas hasta los topes.
   Cogemos el coche y nos ponemos camino de Maalula, un pueblo de montaña a 50 km que he visto en fotos, para comprobar si hay por lo menos un pueblo bonito en Siria, pues todos los que hemos visto son desolados, inhóspitos y sin un triste árbol que dé alguna sombra.
   Los arrabales de Damasco, encaramados por los montes, son de echarse a temblar. Las casas están apelotonadas unas sobre otras; son de cemento visto y se diría que están todas sin acabar de construir. Por el camino, está todo lleno de campamentos militares, tanques y vallas de alambres de espinos. Vemos un cartel:
  
   MILITARY REGION
   NO PHOTOGRAPHING
  
   y nos parece una ironía, pues nuestra sensación es de que toda Siria es una military region.
  
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Siria 
Maalula
Fotos 59 y 60
  
   Maalula se levanta al pie de unos acantilados, y es un pueblo pintoresco, pero están estropeándolo con nuevas construcciones. Llama la atención por las muchas iglesias que tiene, y se oye tañer las campanas además de los cantos del muezzin.
   Dicen que Maalula es el único lugar de Siria donde todavía se habla un dialecto derivado del arameo.
   Una vuelta por la medina, y luego con el coche subimos a Mar Sarkis, anunciada como una antigua iglesia. Efectivamente, hay una vieja iglesia medieval de piedra con capiteles jónicos aprovechados, pero rodeada de un recinto moderno. Hay un grupo de alemanes, uno de ellos con uniforme tipo nazi, fotografiándolo todo. Vienen en un Mercedes con matrícula oficial. Un cura con sotana me dice "Soyez le bienvenu".
   En las cercanías hay cuevas artificiales excavadas en las montañas por antiguos eremitas.
   Vamos a visitar el Convento de Santa Tecla, anunciado como "el más antiguo convento de la cristiandad" (y a Santa Tecla como "la primera mártir, igual a los apóstoles"). El antiguo convento es totalmente nuevo. Está reconstruido en un abrigo rocoso debajo de los acantilados (nos trae a la memoria San Juan de la Peña, en Aragón). Están celebrando por allí una boda cristiana, como puede deducirse por la cantidad de gente que pulula con traje de los de asistir a bodas.
   No encontramos en todo Maalula un sitio para tomar el té. Nos vamos por la autopista kamikaze a pasar el resto de la tarde en Damasco.
  
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   Entramos por la calle principal del mercado, donde cuatro vendedores, uno tras otro, nos ofrecen kaftanes. Recorremos las viejas calles (foto44), con casas con levadizos sostenidos con tornapuntas de madera, todas a medio caer. Recuerdo que la parte vieja de Damasco está recogida en el catálogo del Patrimonio Mundial de la Unesco, pero observamos que está todo en trance de desaparición, sustituido por bloques de cemento, tiendas con persianas metálicas y construcciones recientes perpetradas sin ningún criterio.
   Vamos al chiringuito que nos vendió leche ayer, pero está cerrado y ya no conseguimos leche por más que preguntamos.
   Tenemos el coche aparcado cerca de un punto de referencia que nos llama la atención: el "Monumento a la Línea de Telégrafo Damasco-Medina" (foto48).
   Volvemos al camping por la autopista kamikaze, dando la vuelta en el cambio de sentido de la noche anterior. Casi no logramos identificar el minúsculo cartel que señala el camping.
   Nos sentamos de charla con el alemán, que resulta ser otro apasionado de las piedras. Dice tener una hija que es arqueóloga y que, de haber estado allí, le hubiera enseñado mejor las muchas cosas que hay para ver en Siria. Su hija define la arqueología como "la ciencia de estropear las cosas antiguas", pues todo lo que se descubre va a parar a los museos. Nos habla de las ciudades hititas de Turquía (Çatal Hüyük y Hattusa), de cómo la civilización hitita fue olvidada incluso por los griegos y romanos, si bien se menciona a los hititas tres veces en la Biblia. De que fue redescubierta en el siglo XX, y cómo se conoce ahora su historia gracias a las inscripciones descifradas en una piedra trilingüe. Comenta que la gente cree que se sabe todo sobre la historia, cuando en realidad queda todo por descubrir.
   Hablamos de Nemrut Dagi, y el curioso sistema de inviolabilidad del supuesto tesoro o tumba de Antioco, a base de una montaña artificial de pequeños cantos rodados, imposible de excavar sin que se derrumbe constantemente. Nos dice que es obligado ir allí.
   Nos habla de un campesino turco que iba andando en carreta por la Capadocia y de repente le desapareció el caballo, y descubrió una ciudad subterránea de siete niveles de profundidad. En vez de dar parte a las autoridades se dedicó a explotarla él mismo, poniendo electricidad e imprimiendo tarjetas para anunciarla clandestinamente a los turistas. Solo se podían visitar tres plantas, al estar el resto inundado.
   Nos dijo que éramos muy afortunados al no haber tenido problemas con el diesel, pues al ser importado este combustible del Líbano, está en racionamiento.
   Aparece una chica de Benavente (Zamora), casada con un alemán. Nos dice que en Siria empieza a haber un movimiento de descontento en contra del sistema. Que es difícil encontrar alimentos frescos y algunos empiezan a ser racionados con un sistema de bonos. Nos advierte lo mismo que el alemán sobre el tema del diesel; al parecer el único sitio donde lo suministran sin problemas es en Palmyra. Casualidad: donde lo habíamos repostado.
   Estuvimos también hablando con un suizo y con una inglesa, que volvían de Jordania, y que habían encontrado este país increíblemente caro.
   M lleva una botella de vino al grupo de la tienda de al lado, de cuatro alemanes. La meten en el frigo y nos dicen que más tarde la beberíamos juntos. Se pegan una cena a base de pollos comprados hechos. Una vez en la tienda, nos llaman y nos unimos a la sobremesa.
   Son cuatro alemanes, tres por un lado (dos mozos y una moza) y otro un poco mayor que ellos, que se han conocido en el camping.
   Este último ha estado trabajando como dentista en Arabia Saudí y comenta lo estrictos que son allí con el alcohol y todo lo que entienden como degeneraciones occidentales. Sea como fuere, había entablado amistad con un nativo que en cierta ocasión le pidió permiso para fermentar en secreto zumos de frutas en su laboratorio de estomatología con el fin de elaborar un licor, lo cual solo llevaría unos cuantos días, y luego podrían celebrarlo con una fiesta. El dentista dio el OK con la condición de que la fiesta fuese reducida, pues no quería líos. El día del party el nativo le apareció con 150 personas, y el mejunje en cuestión le produjo al dentista un dolor de cabeza que le duró diez días.
   Acompañándolo con pistachos, damos buena cuenta del vino Señorío de Sarría, que a los alemanes les sabe a gloria, y ellos a su vez sacan dos botellas de vino sirio que es una pócima imbebible.
   Todos andan aterrorizados con la forma que tienen los sirios de conducir. El trío ha presenciado ya un accidente con tres personas muertas.
   El solitario es un viajero empedernido. Conoce Petra, y dice que nos va a dejar patidifusos.
   Nos cuentan la tranca que se agarraron nada más cruzar la frontera con el araq: habían subestimado sus efectos.
  
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Lunes, 22 septiembre. Hacia la frontera jordana
   Tenemos que desayunar con leche condensada, pues ayer no hubo forma de conseguir leche. El alemán arranca la caravana y se despide de nosotros. Va también rumbo a Petra.
   Pagamos el camping y nos cobran 10 libras de menos. Antes de partir rumbo a Jordania, decidimos pasarnos antes por Damasco para comprar provisiones, dado lo caro que nos dicen que es aquel país. Aparcamos junto al monumento al telégrafo Damasco-Medina y nos metemos en el mercado. Cuando al cabo de una hora salimos, solo hemos comprado un embudo.
   En un puesto de zumos nos venden una botella de leche. En vista de lo difícil que está lo de comprar comida, decidimos marcharnos, pero por obra y gracia de las direcciones prohibidas y los sentidos únicos, al cabo de media hora estamos en el punto de partida: bajo el retrato del presidente a la entrada del mercado (foto42). Intentamos salir por otra vía: embotellamientos y tráfico infernal. Al fin logramos salir de Damasco por una autovía donde a veces tenemos que esquivar tractores y camiones circulando en dirección contraria que se nos echan encima.
   Llegamos a Deraa, el último pueblo antes de la frontera, hacia el mediodía. Decidimos comer antes, para cruzar la frontera con el estómago lleno. Fue un acierto.
   En el bar-restaurant tienen apagón y estamos medio a oscuras. En las mesas cercanas hay gente bebiendo whisky.
   Compramos mermelada, galletas y nescafé en una tienda, y nos armamos de valor para cruzar la frontera. Pienso que no va a ser peor que la entrada a Siria. Pero otra vez me equivoco.
   Primero la frontera siria. Hay que vérselas con una sucesión de buitres. Nos piden los pasaportes y los papeles del seguro. Me hacen desgrapar el DNI y un supuesto funcionario le lleva a M a hacer unos papeles. Al cabo de un rato me viene el funcionario (va de paisano), me dice que "papers finished" y mete la cabeza por la ventanilla para fisgar.
   –Qué es eso.
   –Lámparas para el coche.
   –Y eso.
   –Una piedra.
   –¿Para qué?
   –Para nada.
   –Dame una cassette.
   –No.
   –Dame una cassette por haberte ayudado.
   –Ni hablar.
   Tenemos la firme determinación de que esta vez no nos van a sacar nada. Aparece M.
   –Dame una cassette por la ayuda.
   –No son mías.
   El tipo insiste con tono exigente. M le dice que es música que a él no le va a gustar y para nosotros es importante. En cuanto a la ayuda, que ése es su trabajo.
   Al fin logramos que nos deje en paz y seguimos avanzando en una cola de coches. Anda por allí un uniformado seboso merodeando; en un momento dado mete el morro en nuestro coche y nos pregunta si tenemos:
   –Syrian flus.
   Nos hacemos los locos. Insiste: "Syrian flus". Al final M le enseña un billete de 1.000 libras y le dice que es dinero que necesitamos, pues vamos a volver por Siria. El tipo va a por la pasta y se pone a incordiar. Pasaportes. Se los da. Cómo te llamas. Se lo dice. Acompáñame.
   Le lleva a un edificio de oficinas. Hay una fila grande de gente esperando. Le pasa por delante de todos. Pasaportes. Spanish? ¿Adónde vas?
   –A Jordania.
   Le tienen esperando un largo rato. Uno rellenando montones de formularios y otro cobrando dinero a otros viajeros.
   A todo esto yo he tenido que adelantar un tramo con el coche, encajonado en una cola, y he perdido la pista de dónde le han metido a M. Paro el coche, me bajo, empiezo a buscar a M por todas las dependencias y no lo encuentro. Estoy yo sin pasaporte y como siento que estamos totalmente desprotegidos a merced de una tanda de hijoputas, empiezo a apurarme pensando que le están haciendo algo a M. Al fin le localizo por una ventana. Me cuenta lo que hay.
   Como pasa el tiempo y la cosa no parece avanzar, M pregunta si aquello es el control de pasaportes. Por toda respuesta le despachan de malas maneras, y vuelta a empezar. Hemos perdido media hora larga a causa de un buitre que iba a por nuestro dinero.
   El departamento de control de pasaportes es una sucesión de ventanillas con colas de gente. Hay una ventanilla para extranjeros. Les pregunto a unos con pinta de ingleses si ésa es la ventanilla. Me contestan:
   –You can try.
   Hay un funcionario atareadísimo rellenando papeles y papeles, y no nos hace ni caso.
   A estas alturas estamos desesperados. Un inglés me dice:
   –You better keep cool. It's useless to get angry.
   Al fin se dignan atendernos y tamponar los pasaportes. Avanzamos con el coche. Hay un control a la salida donde unos funcionarios se dedican a ver si los pasaportes están cuñados y a cobrar sumas de dinero, que todos los viajeros (en Mercedes, Cadillacs y Chevrolets de los años 50) sueltan por sistema y sin que se las pidan.
   Lo intentan con nosotros:
   –Syrian flus.
   Les decimos que tenemos, pero que nos hace falta para la vuelta.
   –Syrian flus. Syrian money.
   Nos hacemos los suecos. Al fin hacen un comentario entre ellos, nos dejan por imposibles y nos dejan salir de la frontera, consiguiendo nosotros la hazaña de que no nos hayan quitado ni una piastra.
   Sin embargo, las tribulaciones no han terminado. Queda ahora la frontera jordana, no menos kafkiana. Pero ésa es otra historia.
  
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Camino de regreso
  
Miércoles 1 de octubre. Regreso a Siria desde Jordania
   Hoy es el cumpleaños de M.
   Justo antes de la frontera nos gastamos el dinar jordano que nos queda en llenar el depósito de gasoil, dado el racionamiento que hay en Siria. Hacemos de tripas corazón y vamos a enfrentarnos con los buitres.
   La frontera jordana la pasamos antes de lo que esperábamos. A la salida nos echan para atrás, pues falta un cuño en el pasaporte. La policía se arma un lío al vernos entrar y salir, y hay que explicarles todo.
   Al entrar en la frontera siria no sabemos ni dónde ir ni qué hacer. Las mismas situaciones kafkianas que en veces anteriores. Una ventanilla donde dos funcionarios no nos hacen ni el más mínimo caso, pues están discutiendo por un fajo de billetes. Rellenado de cartulinas por partida doble. Un lío mayúsculo con el seguro, pues había que demostrar que ya lo habíamos pagado por un mes. Más rellenado de papelotes. Nos exigen que rellenemos un cuestionario en árabe. Vueltas por aquí y por allá. Peloteo. Nos remiten al chief, un poli con dos estrellas en las hombreras. M se dirige por dos veces a él y le despacha con cajas destempladas. Desesperación. Hay momentos que no sabemos qué hacer para proseguir y salir de allí. Nos exigen dos fotos para el seguro de tránsito (afortunadamente nos las habíamos hecho en Palmyra), sellos, tampones, grapas. Se le acaban las grapas al funcionario y tarda diez minutos en conseguir otras. Me manda a comprar sellos de 15 libras. Luego resulta que son 25 libras. Más peloteo de caseta en caseta. Nos hacen apuntar hasta el número de la dinamo del coche. Nos rascan otras 175 libras. Luego en otra caseta de rellenado interminable de libros, otras 50 libras. En total, nos levantan 250 libras. 
   Visto bueno del funcionario. Visto bueno del chief. Da la sensación de que todo se hace a trompicones y sin saber ni qué ni para qué. Cada paso de frontera ha sido un proceso distinto. Nos recomiendan que declaremos el dinero que llevamos. No lo hacemos. Tampoco nos obligan esta vez a cambiar 100 dólares USA ni nos piden cassette ni syrian flus. El chief que le ha chillado a M se sorprende al enterarse de que es español: pensaba que era sirio. Un último visto bueno, y sin registrarnos el coche nos dejan pasar.
   Ni nos lo creemos. "¡Vaya día de cumpleaños!" –gime M.
   Vamos a Deraa, el primer pueblo, y nos metemos a un bar que ya conocíamos a tomar una cerveza para reponernos del mal trago. La cerveza tiene la virtud de amodorrarle a M y ya no levanta cabeza hasta la noche.
   Cogemos carretera a Bosra, que está a 50 km de desvío, por desierto. Llueve.
  
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Bosra
Fotos 49-55
  
   En Bosra vemos un teatro romano impresionante por sus grandiosas dimensiones (foto50) y por lo entero que se conserva, no solo los graderíos y escenario (foto52), sino todas las galerías y pasillos que los rodean. El teatro sigue hoy en uso, y periódicamente se representan en él espectáculos y festivales folclóricos.
   Vemos también algo del pueblo, que está construido sobre las antiguas ruinas romanas, actualmente en proceso de excavación (foto53). Hay así carreteras asfaltadas que están cortadas y excavadas para sacar a la luz una calzada romana tres metros por debajo. Hay también columnas, termas, un trozo de arquitrabe de fina decoración, etc. Todo medio caído y mezclado con las casas modernas, y todo cubierto de polvo, de un polvo finísimo y abundante. El viento levanta el polvo, se mete en los ojos, y da a la ciudad un aspecto de poblado fantasma del oeste (foto54). Una cuadrilla de arqueólogos franceses cubiertos de polvo inspeccionan unas tinajas en las termas. Hay arcos de triunfo, pero ni un solo restaurante, por lo que decidimos retroceder a Deraa a comer. M se queda dormido en el coche por el camino.
   Comemos shish-kebab en un restaurante de Deraa; en otras mesas vemos militares y a un funcionario de la aduana dándole a la cerveza. Con lo que chupan a la gente pueden permitírselo.
   Rumbo a Damasco. El cielo se encapota más y más, y llegando a Damasco empieza a caer una intensa tromba de agua con granizo. Casi no se ve la carretera. Las calles se inundan. Es un diluvio que parece que va a durar 40 días y 40 noches. Nos vemos obligados a detener el coche un largo rato.
   M se pone al volante para atravesar Damasco y seguimos hacia el norte, bajo la lluvia. En las calles se forman verdaderos ríos. Vemos furgonetas estancadas en mitad del aguacero. La gente, desprevenida, está empapada hasta los huesos.
   Todo esto nos retrasa y se hace de noche 100 km antes de Homs, pero proseguimos adelante.
  
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Homs
  
   Llegamos a Homs todavía lloviendo y de noche cerrada. Damos con un hotel. Entro, me enseñan la habitación y me preguntan si soy inglés. No.
   Cuando pregunto el precio, empiezan a sacar papeles y papeles y a hacer cálculos. Al final me dicen:
   –1.850 chelines.
   Les digo que me digan el precio en libras sirias, y me dicen que no, que por ser extranjero tengo que pagar en divisas. Me despido y se lo cuento a M, que no puede creerme y entra al hotel.
   Repiten el mismo rollo y les decimos que en toda Siria hemos pagado con dinero sirio y que no nos vengan con mandangas. Llaman por teléfono al gran jefe y me dicen que me ponga al aparato.
   El gran jefe me dice que es un asunto del Ministerio de Turismo. Le digo que no le creo, pues en todos los lados he pagado con libras sirias. Me dice que antes de llamarle mentiroso consulte a la policía o a la oficina de turismo, que es una ley en vigor desde hace dos días.
   Vamos a buscar otro hotel. Damos veinte vueltas y no encontramos ni hotel ni el centro ni nada. Sigue jarreando. Nos metemos en una gasolinera y antes de abrir la boca el empleado me dice:
   –No tenemos diesel. Preguntar en otro lado.
   –Buscamos un hotel.
   Nos dice que le sigamos. Nos lleva en coche, nosotros siguiéndole, a un hotel de lujo. La habitación cuesta 375 libras. Le digo que es muy caro y que dónde está el centro de la ciudad. Me lo dicen y me rebajan la habitación a 300 libras. Me dicen que si quiero pagar en dólares.
   Al fin encontramos el centro, o por lo menos una zona con algo de animación. Vemos un hotel y subimos. Nos tememos lo peor.
   Vemos la habitación, es correcta, y a la hora de preguntar el precio, el mismo rollo de las divisas. El dueño parece majo, se ríe (habla algo de francés), y un empleado nos explica en inglés que el gobierno les obliga a hacerlo así, pues necesita divisas, y además nos confiesa que pagando en dólares el precio es el doble.
   Le decimos que la cosa no tiene ni pies ni cabeza, y después de dialogar un rato, acepta dinero sirio, precio no barato (125 libras).
   El mozo también despotrica contra estas medidas, pues salen perjudicados y al parecer es una fuente de líos.
   Al fin podemos subir los trastos del coche, y salimos a cenar a un chiringuito enfrente pollo asado. Estamos con el mosqueo de que nos van a cobrar en dólares, pero no: syrian flus y barato.
  
