Exposiciones fotográficas

Todas las aguas son el agua

Nadie se baña en el mismo río

 

   Los antiguos griegos hicieron también del agua uno de los elementos esenciales de su cultura. No es para menos, si tenemos en cuenta que Grecia es un país hecho de islas, más marítimo que continental, y que el mar Mediterráneo era la ruta más inmediata de conexión entre los distintos territorios del orbe griego. Cretenses, micenios y griegos (así como por otra parte los fenicios) fueron grandes navegantes y llegaron hasta los últimos confines del mundo conocido en sus expediciones de exploración y colonización. 
   Griegos eran Jasón y los Argonautas que navegaron por el Ponto Euxino (el Mar Negro) hasta la Cólquida. Griegos aqueos (de la Acaia) eran quienes atravesaron el mar Egeo para destruir Troya. El rapto de Elena era su excusa; el control del estrecho de los Dardanelos, que conecta el mar de Mármara con el Mediterráneo, su prosaico y no confesado objetivo. Griego era Ulises que surcó los laberintos de la mar y arrostró todos sus peligros para regresar a Itaca. 
   Para los griegos, los padres de la  creación eran los titanes Océano y Tetis. Océano era el río que rodeaba el mundo, hijo de Urano (el Cielo) y Gea (la Tierra), y progenitor, junto a su esposa Tetis, de 3.000 espíritus de las corrientes y 4.000 ninfas de los mares. Esta teogonía, que se remontaba a tiempos de Hesíodo y de Homero (para quien Océano era padre de los dioses) era ya cuestionada por la mente empírica de Heródoto (siglo V a C), cuando andaba dando vueltas al tema de las fuentes del Nilo: "El que hace afirmaciones acerca del Océano, como ha remontado su noticia a lo desconocido no puede ser refutado; yo, a lo menos, no conozco ningún río Océano. Creo, sí, que Homero o alguno de los poetas anteriores inventó el nombre y lo introdujo en poesía." (Historia, II, 23). 
   Tales de Mileto (ca 624 - 548 a C), uno de los Siete Sabios de Grecia según el dictamen de Platón, sostenía que el agua era el principio (o 'elemento') básico de todas las cosas. A ella agregó posteriormente Empédocles otras esencias: tierra, aire y fuego, constituyendo estos cuatro elementos las materias-base que combinadas entre sí crean todo lo que existe. Esta doctrina, recogida y desarrollada por Aristóteles, que añadió de su propia cosecha el concepto de una 'quinta esencia', pervivió a lo largo de la Edad Media en el pensamiento cristiano y musulmán, muy en particular en la práctica de la alquimia, y llegó hasta tiempos de Newton, que expuso en su 'De Natura Acidorum' la teoría de que todas las sustancias podían ser reducidas al agua. 
   Para el filósofo presocrático Heráclito de Efeso (ca 536 - 470 a C) "todo fluye", nada permanece, todas las cosas cambian y se transforman a cada momento, tal como hacen el fuego o el agua. Las almas humanas provienen del agua y en agua se transmutan cuando mueren. He aquí algunos de sus textos que hacen referencia al líquido elemento: 
 
   Diversas aguas fluyen para los que se bañan en los mismos ríos. Y también las almas se evaporan de las aguas. (Heráclito. Fragmentos, 12) 
   Porque es muerte para las almas el convertirse en agua, y muerte para el agua el convertirse en tierra. Pero el agua procede de la tierra; y del agua, el alma. (Ibid, 36) 
   El mar es el agua más pura y la más impura. Para los peces es potable y buena; para los hombres, impotable y fatal. (Ibid, 61) 
   No se puede sumergir dos veces en el mismo río. Las cosas se dispersan y se reúnen de nuevo, se aproximan y se alejan. (Ibid, 91) 
 
   Este último fragmento, mil veces citado, parece exponer algo obvio: las aguas del río fluyen y cambian a cada instante, sin repetición y sin posible retorno, siempre diferentes. Por eso nadie se baña dos veces en el mismo río. Pero la sentencia encierra un significado más profundo. La vida de nosotros los mortales es como ese río, el río que nos lleva hacia nuestro ineludible destino. Jorge Manrique acertó a expresarlo como nadie: "Nuestras vidas son los ríos / que van a dar a la mar / que es el morir". El tiempo nos va transformando. Nuestro cuerpo y nuestro espíritu van mutando imperceptible pero imparablemente con cada segundo que pasa. Para cuando queremos darnos cuenta, infancia y juventud se han ido para no volver. Y no hay posible marcha atrás: las corrientes no retornan a sus manantiales. No podremos sumergirnos dos veces en el mismo río, no sólo porque las aguas han cambiado, sino porque nosotros hemos cambiado, porque la segunda vez ya no somos los mismos. 
   "¿No es acaso / Tu irreversible tiempo el de aquel río / En cuyo espejo Heráclito vio el símbolo / De su fugacidad?", pregunta Borges en el poema titulado 'A quien está leyéndome'.  

