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 LOS COLORES DE CUBA
 
Fotografías:  Agustín Gil
Los colores de Cuba 
  
   Las gentes y los ambientes de Cuba, los polícromos vestigios de su pasado colonial, las palabras que murmuran sus muros, los vistosos vehículos que circulan por sus calles... son los motivos plasmados en esta exposición fotográfica realizada por Agustín Gil, que tenemos el placer de presentar en fotoAleph.
   Se acompaña la muestra con una selección de citas extraídas de las obras literarias de diversos autores cubanos, entre los mundialmente reconocidos, que hacen referencia a Cuba y, más en concreto, a la hermosa arquitectura colonial de la isla. Pues ¿quién mejor que los mismos escritores y poetas que vivieron en Cuba para describir, con el estilo colorido y barroco que les es característico, las deslumbrantes luces, los variopintos colores, las abarrocadas formas, la atmósfera mestiza y tropical de esta perla que el mar Caribe atesora en sus aguas color esmeralda?
  
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Cuba según los escritores cubanos
  
Agustín Gil
  
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   ¡Perla del mar! ¡Estrella de occidente!
¡Hermosa Cuba! Tu brillante cielo
la noche cubre con su opaco velo,
como cubre el dolor mi triste frente.

  
   Gertrudis Gómez de Avellaneda, Al partir
  
  
  

  
Cuba según los escritores cubanos
  
  
   La vieja ciudad antaño llamada de intramuros es ciudad de sombras, hecha para la explotación de las sombras –sombra, ella misma, cuando se la piensa en contraste con todo lo que le fue germinando, creciendo, hacia el oeste, desde los comienzos de este siglo, en que la superposición de estilos, la innovación de estilos, buenos y malos, más malos que buenos, fueron creando a La Habana ese estilo sin estilos que a la larga, por proceso de simbiosis, de amalgama se erige en un barroquismo peculiar que hace las veces de estilo, inscribiéndose en la historia de los comportamientos urbanísticos. Porque, poco a poco, de lo abigarrado, de lo entremezclado, de lo encajado entre realidades distintas, han ido surgiendo las constantes de un empaque general que distingue a La Habana de otras ciudades del continente.
   (Alejo Carpentier, Ensayos)
  
  
  
   Una de las más singulares constantes del estilo habanero: la increíble profusión de columnas, en una ciudad que es emporio de columnas, selva de columnas, columnata infinita, última urbe en tener columnas en tal demasía; columnas que, por lo demás, al haber salido de los patios originales, han ido trazando una historia de la decadencia de la columna a través de las edades.
   (Alejo Carpentier. Ensayos)
  
  
Cuba 
   No hace falta recordar aquí que, en La Habana, podría un transeúnte salir del ámbito de las fortalezas del puerto, y andar hasta las afueras de la ciudad, atravesando todo el centro de la población, recorriendo las antiguas calzadas de Monte o de la Reina, tramontando las calzadas del Cerro o de Jesús del Monte, siguiendo una misma y siempre renovada columnata, en la que todos los estilos de la columna aparecen representados, conjugados o mestizados hasta el infinito. Columnas de medio cuerpo dórico y medio cuerpo corintio; jónicos enanos, cariátides de cemento...
   (Alejo Carpentier. Ensayos)
  
  
  

   Cuba, por suerte, fue mestiza –como México o el Alto Perú. Y como todo mestizaje, por proceso de simbiosis, de adición, de mezcla, engendra un barroquismo, el barroquismo cubano consistió en acumular, coleccionar, multiplicar, columnas y columnatas en tal demasía de dóricos y de corintios, de jónicos y de compuestos, que acabó el transeúnte por olvidar que vivía entre columnas que era vigilado por columnas que le medían el tranco y lo protegían del sol y de la lluvia, y hasta que era velado por columnas en las noche de sus sueños.
   (Alejo Carpentier. Ensayos)
  

  
Indice de textos
  
  