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Jueves 2 de octubre. Crac de los Caballeros. Alepo
   Nos levantamos sin prisa, y después de tomar unos zumos de naranja y cafés, nos dirigimos hacia Crac de los Caballeros.
   Como hay una señalización tan abundante, tenemos que parar a cada momento a preguntar la dirección. Alguno se aclara y nos informa. Con otros no hay manera. Un chaval nos pregunta "Do you speak english?" y al decirle que sí nos espeta "I'm not speak english".
   Al fin conseguimos tomar la dirección correcta.
   No hay ninguna señalización por ningún sitio, y si alguna vez ¡oh, maravilla! ponen alguna, los carteles son tan diminutos que hay que adivinarlos. Y encima suelen estar una vez pasado el cruce por donde había que desviarse.
   Con poner vallas enormes pintadas a mano cada 200 metros del presidente Asad en todas sus facetas de guardián de la patria, paternalista con los niños, fomentador de mejoras agrarias, etc. dan por hecho que la señalización queda más que reflejada.
   Hemos llegado a la conclusión de que en este país el 70% son militares y el 30% restante, civiles con uniforme militar.
  
   Post-scriptum: nuestro cálculo era exagerado pero no desencaminado. Encontramos en un libro datos sobre los cinco países más militarizados del mundo, y resulta que Siria ocupa el segundo lugar del ranking. Las cifras consignadas se refieren al porcentaje de población militar en relación al números de habitantes:
  
País
% de población militar (1976)
1.  Israel
2.  Siria
3.  Corea del Norte
4.  Taiwan (Formosa)
5.  Omán
52,63
30,22
29,41
28,27
22,84
(Fuente: U.S. Bureau of the Census, International Statistical Programs Center, 1979)
  
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Crac de los Caballeros
Fotos 21-24
  
   El castillo de Crac de los Caballeros, construido por los cruzados, se divisa desde muy lejos, en lo alto de una colina, dominando la llanura al noroeste del Líbano, una región más verde y cultivada que el resto. El día está nublado y ventoso, y la niebla tapa de vez en cuando el castillo. El coche se nos embadurna de barro, a causa de la lluvia de ayer.
   La desviación la adivinamos por un cartelito que pone "Qalat el Hosn". Atravesamos una serie de poblados sucios y sin gracia. Los últimos tramos de carretera están tan en pendiente que tenemos que cambiar a primera.
   Arriba azota el viento y hace frío; parece como si hubiera llegado el invierno bruscamente.
   El castillo es gigantesco, el más grande que hemos visto en la vida, y aunque algo restaurado, se ve muy bien conservado (foto22). Es de estilo gótico, cosa que choca en oriente. Tiene un grueso recinto exterior de murallas, con frisos de leones en bajorrelieve, parcialmente sustituidos por inscripciones de escritura árabe cúfica. El recinto interior de murallas está rodeado de fosos. Conserva la cámara del rey, la mesa redonda de los caballeros en piedra, dos capillas góticas (foto24), y un montón de cámaras y pasadizos abovedados enormes (foto23).
   Un tipo se ofrece a guiarnos con la clara intención de guiarnos al restaurante, habilitado en una cámara del castillo. Pero nuestra intención es ir a comer a Hama.
   Cartel de restaurante en Crac de los Caballeros:
  
   FOOD AND DRINK AND FOOD
  
   Por la carretera nos reímos con las rayas blancas pintadas en el asfalto para la supuesta separación de carriles, pues las han pintado en líneas onduladas, culebreantes. En un camión militar hay un soldado saltando a la comba con una manguera de plástico. Se le vuela la gorra.
   Solemos coger a gente en auto-stop, pero nos hemos propuesto no coger a un solo militar. Lo que pasa es que es difícil distinguir, pues hasta el uniforme de colegio de los estudiantes es de estilo militar.
   En Hama, como ayer llovió, el río ha crecido poniendo en funcionamiento las norias romanas. Y efectivamente, suben agua al acueducto, haciendo el eje un sonido chirriante, como un ronco gemido que se oye desde muy lejos.
   Vamos al mismo restaurante que la vez anterior, pero resulta que se les ha inundado la terraza, así que bajamos a comer a la planta baja.
   No paramos en Hama más que lo justo para comer y seguimos carretera adelante. Las "autopistas" parecen cementerios de perros. Vemos poblados con unas construcciones muy curiosas en forma de conos de barro.
   Le paramos a un hombre que nos hace señas, pero, sin montarse, nos dice que prosigamos, pues acarrea un bulto tan grande que no cabe en el coche.
  
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Alepo
Fotos 01-12
  
   Llegamos a Alepo como hacia las 4 de la tarde y enfilamos directamente al Hotel Palmyra, donde nos alojamos la vez anterior. Nos dan la misma habitación, nº 111, por el mismo precio, 70 libras sirias, sin rollos de dólares.
   Nos duchamos para quitarnos el polvo romano de Bosra. Hay agua caliente, que se agradece, pues también aquí la temperatura ha descendido notablemente.
   Salimos a dar una vuelta por el zoco. Merendamos unos pasteles con té. Paseamos por el gremio de carniceros y el de especieros, donde compramos cardamomo y un pañuelo palestino blanquinegro.
   Nos encontramos con Kalthum, al que saludamos.
   Paseamos por la zona del ensanche antiguo. En los cines ponen Superman II, El triunfo de un hombre llamado caballo y una española: La verdad sobre el caso Savolta de Antonio Drove, en doblaje italiano.
   Una joven con aspecto de zíngara, que va en un grupo, le suelta un piropo a M. Pasa junto a él, le mira de arriba abajo y exclama algo así como "Mashó pashooó".
  
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Viernes 3 de octubre. Alepo
   Es viernes, por tanto fiesta y se nota que la gente viste como de domingo, incluso muchos críos, con trajes de sastre.
   Nos había extrañado que las aceras estuvieran desiertas y el tráfico tranquilo, sin coches en trance de atropellarnos. Desde la misma mañana habíamos notado que no nos ha despertado el estruendo de los claxons de la ciudad. Oímos, sin embargo, sirenas como de policía, y nos preguntamos si habrá sucedido algo.
   Compramos unos pasteles y nos los tomamos con unos tés. Empieza otra vez el ruido de sirenas, y pasan en procesión unos coches de bomberos adornados con retratos del presidente, y otros remolcando artilugios imitando cañones, con unos niños al pie, y un tipo vestido como de astronauta lunar. Otro coche remolca una especie de cañón antiaéreo, con un soldado a los mandos, y así una sucesión de coches, camiones-cisterna, tractores, taxis tocando la bocina, etc. Todos los vehículos con sus correspondientes efigies de Asad. Al cabo de un rato desfila una procesión de enfermeras en uniforme.
Siria   Más tarde vemos en mitad de la carretera un grupo de danzas folclóricas de hombres vestidos con trajes típicos, pantalón con el vuelo a la altura de las rodillas, blandiendo cada uno una espada y un escudo, y bailando al son de dos tambores, tocados con un palo gordo y uno delgado. Caemos en la cuenta de que se trata de un desfile conmemorando algo. Hay policías de uniforme con porra manteniendo a raya a los espectadores con bruscos modales. Uno me da un empujón.
   Vemos pasar carrozas, decoradas invariablemente con copos de algodón teñido (foto08), pegados a la carrocería del camión, tractor o cosechadora de turno. Algunas con pabellones giratorios, otras con artilugios que suben y bajan transportando chicas con cara de aburrimiento agitando ramos de flores, otros imitan presas de agua, y todos tienen el retrato del presidente Asad.
   Desfilan los deportistas, jóvenes y críos vestidos de futbolistas, boxeadores, judokas y halterofílicos.
   Es el "Festival del Algodón", que se celebra cada año en Alepo después de la recolección. Este año tocaba el 2-3 de octubre, y era la 31 edición.
   Todo tiene un aspecto cutre y desangelado, y la gente parece aburrirse. En la plaza hay una cámara de tv, y un estrado con altavoces desde donde se relatan los acontecimientos.
   Damos una vuelta por el zoco, que encontramos totalmente cerrado. Solo hay una cafetera montada sobre un carrito en una esquina, donde tomamos un café. Nos saluda un tipo.
   Lo de siempre: "¿Viajáis solos?". Es estudiante. Éste tiene una novia en Francia, en Lille, donde según él iba a trasladarse después de dos meses, tras completar los estudios. Hablaba (dijo) alemán, francés, inglés... "Tengo un tío que tiene una tienda con plata antigua. ¡Os interesa!"
   No insiste más, nos despedimos, y se va.
   El zoco está completamente desierto, y nosotros tenemos que gastarnos las libras sirias que nos quedan, pues una vez fuera del país no nos servirán para nada. En el ensanche renovamos el vestuario con pantalones, que están muy baratos, y en el gremio de zapateros nos extrañamos de los precios tan bajos para zapatos de tan buen aspecto. Luego comprobamos que están hechos sin garantía de durabilidad: no están cosidos, sino pegados.
   Vamos al hotel a dejar las compras y de allí directos a nuestro sitio favorito en Siria: el Kindi Lokantasi, a devorar un pollo a la brasa. Esta vez nos sacan ¡9 platos de entremeses, 9!
   Buscamos una película pero no hay ninguna decente. Damos unas vueltas por una de las zonas del ensanche, y andan por allí todas las mujeres de Alepo. El motivo: están las tiendas de joyas y ropa abiertas (en el zoco están cerradas por ser viernes). Los establecimientos derrochan iluminación y están abarrotados de clientas.
   Volvemos al hotel. Llaman a la puerta y nos avisan que en recepción está nuestro amigo Mahmud. Se ha enterado por Kalthum que estamos en Alepo y viene a visitarnos. Salimos a dar una vuelta, y se pone a contarnos sus problemas.
   Tiene dieciséis libros gordos para estudiar. Le gustaría sacar buenas notas para poder ir a la universidad y estudiar derecho. Nos pregunta qué cursos hemos estudiado.
   Le comentamos los problemas que tenemos con la escasez de gasoil y dice que la culpa es del gobierno. Dice también que el apagón de luz de cuatro horas que ha habido hoy le ha impedido estudiar, pues leer a la luz de las velas le afecta a los ojos. Dice que el gobierno ha declarado que el motivo del apagón es que han suministrado electricidad a Jordania, y hace un gesto como diciendo "lo que hay que escuchar". Se muestra muy triste y quemado.
   Estamos sentados en una plaza, hace frío, el tiempo continúa otoñal. Vemos aparcadas las carrozas de la mañana, y a unos chavales jugando en ellas. Enseguida aparecen unos uniformados y los desalojan de malas maneras. Da la sensación de que no soportan ver a nadie divertirse.
   Aparecen otros críos jugando con un cervatillo. Mahmud nos comenta que en Alepo no hay perros, solo gatos, y comprobamos que es cierto. Nos dice que las gentes de Alepo son muy agresivas, al contrario del resto del país; que por cualquier nimiedad enseguida se enredan en peleas.
   Nos dice que todos los precios han subido en pocos días. El pan, los alimentos, la electricidad al doble, etc. Que es difícil encontrar trabajo. Que ha muerto gente en la costa debido a una invasión de medusas.
   Habla poco inglés, pero se esfuerza. Dice hablar algo de armenio, debido a que vive en un barrio de población armenia.
   Al despedirse se muestra triste de perdernos de vista, y nos pide una y cien veces que le aseguremos que le vamos a escribir, y nos pide fecha exacta para la carta. Nos pide que hablemos de él a nuestros familiares, y que volvamos a Alepo algún día.
   Hace mucho frío. Mañana tenemos día de aduanas.
  
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Sábado, 4 de octubre. Frontera Siria-Turquía
   Lo primero que hacemos es ir a una pastelería donde nos gastamos las 75 libras que nos quedan en una caja de pasteles sirios, y otros pocos para desayunar. Sin más demoras salimos rumbo a la frontera, por la misma carretera que seguimos para ir a Qalat Samaan.
   Nos para un control en el mismo cruce de carreteras que la vez anterior. Esta vez no nos molestan demasiado.
   Tenemos un plano de Siria que no se corresponde con la realidad, pues incluye Antakya e Iskenderum (las antiguas Antioquía y Alejandreta) dentro de Siria, cuando oficialmente estas ciudades están en territorio turco. El resultado es que no sabemos dónde cae la frontera con exactitud. Ninguna señal indica "Turquía".
   Nos pita el chivato de la gasolina, y paramos a echar con un embudo el gasoil que llevamos de reserva en un bidón. Nos hemos gastado un depósito completo en atravesar Siria de sur a norte, pero hemos tenido suerte de que nos ha llegado, pues no sabemos qué hubiéramos podido hacer de quedarnos sin gasoil.
   De pronto un cartel se digna indicar "Turkia, 7 km". Nos liamos la manta a la cabeza, y a vérnoslas con los buitres. Ventanillas. Nos hacen subir a un primer piso donde un poli nos pregunta por el dinero (el único tema que les obsesiona). Nos pide la declaración de divisas que hicimos a la entrada. Afortunadamente sé dónde la guardo. Hace unas anotaciones en un borde y nos manda para abajo. Sellos y tamponazos. Se quedan con una tarjeta roja.
   Luego vienen los del control de seguros, que me quitan dos hojas y desprenden mi foto del fajo de papelotes. Más tampones y firmas. Finalmente, señalando la estrella de la hombrera, nos remiten al chief de aduanas, que nos registra el coche un poco por encima. Después de cerrar la puerta, un subalterno echa mano al manillar para volver a abrirla. Debe ser la fuerza de la costumbre.
   Nos dejan marcharnos. Ni nos lo creemos. A la salida un último control nos pide pasaportes, una tarjeta roja, y que le enseñemos la declaración de divisas. Todo en regla, y nos dejan salir del país. Hemos tardado solo una media hora. Increíble.
   Durante unos kilómetros avanzamos por una zona que ni es Siria ni es Turquía. Debe ser tierra de nadie y, sin embargo, hay cosas de interés. Para empezar, al salir hemos pasado bajo un arco romano. Ahora vemos desperdigadas por las colinas ruinas de lo que parecen viejas ciudades paleocristianas construidas en piedra, con grandes monolitos haciendo de dinteles de puertas y ventanas. Sin embargo, no nos atrevemos a parar para examinar las ruinas con más detenimiento, pues no nos sentimos seguros. De hecho, en ningún lugar de Siria hemos hecho acampada libre (a diferencia de Jordania y Turquía), debido a la tensión que notamos en el ambiente.
   Más tarde nos enteramos de que, efectivamente, esta región está plagada de ruinas de antiguos pueblos, abandonados en el siglo VIII, que, según la Unesco, proporcionan un notable testimonio de la vida rural en la antigüedad tardía y la época bizantina. Están declarados Patrimonio de la Humanidad.
   En la frontera turca un uniformado registra en ordenador los pasaportes. Previamente nos ha parado otro y nos ha pedido que le enseñemos Le guide du routard. Lo hojea hasta encontrar lo que buscaba: una foto de una chica con los pechos al aire en un anuncio de una revista impreso en las primeras páginas. Se la enseña a otro soldado que está en una garita, nos devuelve la guía y nos deja seguir adelante.
  
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Alepo en la encrucijada
  
Fotos 01-12
  
   Alepo (Halab en árabe) es la ciudad más importante del norte de Siria y la segunda del país en número de habitantes.
   Localizada en el cruce de varias rutas caravaneras que transitaban por Oriente Próximo desde el segundo milenio a C, Alepo fue sucesivamente gobernada por los hititas, asirios, aqueménidas, romanos, bizantinos, árabes, mongoles, mamelucos y otomanos.
   Alepo disputa con Damasco el rango de ser la ciudad más antigua del mundo habitada de continuo.
   Su gran mezquita del siglo XII, su imponente ciudadela del siglo XIII, y sus múltiples palacios, madrasas, caravasares y hammams de los siglos XVI y XVII forman parte de la ciudad antigua (rodeada de una larga muralla perforada por tres puertas), hoy amenazada por la superpoblación y la deficiente planificación urbanística, pese a haber sido declarada Patrimonio Mundial por la Unesco en 1986.
  
Mezquita Mayor
   La construcción de la mezquita aljama o mezquita mayor de Alepo fue iniciada hacia 715 en los terrenos de un cementerio cristiano de época anterior. En origen, su distribución y dimensiones eran semejantes a las de la Gran Mezquita Omeya de Damasco, con cuyos mosaicos rivalizaba.
   Sin embargo, habiendo sufrido esta mezquita sucesivas destrucciones, nada queda hoy de la original. El edificio actual data de 1158, cuando, tras un incendio, fue reconstruido por el sultán Nur al-Din. Una nueva reconstrucción parcial fue llevada a cabo tras la invasión de los mongoles en 1260.
  El elemento más antiguo que subsiste en la mezquita es el esbelto minarete (foto03) de planta cuadrada y más de 50 m de alto: data de 1090 y corresponde al periodo selyúcida. Está formado por cinco niveles decorados con arcos polilobulados. En la parte superior, una cornisa sobre muqarnas sostiene la galería desde la que el almuédano llamaba a la oración.
   El patio, rodeado de arcadas y pavimentado con mármoles de colores, contiene diversos quioscos y una fuente de abluciones. La sala de oración se compone de tres naves transversales con bóvedas de crucería.
   La Mezquita Mayor de Alepo es célebre por custodiar los restos del profeta Zacarías.
  