   Somos el tiempo. Somos la famosa 
parábola de Heráclito el Oscuro. 
Somos el agua, no el diamante duro, 
la que se pierde, no la que reposa. 
Somos el río y somos aquel griego 
que se mira en el río. Su reflejo 
cambia en el agua del cambiante espejo, 
en el cristal que cambia como el fuego. 
Somos el vano río prefijado, 
rumbo a su mar. La sombra lo ha cercado. 
Todo nos dijo adiós. Todo se aleja. 
La memoria no acuña su moneda. 
Y sin embargo hay algo que se queda 
y sin embargo hay algo que se queja. 
   Jorge Luis Borges. Son los ríos. 
 
 



 
 
 
Arquitectos del agua
 
   Sabido es que los romanos adoptaron la nutrida y compleja mitología helena, enriquecida con aportaciones de otras culturas orientales (divinidades egipcias como Isis o Serapis, frigias como Cibeles, persas como Mitra...), para articular su propia cosmovisión, de un marcado sincretismo. Así, Júpiter asumió los atributos de Zeus, Saturno los de Cronos, y Plutón los de Hades. Neptuno, que en origen era un dios etrusco de las aguas dulces, fue asimilado con el dios de los mares Poseidón, y su consorte Anfitrite con su homóloga griega Tetis. 
   Los mitos sobre la muerte y el más allá apenas diferían de las creencias de los griegos al respecto. En la Eneida de Virgilio podemos leer el relato de la bajada a los infiernos de Eneas (futuro fundador de Roma) en busca del alma de su padre Anquises. El héroe troyano repite los mismos pasos que sus antecesores griegos Teseo, Hércules, Orfeo, Ulises o Piritoo (y todos ellos siguen los del sumerio Gilgamesh, que, antes que ninguno, viajó al mundo de los muertos en busca del espíritu de su amado amigo Enkidu). Guiado a través de tenebrosas cavernas por la Sibila, llega a la laguna Estigia, que hay que atravesar (y nadie lo hace dos veces) para arribar tanto al Averno, donde penan errantes las ánimas de los inicuos, como a los Campos Elíseos, donde moran las de los bienaventurados. La travesía por las aguas caliginosas del Estigio ha de hacerse a bordo de la barca de Caronte, horrible espectro que a cambio de unas monedas ejerce de barquero y transporta a los difuntos remando hasta la otra orilla, la orilla del inframundo. 
   Al igual que para los griegos y fenicios, el mar fue para los romanos el centro de sus operaciones comerciales y el campo de batalla de sus empresas militares. Tras las guerras púnicas, que pusieron fin a la hegemonía marítima cartaginense en el Mediterráneo occidental, la expansión primero de la república y luego del imperio romano fue ya imparable. Todos los países que circundan el Mare Nostrum fueron uno tras otro anexionados al imperio y gradualmente romanizados. En medio de estas tierras estaba el mar, el 'Medi-terráneo', comunicándolas entre sí (pues era más fácil viajar por mar que por tierra) y amalgamándolas en un solo mundo. Las trirremes romanas se aventuraron incluso más allá de las Columnas de Hércules y llegaron hasta las Islas Británicas en sus campañas de conquista y colonización. 
   Si para los griegos el mar era un ámbito poblado de monstruos y seres mitológicos, de Escilas y Caribdis, los romanos no les fueron a la zaga en la invención de seres imaginarios relacionados con el agua. Expertos en las artes de la pesca, los latinos conocían gran número de especies marinas y fluviales, como se puede comprobar en los mosaicos de temas piscícolas (ej: Tarragona, Dougga), donde cada pez está representado con tal detalle que no ofrece la menor duda para su identificación. Pero el mar es ancho y profundo y desconocido, y ni hoy en día sabemos con seguridad todo lo que sus entrañas pueden albergar. Y así, junto a aquellos mosaicos con motivos naturalistas de pesca, podemos ver otros donde aparecen extraños entes pelágicos, como hipocampos, tritones, nereidas, ictiocentauros, sirenas... Híbridos de hombre y pez, de pez y caballo, de ave marina y mujer... Un zoo fantástico que parece salido más de los terrores subconscientes que de los caprichos de la imaginación de sus creadores (ver en fotoAleph Mosaicos de Tunicia). 
   Aunque algunos de los animales reales que pululan por la mar no son menos fantásticos. Los naturalistas cuentan de cefalópodos gigantes que se enfrentan en descomunal batalla a los cachalotes. Cada poco tiempo se anuncia el descubrimiento de nuevas especies desconocidas, de extraños peces ciegos y fosforescentes que nadan en la negrura de las fosas abisales. Pensemos en el pasmo que debió causar a los primeros navegantes el avistamiento de un gran cetáceo. Los hebreos llamaron a ese monstruo inaudito el Leviatán. Los antiguos escandinavos, el Kraken. Los mares representados en los atlas y cartas de navegación abundaron en dibujos de colosales dragones y serpientes marinas nadando entre las olas. "Hay un pescado llamado la Rémora –relata Plinio–, el cual, pegándose a las carenas, hace que las naos se muevan más tardas, y de aquí le pusieron el nombre (rémora = demora), y por esta causa es también infame hechicería. (...) Poniéndole conservado en sal tiene la virtud de que el oro caído en profundísimos pozos lo saca pegado a él" (citado por Borges en 'El libro de los Seres Imaginarios'). 
   Pero también habitaban en las aguas seres benéficos. Entre los reales citemos los delfines, tantas veces representados en la escultura, pintura, cerámica y mosaicos grecorromanos en asociación con las deidades marinas, tradición que se remontaba a la época minoica. Entre los imaginarios, las ninfas, hermosas doncellas de los bosques y de las aguas, a quienes los antiguos ofrendaban aceite, leche y miel. Las que moraban en el mar se llamaban oceánidas o nereidas. Las de los ríos, náyades. 
   A las ninfas, divinidades menores, no se les rendía culto en templos, pero en cambio, como númenes protectoras de las aguas, tenían dedicados los ninfeos. Se llamaba así a las grandes fuentes que los romanos construían en puntos céntricos de sus ciudades para proveer de agua fresca y potable a los viandantes. Los ninfeos eran con frecuencia obras arquitectónicas monumentales, ornadas con efigies en relieve de las propias ninfas. 