   En todos los tiempos fue la calle cubana bulliciosa y parlera, con sus responsos de pregones, sus buhoneros entrometidos, sus dulceros anunciados por campanas mayores que el propio tablado de las pulpas, sus carros de frutas, empenachados de palmeras como procesión en Domingo de Ramos, sus vendedores de cuanta cosa pudieron hallar los hombres, todo en una atmósfera de sainete a lo Ramón de la Cruz antes de que las mismas ciudades engendraran sus arquetipos criollos, tan atractivos ayer en los escenarios de bufos, como, más tarde, en la vasta imaginería –mitología– de mulatas barrocas en genio y figura, negras ocurrentes y comadres presumidas, pintiparadas, culiparadas, paradas en regateos de lucimiento con el viandero de las cestas, el carbonero de carros entoldados a la manera goyesca, el heladero que no trae sorbetes de fresa el día en que sobran los mangos, o aquel otro que eleva, como el Santísimo, un mástil erizado de caramelos verdes y rojos para cambiarlos por botellas. Y, por lo mismo que la calle cubana es parlera, indiscreta, fisgona, la casa cubana multiplicó los medios de aislarse, de defender, en lo posible, la intimidad de sus moradores.
   (Alejo Carpentier, La ciudad de las columnas)
  
  
  

   La casa criolla tradicional –y esto es más visible aún en las provincias– es una casa cerrada sobre sus propias penumbras, como la casa andaluza, árabe, de donde mucho procede. Al portón claveteado sólo asoma el semblante llamado por la mano del aldabón. Rara vez aparecen abiertas –entornadas, siquiera– las ventanas que dan a la calle. Y, para guardar mayores distancias, la reja afirma su presencia, con increíble prodigalidad, en la arquitectura cubana.
   Decíamos que La Habana es ciudad que posee columnas en número tal que ninguna ciudad del continente, en eso, podría aventajarla. Pero también tendríamos que hacer un inmenso recuento de rejas, un incalculable catálogo de los hierros, para definir del todo los barroquismos siempre implícitos, presentes, en la urbe cubana.
   (Alejo Carpentier, La ciudad de las columnas)
  
  
  

   Es, en las casas de El Vedado, de Cienfuegos, de Santiago, de Remedios, la reja blanca, enrevesada, casi vegetal por la abundancia y los enredos de sus cintas de metal, con dibujos de liras, de flores, de vasos vagamente romanos, en medio de infinitas volutas que enmarcan, por lo general, las letras del nombre de mujer dado a la villa por ella señoreada, o una fecha, una historicista sucesión de cifras, que es frecuentemente –en El Vedado– de algún año de los 70, aunque, en algunas, se remonta la cronología del herraje a los tiempos que coinciden con los años iniciales de la Revolución Francesa.
   (Alejo Carpentier, La ciudad de las columnas)
  
  
Cuba 
   Es también la reja residencial de rosetones, de colas de pavo real, de arabescos entremezclados, o en las carnicerías prodigiosas –de la Calzada de El Cerro– enormemente lujosa en este ostentar de metales trabados, entrecruzados, enredados en sí mismos, en busca de un frescor que, durante siglos, hubo de solicitarse a las brisas y terrales.
   (Alejo Carpentier, La ciudad de las columnas)
  

  
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   ...el adolescente miraba la ciudad, extrañamente parecida, a esta hora de reverberaciones y sombras largas, a un gigantesco lampadario barroco, cuyas cristalerías verdes, rojas, anaranjadas, colorearan una confusa rocalla de balcones, arcadas, cimborrios, belvederes y galerías de persianas –siempre erizada de andamios, maderas aspadas, horcas y cucañas de albañilería, desde que la fiera de la construcción se había apoderado de sus habitantes enriquecidos por la última guerra de Europa. Era una población eternamente entregada al aire que la penetraba, sedienta de brisas y terrales, abierta de postigos, de celosías, de batientes, de regazos, al primer aliento fresco que pasara.
   (Alejo Carpentier, El siglo de las luces)
  
  
  

   Aquí la luz se agrumaba en calores (...); y más ahora, en estación de lluvias, luego del chaparrón brutal del mediodía –verdadera descarga de agua, acompañada de truenos y centellas– que pronto vaciaba sus nubes dejando las calles anegadas y húmedas en el bochorno recobrado. Bien podían presumir los palacios de tener columnas señeras y blasones tallados en la piedra; en estos meses se alzaban sobre un barro que les pegaba al cuerpo como un mal sin remedio. (...) Aunque se adornaran de mármoles preciosos y finos alfarjes de rosáceas y mosaicos –de rejas diluidas en volutas tan ajenas al barrote que eran como claras vegetaciones de hierro prendidas de las ventanas– no se libraban las mansiones señoriales de un limo de marismas antiguas que les brotaba del suelo apenas empezaban los tejados a gotear...
   (Alejo Carpentier, El siglo de las luces)
  
  
  