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Siria  
Ciudadela
   La grandiosa Ciudadela de Alepo, que domina desde lo alto de una colina la zona de los zocos, es un imponente testimonio del poderío militar árabe entre los siglos XII y XIV, si bien en su recinto se han hallado vestigios arqueológicos que remontan las fechas de ocupación del lugar al siglo X a C. La fortaleza alberga en el interior de sus murallas restos de un palacio residencial de los gobernadores provinciales, un salón del trono con nueve cúpulas, mezquitas y casas de baños. Quedan también huellas del trazado urbanístico grecorromano de las calles, y ruinas de construcciones paleocristianas del siglo VI d C.
   La Ciudadela está rodeada de un ancho y profundo foso en todo su perímetro, que se salva por un puente de acceso a la entrada principal construido sobre arcos (foto01). El portalón, abierto en un gran torreón prismático, es abovedado y está dotado de múltiples sistemas defensivos (foto02). La entrada forma un recodo para dificultar los ataques. Los muros están perforados de saeteras.
   Las ventanas están ornadas con labores de ablaq: juegos de alternancia entre losas de mármol claras y oscuras, una técnica decorativa de la que podemos ver numerosos ejemplos en los monumentos mamelucos y otomanos de El Cairo.
  
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Un hammam
   Al pie de la ciudadela se levanta la casa de baños públicos más lujosa de Alepo: el hammam Yalbougha al-Nasri, del siglo XVI. El exterior del edificio está revestido de mármoles blancos y negros, resaltando una gran cúpula lisa pintada de rosa. Desde la calle, a través de unas escaleras descendentes se llega al vestuario, espacio cuadrado con celdas en cada lado, cubierto con la gran cúpula. El espacio es de gran amplitud en superficie y altura. En todo su perímetro se eleva una plataforma como a 1,50 m, revestida su superficie de alfombras lujosas, y amueblada con bancadas llenas de cojines, todo ello asimismo recubierto de diversas telas de color dominante rojo. Esta superficie elevada está destinada al cambio de ropa (se puede acceder a una especie de alcobas donde hay armarios roperos) y al relax post-baño.
   Las salas de baño propiamente dichas son varias en sucesión, a temperaturas diferentes, espaciosas, y con cámaras en sus esquinas y laterales, que tienen como misión ofrecer un espacio más discreto. El hammam dispone también de sauna.
   La iluminación (de noche) está solucionada a base de apliques, y un gran lamparón central que pende de la bóveda del vestuario sobre la piscina o alberca ornamental del centro de la sala. Los suelos y paredes están, hasta una altura de 2 m, revestidos de mármol, el resto está lucido.

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Simón del desierto estuvo aquí
   
Fotos 13-20
  
   Se conoce como Qalat Samaan (literalmente 'Castillo de Simeón') al lugar, a una cincuentena de kilómetros de Alepo, donde San Simeón el Estilita vivió la mayor parte de su vida practicando ascesis subido en lo alto de una columna. Tras su muerte, el sitio se convirtió en un gran centro de peregrinación y culto, y en torno a dicha columna fue construida hacia 470 d C una grandiosa iglesia-santuario, en aquel entonces la más grande del mundo cristiano, hasta que fue superada por la catedral de Santa Sofía en Constantinopla (hoy Estambul).
   Simeón (o Simón) nació en Sisan, norte de Siria, hacia 390 d C. Fue el primer monje cristiano que se conozca que llevó el ascetismo al extremo de vivir durante años solo y aislado en la cúspide de una columna, por lo que recibe el apelativo de "el Estilita" (del griego, stylé = columna). Siendo pastor, entró en una comunidad monástica de la región, de la que terminó siendo expulsado, y optó por convertirse en un eremita. Los milagros que se le atribuyeron le reportaron tanta fama y tal veneración popular, que hacia 420 d C decidió pasar el resto de su vida subido a una columna para escapar de las incomodidades de la vida mundana. No olvidemos que Siria había sido una región intensamente romanizada, pródiga en monumentos embellecidos con colosales columnas, coronadas de capiteles jónicos o corintios de enormes proporciones.
Siria   Sobre uno de ellos permaneció San Simeón los últimos 37 años de su vida, expuesto a las inclemencias del tiempo, de pie o sentado día y noche en la reducida superficie, rodeado de una balaustrada para evitar posibles caídas. Una escalera de travesaños le servía para mantenerse comunicado con la gente de abajo y para recibir comida y donativos que le traían sus seguidores. Los visitantes acudían a él buscando consuelo espiritual, curación para sus enfermedades, consejos doctrinales, intervención en ayuda de los oprimidos...
   Se cree que San Simeón convirtió al cristianismo a diversos árabes y paganos. Se le atribuye la invención del cilicio. Influyó en el emperador romano occidental León I el Tracio para que apoyara la corriente ortodoxa de Calcedonia durante la controversia cristológica del siglo V, defendiendo la naturaleza divina y humana de Cristo.
   El ejemplo de San Simeón cundió. Su reputación animó a otros ascetas posteriores a imitarle en su austeridad e incluso a superarla, y un gran número de hombres y mujeres ejercieron desde entonces el eremitismo subidos a sus respectivas columnas. Fueron los llamados "estilitas". En el siglo XIX todavía había algunos estilitas en Rusia.
   La personalidad de San Simeón el Estilita fascinaba a los surrealistas y en 1965 llegó a ser el personaje protagonista de Simón del desierto, la genial película de Luis Buñuel, inspirada en su vida. A pesar de haber quedado inacabada al suspenderse el rodaje por falta de presupuesto, la película fue estrenada como mediometraje. Recordemos que comienza cuando una secta de devotos insta a Simón a abandonar la columna en la que ha vivido encaramado seis años para que se instale en la cúspide de otra columna el doble de alta. La película acaba abruptamente cuando el diablo se lleva a Simón en un viaje espacio-temporal a una discoteca de la Nueva York del siglo XX. Pero el final previsto en el guión era más redondo: los seguidores de Simón le exhortan otra vez a que se mude de columna para acomodarse sobre el capitel de otra columna el doble de alta que la precedente, y por tanto más acorde con su creciente gloria. El film acabaría en el momento en que Simón asciende a esta tercera columna. Curiosamente, en este episodio Buñuel se ajustaba estrictamente a la verdad histórica: se sabe que Simeón el Estilita vivió su vida de anacoreta en tres columnas sucesivas, la primera de 3 metros, la segunda de 7 metros, y la última de 17 metros de alto. Y es que nada hay más surrealista que la pura realidad.
  
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   Las impresionantes ruinas del martyrium de San Simeón el Estilita en Qalat Samaan todavía se mantienen en su mayor parte en pie. La columna sobre la que vivió los últimos años de su vida el asceta, considerada una reliquia preciosa, fue enclaustrada en el centro de una enorme estructura octogonal, con cuatro de sus lados prolongados por otros tantos edificios de planta basilical, que componen en conjunto los cuatro brazos de una cruz (foto14). De la columna hoy solo se conserva la base y un fragmento del fuste (foto15).
   En el estilo del edificio se detecta la triple influencia del mundo clásico grecorromano, Constantinopla y los santuarios de Tierra Santa. Las columnas y pilastras están coronadas de capiteles que remedan con tosquedad el orden corintio (foto20). Su distribución estructural, donde predominan las formas circulares en la profusión de bóvedas, arcos de medio punto, ábsides y absidiolos (foto17), tiene marcados rasgos de conexión con la arquitectura de estilo bizantino. Son muy curiosos los remates circulares de los marcos de algunas ventanas (foto19).
   La estructura general, con planta de simetría central, es típica de los martyria y sepulcros monumentales de las primeras etapas del cristianismo en Asia Menor y Oriente Próximo, que tomaban como modelo la basílica del Santo Sepulcro de Jerusalén.

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Crac de los Caballeros
    
Fotos 21-24
  
Siria   He aquí uno de los más grandiosos y mejor conservados ejemplares de arquitectura militar de la Edad Media. De todos los castillos que construyeron los caballeros cruzados europeos en Siria y Palestina, éste es el de mayores dimensiones.
   Se yergue sobre una colina en la fértil región del noroeste de Siria, cerca de la frontera con Líbano, en un estratégico emplazamiento ocupado anteriormente por una fortaleza musulmana (foto21). De hecho, por toda esta comarca pueden verse numerosos castillos y alcázares, tanto cristianos como musulmanes (como el no menos impresionante castillo llamado de Saladino, Qalat Salah el-Din, cuyas ruinas coronan otra colina en las cercanías), que dan testimonio de las tensiones bélicas que sufrió la entera región durante las Cruzadas.
   El castillo de Crac de los Caballeros fue erigido a partir de 1142 por la orden de los Caballeros Hospitalarios de San Juan de Jerusalén, de los que fue su plaza fuerte hasta 1271, año en que fue capturado por el sultán mameluco Baybars I. Los mamelucos ampliaron aún más la fortificación.
   Podía alojar una guarnición de 2.000 soldados.
   Consta de dos murallas concéntricas reforzadas con torreones semicilíndricos, separadas ambas por un amplio foso. Conserva la cámara del rey y, en el patio central, dos capillas de depurado estilo ojival (foto24). Los accesos al núcleo central del edificio se realizan recorriendo enormes pasillos abovedados (foto23), dotados de escaleras, que se preservan en toda su integridad (cosa nada frecuente en los castillos de esta época, que están en su mayoría colapsados), y proporcionan una idea fehaciente de la complicada estructura interna de estas fortificaciones medievales.
   En 2006 la Unesco incorporó a su lista del Patrimonio Mundial los castillos de Crac de los Caballeros y de Saladino.

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El camino de Damasco
   
Fotos 25-48
  
   Damasco (Dimashq en árabe, conocida también como Sham) es una de las ciudades más antiguas de Oriente Próximo. De hecho presume de ser la ciudad más antigua del mundo que haya estado habitada de continuo hasta nuestros días, aunque este título se lo disputa también Alepo.
   La capital de Siria está emplazada al sur del país, en un oasis al pie del monte Jabal Qasiyun, no muy lejos del Mediterráneo, a orillas del inmenso secarral del desierto sirio, que ocupa la mayor parte del país.
   Desde tiempos inmemoriales, Damasco ha sido un centro comercial y una etapa caravanera en las rutas de los mercaderes de Oriente Próximo. Fue la capital del primer reino semita, citado en los textos egipcios de la XVIII Dinastía. Aliada por algún tiempo al reino de Israel, fue luego gobernada por los sucesores de Alejandro, los nabateos, los romanos y los bizantinos.
   Los árabes de la dinastía Omeya hicieron de ella su capital, de 661 a 750 d C. Con la expansión de los omeyas se convirtió en una urbe próspera, capital de todo un imperio.
   Hoy la legendaria Damasco es una ciudad superpoblada (más de 6 millones de habitantes en 2007), industrializada y ruidosa, con barriadas y arrabales que trepan desordenadamente por las faldas de la montaña, en un caos urbanístico de difícil solución. Los restos de su pasado esplendor se concentran en el casco antiguo, declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1979, pero con claros síntomas de estar en trance de desaparición. Además de los monumentos y viviendas tradicionales de madera de carácter islámico (o judío), se detectan en sus calles numerosos vestigios de la época romana y bizantina, como el templo de Júpiter (foto37) y las murallas con puertas monumentales. Topónimos como la "Via Recta" dan pistas sobre el trazado clásico de tipo ortogonal en que se estructuraban sus calles.
   Las primeras etapas del cristianismo tuvieron aquí uno de sus escenarios, y aún subsiste hoy un populoso barrio cristiano conviviendo con los musulmanes. Existe una casa de San Ananías y una puerta de Santo Tomás. Hubo una catedral, hoy sustituida por la Gran Mezquita Omeya, que supuestamente custodia la cabeza de San Juan Bautista y tiene un minarete llamado "de Jesús".
  
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Siria  
Gran Mezquita Omeya
   La mezquita aljama de Damasco yergue su inmensa mole en el corazón de la parte vieja. Si Damasco es, como se dice, la más antigua ciudad del mundo, la mezquita omeya ocupa el emplazamiento más antiguo dentro de esta urbe. Según las excavaciones, en este exacto lugar hubo un templo de Hadad, y luego el inmenso santuario romano de Júpiter, cuyo recinto albergó después, juntas, la catedral de San Juan Bautista y la primera mezquita de Damasco, y hoy día contiene grandes porciones de la vieja urbanización intramuros.
   La mezquita es más antigua que la de Córdoba, de hecho una de las más antiguas del islam, pero ha experimentado muchas restauraciones. Tiene un patio rectangular muy amplio (foto27) con mosaicos y mármoles de colores, donde está el templete del 'tesoro' levantado sobre columnas y frisos expoliados del templo de Júpiter (foto25).
   Atravesamos las ruinas del pórtico columnado del templo de Júpiter y el muro de colosales sillares romanos que cerca la mezquita, para salir al patio. Extensos mosaicos cubren el techo del vestíbulo, el intradós de los arcos y varias paredes (foto29). Muestran sin excepción motivos arquitectónicos fantasiosos, en medio de gigantescos árboles y un variado despliegue de ornamentos florales, siempre todo ello sobre un fondo de oro (foto32). Dicen que se trata de una representación del paraíso musulmán. Pero ni una sola figura humana, ni el más pequeño animal, pez o ave se mueve por esas frondas.
   Toda la decoración es anicónica, pese a que la arquitectura es de aire muy bizantino. Esta combinación de arquitectura y vegetación se repite, dos siglos más tarde, en las pinturas murales –lejanas y únicas– de la iglesia de San Julián de los Prados o Santullano, en Oviedo, y podría tener como precedente motivos parecidos de los mosaicos de la cúpula del Baptisterio de los Ortodoxos, en Ravena; o también, si queremos remontarnos más en el tiempo, en las pinturas murales pompeyanas, aquéllas que muestran imágenes frontales y en falsa perspectiva de palacios o proscenios de teatros, enmarcados en una flora siempre lujuriante.
   La sala de oración es de planta basilical de tres naves inmensas, con crucero y techo de madera policromada donde sobresale la cúpula "del Águila". Los mihrabs son de taracea de mármol y nácar, de muy minuciosa ejecución.
   La mayoría de las columnas de la mezquita son corintias reaprovechadas (foto30), y recientes obras han despejado nuevos restos romanos (una columnata en el muro norte). Casi en el centro de la sala de oración se eleva un catafalco de celosías plateadas, sustituto de otro de madera que se quemó en el último incendio sufrido por esta mezquita de accidentada historia; éste alberga un sarcófago que a su vez contiene (¡hela dónde estaba!) la cabeza de san Juan Bautista, la misma, es de suponer, que presentó en bandeja Salomé a Herodes, reliquia que podría ser el único vestigio de la catedral cristiana que hubo justo aquí, venerada hoy –pues también es profeta para los musulmanes– en medio de uno de los más prestigiosos lugares sagrados del islam.
   Otra reminiscencia cristiana de esta inagotable mezquita: el minarete de Jesús. Se llama así, porque en lo alto de él se aparecerá el Día del Juicio el Mesías, para anunciar a los hombres la llegada del fin del mundo.
  
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Caravasar de Selim
   Este han o caravasar fue construido en 1516 por el sultán Selim para alojar peregrinos pobres (foto38). Hoy es un conjunto de talleres artesanos (entre ellos, de soplado de vidrio) y tiendas, que ocupan las dependencias en torno a un patio porticado con bóvedas sobre arcos apuntados bicolores con dovelas blancas y grises alternadas.
   En uno de los lados se levanta la sala de oración, coronada de cúpula, con una soberbia puerta de mármoles verdes, blancos y rojos combinados con cerámicas (foto40).
  
Tekkiye Suleymaniye
   Así es llamada una mezquita-madrasa construida en 1554 por el célebre Sinan, el arquitecto de Solimán el Magnífico, que tantas maravillas edificó en Estambul. Con sus dos minaretes gemelos flanqueando la cúpula, enhiestos como misiles apuntando al cielo, da un verdadero toque constantinopolitano a este barrio (foto46). El interior recuerda, sobre todo la qibla y la disposición de la maksura, a la Mezquita Azul de Bursa (Turquía), de comienzos del otomano. El patio está rodeado por las numerosas celdas de estudiantes de la madrasa. Las amplias cocinas estaban destinadas a dar de comer a los peregrinos de La Meca.
   La decoración es notable por utilizar bandas de mármol de colores contrastados alternos. La carpintería, la cerámica y el mármol tallado están trabajados con el preciosismo propio de los artesanos de esta época.
  
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Mezquita Oqeya
   Un lugar de peregrinación chií construido hace pocos años en estilo safávida.
   Despliega un lujo exuberante en su decoración interior, con toda la barroca profusión de que son capaces los artesanos chiítas.
   El mausoleo de Oqeya es un catafalco que se yergue en el centro de una sala bajo cúpula, y está realizado con celosías de oro macizo, plata, esmaltes, vidrio, y finísima cerámica de motivos florales a todo color que parece porcelana china, el conjunto iluminado por exuberantes arañas de cristal, las columnas, paredes y suelo tapizados de mármol blanco de Carrara; el pavimento está cubierto de alfombras de Irán.
   Se trata de la tumba de la hija de Hussein, hijo de Ali, el yerno de Mohamed, más conocido entre nosotros por Mahoma. O sea, de su biznieta, descendiente por línea directa del Profeta, y, por tanto, personaje venerado por la rama chiíta del islam, desgajada de la sunnita desde sus mismos comienzos. Hay que tener en cuenta que su padre Hussein y su tío Hassan son los primeros mártires del chiísmo, y el aniversario de su muerte es fiesta nacional en Irán.
   Pasearse bajo las bóvedas es una experiencia onírica: los ojos quedan emborrachados por el caleidoscópico efecto visual de infinidad de espejos poligonales que cubren estalactitas y atauriques concéntricos, creando cielos de diamantes, "cúpulas de abencerrajes" de una alhambra de cristal, efectos hipnóticos en los que el visitante nunca ve su reflejo si no es despedazado en mil fragmentos.

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Las norias de Hama
   
Fotos 56-58
  
   Hama, la cuarta ciudad en número de habitantes de Siria, ha sido en 2012, junto a Homs, una de las poblaciones más castigadas por la represión del ejército al mando del dictador Bashar el-Asad, con motivo de las revueltas populares anti-régimen desencadenadas en el marco de lo que se ha dado en llamar "primavera árabe". Hama fue también en 1982 el escenario de otra feroz masacre, en aquel entonces promovida por el dictador Hafez el-Asad, padre de Bashar, para reprimir una insurrección sunní, en la que perdieron la vida más de 20.000 de sus habitantes.
   La ciudad de Hama arrastra a sus espaldas una larga y agitada historia. Situada a orillas del río Orontes, ya existía allí un asentamiento en la Edad de Bronce. Fue gobernada por los asirios en el siglo IX a C, y más tarde estuvo bajo el control de los persas aqueménidas, los macedonios y los seléucidas. Estos últimos la rebautizaron como Epiphanes. Cayó bajo el dominio del imperio romano, y más tarde los bizantinos construyeron allí una importante iglesia cristiana, que fue transformada en mezquita cuando los árabes la conquistaron en el siglo VII. En el siglo XII fue tomada por los cruzados y en el XIII reconquistada por los musulmanes. El terremoto en 1175 provocó una gran destrucción. Ocupada por Saladino en 1118, fue gobernada por los sultanes mamelucos hacia 1300 y por los turcos otomanos a comienzos del XVI.
   Tras la Primera Guerra Mundial pasó a formar parte de la moderna Siria. Hoy es un importante mercado agrícola de algodón, cereales, frutas y verduras, y posee industrias textiles y de fabricación de cemento.
   Hama es especialmente conocida por sus enormes norias de madera (foto57). Aunque por lo perecedero de su material han tenido que ser sucesivamente restauradas a lo largo de los siglos, su estructura y mecanismos se remontan a los tiempos de la dominación romana. Su cometido era recoger el agua del río Orontes, que atraviesa los áridos pedregales del desierto sirio, y donde tuvo lugar la batalla de Kadesh entre los hititas y Ramses II. La corriente del río las impulsa, y por medio de sus palas las aguas se elevan de nivel y abastecen los acueductos destinados a la irrigación de las huertas y vergeles de las riberas del río.