   Los ríos y fuentes convidaban  
a apagar nuestra sed, como al presente  
los torrentes que caen de altos montes  
convidan a las fieras con su ruido  
que vengan a saciarse en sus raudales.  
De noche en los sagrados bosques  
de las ninfas venían a esconderse,  
en estas soledades, donde nacían  
perennes manantiales de aguas vivas 
   Lucrecio. De la naturaleza de las cosas (Libro V, 1351-59) 
 
   Los romanos tenían muy en cuenta el agua en sus obras públicas, y si destacaron en las ciencias de la navegación marítima, no fueron menos prominentes en todo lo concerniente al sabio aprovechamiento de las aguas terrestres, donde llegaron a ser auténticos pioneros de la ingeniería hidráulica. Construyeron presas, estanques y cisternas para el almacenamiento de agua (foto62). Construyeron un sinfín de imponentes acueductos, verdaderas obras maestras de la arquitectura utilitaria, para trasladar el agua de un punto a otro en recorridos de kilómetros. Acueductos, algunos aún en funcionamiento, de los que quedan vestigios en todos los países del Viejo Mundo (fotos 63 y siguientes). Construyeron colosales puentes de piedra para salvar los ríos y extender la red viaria romana hasta los últimos confines del imperio, y que todavía son utilizados al día de hoy. 
   Construyeron canales y grandes norias, cuyas palas de madera elevaban de nivel las aguas de los ríos aprovechando el propio empuje de la corriente, con el fin de irrigar los campos. Aún quedan ejemplares de norias romanas (foto74) en el histórico río Orontes, que baña los áridos secarrales del desierto sirio. Aguas de la TierraProveyeron a las ciudades de redes de alcantarillados y cloacas para evacuar las aguas fecales. La Gran Cloaca de Roma es el resto más antiguo de la ciudad de los césares; por las cloacas abovedadas de Efeso podía circular un hombre montado a caballo. 
   Construyeron termas, públicas y privadas. Las termas o baños públicos eran toda una institución en el mundo romano, y no podían faltar en cualquier ciudad que se preciase de civilizada, como no podían faltar el templo, el foro, la basílica, el teatro, el gimnasio o el lupanar. En algunas ciudades había termas de verano y termas de invierno, y a menudo las termas eran el edificio más vasto y monumental de la urbe (mencionemos como ejemplos las inmensas ruinas de las termas de Antonino, en Cartago, las termas de Caracalla o las de Diocleciano, en Roma (transformadas estas últimas por Miguel Ángel Buonarroti en la iglesia de Santa María degli Angeli). 
   Los baños públicos solían constituir un complejo integral de edificios distribuidos en estructura simétrica en torno a una gran piscina central ('natatio'), a veces al aire libre, donde los ciudadanos acudían no sólo a bañarse, sino para disfrutarlo como lugar de encuentro y relación social, de relax, esparcimiento y tertulia. Los césares tenían muy presente estas funciones lúdicas, y no repararon en medios a la hora de dotar de espléndidos establecimientos termales a sus súbditos. Entre otras secciones, el complejo estaba provisto de tres salas, el 'frigidarium', el 'tepidarium' y el 'caldarium', consistentes en estancias con baños de agua fría, templada y caliente, respectivamente. A ellas habría que añadir el vestuario, la palestra donde practicar lucha libre, la basílica o zona central de reuniones, el jardín, etc. Los interiores estaban decorados con una opulencia digna de los palacios imperiales, con revestimientos de mármol, altísimas columnas corintias sosteniendo bóvedas de casetones, nichos con estatuas a la usanza griega, y pavimentos tapizados de mosaicos monocromos (en blanco y negro) con imágenes de delfines, nereidas, tritones y demás motivos acuáticos. Debajo del suelo estaba el hipocausto, un espacio subterráneo de corta altura, apuntalado con un bosque de columnillas de ladrillo, por donde corría el agua caliente con el propósito de caldear la temperatura de algunas salas. 
   El agua era calentada en hornos anexos, aunque en muchas ocasiones los romanos aprovechaban las aguas cálidas que provee la naturaleza, los manantiales de aguas termales que surgen aquí y allá de lo profundo de la Tierra, recordándonos que sus entrañas son de fuego, para emplazar en esos sitios privilegiados sus complejos balnearios. Con su agudo sentido del pragmatismo, los colonizadores romanos fueron unos linces a la hora de detectar y explotar toda fuente de aguas calientes que cayera dentro de sus dominios, como bien saben los habitantes de las localidades dotadas de aguas termales en cualquier país del Viejo Mundo, sea en Bath (Inglaterra), en Pamukkale (Turquía) o en Caldas de Montbuy (España), donde nunca faltarán las ruinas de unas termas romanas. 
   No menos hábiles fueron en el cometido de explotar salinas en los lugares donde surgían aguas saladas, de extraer el oro o la plata en los arroyos metalíferos, o de cavar profundas minas hasta agotar las vetas de todo mineral de hierro, cobre, plomo, estaño o cinc que se presentara en el subsuelo. Aunque se sabe de la existencia de minas desde el paleolítico, ningún pueblo de la antigüedad desarrolló las técnicas de la minería hasta el punto en que lo hicieron los romanos, que llegaron en algunos casos (véase las minas de oro de las Médulas de León) a provocar avalanchas de agua dentro de galerías para derrumbar con su ímpetu enteras montañas de tierra, y poder así cribar el metal del barro de los aluviones, según el procedimiento que denominaban 'ruina montium'. 
   Los romanos pudientes disfrutaban en sus viviendas de termas privadas que, aunque de dimensiones más reducidas, estaban tan lujosamente decoradas de fuentes, bañeras y mosaicos como las públicas (ej: Pompeya, Herculano o la villa de Casale, en Piazza Armerina, Sicilia). En sus casas y villas (mansiones campestres de hacendados, que proliferaron sobre todo en la época tardorromana) el agua era elemento indispensable en la ambientación del 'impluvium', patio central al aire libre rodeado de un peristilo, en cuyo punto medio manaban aguas cristalinas de un surtidor, creando el líquido reverberantes efectos luminosos al salpicar las teselas de los mosaicos. 
   En arquitectura, los romanos lo inventaron todo, y aún hoy los arquitectos reconocen el legado y tienen un ojo puesto en los hallazgos y logros de los constructores clásicos, que supieron armonizar como pocos lo estético con lo funcional. El esquema de la 'domus' romana prevaleció con el paso de los siglos, y sigue siendo absolutamente moderno. Las infraestructuras de bajantes y cañerías, de suministro y evacuación de aguas, que son indispensables en cualquier proyecto actual de edificio, ya estaban allí, en la casa romana, y poco se ha adelantado desde entonces en estos aspectos. 
   Aunque se cree que fueron los caldeos de la antigua Babilonia quienes inventaron la clepsidra, o reloj de agua, y se han hallado en Egipto ejemplares del siglo XIV a C, fueron los romanos quienes perfeccionaron este artilugio y lo utilizaron en sus quehaceres cotidianos para medir el tiempo. La clepsidra romana consistía en un cilindro por cuyo interior desaguaba lentamente el agua depositada en un receptáculo superior; al descender el nivel del agua, un flotador iba marcando la lectura del tiempo en una escala grabada en las paredes del cilindro. Las clepsidras se usaban con variados propósitos, como por ejemplo para cronometrar y acotar los tiempos de intervención de los oradores en las asambleas. Aún se puede ver in situ un espécimen de este tipo, instalado junto al proscenio del teatro, en las ruinas de la ciudad jonia de Priene (ver foto en la colección de fotoAleph Turquía clásica). 
 