   Los forasteros alababan el color y el gracejo de la población, luego de pasar tres días en sus bailes, fondas y garitos, donde tantas orquestas alborotaban las tripulaciones rumbosas, prendiendo fuego al caderamen de las hembras.
   (Alejo Carpentier, El siglo de las luces)
  

  
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Cuba 
   Me detenía, atónito, ante un viejo palacio colonial que me hablaba por todas sus piedras, ante la gracia de una cristalería polícroma que me arrojaba sus colores a la cara, ante la salerosa inventiva de una reja un tanto andaluza en cuyos enrevesamientos descubría yo algo como los caracteres de un alfabeto desconocido, portador de arcanos mensajes.
   (Alejo Carpentier, La consagración de la primavera)
  
  
  

   Y como visitante que en un vasto museo transita de cuadro a cuadro, de testero a vitrina, andaba yo por esta Habana que, de pronto, se hacía recuento de mis raíces. Tabla de claves era para el entendimiento de mi esencia puesto que en ella había nacido y crecido (y reconocía la tónica de ciertas calles, la vejez de aquel tejadillo, la permanencia de un emparrado, vivo aún, en un traspatio de la Plaza del Cristo...) deteniéndome ante cuanto, para mí, reavivaba un recuerdo, me rememorara una imagen, o me hiciera hojear, de derecha a izquierda, de índice a prólogo, el libro inicial de mi propia historia...
   (Alejo Carpentier, La consagración de la primavera)
  
  
  

   Y me detenía ahora ante el edificio de las monjas Ursulinas, con su increíble fachada inspirada en el mozárabe de la Sinagoga de Toledo, junto a una capilla esquinera alzada antaño para limpieza de almas, pero caída ahora en ancilares menesteres de tintorería.
   (Alejo Carpentier, La consagración de la primavera)
  
  
  

   A veces, sentado en el muro del Malecón, me olvidaba del mar cuyo penetrante olor me daba una lúcida euforia, y pensaba –re-pensaba– el mundo en valores de cielo. Miraba las nubes y tenía la impresión de que eran posesiones mías –como las calles, las avenidas, el sabor del agua– tan distintas de las nubes que muy lejos hubiese dejado. (...) Aquí –apartando toda noción adquirida en museos– era ocioso hablar de cirros, cúmulos, nimbos y otras formas catalogadas. Las nubes nuestras eran de otra raza. Antojadizas y volubles, rechazaban toda clasificación. Si eran cirros o cúmulos o nimbos, lo eran sin saberlo y sin quererlo saber. Poco les importaba. Estaban en el cielo por su real/tropical antojo.
   (Alejo Carpentier, La consagración de la primavera)
  
  
 
   ...el maravilloso espectáculo de una puesta de sol donde los dorados encrespamientos del barroco se amaridaban, en unos segundos de alquimia sin par, con las rutilantes floralías de los mitos americanos –éxtasis de Santa Teresa, traspasada de fulgores, entre las aves verdes, índigo, amaranto, añil y topacio, color de colibrí, color de quetzal, con las banderas y tiaras, máscaras y paramentos, atributos de los Dioses de la Lluvia y Dioses del Aire vistos en los códices de nuestras rutilantes cosmogonías.
   (Alejo Carpentier, La consagración de la primavera)
  
  
  
   Tomaron un coche de alquiler, tirado por un caballo flaco que el cochero impulsaba hacia adelante –estaba como dormido– con una espuela puesta en punta de vara, pasando entre enormes casas amodorradas, que olían a tasajo, a melaza, a humo de torrefacciones, arrojando aquí, allá, según entrara la brisa del puerto, vahos de azúcar prieta, horno caliente y café verde, en un vasto respiro de establos, talabarterías y moho de viejas murallas, aún frescas de rocíos nocturnos, salitres y musgos.
   (Alejo Carpentier,  El recurso del método)
  

  
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Cuba 
   Era la primera vez que subía una escalera: en el pueblo había muy pocas casas que tuvieran más de un piso y las que lo tenían eran inaccesibles. Éste es mi recuerdo inaugural de La Habana: ir subiendo unas escaleras con escalones de mármol. (...)
   Así mi verdadero primer recuerdo habanero es esta escalera lujosa que se hace oscura en el primer piso (...) para abrirse, luego de una voluta barroca, al segundo piso, a una luz diferente, filtrada, casi malva, y a un espectáculo inusitado.
   (Guillermo Cabrera Infante, La Habana para un infante difunto)
  