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Bosra, ex-capital de Arabia
   
Fotos 49-55
  
   La pequeña y poco conocida ciudad de Bosra, situada al sur de Siria cerca de la frontera con Jordania, en lo que había sido una etapa en la ruta de las caravanas a La Meca, fue en su tiempo nada menos que la capital de la provincia romana de Arabia.
Siria   El nombre de Bosra ya aparece citado en las tablillas de Tell el-Amarna (la ciudad fundada a orillas del Nilo por el faraón Ajenaton, 1379-1362 a C), cuyas inscripciones en escritura acadia cuneiforme constituyen la correspondencia oficial entre los faraones egipcios y los reyes fenicios y amorritas.
   Bosra llegó a ser el bastión septentrional de los reyes nabateos de Petra, y cuando el reino nabateo fue conquistado por los ejércitos de Trajano en 106 d C, tanto Bosra como Petra fueron incorporadas al Imperio Romano. Alejandro Severo concedió a Bosra el título de Colonia. La ciudad podía acuñar monedas.
   En el periodo bizantino, Bosra se convirtió en un importante centro comercial en las fronteras del imperio, adonde acudían las caravanas de mercaderes árabes a abastecerse. Sus obispos tomaron parte en el Concilio de Antioquía. Con la expansión del islam a principios del siglo VII d C, Bosra fue la primera ciudad bizantina que cayó en poder de los árabes.
   Hoy Bosra es una población venida a menos, desolada y polvorienta, en la que solo sobreviven algunos vestigios de su pasado esplendor (foto53). Sobre todo el magníficamente conservado teatro romano, pero también ruinas paleocristianas, bizantinas y omeyas, la mayor parte todavía por descubrir en su subsuelo, aunque el lugar es objeto desde hace años de continuas campañas de excavaciones arqueológicas.
   De la época romana quedan también en Bosra las ruinas de una muralla con sus puertas, una gran calle columnada, termas, un mercado, cuatro grandes aljibes, un campamento romano, un hipódromo y un templo a Júpiter.
   La catedral de Bosra, con restos de la basílica del siglo VI d C dedicada a los mártires Sergio, Baco y Leoncio, es un edificio de planta central de notable importancia en la historia del cristianismo primitivo. La mezquita Al-Omari y la madrasa Mabrak al-Naqua son dos de los más antiguos edificios del islam que queden todavía en pie. La ciudad antigua de Bosra fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1980.
  
Teatro romano
   El monumento más impresionante que nos ha llegado de la época de romanización de Bosra es el teatro del siglo II d C, que se conserva prácticamente íntegro y sea quizás, junto con el de Aspendos en Turquía y el de Orange en Francia, el teatro romano más entero y mejor preservado de todo el mundo antiguo. No solo se mantienen en pie la cavea (foto50) y el muro de proscenio (foto52), sino también la galería superior y todos los pasillos abovedados interiores.
   Fue construido probablemente bajo Trajano, y remodelado en diversas ocasiones entre 481 y 1251 d C, con vistas a convertirlo en una fortaleza para defender este punto clave del camino de Damasco.

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Amor a Tadmor  (Palmyra revisitada)
   
   Lo que viene a continuación es una crónica elaborada a partir del diario de viaje que escribimos en nuestra segunda visita a Siria, en diciembre 1994-enero 1995, ocho años después de nuestro primer viaje. Volamos en avión a Damasco, con la intención de pasar las navidades en Palmyra, lugar que nos había subyugado en nuestra anterior visita, y donde solo habíamos estado dos días, periodo a todas luces insuficiente para conocer y disfrutar de este maravilloso paraje. El dictador Hafez el-Asad continuaba en el poder.
   Textos: Eneko Pastor
   Ilustraciones: M. A. Eugui
  
Jueves 28 de diciembre. Amsterdam-Damasco
   Aeropuerto de Shiphol, Amsterdam. Tres horas de espera para el tránsito al vuelo de Damasco.
   A un señor sirio que viaja con señora e hijos se le rompe la botella de dos litros de Johnny Walker dentro de la bolsa de tela donde lleva el equipaje. Deja la sala de espera encharcada de whisky, y luego el pasillo de embarque, a pesar de que la familia se moviliza para paliar el desaguisado, extrayendo camisas, juguetes y demás adminículos empapados de la bolsa. La gente que pisa –chop, chop– el líquido amarillo piensa que alguien se ha ido de la vejiga, mientras los vapores de alcohol respirados nos predisponen a todos los viajeros a afrontar valientemente el vuelo.
   Un pasajero a nuestro lado es un sirio que viene de Venezuela. Vuelve a su país tras diez años de ausencia para visitar a su madre enferma en Alepo, pero teme que no le dejen entrar fácilmente, pues no lleva visado sirio y está nacionalizado como venezolano. Habla español con giros y acentos caribeños. Su vida prospera en Caracas y no la cambiaría para vivir en su país natal.
   Aterrizamos en Damasco bien entrada la noche. El funcionario del control de visados del aeropuerto, tras examinar la tarjeta de desembarque de M escrita con tinta roja, pide a M que le regale el bolígrafo rojo, reteniendo su pasaporte. M se niega en redondo, pues, conocedor de la capacidad depredadora de los aduaneros sirios debido al anterior viaje por este país, viene resuelto a no soltar ni una piastra de backshish a funcionarios de fronteras. Comprobamos que, afortunadamente, han derogado la vieja ley que forzaba a hacer un desventajoso cambio obligatorio de 100 dólares mínimo a la llegada a Siria, y yo respiro aliviado, pues M venía con la intención de plantar batalla contra ese abuso, lo que podría suponer toda la noche en el aeropuerto, e incluso que nos fuera denegada la entrada. Ante tanta determinación, el aduanero termina por ceder, y al despedirnos nos enseña con un gesto de ironía que él también tenía un bolígrafo rojo.
   El pasajero que nos sigue en la cola nos mete prisa, pues ya son casi las dos de la madrugada. Resulta ser un joven español que vive en Damasco como estudiante de árabe y vuelve a Siria tras unos días de vacaciones. Reside en un barrio residencial cristiano de Damasco, compartiendo un piso con otro estudiante español y un nativo sirio.
   Cuando terminamos de pasar todos los engorrosos trámites y barreras, vemos a otro joven que recibe al anterior en el vestíbulo de llegadas, acompañado de un nativo de barbas. El trío nos propone compartir un taxi al centro, así que nos embarcamos todo el grupo en una furgoneta, y charlando por el camino, terminan por invitarnos a dormir en su apartamento, pues aseguran que a esas horas en el centro solo están abiertos los hoteles cutres.
   Los jóvenes estudian "semíticas", cosa que puede traducirse por "filología árabe". Hablan árabe clásico y coloquial, y el primero de ellos ha estudiado también hebreo y ugarítico. Nos informan que para cada renovación del permiso de residencia tienen que presentar obligatoriamente, entre otros requisitos, pruebas de sida con diagnóstico negativo. Viven de becas, y eventualmente de traducciones de textos u otros empleos temporales como, por ejemplo, labores de traducción simultánea en congresos. Conocen al embajador español y a otros miembros de la embajada de Damasco.
   La conversación se prolonga, y terminamos por acostarnos a las cuatro de la madrugada, agotados del largo viaje. Hace mucho frío.
  
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Viernes 29 de diciembre. Damasco
   Lo primero que hacemos por la mañana es comprar los billetes para ir a Palmyra al día siguiente, en la compañía de autobuses El-Karnak. Atienden mujeres en medio de una algarabía de mil demonios, con todos los clientes, muchos de ellos soldados, arracimándose contra el mostrador, siguiendo el viejo sistema de extender el brazo por encima de los hombros de los que están en primera línea y así plantar ante la cara del empleado un fajo de libras sirias para ser atendido antes. Las dependientas no se aclaran ni entre ellas: se cuchichean cosas al oído las unas a las otras, se relevan en los puestos, parecen hacer de todo menos expender plazas de autobús. La cuarta mujer a la que solicitamos tickets a Palmyra se digna por fin vendérnoslos: nos pide el pasaporte para poner nuestro nombre en los billetes. Treinta minutos dura el total de la operación.
   Cuando logramos salir de la oficina, nos dirigimos a un caravasar transformado en mercado de artesanía que hay unas calles más abajo. Es del siglo XVI, construido por el sultán Selim, con una gran patio porticado recubierto de mármoles (foto38). La alberca central del patio está seca, pero unos grandes charcos de agua sobre el suelo de mármol la sustituyen.
   No lejos de allí está la Tekkiye Suleymaniye, construida por Sinan, el célebre arquitecto turco de tiempos de Solimán el Magnífico (foto46). El patio de la mezquita alberga, para nuestro horror, en torno a un estanque que esta vez sí tiene agua con carpas, nada menos que el Museo del Ejército, con avionetas y cañones expuestos por los jardines (foto47), abundantes retratos del presidente Asad, y hasta una especie de cápsula de cohete espacial metida en un quiosco.
   Comemos en en mataham Masri, egipcio, como su nombre indica (ful, hummus, nabos y pepinillos obligados), restaurante-pasillo repleto de clientes en constante renovación, con garbosos camareros sirviendo platos y más platos a un ritmo vertiginoso. La bebida es para cada una de las mesas una jarra de plástico llena de agua, y hay un solo vaso por mesa, el mismo utilizado por los anteriores comensales.
Siria   Nos encaminamos a la mezquita aljama, la Gran Mezquita Omeya de Damasco, de obligada visita (ver descripción más detallada). Ocho años después de nuestra primera visita, nos siguen extasiando los increíbles mosaicos que cubren techos y paredes. En el silencio de la sala de oración duerme un niño tumbado boca abajo sobre las alfombras.
   Nos aborda un sirio estudiante de español (tercer curso) con aspiraciones a trabajar un día de guía turístico. Tras echar un fugaz vistazo desde fuera al mausoleo de Saladino, el nativo nos lleva a ver la mezquita Oqeya, un lugar de peregrinación chií construido hace solo 30 años en estilo safávida. El templete de la tumba de Oqeya, biznieta de Mahoma, cuyo solo valor material en oro y plata sería incalculable, tiene atados a las celosías algunos jirones de tela; también una llave colgada con una cuerda. Nos dicen que han sido colocados por chicas casaderas en petición de marido. Sobre el sarcófago hay depositado un artilugio: consiste en una de esas lámparas con un tambor perforado de dibujos que gira en torno a una bombilla proyectando figuras luminosas en movimiento, que no puede faltar en ningún living-room del más depurado estilo kitsch, pero que aquí da un toque surrealista nada acorde con la sacralidad del ambiente ni la esquisitez del marco. Todo está impoluto y destellante.
   En la sala de oración contigua, las mujeres y los hombres rezan juntos, según el rito chiíta –nos aclaran–. Filas de hombres y filas de mujeres se alternan, no quedando estas últimas relegadas a un rincón aparte, como ocurre en otras mezquitas. Visten largas túnicas grises o negras que les cubren todo el cuerpo, se cubren la cabeza con un pañuelo, pero no velan sus rostros. Posteriormente nos informan que los chiítas sirios no se llevan nada bien con los chiítas iraníes, para variar.
   Sobreviene un apagón. Tal como ocurría a diario en nuestra visita de hace ocho años. Nos quedamos todos, fieles e infieles, en la oscuridad total, y echo de menos no haber traído la linterna.
   Cuando vuelve la luz y nos disponemos a recoger nuestros zapatos para salir, un señor nos da unas pastas de sésamo.
  
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   Vamos a un café típico, escondido en un callejón tras la mezquita aljama. Es uno de esos cafés destartalados de las medinas, con altísimas paredes y techo de madera sobre arcos encalados, montañas de cajas y sillas superpuestas, las paredes atiborradas de carteles y fotos antiguas de personajes, más el ubicuo general que preside in æternam el país: el "omnipresidente". Hay una cabina donde preparan el café, el té y las shishas, y un atrio exterior con plantas; la gente se sienta con sus narguilés, las espaldas contra las paredes.
   Un narrador con una galabeya, cubierta con una capa, un fez en la cabeza y un sable en la mano, lee un libro en voz alta a la concurrencia, que muestra gran atención, y participa alegre y activamente en torno al tema leído –ha de ser algo divertido, al estilo de "Las increíbles hazañas de Mulá Nasrudin", pues se producen buenos momentos de regocijo general–. Un oyente le objeta algo al narrador, y él corrobora lo dicho, señalando el texto que lee, como especificando "No lo digo yo, lo dice aquí". Risas. A veces golpea con la espada, con todas sus fuerzas, sobre un atril de hierro de los de colocar las tazas de té, perforando los tímpanos presentes con el estruendo. Está sentado sobre una silla subida sobre una mesa. Un camarero pasa la bandeja, recogiendo donativos para el relator. En un momento dado éste se dirige a nosotros, los guiris, para pedirnos, con cierto deje guasón, que guardemos silencio. Al cabo de media hora exclama, para rematar su actuación, "Now finish!" y todos ríen de buena gana la alusión a los dos espectadores extranjeros.
   Voy a un retrete público que hay al lado del café y, al haberme dejado el papel higiénico en la mochila, he de emplear el sistema árabe de limpieza.
   Hemos traído otra vez la lluvia a Damasco. En la anterior ocasión fue un diluvio babilónico que inundó la ciudad justo cuando la atravesábamos en furgoneta de regreso de Petra, cegándonos la cortina de agua hasta el punto de tener que parar el coche hasta que escampara. Esta vez no es tan bíblico pero cae persistentemente, y nos mojamos a conciencia en nuestro paseo por la ciudad vieja en busca de la casa de San Ananías. La hallamos cerrada, pero nos enteramos que el hogar de este señor, que fue el que curó a san Pablo de su ceguera por el flash que le dio camino de Damasco, encierra una capilla paleocristiana subterránea. Vemos también, en la llamada Via Recta, los restos de un arco triunfal romano, de triple puerta. También nos acercamos a Bab Sharqi, o Puerta del Este, con claros restos romanos a base de columnas corintias reaprovechadas de cualquier manera en una entrada de muralla medieval.
   Nos encontramos, previa cita con nuestro trío hispano-sirio de anfitriones, en Bab Tumá, o Puerta de Santo Tomás, otro apóstol y otra puerta de muralla de origen romano. Cenamos en el restaurante El-Candil. Tres señores, cubiertos con capas color camello y tocados con kuffiyahs palestinas en blanco y negro, que cenan y toman alcohol en la mesa de al lado, nos invitan a más cervezas, y luego entablan conversación con nuestro compañero sirio. Los estudiantes nos informan de que son jeques beduinos, es decir, gente importante, y parece que el camarero les trata con un respeto especial. Nos quieren regalar un paquete de tabaco, que rehusamos, dándoles las gracias por su generosidad.
   En nuestros paseos por las calles de Damasco, hemos venido observando que junto a los miles de retratos de Hafed el-Asad –presidente de un Estado laico que no duda en recurrir a las más estalinistas técnicas de culto a la personalidad–, se exhiben parejos por todos los rincones otros tantos miles de imágenes de un joven barbudo y vestido de militar, que nos intriga. ¿Será que están preparando el culto al sucesor del presidente? Pero los estudiantes nos sacan de dudas: es el retrato de un difunto. El hijo de Asad, que murió en un accidente automovilístico dos años atrás. Su muerte provocó una conmoción nacional. Todos los alminares de Damasco se pusieron a aullar al unísono lamentos fúnebres y las campanas de todas las iglesias doblaron haciendo el contrapunto. Se decretaron tres semanas de luto nacional, durante las cuales los dos canales de tv y las emisoras de radio no hicieron sino salmodiar azoras del Corán, y se desató la histeria colectiva cuando se propagó la hipótesis de un asesinato. Sospechosos: Sión, EEUU, Occidente. Los radicales se soliviantaron, y el aparato militar-policíaco-servicios secretos puso a funcionar la apisonadora represiva. El paso del tiempo calmó los ánimos, y el presidente tuvo que nombrar a su otro hijo (Bashar) como sucesor en su dinastía baazista. Chocante paradoja esto de las "repúblicas dinásticas". Y no es que sea Siria el único caso: pensemos en Corea del Norte. Envejecido y bastante domesticado desde la guerra del Golfo, el León –tal significa en árabe "el-asad"– de Siria sigue asomando el rostro en incontables vallas, murales y pancartas, inaugura pantanos y besa niñitas que sostienen ramos de flores. Se le vio hace poco coqueteando con Clinton y pactando la paz con Israel a cambio de la devolución de media vertiente de los altos del Golán. Quiere que borren a Siria de la lista de países que apoyan el "terrorismo internacional". Que vengan turistas a dejar divisas. La vejez amansa las fieras.
   Los estudiantes nos comentan cosas sobre la prostitución en Damasco, los jeques de los emiratos árabes del Golfo como principales clientes, atiborrados de petrodólares, que vienen a la capital de Siria en busca de muchachas menores y vírgenes.
   También anécdotas de los sufíes y los derviches, y sobre ceremonias clandestinas de alauitas y de drusos, presenciadas en lejanas casas del desierto, en donde la música rítmica conduce poco a poco a los participantes a trances paroxísticos, hasta llegar a atravesarse con cuchillos o espadas, en medio del frenesí de la danza, partes del cuerpo y de la cabeza, a la manera de los faquires.
   Vamos a dormir no más tarde de las doce, pues mañana queremos madrugar para tomar, inch'Allah, el autobús de las siete con rumbo a Palmyra.
  