 



 
 
 
Aguas en el Paraíso
 
   Los bizantinos aprendieron de griegos y romanos, y se cuidaron de garantizar el abastecimiento de agua potable a los habitantes de sus urbes. Construyeron para ello grandes cisternas abovedadas de depósito de aguas, reaprovechando todo tipo de elementos arquitectónicos de las edificaciones romanas anteriores que habían caído en desuso tras el desmoronamiento del imperio. El Yerebatan Sarai ('Cisterna-Basílica'), mandado edificar por Constantino en el centro de Constantinopla para suministrar de agua a su palacio, es un monumental ejemplo de este tipo de aljibes. Era alimentado por los acueductos de Adriano y de Valente. Un bosque de 336 columnas de recios fustes y capiteles corintios surgen del agua para sostener las bóvedas del techo, reflejándose invertidas en el espejo oscuro de la superficie. Cuando baja el nivel del estanque, emergen a la vista inquietantes máscaras de mármol de la gorgona Medusa, tumbadas de lado o cabeza abajo, que fueron utilizadas de basas para las columnas (ver fotos 002 y 003 en Turquia clásica). 
   Con la progresiva cristianización de los pueblos del ex-imperio romano, ya desde las primeras iglesias paleocristianas (que adoptaban por lo común la planta de la basílica romana) hizo su aparición un elemento nuevo: el baptisterio, con su pila bautismal, consistente en una pequeña bañera excavada en el suelo, accesible por escalerillas, en cuyas aguas debía sumergirse el iniciado para recibir el sacramento del bautismo, que simbolizaba su purificación y conversión al nuevo credo. A veces la pila estaba recubierta de finos mosaicos polícromos con dibujos figurativos, a la manera romana (ej: en la iglesia de Vitalis, una basílica episcopal del siglo V d C, en Sufetula, actual Sbeitla, Tunicia; ver foto en Mosaicos de Tunicia). 
   Paradójicamente fueron los musulmanes, más que los cristianos, los verdaderos depositarios y continuadores de la sabiduría de los grecolatinos en cuestión de aguas. Para el islam, el agua era y es un don divino, un regalo de Alá a los hombres, por el que éstos deben corresponder con su agradecimiento. 
 