  
  

   De día las anchas avenidas ofrecían una perspectiva ilimitada, el sol menos intenso que en el pueblo: allá rebotaba su luz contra la arcilla blanca de las calles, haciéndolas implacables, aquí estaba el asfalto, el pavimento negro para absorber el mismo sol, el resplandor atenuado además por la sombra de los altos edificios y el aire que soplaba del mar, producido por la cercana corriente del Golfo, refrescaba el verano tropical.
   (Guillermo Cabrera Infante, La Habana para un infante difunto)
  
  
  

   ...el lugar del encuentro fue típicamente habanero y por tanto inusitado. Caminamos todos hasta lo que luego conocería como la esquina de los Precios Fijos (Águila, Reina y Estrella) y allí nos detuvimos a esperar no a una persona sino a un vehículo, un ómnibus que se había convertido en las palabras de mi padre, evidentemente habanizado, en una guagua y como guagua conoceríamos al ómnibus en el futuro.
   (Guillermo Cabrera Infante, La Habana para un infante difunto)
  
  
 
   ...me negué resueltamente a celebrar la arquitectura stalinista, de la que mostraba fotos y que él exaltaba al tiempo que denostaba las casas coloniales cubanas, calificándolas de decadentes, y cuando, más cayentes que decadentes, el ciclón de 1944 derribó un hermoso palacio de La Habana Vieja, explicó: "Eso no pasa nunca en la Unión Soviética", y fue tan críptico que al no decir nada más jamás supe si se refería a la arquitectura o a los huracanes.
   (Guillermo Cabrera Infante, La Habana para un infante difunto)
  
  
  

   ...lo recordaré siempre con su arquitectura de pequeño palacio del placer, cine de barrio, cine amable y ruidoso...
   (Guillermo Cabrera Infante, La Habana para un infante difunto)
  
  
  

   ...al fondo y arriba estaba el tercer piso, al que se subía por una escalera de madera milenaria que era también de acceso a la azotea, donde todos los vecinos tendían su ropa al sol. Los cuartos de la azotea eran solamente cinco y parecían precarios, de techo de madera, pero en el segundo piso solamente había quince cuartos, en que vivían otras tantas familias.
   (Guillermo Cabrera Infante, La Habana para un infante difunto)
  

  
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Cuba 
   La escuela situada en el centro del campamento tenía como fondo un largo yerbazal, y a su derecha, un paredón que mostraba su cal sucia y el costillar de sus ladrillos al descubierto, como si el tiempo lo hubiese frotado con una gamuza con arena, limón y lejía. (...) Mientras la cimentación del paredón parecía ablandada marisma, mostrando largas tiras de su piel, el ladrillo cocido de nuevo por el directo lanzazo del cenital, se ajustaba como las capas que forman el tronco del plátano.
   Al fin, apoyó la tiza como si conversase con el paredón. La tiza comenzó a manar su blanco, que la obligada violencia del sol llenaba de relieve y excepción en relación con los otros colores.
   (José Lezama Lima, Paradiso)
  
  
  

   El denso crepúsculo habanero descendía a las azoteas, donde por los hierros colados y los piñones salvajes parecía herirse su fantasma hinchado de mazapanes toledanos. Los cuerpos evaporados por la siesta, comenzaban a adensarse en torno al humillo de las soperas churriguerescas.
   (José Lezama Lima, Paradiso)
  
  
  

   Fue bajando por San Lázaro, hasta llegar al parque Maceo, cruzó la calle para coger la acera ancha del Malecón. Las olas se hacían inaudibles, sin llegar casi al silencio, pues parecían guiadas por el vaho lunar. Parecían haber abandonado su ritmo propio, para ganar sus progresiones en la fatalidad a una ley desconocida.
   (José Lezama Lima, Paradiso)
  
  
  
   Cuando Cemí desde el Espigón quería llegar al parque Central, meditaba siempre en los dos caminos por los que se decidiría, de acuerdo con sus humores y sus fastidios. Cuando quería detenerse en alguna conversación o vidriera, ver algún amigo o las corbatas de moda, oír el pregón de algún número de billete o ver los libros más recientes, enfilaba su paciencia acumulativa por Obispo. Cuando quería caminar más de prisa, molesto por cualquier interrupción, remontaba por Obrapía, para hacer su catarsis deambulatoria con menos paréntesis y excepciones. Le maravillaba que dos calles, en un paralelismo tan cercano, pudieran ofrecer dos estilos, dos ansiedades, dos maneras de llegar, tan distintas e igualmente paralelas, sin poder ni querer juntarse jamás.
   (José Lezama Lima, Paradiso)
  