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Sábado, 30 de diciembre. Palmyra
   Nos levantamos a las seis de la mañana. "¡Qué vacaciones!", se queja M en estado de sonambulismo.
   Dos cafés turcos es lo único que podemos pedir en la cafetería de la estación, a los que sumamos otros dos. En el autobúes coincidimos con cinco japoneses/as.
   El autobús da una vuelta por la carretera de Homs, y hace en esta ciudad, la antigua Emesa, cuna del excéntrico emperador romano Heliogábalo, una etapa de veinte minutos. Los rojizos montes del Anti-Líbano están salpicados de manchas blancas de nieve, inesperadas en un paisaje tan desértico de viejos y calcinados cerros, mordidos por barrancos, con tres tristes rastrojos por toda vegetación, detrás de los cuales sabemos que se ocultan a tiro de piedra las ruinas de la legendaria Baalbeck, enclave vedado para el viajero por la estúpida arbitrariedad del las fronteras del siglo XX.
   El conductor se detiene en un puesto militar bordeado de hangares, y en lo alto de una colina divisamos antenas que giran sobre un vehículo con ruedas de oruga. Se bajan del autobús varios militares, alguno con la pistola ostensiblemente a la vista colgando del cinturón.
  
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Palmyra revisitada
  
Fotos 61-72
  
   Las extensas y bellísimas ruinas de la antaño próspera ciudad caravanera de Palmyra han despertado desde su redescubrimiento la inspiración de un buen número de artistas y escritores, que se han sentido cautivados por el romanticismo del paraje y por su extraordinario poder evocador.
   Un oasis de palmeras y columnas color oro en pleno desierto sirio, Palmyra constituye un perfecto símbolo de la fugacidad del poder y la riqueza, de la efímera hegemonía que llegó a gozar un reino que osó enfrentarse a Roma, y una muestra de los irreversibles estragos que el paso del tiempo ocasiona en urbes e imperios que se creían eternos.
   Para una información más completa consultar en fotoAleph la colección LAS RUINAS DE PALMYRA. Oasis de mármol y oro.
  
   Llegamos a Palmyra hacia el mediodía; al bajar del bus en estos lugares, lo primero suele ser sacudirse de encima el enjambre de chavales con una tarjeta en la mano que anuncian hoteles, y vamos directos al que conocemos desde la vez pasada: el hotel Zenobia, el único que hay junto a las ruinas, y al que las mismas ruinas invaden, con capiteles corintios usados como mesas, y con cabezas funerarias de antiguos palmyrenses encastradas en las paredes del vestíbulo. El hotel, para nuestra aflicción, está completo, copado por un grupo grande de turistas. Preguntamos el precio y nos dicen que 53 dólares.
   –No tenemos dólares –mentimos–. No somos turistas americanos. Sólo tenemos libras sirias.
   Nos dicen que aceptan American Express. Para ser un país que ha estado hasta ayer mismo a la sombra del imperio soviético, hay que ver qué amor al dólar USA profesan sus habitantes.
   Probamos en otro alojamiento, ya en el pueblo nuevo, a diez minutos andando: el Tower Hotel. Las habitaciones están bien, mas al dar el OK nos dicen que solo podemos quedarnos una noche, pues en Nochevieja vendrá otro grupo-turistas a colapsarlo. Les decimos que queremos la room para siete días.
   –¿Siete díaaas?!!! –el manager se extraña muchísimo.
   Vuelta a intentarlo en el hotel siguiente: Palmyra Hotel. Las habitaciones huelen a humedad, son pequeñas y cutres, y caras, pero cogemos una, pensando en cambiarnos al Zenobia el uno de enero, en cuanto desalojen el rebaño.
   Cumplidas todas las formalidades, salimos a dar una vuelta por las ruinas, como toma de contacto. El cielo está encapotado. Se inicia aquí por nuestra parte un proceso permanente de confrontación de lo que vivimos y vemos hoy con nuestros diluidos recuerdos, los rescoldos que quedan en nuestras meninges de la anterior estancia palmyrense, que fue de paso y duró dos insuficientes días. Íbamos rumbo a Petra, meta de nuestro viaje, destino que sentíamos ya cercano tras nuestros 6.000 kilómetros de travesía, y que, como un gigantesco imán, ejercía sobre nosotros una fuerza de atracción ya irresistible. ("No sobre mí" –me rectifica M).
   Y aquí estábamos de nuevo reviviendo el sueño de las ruinas de Palmyra. Una lápida en lo alto de una columna informa al viajero que llega al lugar: "The bride of the desert". Iniciamos nuestro recorrido siguiendo el largo tramo de la muralla norte, atribuida a la fortificación de la ciudad por la reina Zenobia. En una inscripción en griego leemos claramente el nombre de "Zenobia"; el espíritu de la reina quiere darnos la bienvenida.
   Desde nuestra anterior visita han montado una pista de hipódromo nueva junto a la tumba de Marona, cuyo circuito rodea las ruinas de otras torres-tumba y casas-tumba.
  
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   Tanta piedra nos abre el apetito y encaminamos nuestros pasos hacia el pueblo nuevo, a un sitio donde no hay más que ful (habas) y hummus (crema de garbanzos y sésamo), pues se les ha acabado todo lo demás al haber sido invadidos por un batallón de italianos. Dos chicas del grupo se levantan de la mesa y ponen sus panes a calentar sobre la chapa de la estufa, ante el regodeo de los camareros. En la pared hay carteles con panoramas de Beirut ("Mil veces muerta y mil resucitada", reza uno), el retrato del presidente, el de su difunto hijo, y unos narguilés decorativos.
   Echamos una siesta que se prolonga toda la tarde, y ha anochecido cuando despertamos. Damos, pues, nuestra primera vuelta nocturna por las calles muertas de Palmyra, un placer éste que en pocas ruinas del mundo se puede repetir. Tadmor la nuit une al hechizo envolvente de sus doradas columnatas, testigos aún firmes de un pasado de efímero esplendor, el misterio sobrecogedor de las tinieblas. Las lejanas luces de las farolas de la carretera tiñen de un leve resplandor los fustes y arcos, y proyectan sombras inesperadas de nuestros cuerpos en la orquesta del teatro, haciéndonos creer que no estamos solos. Algo se mueve cerca nuestro y se pierde en la oscuridad. Ese algo luego emite un maullido.
   Los pies nos llevan hacia el sudoeste, hasta la ladera de la colina Um el-Belqis, donde se destaca un complejo funerario de torres-tumba que sirvieron de mausoleos a varias familias palmyrenses en su época clásica.
   Con ayuda de la linterna, entramos en dos de las torres. Explorar de noche estos tenebrosos recintos, que comunican con túneles ramificados hundiéndose en las entrañas del monte, es algo que encoge el ánimo, pero tiene la ventaja de que, como tan negra es la noche fuera como dentro, los ojos están ya acostumbrados a la oscuridad, y eso permite evitar accidentes. Como por ejemplo el batacazo que me podría haber dado si pongo el pie en el agujero en que desembocan unas semirruinosas escaleras laterales, al haberse desplomado losas del suelo de la primera y segunda plantas. Si habitaron aquí los fantasmas de una numerosa familia palmyrense, o el soplo de los siglos disolvió su ectoplasma, o se mudaron a otras moradas no tan incómodas, pues ni de los cadáveres queda rastro: solo huecos llenos de polvo, los loculi que vieron la descomposición de los cuerpos y la posterior interrupción de su sueño "eterno" por el pillaje de los ladrones de tumbas. Oímos, quebrando el silencio opresivo del mausoleo, un extraño ulular que viene de las tinieblas exteriores.
   "Será un búho" –nos sacudimos el polvo y las telarañas, y emprendemos el regreso a zonas menos tétricas.
   Pasando junto al templo de Baal-Shamin, nos acercamos al hotel Zenobia, a tomar unas cervezas. El Zenobia, pese a que conserva su fachada colonial francesa, con sus rechonchas columnas adosadas color mostaza, está cambiado. Ha sido reformado con pretensiones de luxury por la cadena hotelera Cham, tras su compra a los antiguos propietarios. Hay un grupo de italianos invadiendo el vestíbulo. Entran dos beduinos, y con una flauta y unos tambores se lanzan a interpretar música de aire local: unos cuantos italianos salen a bailar, ellas hacen remedos de la danza del vientre; una chica morena, con aspecto de guía del grupo, baila con algo más de salero que las otras. El resto de turistas se limita a grabar la exótica escena con sus videocámaras.
   Cenamos en el restaurante Palmyra pollo y pollo-kebab. Tiene licencia para expender cerveza, lo que lo convierte en candidato firme a nuestra asiduidad como clientes. Nos sacan muqabalat, o sea, aperitivos abundantes: hummus, ensaladas, pepinillos.
  
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Domingo, 31 de diciembre. Palmyra
   Amanece un día soleado y límpido, que invita a patear. Nuestro proyectado desayuno en una cafetería-tienda de comestibles que habíamos fichado para este imprescindible menester mañanero se queda en mero café turco, ya que de cosas de masticar no tienen sino exiguos sandwiches. Pero damos pronto con la alternativa llamada "restaurante Palmyra", donde ayer noche nos pusimos las botas, y allí sí que desayunamos abundante: tortilla, huevos duros, butter & jam. Llaman café con leche a un vaso de agua caliente en el que se disuelve primero leche en polvo y luego nescafé en polvo; triste, pero es así en toda Siria: encontrar leche natural continúa siendo un problema; solo debe de haber vacas en la reducida y montañosa franja verde de la costa noroeste, donde se yerguen los castillos de los cruzados, como Crac de los Caballeros.
   Excursión para hoy: subir al castillo otomano, la imponente fortificación que domina el oasis de Palmyra desde la cima de un monte al noroeste. Se ve desde todos los ángulos de Tadmor. Es un perfecto telón de fondo, a modo de palacio de Herodes en un belén navideño, para arcos, templos y columnatas de los mil ruinosos escenarios de la ciudad muerta. El acercamiento discurre por un desnudo páramo de tierra y piedras, con cuatro hierbajos que han despreciado las ovejas, una llanura en medio de cuyo vacío espacial nos topamos con el toque dadá de un paralelepípedo encalado de blanco, con un rótulo pintado que dice "WC". La ascensión es empinada y culmina al pie del castillo, que está aislado, rodeado de un profundo foso excavado en la misma cumbre de la montaña. El foso se atraviesa, el estómago contraído de vértigo, por un tambaleante puente de madera sobre altos arcos que salvan el abismo, para acceder al portalón. No hay otra posibilidad de entrada: en verdad que se trata de una fortaleza inexpugnable.
   La vez anterior no se nos permitía subir hasta aquí, pues el castillo aún funcionaba; era, de hecho, un puesto militar y se prohibía hasta fotografiar en esta dirección; también nos enteramos de que era una prisión de alta seguridad para disidentes políticos, aunque de lo que ocurriera allí dentro probablemente jamás tendremos conocimiento. Hoy su puerta está cerrada por una reja, y el portero está ausente, aunque distinguimos en el vestíbulo una colchoneta donde supuestamente dormiría el vigilante, o su fantasma, y una lápida en la pared: informa que el alcázar había sido fundado en el siglo XII por un sultán de la dinastía ayyubí (la de Saladino), y reconstruido bajo el imperio otomano. No podemos ver el interior, pero la subida merecía la pena sólo por el panorama. Tadmor entero a nuestros pies, con su oasis de palmeras, su pueblo nuevo, del que por primera vez podemos captar sus extensas dimensiones, la reverberación de una especie de lago o espejismo al fondo, difuminándose en el neblinoso horizonte del desierto.
   Por detrás nuestro, hacia el oeste, se pierde en el infinito una ininterrumpida cadena de montículos y cerros pelados. Un anciano cubierto con una raída capa gris recoge latas de refrescos tiradas al fondo del foso, y las mete en un saco.
  
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   Hay otro monte contiguo al del castillo; en su cima se levanta un edificio de aspecto militar que custodia una gran antena rojiblanca, con trajín de jeeps que suben y bajan por una pista. Descendemos por la media ladera de este monte, hacia el "Valle de las Tumbas".
   Con este nombre se designa a un estrecho vallejo que se abre paso entre las colinas al oeste de Palmyra, perforado de hipogeos como un queso de gruyère y erizado de afiladas torres funerarias, la mayoría en un estado ruinoso.
   Hay una torre que está casi entera, un esbelto prisma de sillares regulares rematado por una cornisa, conocida como la tumba de Elahbel. Está cerrada y se entra con ticket, que no tenemos, por lo que nos mezclamos con un grupo de turistas que llega en una furgoneta en ese momento. Nos llama la atención la rica decoración de su interior, con pilastras corintias adosadas, con restos de policromía en los techos de casetones de los cuatro pisos, y con las paredes acribilladas de nichos mortuorios vacíos. Hay tiradas aquí y allá estatuas sedentes de buena calidad, retratos decapitados de los antiguos dueños del mausoleo. Visten y se enjoyan con un lujo que poco tiene de romano y mucho de oriental; diademas, broches, cinturones, pantalones estampados y zapatos de fantasía se alejan del gusto helenizante de la época: aquí los partos imponían la moda. Estas figuras mutiladas son las pocas que quedan de los centenares de estatuas funerarias que reproducían los rasgos de todas y cada una de las personas allí enterradas, cada busto identificando su propio sarcófago y el conjunto llegando a crear una verdadera galería de retratos. Y considérese que en una torre de este tipo los difuntos podían alcanzar el número de cuatrocientos (no es exagerado: contamos los nichos e hicimos el cálculo).
   Desde la azotea de esta torre, adonde no consiguen subir los turistas gordos, se abarca con la vista todo el valle y se siente un vértigo paralizante, dada la gran altura, lo vertical de la caída y la ausencia de parapetos.
   Una chica vestida de beduina intenta vender a la salida un pañuelo a M. Le habla en italiano. M le dice que no lo es. "Italian Spanish same-same"– replica.
Siria   Cerca de allí saludamos a unos pastores beduinos, un señor y dos niños, que se despiden y, a lomos de un burro los tres, se pierden por los senderos que salvan los montes.
   El instinto caprícola nos impulsa a trepar por las colinas y cruzar un collado. Bajamos al otro lado del Um el-Belqis, a la zona de las llamadas tumbas del sudoeste (foto64). Los pastores de aquella ladera nos dan la bienvenida para, sin un instante de transición, pasar a reclamar sura, pen, cigarette, flus y backshish, que sistemáticamente les negamos: la, la, la, la, la. Luego, cuando se tranquilizan y dejan de pedir, les hacemos una sura (foto), dejando claro de antemano que "flus la". Una de sus ovejas va adornada de Navidad, con una tira de espumillón rodeándole el pescuezo.
   Aprovechando la visita de un grupo, nos colamos entre sus miembros a ver la Tumba de los Tres Hermanos, con dos naves abovedadas, perforadas de los consabidos nichos para sarcófagos. Dentro hace un calor de sauna. Observamos que las pinturas murales, que son la característica especial de esta tumba, están cada vez más perdidas, o esa sensación da al compararlas con el recuerdo de nuestra anterior visita.
   Un guarda nos pide el ticket, que no tenemos, pues se compra previamente en el museo. Lejos de reconvenirnos, nos propone por 200 libras visitar en jeep tres tumbas. Declinamos sumarnos a semejante embarcada, cuando todo se puede visitar más o menos por libre, y eventualmente infiltrarse con los grupos en los escasos recintos cerrados.
  
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   No lejos de allí, al otro lado de la carretera de Homs, pueden verse las fuentes termales de donde manan las aguas que dieron vida al oasis, bautizadas con la palabra semítica Efqa, que significa algo así como "salida" o "resurgimiento". Nuestros recuerdos iban de que se podía uno bañar en el fondo de la fosa, a la que se descendía entre vapores sulfurosos por unas escaleras talladas en la roca, salpicadas de aras romanas y otros restos antiguos de cuando este lugar era escenario de cultos sacros. Los guardianes nos informan que están a falta de agua desde hace algunos años. El manantial está semiseco, y habríamos de conformarnos con mojar poco más que los tobillos. Parece ser que el crecimiento desmesurado del pueblo nuevo de Tadmor les ha desabastecido: ¿acabará el consumo inmoderado con el agua que supuso desde el neolítico el origen y la razón de ser de Palmyra?
   En el Templo Funerario un pastor nos da la matraca pidiendo un cigarrillo o en su defecto cualquier otra cosa. Lleva pintas de zumbado: en días sucesivos podemos comprobar que, efectivamente, lo está. Cada vez que nos acercamos a este templo, que cerraba el tramo oeste de la kilométrica calle columnada de Tadmor, se nos aparece el beduino tras un canto, de galabeya y kuffiyah roja, y sin decir ni salam alaekum se lleva el índice y el medio a los labios en expresivo gesto de fumar.
   El segmento de calle columnada que desemboca en este templo está aún sin excavar, o solo en parte, ocultándose las basas de las columnas a un metro bajo tierra. Recorremos a trompicones su accidentado trazado, llenos de baches y montículos, tambores de columna, fustes corroídos por la intemperie y toda clase de piezas de mármol tallado, desparramadas en un caos sin posible retorno. Más allá del tetrapylon vemos un gatito con el que coincidiremos, advertidos por un miau previo, otros días. El bicho vive en el teatro.
   No esperamos hasta la noche para la cena de Nochevieja, pues no hemos comido en todo el día. Cenamos chicken y chicken-kebab en el restaurante Palmyra como otras veces, pasando de las parafernalias pelmas del reveillon, que resultan totalmente fuera de ambiente por estos pagos.
   Tampoco esperamos a las doce para los ritos típicos vitivinícolas del cambio de año, y nos vamos antes a la cama, pues estamos cansados. No sin antes dar un paseíllo nocturno por las ruinas, placer del que en pocos lugares del mundo se puede disfrutar. Por la madrugada oímos tambores de juerga, y a condenados turistas italianos armando bulla por los pasillos del hotel.
  