   Él es quien envía agua del cielo, de la cual bebéis y, mediante ella, brotan los pastos con que apacentáis el ganado. 
   Y con ella os hace germinar la plantación, el olivo, la palmera, la vid y toda suerte de frutos. Por cierto que en esto hay un signo para los reflexivos. (...) 
   Y Él es quien os sometió el mar para que de él comiéseis carne fresca y extrajérais ciertos ornamentos con los que os engalanáis. Verás en él los navíos hendiendo sus aguas para que os percatéis de su bondad; (...) trazó ríos y caminos para que os guiéis. 
   (El Corán, Sura XVI o de las Abejas, 10-14) 
 
   El Corán repetidamente describe el Paraíso prometido a los creyentes como un frondoso jardín lleno de árboles de frutos inagotables, bajo cuyas verdes praderas corren ríos de agua pura. Para los habitantes de las tierras donde el Profeta predicó la nueva fe, resignados a los rigores extremos del inhóspito desierto arábigo, no podría haber una imagen del cielo más sugestiva. Lo que más se desea es aquello de lo que se carece. Ese cuadro paradisíaco fue tomado como modelo por califas y sultanes a la hora de diseñar los jardines de sus palacios (desde Medina-Azahara o el Generalife, en Al-Andalus, hasta los parques botánicos de los safávidas en Persia o de los mogoles en la India), siempre dotados de canales por donde corrían arroyos y caían cascadas, alimentados por abundantes fuentes de agua fresca (foto76). 
   Los árabes fueron maestros en el aprovechamiento del agua para agricultura y jardinería. Con ello no hicieron sino retomar la tradición romana y perfeccionarla. Construyeron y restauraron embalses, norias (foto75), acequias y acueductos para asegurar el regadío de sus tierras, y en temas de ingeniería hidráulica pudieron dar lecciones a los pueblos europeos cristianos, por entonces más atrasados, como lo denota el gran número de vocablos árabes relacionados con el agua que los andalusíes aportaron al idioma español: acequia, alberca, albufera, alcantarilla, aljibe, arrecife, cala, jofaina, noria, zahorí... Topónimos como Guadalajara, Guadiana o Guadalquivir derivan también de la palabra árabe para designar un curso de agua: 'uadi' o 'ued' (Guadalquivir = Uadi el-Kebir = 'Río Grande').
  
   La primera medida tomada por los cristianos en España después de la expulsión de los moriscos fue la clausura de los baños públicos, de los cuales, solo en Córdoba había unos 270.
   Friedrich Nietzsche. El Anticristo (cap. 21)
  
   Mientras en la Europa cristiana la institución de las termas romanas (tenida como cosa de paganos) decayó hasta desaparecer, los árabes en cambio continuaron con la costumbre de acudir a los baños públicos para su higiene y asueto, y esa tradición ha llegado hasta nuestros días con el 'hammam'. No hay ciudad, pueblo o aldea en los países del norte de Africa y de Oriente Medio que no disponga de uno o varios hammams o baños árabes (también llamados 'baños turcos'), adonde los ciudadanos, a falta muchas veces de cuarto de baño en sus hogares, van como mínimo una vez a la semana. No sólo por cuestión de higiene personal, sino para reunirse con amigos y vecinos, entablar tertulias, recibir un masaje o simplemente relajarse. 
   La estructura de estos edificios, que van de los muy modestos a los inusitadamente lujosos, es la misma que la de las termas romanas: tres estancias principales con grifos de agua fría, templada y caliente (frigidarium, tepidarium y caldarium), a veces con una gran piscina central, y con otros departamentos anexos como el vestuario, la sala de reposo, los urinarios, y el horno para calentar el agua. Éste último se usa simultáneamente para cocer pan, compartiéndolo con panaderías contiguas. Los baños no son nunca mixtos, teniendo los hombres y las mujeres distintos edificios separados como hammam o, en algunos casos, distintos horarios de visita. (Ampliar información en Un baño en el hammam, de la exposición Fez. Un viaje al medievo musulmán).
   Entre la riquísima tradición literaria de las sociedades islámicas, que bebió directamente de las fuentes grecolatinas y sirvió de puente de transmisión del acervo filosófico y científico del mundo clásico al mundo medieval europeo, mencionaremos, en el ámbito de la literatura popular compendiada en el libro de Las Mil y Una Noches, la figura de Simbad el Marino, ese alter ego de Ulises, cuyas aventuras tanto recuerdan a las que corrió el protagonista de la Odisea. El mar, los procelosos mares del Golfo Pérsico y del Océano Índico, con todas sus seducciones y peligros, son su escenario omnipresente. 
 