  
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   Ella viene de una isla que quiso construir el paraíso. El fuego de la agresividad devora su rostro. Los ojos casi siempre húmedos, la boca suplicante como la de una estatua de bronce, la nariz afilada.
   Ella es como cualquier mujer, salvo que abre los ojos a la manera de las mujeres que habitan las islas: hay una tranquila indiferencia en sus párpados.
   (Zoe Valdés, La nada cotidiana)
  
  
Cuba 
   De súbito rompió a llover con uno de esos aguaceros habaneros, los goterones partiéndote el cerebro, los truenos obstruyéndote los tímpanos, los relámpagos encegueciéndote, y yo que le tengo terror a los rayos, y más a convertirme en un pararrayos, me quité todo lo metálico que llevaba encima y corrí por el medio de la calle evadiendo cualquier posible derrumbe, rezando casi en alaridos:
   –¡San Isidro, el aguador, quita el agua y pon el sol!
   (Zoe Valdés, La nada cotidiana)
  
  
  

   ...me interno en las calles, donde las criaturas corren enloquecidas de los soportales a los guardacantones, y se trepan, con pavor, a los aleros, cambiando velozmente de color y temperatura. Enfurecido atravieso la calle Del Obispo y llego al parque de la laguna, donde todo no es más que un mar de cabezas; y sobre ese mar me zambullo...
   (Reinaldo Arenas, El mundo alucinante)
  
  
  

   En El mundo alucinante yo hablaba de un fraile que había pasado por varias prisiones sórdidas. Yo al entrar allí, decidí que en lo adelante tendría más cuidado con lo que escribiera, porque parecía estar condenado a vivir en mi propio cuerpo lo que escribía.
   (Reinaldo Arenas)

  
  
  

   Con esa tristeza del desterrado que es desterrado de su destierro.
   (Reinaldo Arenas)
  

  
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   En política, lo único verdadero es lo que no se ve.
   (José Martí)
  
  
  

   Si me quieres, quiéreme entera, no por zonas de luz o sombra... Si me quieres, quiéreme negra y blanca. Y gris, y verde, y rubia, quiéreme día, quiéreme noche... ¡Y madrugada en la ventana abierta!
   (Dulce María Loynaz)
  
  
Cuba 
   La transparente luz del mediodía
filtraba por los bordes paralelos
de la ventana, y el contorno de los
frutos –o el de tu piel– resplandecía.

El sopor de la siesta: lejanía
de la isla. En el cambiante cielo
crepuscular, o en el opaco velo
ante el rojo y naranja aparecía

otro fulgor, otro fulgor. Dormía
en una casa litoral y pobre:
en el aire las lámparas de cobre

trazaban lentas espirales sobre
el blanco mantel, sombra que urdía
el teorema de la otra geometría.
   (Severo Sarduy)
  

  
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   Se me ha anunciado que mañana,
a las siete y seis minutos de la tarde,
me convertiré en una isla,
isla como suelen ser las islas.
Mis piernas se irán haciendo tierra y mar,
y poco a poco, igual que un andante chopiniano,
empezarán a salirme árboles en los brazos,
rosas en los ojos y arena en el pecho.
En la boca las palabras morirán
para que el viento a su deseo pueda ulular.
Después, tendido como suelen hacer las islas,
miraré fijamente al horizonte,
veré salir el sol, la luna,
y lejos ya de la inquietud,
diré muy bajito:
¿así que era verdad?
   (Virgilio Piñera, Isla)
  
  
  

   ¡Perla del mar! ¡Estrella de occidente!
¡Hermosa Cuba! Tu brillante cielo
la noche cubre con su opaco velo,
como cubre el dolor mi triste frente.

¡Voy a partir!... La chusma diligente,
para arrancarme del nativo suelo
las velas iza, y pronta a su desvelo
la brisa acude de tu zona ardiente.

¡Adiós, patria feliz, edén querido!
¡Doquier que el hado en su furor me impela,
tu dulce nombre halagará mi oído!

¡Adiós!... Ya cruje la turgente vela...
el ancla se alza... el buque, estremecido,
las olas corta y silencioso vuela.
   (Gertrudis Gómez de Avellaneda, Al partir
  
  
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