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Lunes, 1 de enero. Palmyra
   El Año Nuevo comienza regalándonos con un sol radiante.
   Nada más desayunar cumplimos un buen propósito: cambiar de hotel. Pagamos el cuchitril en dólares; la cosa sale más favorable para el bolsillo que si lo hiciéramos en moneda de aquí, misterio propio de las economías tercermundistas. En el restaurante donde desayunamos nos fijamos en que las tortas de pan, servidas por lo general en un envoltorio de plástico, las calientan los camareros colocándolas –tal y como vimos hacer a las italianas anteayer– sobre la chapa del calefactor de gas o sobre el tubo de cinc de su chimenea, con lo que toman forma de teja. El presidente Asad y su difunto hijo, que gozan del don de la ubicuidad, están también allí, presidiendo el local desde la pared más céntrica.
   Vamos al templo de Bel. Hay muchos grupos de turistas, entre ellos franceses e italianos. Esta es, junto a la del museo, y la de algunas tumbas, la única entrada que se paga, pues el resto de las ruinas es de acceso libre, pudiendo uno pasearse por ellas, tal como hacen los pastores con sus rebaños, a cualquier hora del día o de la noche, sin ningún tipo de vallado, sin ningún guardián que vigile. Compramos en el vestíbulo el libro 'Palmyra', de Iain Browning (Chatto & Windus, Londres, 1979), autor del que conocíamos 'Petra', comprado en Petra hace ocho años. Tienen otros libros buenos, pero caros al ser de importación, como uno titulado 'Monuments of Syria', que ojalá hubiera existido en nuestra anterior visita a este país, pues no lo hubiéramos recorrido tan desinformados. Siempre nos ha sorprendido la total falta de información que existe sobre Siria.
   El templo de Bel nos sigue anonadando como la primera vez, por su grandiosidad y exquisitez, y pasamos dentro varias horas. Ningún otro monumento de Palmyra iguala a este gigante primigenio del siglo I, que revisitamos el día uno del uno. Para una descripción más detallada del templo de Bel, consultar en fotoAleph la colección 'Las ruinas de Palmyra'.
   ¿Era Zeus o era Hera quien amontonaba las nubes? El espectro de Valle-Inclán se pasea por el recinto, o quizá sea un turista de gafas y larga barba canosa que se le parece.
   Hay que tumbarse por tierra para ver a duras penas algunos frisos tallados debajo de unas enormes vigas monolíticas de mármol, que antaño unían el pórtico con la cella, y hoy están recolocadas a pocos centímetros del suelo, vigas que en sus caras verticales despliegan unos interesantes bajorrelieves, como el dios local de la Luna Aglibol, camellos, palmera datileras, frisos de parras henchidas de uvas y, ejemplar único, tres mujeres con túnicas que les cubren completamente la cara (ver foto): prueba material de que la costumbre del velo femenino tiene en Oriente Próximo un origen preislámico (estas tres damas se me aparecerán en sueños cierta noche).
   Comemos en el Palmyra, junto a muchedumbres de turistas, pero a pesar de ello nos sirven rápido. Los camareros son eficientes. Las masas agotan las existencias de cerveza, y no queda ni un zurito para el resto del día, por lo que se proclama la Ley Seca (ocurrió algo semejante en nuestra anterior visita). Parece la "Campaña contra el alcohol: bebe todo el que puedas, a ver si se acaba". Y aquí sí que se acabó, con el trasiego de las fiestas de Nochevieja y Año Nuevo. Nos tenemos que pasar al araq, pues tampoco ha quedado birra en el pueblo, ni en el Zenobia, ni en ninguna otra parte en por lo menos doscientos arenosos kilómetros a la redonda.
   Visita vespertina al Campamento de Diocleciano, también conocido, aunque con poco fundamento, como "Palacio de Zenobia". De allí nos dejamos caer pendiente abajo para acercarnos a algunas "casas-tumba" muy deterioradas, cuyas tripas subsisten en el vallejo al sur de la llamada "Muralla de Zenobia".
   No nos perdemos la obligada vuelta por las ruinas de noche. Un joven con toda la cabeza envuelta, excepto los ojos, en una kuffiyah entra al teatro montado en una bicicleta y se queda un rato a charlar conmigo, a la luz crepuscular que se refleja contra el proscenio. Las chicas son su tema favorito. Durante toda la conversación, lo único que veo de su rostro son los ojos.
   Ya oscurecido me junto con M, y nos acercamos a comprobar cómo van los suministros de cerveza en el pueblo, pero continúa la ley seca.
   En el Palmyra hay sentados a una mesa un grupo de ocho catalanes que viajan en furgoneta alquilada con conductor, y tienen intención de recorrer todo Siria y Jordania en diez días. Han aterrizado ayer en Amán, salen mañana rumbo a Alepo y piensan también bajar a Petra. Nos comentan que tienen la sensación de no estar haciendo sino chupar carretera, amén de haber perdido mucho tiempo en los engorrosos trámites de la frontera jordano-siria.
  
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Martes, 2 de enero. Palmyra
   Día de sol.
   Hacemos una nueva visita al Campamento de Diocleciano, que la de ayer fue tarde y breve, para escudriñar el sitio mejor. Nos servimos para ello del libro de Browning, que nos informa con británica meticulosidad sobre todos los elementos dignos de destacar en el emplazamiento y sus aledaños (la Plaza Oval, el templo de Allat, el Foro). M se queda por allí buscando un motivo para dibujar. Subo a la colina, junto a una familia de franceses con niños. Se aprecia desde aquí muy bien el trazado de la muralla norte, que trepa por el monte y se une en la cima, formando un ángulo agudo, con un tramo de la "Muralla de Zenobia", la cual delimita por el lado sur la parte noble de la ciudad. Un sitio estratégico, como en la proa de una embarcación, para quien deseara dominar la entera urbe, no solo con la vista.
Siria   Desde la cumbre, vuelvo la cabeza hacia poniente y enfilo hacia el vecino Valle de las Tumbas, que se abre a mis pies. Pasando momentos de vértigo, asciendo a una de las torres, primero por una escalera interna y luego por unos escalones adosados no sé cómo a la pared externa, que salvan tramos derrumbados de los pisos. Es la torre-tumba de Kithoth, supuestamente el edificio más antiguo entre los que se conservan en Palmyra, pues podría datarse en el I a C, antes incluso que el templo de Bel.
   Examinando los restos desperdigados de otras casas-tumba, cada uno de los cuales podría figurar en museos, una beduina me ofrece monedas romanas y me invita a beber té en su casa, que así llama a su chabola plantada en medio de las antaño lujosas casas-tumba de pulido mármol, moradas de difuntos que para sí quisieran los vivos.
   Almorzamos en el Palmyra. Siguen sin cervezas, por lo que cambiamos nuestros hábitos de consumo en favor del araq. Después de comer intentamos ir al museo, pero es ya tarde (las 15,30).
   Una buena opción es un paseo por la Calle Columnada, donde contemplamos la termas de Diocleciano, el ninfeo y el tetrapylon.
   Se nos va el día sin hacer nada de particular, errabundos en medio de un bosque embrujado de mármol color oro.
   Junto al Arco de Triunfo, un dromedario de pocos meses de edad sigue a un joven, dándole grandes muestras de cariño. Le restriega la cabeza contra la suya, como pidiendo que le acaricie.
  
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   La puesta de sol es soberbia. Y a las cinco del reloj está ya oscuro.
   Los pastores se retiran. Me tropiezo con los mismos de anteayer, que me pedían sura; me enseñan unas polaroids birriosas que les han hecho y regalado unos turistas, y en las que a duras penas se distinguen los modelos de lo lejos que están, sobre fondos sin interés, y con un revelado nefasto lleno de dominantes azules. Una forma tonta de tirar fotos, cuando los pastores y el entorno desbordan de exótica belleza; pero todo depende del ojo, no del aparato.
   Por la noche caminamos hasta el Cham Palace, el hotel más lujoso de Palmyra, construido algo retirado del pueblo, junto a la fuente Efqa. Este hotel, antaño de la cadena Meridien, es el único sitio donde hay cerveza, y ése es para nosotros quizá su único atractivo. Un orondo gato blanco, negro y crema nos sigue y se digna dejarse acariciar al entrar y al salir. En el recibidor lujosamente camp del hotel hay un belén, junto a una gacela mal disecada, y un ave-espátula con el pico partido en dos y pegado con cinta 'cello'. Las birras son Heineken y los precios europeos.
   La consabida vuelta nocturna por la fantasmal ciudad de piedra: dos turistas alemanes preguntan a M si hay peligro de andar por las ruinas.
   Hacemos propósitos de madrugar mañana. Una ducha en el hotel, y al Palmyra, a tomar un araq. Se produce un apagón. Saco la linterna y la enciendo, colocándola sobre la mesa del restaurante: estamos preparados para la vida siria.
   Dando un garbeo por el pueblo, unos chavales que están jugando al fútbol en una plazuela me enseñan al pasar cromos de Hierro, Hugo Sánchez, Romario y otros futbolistas españoles, de los que hacen colección. Siento no poder darles conversación sobre un tema del que ellos saben mucho más que yo.
   M se retira y yo vuelvo a las ruinas. Hay un grupo de italianos en la cavea del teatro, identificando las estrellas, que lucen brillantísimas a través de la atmósfera pura del desierto.
   El teatro está muy reconstruido: bien el proscenio, mal los muros externos que sostienen los graderíos, que dan un fuerte cante a siglo XX, aumentado aún si cabe por unas horrendas farolas eléctricas, que al menos mantienen apagadas. Está todo ello habilitado para hacer representaciones de bailes folclóricos y otros espectáculos de temporada.
  
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Miércoles, 3 de enero. Palmyra
   Nos despiertan a las siete de la mañana con golpes en la puerta, pues están convocando a un grupo de turistas para irse (llegaron ayer por la tarde).
   Todo Tadmor está envuelto en una espesa niebla, cuando salimos a las nueve.
   Desayunando en el Palmyra, coincidimos con un señor francés que está haciendo otro tanto; nos comenta:
   –Qué raro que habiendo naranjas baratas no den para desayunar zumo de naranja, sino olivas –tuerce el gesto.
   Luego prosigue hablando de la contaminación de Palmyra, debido a que los camiones y autobuses, que (al igual que las antiguas caravanas) hacen aquí etapa en su travesía por el desierto hacia Deir ez-Zur, no apagan nunca el motor cuando están estacionados.
   Nos habla también de Petra. Había estado cinco días en un hotel, a la entrada del Siq, que no existía cuando estuvimos hace ocho años, y describió la cosa como bajo los efectos de un boom constructivo; están edificando muchos grandes hoteles dominando el valle de Wadi Musa.
   –O tempora o mores! –sentencia con ironía.
   Estaba alojado en el Zenobia y le habían despachado de allí para dejar sitio libre en beneficio de un gran grupo, teniendo que desplazarse él y su hijo a otro hotel.
   Vamos al museo. No permiten hacer fotos.
   El verdadero museo, nos reafirmamos, está en la calle, en los campos, con piezas tan buenas o mejores que las expuestas, rotas, tiradas o amontonadas por todos los rincones. Pero el museo oficial no deja de conservar objetos y obras de arte de mucho interés, que por su mejor estado físico nos aportan información complementaria sobre todo lo que estamos viendo en Tadmor.
   Hay, para empezar, una especie de belén en el vestíbulo con maniquíes de habitantes neolíticos, como si fueran Adán, Eva y un Caincito, encendiendo un fuego en el marco incomparable de una tosca cabaña llena de polvo. La hoguera se agradecería que fuera de verdad y no a base de bombillas rojas parpadeantes, pues hace un frío polar en el museo, quizá para ilustrar los efectos de alguna glaciación sobre los tadmoreños de las cavernas.
   Al fondo de un pasillo destaca una estatua helenizante de Allat-Palas, copia de Fidias, que se ve rota en mil pedazos y reconstruida con más petachos que el monstruo de Frankenstein, y, como éste, de tamaño mayor que el natural.
   En una vitrina se exhiben dos momias de apergaminada piel, con las mandíbulas enseñando cuatro dientes putrefactos; un par de piezas muy apreciadas por los visitantes.
   Mientras examinamos en una vitrina la maqueta y la foto del palacio omeya Qasr el-Sharqi, cuyas ruinas se elevan aún a un centenar de kilómetros al este de Tadmor, un funcionario del museo se nos acerca y se ofrece a llevarnos allí, en el jeep de su hermano por 2.000 libras sirias. Rehusamos: "Ana faqir". Al oír que nos declaramos pobres, el tipo se ríe de buena gana y nos suelta una parrafada en árabe en la que se colige que dice que no le tomemos el pelo.
   El segundo piso del edificio está cerrado (recuerdo que albergaba temas etnológicos). Salimos al calorcillo del mediodía en las ruinas, más acogedoras que los mortecinos y gélidos pasillos fluorescentes del museo.
  
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M A Eugui  
   Tras visitar las ruinas de una basílica cristiana y varias casas de patio con peristilo, a la vera del Valle de las Tumbas M se pone a dibujar un grupo de fragmentos de esculturas esparcidos al azar en el recinto ruinoso de una casa-tumba situada extramuros al sur de la "Muralla de Zenobia". Allí le dejo luchando con un lápiz por arma contra un busto demediado de un padre de familia vestido con sus más ricas galas por los mejores sastres para hacerse un retrato para la posteridad, recostado de medio lado en diván de cojines bordados, y me voy revoloteando a husmear por otras tumbas, cual vampiro diurno. Exploro un hipogeo abierto al fondo de la planta baja de una torre-tumba muy arruinada, que consiste en un túnel excavado en la montaña con varias ramificaciones a su vez perforadas de nichos. El suelo está lleno de huesos de burro. Me junto con un pastor (Hajab, foto69), con el que charlo un largo rato en broken english y broken arabic. Divisa en la lejanía, con mirada que daría envidia a las águilas, a una turista con pelo largo, y me informa que es una bint (chica) y que "I love you" (refiriéndose a ella, no a mí). Añade que él puede casarse con arba banat, y quaies (cuatro chicas y sin problemas).
   Aparece una señora con su hijo. Son de Barcelona. Hajab le enseña los huesos de donkey de la tumba, y al poco le saca a la pareja 25 libras de backshish a cuento de nada, lo cual tiene mérito si hemos de creernos los tópicos sobre los catalanes, y a continuación le pide un beso a la señora, que se niega tajantemente. El hijo estudia árabe en Damasco, un curso de un año. Estudia fosja (árabe clásico), pero se las arregla en ameia (árabe coloquial sirio). Lleva solo dos meses en el país: nos explica que anteriormente estudiaba derecho, pero se hartó de la carrera, cortó por lo sano y se vino a Damasco a darle al árabe. La pareja se encamina presurosa rumbo al castillo otomano, ya que, al venir en un viaje organizado, anda con la hora pegada al culo. Hajab, tras pedirme el qalam (bolígrafo), el backshish, etc., que le niego tan automáticamente como me los pide, exclama "Música", saca de debajo de su capa para mi sorpresa una calculadora de bolsillo, aprieta un botón, y suena 'La primavera' de Mendelssohn.
   Luego doy algunas otras vueltas por el valle y penetro en algunos hipogeos, excavados en las laderas.
   En el Palmyra suena todos los días el mismo disco: una versión edulcorada del adagio de Albinoni y otra del minueto de Boccherini, que nos tienen ya hartos pero que arrancan elogios de una turista. A todos los empleados del restaurante, del que ya somos parroquianos, les choca que aguantemos en Tadmor una semana entera. Nada más entrar en el restaurante, el camarero no nos dice "Hello" ni "Ahala ua sahalan", como manda la educación árabe, sino simplemente va al grano: "Bira!" –nos lanza la buena nueva con cara radiante, sabiendo que nos da un alegrón; se nota que ya empieza a conocernos–. ¡Ha llegado el suministro al oasis! Se acabó la ley seca, que ha durado tres días. Hay gran jaleo de mesas en el restaurante, pues las andan redistribuyendo para la llegada de algún grupo. Un viejo con kuffiyah se lía un cigarrillo. Un chaval pelirrojo vende chucherías.
   El café es bueno y sabe a cardamomo. Tomamos otro café 'turco' en un chay-evi del pueblo, y el camarero se hace el remolón con el cambio. Insisto en esperar las vueltas hasta que accede a devolverme unas piastras: las primeras monedas que vemos en este viaje, pues hasta ahora hemos funcionado con billetes, algunos en estado de papelajo de borrosa e incierta impresión. Por la mañana nos habían cobrado el doble en el mismo sitio por la misma consumición.
   El sol está a punto de ponerse cuando caemos otra vez por el Valle de las Tumbas. Se produce esta tarde una puesta de sol soberbia, bíblica, con rayos solares irradiando en todas direcciones, nítidamente dibujados contra un límpido cielo transido de todos los colores entre el celeste y el carmín.
   M sigue dibujando a la luz crepuscular: me hace notar que el deterioro de las ruinas se aprecia de un día para otro; el busto patricio de un medallón de un sarcófago está recién martilleado por alguien. En el suelo hay restos del polvillo blanco de mármol que delata la fechoría.
   Otra gira nocturna por el teatro y las columnatas. El gato que vive en el teatro nos sigue los pasos, entonando algún maullido.
   Anochece tan pronto que no hay nada que hacer a partir de las cinco.
   Después de cenar, procedo a otra ronda por las ruinas. Mientras paseo por la columnata central, noto que una negra silueta humana me está observando de pie desde lo alto de un túmulo de tierra. La diviso recortada contra las lejanas luces de la carretera. Me acerco para tratar de identificar quién puede ser que ande a estas horas por la oscuridad de las ruinas, pero no encuentro a nadie. La sombra se ha esfumado, dejándome con la intriga para siempre.
   Ya en el Zenobia, pido toilet paper al manager y me saca un folio de papel.
  
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Jueves, 4 de enero. Palmyra
   Nos levantamos pronto. Hay niebla y humedad, y hace frío. Total que en Palmyra no se puede ni madrugar ni trasnochar.
   En el restaurante Palmyra, un individuo encorbatado, que parece jefe, nos cuenta que Tadmor ha crecido muchísimo debido a que las casas aquí son más baratas que en Damasco (1 millón frente a 3 millones de libras sirias). Dice que el problema es que el agua del oasis es mala y afecta a los habitantes en los dientes y el estómago (nos enseña su dentadura amarilleada por las aguas). Es cierto que el agua del grifo tiene un cierto gusto sulfuroso, pero creíamos que era éste un sabor histórico tadmoriense, pues la misma fuente Efqa, origen de Palmyra, huele a azufre, cosas de las aguas subterráneas.
   El jefe continúa charlando con nosotros y nos informa que un visado para Arabia Saudí cuesta a los sirios 200.000 libras, lo cual es desorbitado y hace que una peregrinación a la Meca, pese a lo cerca que está, les salga por un ojo de la cara, sin contar los gastos del viaje.
   Volvemos al hotel Zenobia, pues el tiempo sigue nublado, húmedo y desapacible. La recepcionista nos pregunta si vamos a quedarnos esta noche. Se extraña de que llevemos tanto tiempo alojados, y notamos que somos un estorbo en medio del negocio de los grupos masivos.
   Bajo el Arco de Triunfo anda un beduinito, cubierto con la kuffiyah rojiblanca palestina, que cuida de dromedarios y que blande una pistola de plástico (foto63). Está con un pequeño grupo de camelleros que juegan a los naipes dentro del rompecabezas de cornisas y frisos derribados cerca del arco, sin dejar de tomar su té calentado en una improvisada hoguera, a la espera todas las mañanas de algún turista que quiera jorobar a los dromedarios subiéndose encima para dar una pequeña vuelta por la calle columnada –entrada triunfal por el arco más fotografiado de Palmyra (foto62)– y hacerse una instantánea para la posteridad. Aparece el gato.
   Una gran dovela del tramo central del Arco de Triunfo lleva años a punto de caerse, sujetada en sus bordes por la débil pinza de sus dos dovelas contiguas, cual espada de Damocles que amenazara a los visitantes al franquear la entrada a Tadmor. Cuando Clara, una chica que conocimos el año pasado en el Cairo, se enteró de que íbamos a Palmyra, nos dejó como único encargo que comprobáramos si la milagrosa dovela se había desplomado ya, por la ley de la gravedad, sobre la cabeza de algún viandante que atravesara triunfalmente el arco en el momento aciago.
   A tiro de piedra está el templo de Nebo-Apolo. Nuestro errático vagar nos conduce de nuevo al templo de Bel y nos da por rodearlo, una buena forma de apreciar en toda su magnitud las titánicas dimensiones del santuario. Algunos paños del muro exhiben incrustados nichos con frontón, que no ocupan su lugar original, sino que han sido colocados como Alá les dio a entender a los reconstructores.
   Entre la parte trasera del templo y la zona cultivada del oasis, vemos los basamentos de diversas casas patricias. Me cruzo con unas chicas que me detienen un momento y me piden que les haga una sura; les advierto, como siempre, que "flus la", y aceptan. Pese al trato hecho, terminan pidiéndome algo, por si algo cae, pero me mantengo firme. Una de las muchachas se pone a toquitear mi mochila, como jugando, y la señora mayor que va con ellas –luce un tatuaje en la cara– conduciendo un burro cargado de leña (foto65), agarra una rama de olivo y propina un varazo a la chica, que deja al instante las manos quietas.
  