 



 
 
 
El dios de la lluvia
 
   En la misma época que el islam se expandía fulgurante por el norte de África y Oriente Medio, al otro lado del Atlántico, en la parte central de un continente que ocho siglos más tarde sería conocido como América, habían llegado a su cénit otras muy avanzadas civilizaciones que llevaban milenios gestándose en un proceso paralelo y sin conexión con el de los pueblos del Viejo Mundo. Nos referimos a los mayas, herederos de la cultura de los olmecas, poblaciones indígenas precolombinas que se asentaron en torno a la península del Yucatán. Las ruinas de sus ciudades, dispersas por un área que abarca el sudeste de México, Guatemala, Honduras, El Salvador y Belice, evidencian el alto grado de desarrollo y sofisticación que alcanzó la civilización maya en cuestiones de urbanismo, arquitectura, artes plásticas, matemáticas, ingeniería agraria o astronomía. 
   Los mayas fueron expertos en el buen aprovechamiento del agua para su uso cívico. La necesidad les obligó a ello, dada la especial naturaleza kárstica del suelo yucateco, por donde jamás discurre ningún río debido a que el agua de las lluvias se filtra inmediatamente al subsuelo por las grietas de las rocas. En ciertos puntos del terreno, este suelo, que está hueco por debajo, se hunde, creando grandes cavidades cuyo fondo está anegado por el nivel freático, formando embalses y lagunas subterráneas. Estos pozos de transparentes aguas color turquesa son los llamados 'cenotes', que, junto a las 'aguadas' (charcas de agua embalsada natural o artificialmente en la superficie), eran los principales recursos hídricos de que disponían los mayas para abastecer a sus ciudades, pueblos y centros ceremoniales. Muchos cenotes están comunicados entre sí por kilómetros de galerías inundadas, tejiendo un ignoto laberinto subterráneo cuya exploración exige dominar las técnicas del espeleobuceo. El acceso a las balsas de algunos cenotes para obtener agua se llevaba a cabo descendiendo y trepando por vertiginosas escalas de maderas. 
   Los mayas de las tierras bajas del Yucatán fueron plenamente conscientes de la importancia fundamental que estos escasos acuíferos poseían para sostener su modo de vida, por lo que otorgaron a los cenotes un rango de sacralidad. El mismo carácter sacro que tenían para ellos las cuevas y cavernas, puertas de entrada al inframundo, donde practicaban algunos de sus ritos religiosos. Colocaban 'chaltunes' (recipientes de piedra) bajo las goteras del techo para recoger el agua de estalactitas y coladas. A este agua se le llamaba 'agua virgen' y era empleada en las ceremonias que los mayas dedicaban al dios de la lluvia. 
   Al norte de la ciudad maya-tolteca de Chichen Itzá se abre un gran pozo natural de 60 m de diámetro, cuyas paredes, de 20 m de altura, debieron ser alisadas por la mano del hombre. Es el conocido como Cenote de los Sacrificios (foto19), uno de los dos grandes cenotes que proveían de agua a la urbe y que le dieron su nombre actual: en maya, 'chi' es bocas, 'chen' es pozos e Itzá designa a la tribu asentada en el lugar; luego Chichen Itzá significaría 'las bocas de los pozos de los Itzá'. 
   Bajo las aguas, a 20 m de profundidad, los arqueólogos descubrieron, con ayuda de buceadores y de dragas, gran cantidad de ofrendas rituales hundidas en el fango del fondo del cenote: discos de oro repujado, cascabeles de oro, plata y cobre, joyas de jade, cristal de roca y ámbar... así como los esqueletos de trece hombres, ocho mujeres y veintiún niños de entre uno y doce años, que debieron haber sido sacrificados a Chac, dios de la lluvia, en tiempos difíciles de sequías, hambrunas o epidemias. Durante las temporadas de sequía acudían a Chichen Itzá peregrinos de todo el orbe maya a rogar al dios de la lluvia el cese de la calamidad. En base a los objetos encontrados en el fondo del cenote, se ha deducido que los sacrificios tuvieron lugar desde el siglo VII d C hasta la llegada de los españoles. 
 
 



 
 
 
La vida secreta de las aguas
 
   Podríamos seguir indefinidamente, pero vamos a dejar aquí este somero repaso a la íntima relación entre el hombre y el agua a través de la historia. Creemos que ha quedado patente, con los ejemplos expuestos, que sea cual sea el punto del mapa que señalemos, y sea cual sea la época en que nos centremos, el agua hará irrupción con su fuerza incontenible, como base indispensable para la vida de todos los seres y de todas las culturas. Y que desde la más remota antigüedad los humanos de todos los rincones de la Tierra han hecho alarde de un inagotable ingenio no sólo para hacer acopio de este vital elemento, sino para explotar hasta el infinito sus potencialidades. 
   El agua está presente en todas partes, es omnipresente en nuestro planeta. Está, según recientes descubrimientos, hasta en el vecino Marte, lo que ha dado pie a especular sobre la hipotética existencia en el planeta rojo de formas primarias de vida. Está hasta donde parecería imposible que estuviera. Su presencia se siente incluso donde está más ausente, en los parajes de la Tierra considerados como los más áridos, secos e inhóspitos. Sirva de ejemplo el desierto del Sahara: antes de ser un mar de dunas fue sin duda tierra poblada y fértil, como lo demuestran las pinturas rupestres neolíticas del Tassili N'Ajjer, al sur de Argelia, en pleno corazón del Sahara, donde además de seres humanos podemos ver representaciones de bóvidos, équidos y camélidos, pintados en las paredes de cientos de formaciones rocosas erosionadas por ríos pretéritos. 
   Y antes aún, en otras eras geológicas, este desierto estuvo cubierto por las aguas: era el fondo de un inmenso mar. Las pruebas de ello son numerosas e incontestables: hay vastas zonas del Sahara (por ejemplo el área entre los oasis de Siwa y Bahariyya, en el desierto Líbico) cuyas arenas están tapizadas de miríadas de conchas fosilizadas de moluscos bivalvos de origen marino (véase foto en la colección de fotoAleph El oasis de Siwa). Las conchas se extienden a la redonda por todo lo que abarca la vista, hasta el horizonte, y no se puede caminar por la arena sin pisarlas y romperlas, transformándolas en más arena. 
   Los caparazones de moluscos, las colonias de pólipos, los bancos de corales formaron, al acumularse con el paso de las eras, fondos marinos compactos. Los choques de las placas tectónicas provocaron plegamientos que hicieron emerger estos fondos hasta convertirse en mesetas y sierras montañosas. No es inhabitual encontrar en montañas muy alejadas de la costa, incrustados en las paredes de los abrigos rocosos, fósiles de caracolas y moluscos lamelibranquios parecidos al mejillón o a la ostra. 
   Las rocas así generadas tienen un alto porcentaje de componentes calizos, lo que las hace susceptibles de reaccionar químicamente con el agua de lluvia y disolverse. La labor creativa del agua prosigue por tanto su curso, esculpiendo, limando y taladrando incansable las montañas para componer laberínticos complejos kársticos acribillados por mil cuevas y simas, para moldear lapiaces, torcales, chimeneas de las hadas, para excavar cañones, barrancos, hoces. Los paisajes oníricos de la Capadocia, con sus inverosímiles formaciones salidas de la interacción del agua de lluvia con la roca (en este caso de origen volcánico), constituyen uno de los muestrarios más asombrosos que puedan contemplarse en el mundo de las extraordinarias capacidades escultóricas del agua (ver fotografías en fotoAleph: Capadocia. La tierra de los prodigios). 

   La lluvia es el tributo del cielo sobre la tierra, por su botín de nubes. (Elias Canetti) 

   Cae la lluvia sobre los prados y montes, las gotas resbalan por entre las briznas de hierba y se juntan para fundirse en hilillos de agua, que unidos a otros forman pronto un reguero que, alimentado por otros regueros, crece enseguida en riachuelo, arroyo, torrentera, para terminar por confluir en un río. Pero no toda el agua caída del cielo sigue este curso. Un gran porcentaje se infiltra por las grietas y capilares de las rocas, y si éstas son calizas las disuelve parcialmente, horadando así con los siglos cavidades subterráneas que van creciendo en tamaño a medida que sus techos se van colapsando por la acción combinada del agua y la gravedad. 
   Comienza aquí lo que podríamos llamar 'la vida secreta de las aguas'. El agua primero socava las cuevas, y luego sigue toda la vida entrando en ellas por caminos secretos, haciendo sus galerías cada vez más largas y anchas, sus salas más altas. Y decora las cavernas con las más caprichosas formaciones que imaginar se pueda, más las que nadie podría nunca imaginar. La caliza disuelta en agua y filtrada por los techos vuelve a solidificarse en el subsuelo como carbonato cálcico, cristaliza en forma de calcitas y aragonitos, y va creando gota a gota un mundo fantasmagórico de estalactitas, estalagmitas, columnas, coladas, drapeados, banderas y tubos de órgano, de brillos titilantes, de raros colores y texturas, de formas retorcidas y nunca vistas, un mundo perpetuamente sumido en las espesas tinieblas de una noche eterna. 
   En ocasiones los arroyos se cuelan dentro de la tierra por sumideros y se convierten en ríos subterráneos. Discurren durante kilómetros por ignotos túneles que a la vez son erosionados por la abrasión de los guijarros y la gravilla que sus caudales arrastran. Quienes se atreven a explorar los negros laberintos del mundo intraterrestre, pueden disfrutar de la maravillosa experiencia de navegar en barca hinchable por estos ríos secretos y descubrir en su travesía los más increíbles parajes, hasta entonces ocultos a toda mirada humana. 
   Estos ríos subterráneos avanzan a veces remansados, tallando meandros en las paredes, a veces impetuosos, cayendo en cascadas por los desniveles del terreno con un fragor que se amplifica en estruendo al retumbar en las bóvedas de la galería. En ciertos lugares el agua puede inundar por completo el túnel, y entonces se dice que el río 'se sifona'; a partir de ahí hay que bucear si se quiere continuar la exploración. En las cuevas abundan también las aguas embalsadas, en forma de 'gours' (bañeras naturales con paredes de calcita modeladas por las mismas aguas), lagunas y hasta lagos (foto53) de muy considerable extensión y profundidad. Teniendo en cuenta que un 30% de las aguas dulces de la Tierra son subterráneas, se puede fácilmente deducir la importancia que tiene su estudio hidrogeológico con vistas a determinar los recursos acuíferos que posee cada región. 
   El inmenso complejo kárstico de la Piedra de San Martín (entre Francia y España), una de las mecas de los espeleólogos de todo el mundo, es al respecto un caso paradigmático. Una red de al menos cinco ríos subterráneos con sus afluentes ha agujereado en las entrañas del macizo pirenaico de Larra un dédalo de más de cincuenta kilómetros de túneles hasta ahora explorados, y no se sabe cuántos todavía por explorar, con un desnivel conjunto de más de mil metros. Las corrientes de agua han perforado gigantescas galerías y salas (la Sala de la Verna, con sus 175 metros de altura, es una de las más grandes del mundo: en su interior podría caber entera la gran pirámide de Keops; para más información, consultar en fotoAleph Viajes dentro de la Tierra), cuyos techos y paredes a duras penas son alcanzados por los focos luminosos de los visitantes, los cuales tienen la sensación de hallarse en pleno monte en una noche muy oscura. Los pocos exploradores que gozan del privilegio de recorrer estas galerías se quedan anonadados con la grandiosidad de sus bóvedas y cúpulas naturales, diríanse construidas por y para gigantes, que ninguna arquitectura humana puede ni de lejos alcanzar. Y toman conciencia, por inevitable comparación, de la infinitesimal pequeñez del ser humano y la trivialidad de sus obras. El agua, y no el hombre, es el máximo arquitecto del planeta Tierra.
 