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   M vuelve a su casa-tumba a continuar su dibujo y yo me marcho a merodear una vez más por las fascinantes torres del Valle de las Tumbas, todas ellas en distinto estado de desmorone, y todas reservando algún tipo de sorpresa para el que se moleste en explorarlas una a una. Si no es un oscuro hipogeo que se hunde en las entrañas del monte, agujereado, cual catacumba, de tenebrosos nichos, es un sarcófago ricamente provisto de retratos con las caras martilleadas, o es un trozo de torso o de busto de un antiguo palmyrense. De pronto oigo gritar mi nombre en la lejanía y resulta ser Hajab, el pastor que conocí ayer, que me llama desde la ladera opuesta del valle. Nos sentamos juntos y charlamos un rato, medio en árabe, medio por señas. Hajab examina las láminas del libro de Browning, las reconoce, exclama "¡Tadmor!", me registra la mochila, cuenta las ovejas de su rebaño, me pregunta si en el Zenobia se folla.
   Habíamos hecho planes de no comer hoy para no romper el día, pero el hambre nos hace romper los planes. Así que acudimos al Palmyra, como buenos animales de costumbres.
   Cuando terminamos el almuerzo queda solo media hora de sol y M se va a la Plaza Oval a empezar un nuevo dibujo. El motivo lo componen un grupo de doradas columnas sosteniendo un fragmento de arquitrabe, cuya disposición –vista en planta– forma una curva, apenas perceptible a cierta distancia, pero curva al fin y al cabo: un arco de óvalo.
   En uno de mis ires y venires por el centro monumental descubro un par de agujeros en el suelo de la calle columnada. Se trata de pozos, o más exactamente de respiraderos, por donde parece que se puede bajar a las antiguas cloacas. Desciendo por uno, arrastrando conmigo gran cantidad de arena, y, efectivamente, comunica con una red de galerías subterráneas. Son túneles largos y estrechos, medio taponados por derrumbes. Hacen curvas, tuercen y se ramifican. Avanzo lo poco que la escasa luz filtrada desde el exterior me permite. Llego a un punto por el que ya no se puede avanzar. Es tarde, y decido dejar la exploración para el día siguiente, provisto de mi linterna. Salgo a la superficie completamente rebozado de polvo.
   Veo el tetrapylon y un edificio de patio con peristilo.
   Apalanque en el Palmyra, a tomar un araq y a leer un rato para matar las largas horas entre que el sol se acuesta y nosotros nos acostamos. Hace frío, cosa normal en el desierto. Damos una vuelta por la calle principal del pueblo nuevo. Un muchacho del restaurante Sindbad nos invita a entrar. Un crío nos pide qalam para la madrasa. M se retira al Zenobia y yo doy la acostumbrada vuelta por las ruinas al tenue resplandor de la luna creciente. Por debajo de los arcos monumentales que hay en la calle columnada pasa un carro tirado por un burro, que lleva un par de chavales cantando y acompañándose de una lata como instrumento de percusión.
   Esta noche sueño que las tres mujeres con velo esculpidas en la viga del templo de Bel (ver día 1 de enero) son nada menos que las tres brujas de 'Macbeth', así como otras pesadillas extrañas, que pronto se desvanecen en el olvido. No recuerdo haber tenido nunca un sueño tan literario.
  
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Viernes, 5 de enero. Palmyra
   Tras desayunar en el Palmyra, tomamos un segundo café en el Sindbad, donde el chaval encargado, el que ayer nos animaba a entrar, nos da una calurosa bienvenida. Nos anima el café turco con su cháchara, informándonos que lleva el negocio él solo. Pondera la decoración de las paredes, a base de paneles formados por tiras de telas de colores chillones trenzados sobre cañas, provenientes según él de Arabia Saudí, y que dan un aire hippy al local. Un cartel en la pared, con la fotografía de una gran noria romana de madera, de las que aún quedan en uso a orillas del río Orontes a su paso por la ciudad de Hama (visitada en nuestro anterior viaje a Siria), nos hace descubrir, al comentarlo, que "noria" es también una palabra árabe.
   En la oficina de la compañía estatal El-Karnak preguntamos el horario de los autobuses a Damasco y la señora que atiende al público, tras dejar pasar un largo rato, se digna informarnos con una desgana propia de funcionario, como si se tratase de un asunto que no va con ella, que a las 3. Otro funcionario es el de la Tourist Information, que nos da un folleto zarrapastrosamente traducido al español, y nos dice lo primero que se le ocurre: que hay buses a cada hora.
    Una vuelta por el mercado obliga a sortear los puestos, consistentes en montoncillos de rábanos, nabos, coles, coliflores o naranjas, anárquicamente distribuidos por las aceras. Hay aparcados en los aledaños carricoches de tres ruedas y variopinto colorido; recuerdan a los threewheelers indios. Dos individuos se reconocen, y proceden a darse mutuamente dos besos en las mejillas y otros dos besos en un hombro, intercambiándose al mismo tiempo una retahíla de saludos efusivos. Las pocas mujeres que andan por allí llevan un tocado cónico muy curioso, muy parecido al que lucen algunas estatuillas sirias de bronce del segundo milenio antes de Cristo. Comprobamos que el dato no es arbitrario: el libro 'Arte y arquitectura del Antiguo Oriente', de Henry Frankfort, confirma que se trata de un atuendo de uso ininterrumpido en Siria desde tiempos del imperio mitanio (ss. XV - XIV a C) hasta nuestros días.
M A Eugui   Ya en las ruinas, me introduzco otra vez en las cloacas provisto de la linterna, y avanzando de lado –pues de frente no se cabe debido a las estrecheces–, serpenteo por las vueltas y revueltas que da el oscuro túnel, hasta toparme con unos derrumbes que impiden seguir, si no es arrastrándose. Hace un calor espeso que me hace sudar la gota gorda. El aire está como inmovilizado, y cuesta respirar. Retrocedo por otra angosta galería, rozando las paredes a ambos lados con el pecho y la espalda, hasta que llego a otro tramo obstruido. Aquí abandono la exploración, vuelvo a trancas y barrancas hasta el sumidero de salida, y reaparezco a la superficie todo cubierto de polvo, pero satisfecho al constatar que existe una Palmyra subterránea todavía por explorar.
   M se queda dibujando en la Plaza Oval el motivo que empezó ayer. Vagabundeando por ahí al azar, visito algunos hipogeos y otra torre-tumba, ésta última encastrada en la "muralla de Zenobia", como si fuera un torreón defensivo. ¡Qué mezcla de admiración y angustia produce el tropezarse de continuo por los campos con piezas sueltas de arquitectura esculpida, y poder contemplar a placer y palpar con los dedos residuos de frontones en forma de concha o arquitrabes ornados de rombos o de palmetas, clavados en la tierra!
   Una pastora de unos diez años (Laila) se queda mirando cómo dibuja M. Observa alternativamente los trazos del papel y las columnas que, inmóviles, posan enfrente. De vez en cuando echa a correr hacia los pilares y confirma in situ la exacta correspondencia entre los detalles de la realidad y los del dibujo. "¡Quaies!" –aprueba, metiendo el dedo en el dibujo y emborronándolo–. Hago en la libreta unos dibujillos de animales y se los enseño. Laila me pide que le retrate a ella. Le hago una pequeña caricatura rápida. Arranco la hoja y se la entrego. Tras examinarla un rato, no se queda nada conforme con el parecido y, sin mediar palabra, rompe el dibujo en mil pedazos, poniendo gesto de ofendida.
   Otra cría, que vive también en las chabolas cercanas, me quiere vender unas cochambrosas y descoloridas postales y, al desestimarlas, me monta el teatro de "no-mama, no-papa", fingiendo que se echa a llorar. Como insisto en no comprarle nada, me chilla: "¡¡¡No quaies!!!". M le pregunta de dónde es. "Fi Tadmor". Sí, pero de qué país. Y no sabe contestar a esta nueva pregunta. Su hermano Hassan le apunta: "Surya", y ella le replica extrañada: "¿Surya?". La primera noticia. A continuación intenta llevarse la goma de borrar de M.
  
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   Conscientes de que es nuestro penúltimo día en Palmyra, y de que no podremos volver a pasear en mucho tiempo por sus fascinantes ruinas, vamos repasando sus rincones con ojos de despedida; nos acercamos al Ágora y al Patio de la Tarifa. La "Tarifa" en cuestión es una tremenda estela monolítica que estaba en este lugar pero que se llevaron los arqueólogos rusos de principios del siglo XX a San Petersburgo. Contiene una inscripción bilingüe (palmyrense/griego) que especifica los impuestos a aplicar al tráfico caravanero a su paso por el oasis de Palmyra. Fija en denarios las comisiones a cobrar por el fisco de Palmyra en cada compra-venta de púrpura, sal, perfumes, estatuas, esclavos y otras mercancías, así como el precio del agua (que es la partida más exorbitante, debido al gran número de dromedarios –a veces más de un millar– de que constaba una caravana bien organizada; es de imaginar que mil camellos apagando su sed todos a la vez les secarían las fuentes del Efqa). La Tarifa no se olvida de regular hasta la prostitución:
   "Cláusula XI  Prostitutas
   También, los publicanos recaudarán de las prostitutas, de la que cobra 1 denario recaudará 1 denario, de la que cobra 8 ases recaudará 8 ases y de la que cobra 6 ases, 6 ases, etcétera."
   Este era probablemente un impuesto mensual basado en el principio romano establecido por Calígula, por el que el impuesto mensual exigido a una prostituta era la misma suma que cobraba por un acto. (Iain Browning, 'Palmyra')
Siria   Cerca de la gran columnata coincido con el pastor Naim, que ya conozco de otros días (pues todos los atardeceres atraviesa las ruinas con su rebaño de retirada a casa), y nos quedamos esa tarde de parloteo sentados en un tambor de columna. Hay también dos pastoras con él, que se le parecen. Naim me confirma que son sus hermanas. Las ropas tanto del zagal como de las zagalas despiden un inconfundible olor a fuego de leña. Al cabo de un rato, Naim me quiere regalar el tabardo negro con el que cubre su galabeya, y como declino aceptárselo, se empeña en obsequiarme con una medalla que lleva grabada la declaración de fe musulmana "No hay más dios que Allah y Mohamed es su mensajero", que se la agradezco, pero tampoco acepto. Me habla de su paisana la reina Zenobia y de cómo se la llevaron a Roma prisionera (para explicarme este dato histórico, hace el gesto de cruzar las muñecas, como si estuviera esposado).
   A pesar de que nos morimos de hambre, nos aguantamos y seguimos nuestro merodear por las piedras mientras haya algo de luz, pues no queremos partir la jornada en dos. Rodeamos el templo de Bel –el muro sur del recinto está más inclinado que la torre de Pisa, a punto de desplome total– y entramos en el oasis. Tres chavales que portan latas llenas de olivas negras de rugoso aspecto se paran a charlar con nosotros de fútbol. Nos mentan a Romario y al Barcelona C. F. Nos dan a probar aceitunas.
   Caminando por las pistas de tierra, encajonadas entre muretes de adobe que demarcan los distintos terrenos cultivados, topamos de vez en cuando con callejones sin salida que nos obligan a retroceder sobre nuestros pasos y tantear otras sendas. Un ratón de campo se escapa por el agujero de un muro.
   Por fin decidimos acabar con nuestro ayuno, e irrumpimos en el Palmyra a devorar una merienda-cena copiosa. El "Oxi" –así llamamos al simpático chaval pelirrojo y pecoso que se monta sus pequeños business junto al restaurante, como el de proporcionar un trozo de papel higiénico a cambio de una propina a quienes se acercan al cuarto de baño, y que ya nos saluda cada vez que nos ve– anda jugando con un perro pastor alemán y dos cachorros. Regala a M dos caramelos.
   Esta noche nos retiramos temprano a la habitación y dormimos doce horas sin parar. Antes de caer en las alas de Morfeo, convoco a Orfeo un rato escuchando con el walkman el primer acto de 'Parsifal', pero Wagner resulta explosivo para el cerebro cuando se está en un oasis en medio del desierto sirio.
  
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Sábado, 6 de enero. Palmyra-Damasco
   No nos han traído nada los Reyes. Desayunamos en el Palmyra. El "Oxi" nos saluda, siempre alegre como unas castañuelas.
   A la hora de pagar la factura del hotel con tarjeta, la recepcionista empieza a ponernos pegas: nos pide que abonemos en cash, a lo cual nos negamos, pues habíamos concretado en su momento la modalidad de pago con el encargado de turno. Dejamos las bolsas en recepción, para poder andar libres hasta la partida.
   Hoy damos con pesar la ultimísima caminata por las ruinas, a modo de recapitulación, antes de perder de vista por quién sabe cuántos años tanta maravilla. Comentaré aquí el templo de Baal-Shamin, que se levanta entero y bien conservado justo frente a la puerta del hotel Zenobia, y del que, tal vez por darnos todos los días de narices con él en cuanto salimos del albergue, había obviado su mención hasta ahora. Conste que describirlo en último lugar no implica menoscabo de su excelencia. Cada mañana es lo primero que vemos nomás franquear el umbral que conecta nuestro refugio con el prodigioso escenario de las ruinas, y en ese instante mágico y luminoso nunca deja de deslumbrarnos con la elegancia de sus proporciones (pequeñas por otro lado, en comparación a colosos como el templo de Bel) y la delicadeza de sus detalles decorativos. Un árbol aporta un toque de vida al antaño sagrado y hoy fantasmal recinto: ha echado sus raíces en el sancta-sanctorum, sus ramas se enredan con el prolijo catafalco del interior, y la copa sobresale por encima del tejado ausente.
   En el Diocletian's Camp, pasamos los dos caramelos que nos dio ayer el "Oxi" a Hassan y a su teatrera hermanita (está haciendo la misma pantomima del "no-mama no-papa" a una pareja de turistas ingleses). La británica nos expresa su desaprobación ante la maleducada conducta de la beduina, que se ha puesto a enredar con su bolso: "It's my bag, not yours" –le recrimina, enfadada. Nos despedimos de los chavales: "Masalama, masalama". El zumbado del Templo Funerario nos pide "smoke", como cada día. En este paseo póstumo por entre los despojos de la gloria de Palmyra, nos embarga la sensación de que nuestros escasos contactos con la población autóctona, que poco han dado de sí en una semana tan breve, se han limitado en su mayoría a meras relaciones de intercambio comercial turista-nativo, sin posibilidad de ir más allá de lo superficial; y es así como a la tristeza de la despedida se une el deje amargo de no haber podido desmantelar, aunque fuera por unos instantes, la barrera del mutuo desconocimiento entre seres humanos mediatizados por dos culturas hoy por hoy antagónicas.
   Adiós Palmyra. Adiós, Tadmor. Durante siete soles y siete lunas hemos creído escuchar, distantes, en sordina, los apagados ecos de tu pasado rutilante. Si fue real o fue ensueño, ya ni los dioses lo saben. Arenas en los zapatos y deshilachados recuerdos son lo único que nos traemos como dote de "la novia del desierto" de regreso al futuro, rumbo a esta nuestra civilización a la que hoy toca repetir otro ciclo de declive como el que tú ya viviste. Nos queda también, grabado en el ánimo, algo de resaca tras la embriaguez de las piedras, y la desazón que origina el abrupto despertar de un sueño maravilloso. Nuestra fugaz estancia ha sido todo un sortilegio de los sentidos, sumergidos en medio de la belleza en su estado más puro, hipnotizados por el embrujo de un paraje sin igual en el mundo. Son estas secuelas del amor a Tadmor –enfermedad sin posible cura–, que ataca a los viajeros del espacio y del tiempo, depositando en su pecho un poso de nostalgia que no se mitiga.
  
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Regreso a Damasco
  
   Un autobús de El-Karnak llega hacia las doce y pico. Viene con asientos libres y compramos por consiguiente dos tickets a la dependienta de la compañía gubernamental. Está dando de comer a su niña tras el mostrador, y debido a ello nos atiende de mala gana. Nos pide los pasaportes, para apuntar los nombres en los billetes.
   En el autobús, a mitad de ruta, un empleado nos reclama también los pasaportes o documentos de identidad a todos los pasajeros, para ir a presentarlos en un control militar que acecha en medio del desierto. Pese a todo, el regreso a Damasco se hace más corto que a la ida, al ser trayecto directo y no pasar por Homs. Llegando a Sham (que así llaman también de antiguo a la capital siria), el mismo empleado nos insta a poner verticales los respaldos de los asientos, tal que si fuéramos en el vuelo 502. Me hace desatar las cortinas de mi ventanilla y extenderlas, aún estoy por saber con qué fin.
   Nada más llegar, reservamos habitación en el hotel Al-Bustan (sucia y cara: 49 dólares USA, no aceptan syrian currency). M presiente que pueden aparecer cucarachas. Pedimos en recepción el teléfono de la KLM para reconfirmar el vuelo de regreso. Nos dicen que la oficina está cerrada. Nos dan la dirección, que cae cerca. Pero es viernes y está todo inactivo. Sin otra cosa que hacer, pateamos un poco la medina, por las callejas cubiertas con bóvedas de hojalata. Todas las calles están desiertas, con los comercios chapados, y el ambiente es de desolación. Tomamos un café y una shisha en el mismo cafetín que conocimos a la llegada, el que estaba detrá de la Mezquita Omeya amenizado por un narrador. Allí está el mismo menda, que se sube a la silla colocada sobre la mesa y repite su número. Un cliente, con pinta de periodista local, le saca fotos con flash.
Siria   Al anochecer, cogemos un taxi a casa de los estudiantes españoles. Éstos nos invitan a hacer una salida por el barrio cristiano, que, a diferencia del resto de la ciudad, está muy animado. Critican nuestro atuendo (mi zamarra lleva todavía polvo de las cloacas de Palmyra), que puede desentonar en una zona donde la gente es –afirman– guapa y elegante. M saca el tema de las bragas de fantasía que venden en el bazar viejo de Damasco, obras maestras de la lencería erótica, algunas con ranuras estratégicas circundadas por plumas de ave, y las compara negativamente con los rancios gayumbos que ofrecen para los tíos.
   Ya en el barrio cristiano, en las cercanías de Bab Tumá (puerta de Santo Tomás, el de "ver para creer"), a través de balcones o miradores se ven titilar las lucecillas intermitentes de los abetos navideños, policromando los hogares; luego somos conducidos al barrio judío, donde nos enseñan el exterior de la casa del Gran Rabino de Damasco. La mayoría de las viviendas de esta zona está deshabitada, y degradándose con el paso del tiempo. El motivo es que planean derribar barrios enteros, haciendo desaparecer precisamente las casas antiguas y típicas de Damasco, con sus vigas y tornapuntas de madera, con sus fachadas curvas y abarrocados balcones, todo en aras del supuesto progreso urbano. Aterrizamos a continuación por el barrio de Shargus, lo más castizo de la ciudad, donde hablan un árabe coloquial que emplean en los culebrones de la televisión siria cuando sacan personajes que quieren ser de extracción popular.
   Montando en una furgoneta de transporte colectivo nos plantamos en otro punto de la capital: a primera vista parecen barrios nuevos, pero enseguida se ve que están en proceso de sustituir de malas formas zonas urbanas de arquitectura tradicional. Bloques modernos impersonales y mal construidos se mezclan con casas antiguas de recia solera, en una desdichada amalgama sin orden ni concierto. Minaretes de piedras en bandas de colores, con balconadas de madera, o sillares romanos en puertas de muralla, compiten a duras penas con el cemento, el hormigón armado, el destartale, la cochambre, la mugre y las charcas de grasa derramada por el asfalto.
  
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   Torcemos por una siniestra calle perdida en las tinieblas de la noche, y traspasamos las puertas de un cementerio musulmán, para hacer una visita noctámbula a su bosque de erguidas lápidas cubiertas de inscripciones arábigas, que nos recuerda los camposantos de Estambul. Sumidas en el silencio, recorremos callejas oscuras con casas semiderruidas de saledizos apenas sostenidos por tornapuntas, en el más deplorable estado de abandono. Nos hablan del problema de la especulación en Damasco. Hay viviendas en los barrios lujosos que cuestan hasta 100 millones de libras sirias, precio astronómico hasta para los baremos europeos.
   Por recomendación de nuestros anfitriones, que se las saben todas, cenamos en un restaurante bueno y barato, atendido por pimpantes camareros ataviados de chaquetas negras con bordados de oro, y lleno de familias numerosas.
   Tras la cena concertamos con un taxista que nos suba a un monte junto a la ciudad de Damasco, el Jabal Qasiyun, por donde se encaraman las casas cual favelas de una capital sudamericana. De noche las luces de estas barriadas en pendiente parecen las lámparas de un inmenso árbol de Navidad. Pasamos por la calle donde el presidente tiene su residencia privada; está toda la zona plagada de garitas con policías uniformados. Hay también otros, secretas, de pie en las aceras vigilando los movimientos de todo bicho viviente. Uno de los estudiantes nos dice que cuando residía en este barrio, el primer año de su estancia en Sham, al bajar por esta avenida le paraban varias veces todos los días en distintos controles, para requerir su identificación.
   Desde la cima del monte se contempla todo Damasco iluminado, como si fuera una gran riada de magma volcánico, con porciones más oscuras en los barrios con apagones. Dejamos al taxista a la espera mientras intentamos identificar distintos edificios y jalones de la metrópolis. Después nuestro improvisado chófer nos baja por una carretera en obras, y el automóvil roza varias veces sus bajos con piedras del impracticable camino, hasta que a duras penas arribamos a un paraje donde el río Barada está canalizado, dividido su cauce en seis canales. Se ven restaurantes y garitos con luces discotequeras, y algunos árboles. Se trata de una zona de recreo para los damascenos.  Nos comentan que por las laderas debe haber vestigios de templos rupestres como los de Petra; de noche no podemos apreciar nada, pero apunto mentalmente el dato, para posteriores comprobaciones (todavía estoy por hacerlo, pero ya he detectado que Damasco fue tomada por los nabateos en el 84 a C, que se instalaron allí junto a los griegos hasta la romanización, lo cual es indicativo de que algo puede haber). Pasamos bajo el palacio oficial del presidente. Al final nos bajamos frente al hotel Semiramis, sonado por ser el lugar donde un comando de guerrilleros palestinos perpetró en 1976 un atentado en el que murieron cuatro personas.
   Nuestros anfitriones nos hablan de su amigo sirio, que proviene de un pueblo del oasis de Damasco donde los jóvenes no tienen otro trabajo que el trapicheo de drogas. Estuvo en la cárcel y le torturaron. Quiere irse del país.
   Son las doce de la noche, muy tarde para los usos sirios, y nos retiramos al hotel. Una cucaracha que se pasea por el cuarto de baño corrobora a M lo fundados que estaban sus temores.
  
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Sábado, 7 de enero. Damasco
   Lo primero que hacemos nada más levantarnos es acudir a las oficinas de la KLM a reconfirmar el billete, movimiento en falso. Tras un peloteo de dependiente a dependiente, el que al fin se digna atendernos dice que teníamos que haberlo reconfirmado lo más tarde el jueves y que, al no haberlo hecho así, no nos garantiza que volemos esta noche. Discutimos inútilmente. Apela a las normas internacionales de vuelos. Nos deja con la incertidumbre para todo el día.
   Un café y una visita al Museo Nacional. Nos hacen dejar la bolsa y la cámara en una especie de guardarropía que no funciona con fichas, sino con la memoria de los guardianes. Un jardín con estatuas y piezas arqueológicas da acceso al portalón de entrada, consistente éste nada menos que en una fachada del palacio omeya de Qasr el Hayr el-Garbhi, del año 688 d C, trasladada entera al museo desde su emplazamiento original a unos cien kilómetros de Tadmor. Aún quedan allí, junto a la carretera, las ruinas a nivel de basamentos de este lujoso palacio de recreo de los califas de Damasco, de los primeros años de la expansión del islam. La fachada trasladada se compone de dos torres semicilíndricas flanqueando la puerta, profusamente decoradas con motivos muy emperifollados de estuco y estatuas masculinas de orden clásico, que sorprenden en una edificación musulmana. La influencia de Roma se hacía sentir, y fuerte, en esta fase incipiente de la arquitectura de un nuevo credo.
   La primera pieza que atrae nuestra atención desde las vetustas vitrinas es una cabecita criselefantina de Ugarit, del s. XIV a C, la misma que aparece en los carteles turísticos de Siria y en los billetes de 500 libras. Del mismo periodo provienen otras figurillas de bronce y oro chapado. Unas placas de marfil talladas en ligero relieve, de gran influencia egipcia en sus motivos iconográficos, reflejan la intensa relación de intercambio entre el Levante sirio y la tierra de los faraones: son quizá de fabricación fenicia, pues los fenicios incorporaban en sus productos temas egipcios al buen tuntún y jeroglíficos con fines meramente decorativos, sin conocer su verdadero significado, para comerciar luego con ellos en los emporios mediterráneos; e incluso más allá de las "Columnas de Hércules": en Esauira (antes Mogador, ciudad en la costa atlántica de Marruecos), por ejemplo. En la misma sala destacan unas tablillas de arcilla inscritas con letras ugaríticas, muestras del primer alfabeto conocido del mundo, encontradas en Ras Shamra y datables también en el s. XIV a C; son de rasgos cuneiformes, pero el número de sus signos se reduce a veintitantos, y no a centenares, como hasta entonces: un decisivo esfuerzo de simplificación de la escritura, antepasado del fenicio y del hebreo, que dio origen a los alfabetos utilizados hoy día.
   Hay antiquísimas piezas escultóricas procedentes de Mari –preciosas estatuas de orantes de estilo sumerio en alabastro–, y Ebla, que atestiguan la proximidad de las culturas mesopotámicas y del "Creciente Fértil"; no hay que olvidar que nos hallamos en la cuna de la civilización.
   Hay relieves geométrico-vegetales de Raqqa, desgajados de los muros ruinosos de algunos de los pocos palacios que quedan de la época abbasí. En unas salas se ha reproducido la decoración interior del palacio omeya de Qasr el-Gharbi (lo tenemos que ver medio a oscuras, pues los focos deben estar fundidos). En otra sala se ha reconstruido la sinagoga de Dura Europos (con pinturas murales entre romanas y románicas, describiendo en registros superpuestos a modo de viñetas de cómic escenas del Antiguo Testamento).
   Abonando un backshish suplementario, un guardián retira un cordón y escaleras abajo nos guía a una tumba de Palmyra instalada en una cripta; es el interior del hipogeo de la familia Yarhai, muy bien conservado, que da una idea fehaciente del boato y suntuosidad de que hicieron gala los mausoleos nobiliarios palmyrenses, así como de su aspecto de Portrait Gallery, con su exposición de bustos de la parentela ordenados en cuadros que cierran sus respectivos loculi, hieráticos retratos de los seres que habían descansado dentro.
   Vemos un sarcófago romano de gran riqueza escultórica, amén de otras piezas imponentes, probablemente únicas; eso sí: todas ellas expuestas en un revoltijo inextricable, llenas de polvo, mal iluminadas, con los rótulos (en árabe y francés) caídos, cuando no inexistentes.
   El piso superior alberga salas de arte moderno con pinturas y esculturas de artistas contemporáneos sirios, de las que lo más benévolo que podemos decir es que nos dieron ganas de echar a correr y no parar hasta Jerusalén. M se las ve y se las desea para encontrar en todo el museo un WC donde poder orinar: no hay, y donde hay no funciona. Cuando al fin, tras correr dando brincos escaleras arriba y abajo, salas y pasillos, encuentra uno junto a la sinagoga de Dura Europos, me lo describe como "inenarrable".
  
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Siria 
   Obligada ronda por los bazares para las compras del último día. Compro una shisha para cumplir con un encargo y dos kilos de pasteles de leche, miel y almendras, que hacen honor a la fama de la repostería siria. Almorzamos en un local cerca de la plaza Al-Merjeh (o de "Los Mártires"), centro neurálgico de Damasco, como la Puerta del Sol lo es a Madrid, y que ostenta un extravagante monumento en forma de columna por la que trepan en espiral ascendente postes de telégrafo en bronce, con sus cables y sus aislantes (foto48); conmemora la apertura de la primera línea telegráfica del Cercano Oriente, entre Damasco y Medina (Arabia Saudí). Volvemos al hotel a echar una siesta.
   A la tarde damos otro paseo por la medina. Compramos unas cajas damasquinadas. Vemos en escaparates las célebres espadas de Damasco doradas. Nos damos un baño en el hammam que hay detrás de la Mezquita Omeya, que es de estilo turco, con grifos de agua fría y caliente sobre pequeñas cisternas individuales talladas en mármol. Al salir del baño nos cubren con una montaña de toallas y nos sirven un té.
   Probamos a llamar por teléfono a nuestros amigos los estudiantes de árabe, pero es de todo punto imposible. En una tienda no nos dejan. Por la calle no hay cabinas. Optamos por ir en taxi a su casa, pues al fin y al cabo es más rápido, y menos caro que una llamada telefónica en España. Los estudiantes esperan esa noche para cenar a dos chicas de París. Pillamos a uno de ellos en plena operación de preparar unos flanes, en una desvencijada cocina estilo "soltero". Anda trasegando un mejunje amarillo de una perola a unos vasos: "Pues esto parece que no va a cuajar...  La otra vez, ¿qué hice para que cuajara? Ya no me acuerdo... Bueno, en vez de flan comerán natillas".
   La sala de estar está amueblada con una trajinada biblioteca llena de diccionarios, cursos de latín y legajos de folios desparramados, una tele donde ver culebrones egipcios y también sirios (califican a estos últimos como mejores), un teléfono, y una estufa de queroseno con un chisme por donde se ve caer el combustible gota a gota: la estufa universal de Siria, que sirve hasta para calentar el pan colocándolo sobre la chapa de la caldera.
   Se traen grandes jaleos con el queroseno para la estufa. Nos cuentan que una vez el compañero de piso se encargó de encargar el queroseno, y se confundió con la cantidad, al pronunciarla en árabe. En vez de 20, encargó 200 litros. El distribuidor les atiborró la casa de bidones, y también el patio adyacente, y luego fue imposible pagar la factura, pues no les llegaba el dinero entre todos.
  
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   Aparece el colega sirio, que se había esfumado durante varios días, sin dejar un aviso, y le reciben con muestras de alivio, pues estaban preocupados por él.
   Las parisinas están estudiando lengua árabe y nos aseguran que se encuentran más a gusto en Damasco que en la capital de Francia (adoptan una mueca de aburrimiento/fastidio al referirse a la vida europea). Una de ellas nos deja constancia de que celebró la muerte de Franco con champagne. No ven muchos inconvenientes al hecho de ser mujer en este país; han sabido adaptarse a pequeñas molestias como la de tener que llevar vestidos recatados y otras cortapisas femeninas, y afirman detectar ciertos matices de intransigencia hacia ellas más entre las mujeres que entre los hombres, por su condición de occidentales. Piensan que el retorno a la costumbre del velo, que practican algunas mujeres sirias, se da por su propia voluntad, como una forma de reacción política hacia las imposiciones a este respecto por parte del Estado "laico". Atribuyen a la existencia de nutridas comunidades cristianas el que el ambiente sea más relajado que en otros países musulmanes que conocen. De vez en cuando echan de menos los embutidos, el foie-gras y la carne de cerdo (aquí ponen cara de éxtasis), delicias europeas que solo se venden en una tienda de Damasco una vez a la semana, y que encima no se pueden permitir porque son muy caras.
   Nos dan a probar un vino sirio que es tan malo y avinagrado como otro vino de infausto recuerdo que tomamos el viaje anterior en el camping de Damasco. Por lo menos no nos ocasiona una parálisis temporal, como la que nos dijeron que cierto vino local (elaborado con alambiques caseros) produjo en sus bebedores.
   Tras despedirnos de la cuadrilla y agradecerles sus atenciones y favores, cenamos en un restaurante de los pocos que hay en Damasco con licencia para cerveza, a orillas del río Barada; un camarero habla castellano, al haber vivido cuatro años en El Escorial. Marrulleando por entre nuestras piernas hay como mínimo seis o siete gatos que dan buena cuenta de los restos del pollo.
   Hechas las mochilas, pagamos el hotel con dólares y en vez de factura nos dan una especie de recibí escrito a mano en un trozo de papel blanco. Son las doce de la noche y tenemos el vuelo a las dos. Taxi, y al aeropuerto, que está envuelto en una espesa niebla. Al final resulta que no tenemos ningún problema por no haber reconfirmado los billetes: una preocupación malgastada. Los aduaneros nos registran una y otra vez las mochilas, haciéndonos sacar las cosas, pero a desgana y sin el más mínimo rigor. A M le miran los libros por dentro, y también la libreta de dibujar. "Tadmor", murmura el aduanero, al identificar el dibujo de la Plaza Oval. Vemos cómo un policía registra hasta a los niños. Los altavoces informan que nuestro vuelo se retrasa. Hay que pagar 200 libras de malditas tasas de aeropuerto, cosa de la que nadie nos había advertido hasta ahora.
   Debido a la pertinaz niebla, se demora aún más el embarque, y al final terminamos por permanecer la noche entera aguardando a que se despeje el tiempo, en una incómoda sala de espera con asientos que no sirven para dormir. De vez en cuando avisan por los altavoces que la niebla no remite y por consiguiente no se puede despegar. La compañía nos sirve un refrigerio, para templar los cuerpos tumefactos. Cada dos horas, aparece un miembro de la tripulación, uniformado de azul oscuro, a explicar que no hay nada que hacer sino esperar, y a calmar los ánimos de los quejumbrosos pasajeros, cuyo estado está ya próximo al de los zombis.
   Así transcurre la noche, y nos amanece esperando y aún con niebla sobre todo el oasis de Damasco.
  
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Domingo, 8 de enero. Vuelta a occidente
   El capitán se ha debido hartar de tanta espera, pues al fin decide hacer el embarque y despegar con la misma niebla que nos ha retenido, poniendo en marcha, según advierte por los altavoces, los mecanismos automáticos de control de vuelo. Todo muy inquietante, pero salimos, y nada más atravesar la capa de niebla nos ciega un sol implacable.
   En el aeropuerto de Amsterdam nos dan un tentempié y aprovecho las cuatro horas de espera de la conexión para dormir a pierna suelta en unos sofás. Afuera está nevado. Todos los pasajeros del vuelo Damasco-Amsterdam hemos perdido los aviones con los que enlazábamos para nuestros respectivos países, a causa del retraso. Algún pasajero tenía que ir hasta Dallas, y anda desesperado.
   Llegamos a Madrid ya avanzada la noche.
  
  
Lunes, 9 de enero. Vuelta a casa
   Una huelga de Renfe nos obliga a ir a casa en autobús, tal como vinimos a Madrid. La estación de autobuses parece un gallinero alborotado, con señoras facturando los equipajes en un vehículo y montándose por equivocación en otro. Por el camino nos proyectan el mismo vídeo infumable con que nos castigaron a la ida. Se siente, se siente: estamos en occidente.

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SIRIA MILENARIA
  
Bibliografía consultada

- Browning, Iain. Palmyra (Chatto & Windus Ltd, Londres, 1979) 
- Michell, George. La arquitectura del mundo islámico (Alianza Editorial, Madrid, 1985)
- UNESCO. El Patrimonio Mundial (Incafo. Ediciones San Marcos)
  
  



 
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Diario de viaje por Siria
Alepo en la encrucijada
Simón del desierto estuvo aquí
Crac de los Caballeros
El camino de Damasco
Las norias de Hama
Bosra, ex-capital de Arabia
Amor a Tadmor
Indices de fotos
Indice general
Indice 1  Alepo
Indice 2  San Simeón. Crac de los Caballeros
Indice 3  Damasco
Indice 4  Damasco
Indice 5  Bosra. Hama. Maalula
Indice 6  Palmyra
 

  
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Fotografías: Eneko Pastor
Ilustraciones: Miguel Angel Eugui

   
 



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