 



 
 
 
El agua es Proteo
 
   La vida secreta del agua concluye cuando el río emerge al aire libre por nacederos y resurgencias. Pero no por ello queda interrumpida su vena escultórica. Sucede a veces que esas aguas renacidas al mundo arrastran soluciones de materia calcárea que se va depositando en el terreno y solidificando con el tiempo. Es el caso de Pamukkale (en turco 'pamuk-kale' = 'castillo de algodón'), meseta de Turquía de cuyos manantiales brota agua caliente que, al caer en cascadas por los barrancos, se petrifica poco a poco creando formaciones muy similares a las que se ven en las cuevas: estalactitas, coladas, gours o piscinas naturales, cataratas pétreas, todo de un deslumbrante color blanco (foto31). El paisaje adquiere el aspecto de una inmensa fortaleza hecha de algodón. 
   Pero el algodón no es otra cosa que mármol. Blanco mármol travertino de excelente calidad, que es exportado a todo el mundo por las industrias canteras locales. Llaman 'travertinas' a estas límpidas pozas de agua suspendidas a distintos niveles del acantilado. Los romanos, a los que en cuestión de aguas termales no se les escapaba una, erigieron en lo alto de la meseta una fastuosa ciudad: Hierapolis. Las ruinas de sus templos, teatros, termas, avenidas y necrópolis (foto73) todavía causan admiración y permiten entrever lo afamada que fue en su tiempo esta urbe sacra, a cuyas instalaciones balnearias acudían peregrinos de todo el mundo clásico. 
   Parecidos fenómenos naturales se dan en otros puntos del planeta: citemos las fuentes termales de Rabbitkettle (Canadá), del Hammam Meskhoutine (Argelia) o del parque natural de Yellowstone (Estados Unidos), donde las surgencias pueden adoptar también la forma de 'geysers', esos impetuosos chorros de agua hirviente escupida desde las profundidades volcánicas del globo. 
   El poder creador del agua llega hasta el paradójico extremo de generar tierras y hacer retroceder mares. Es histórico el caso del río Meandro, ese río que con su perezoso y serpenteante discurrir por los valles de la antigua Jonia dio nombre a todos los meandros. La elevada concentración de soluciones terrosas de sus aguas hizo que sus depósitos de aluvión fueran ganando terreno al mar Egeo, creando llanuras donde antes había entradas de mar. Ciudades portuarias como Mileto o Priene pasaron a ser poblaciones de tierra adentro. Una lengua de mar que penetraba como un fiordo entre los montes de la Caria quedó cortada por el avance de las tierras y convertida en el lago Bafa (foto32), a cuyas orillas dormitan las ruinas helenísticas y romanas de Heracleia del Latmos, al pie de un macizo montañoso erizado de extravagantes formaciones pétreas y cargado de leyendas de pastores y ninfas. 
   Hay otros lugares en los que el agua de los manantiales no porta cal sino sal, cubriendo las tierras que baña de un níveo manto blanco. Siendo la sal un producto valorado ('salarium' deriva de sal), los hombres supieron sacar buen provecho de estas salinas terrestres desde la antigüedad. Lejos del mar existen también lagos y mares interiores de agua salada. Es célebre el caso del Mar Muerto por la altísima densidad de sal de sus aguas, que impide que los cuerpos se hundan, pero mencionaremos otro menos conocido: el Chott el-Jerid, en el desierto del sur de Tunicia (ver foto en la expo de fotoAleph Túnez, el Gran Sur). En invierno es un vasto mar interior que se extiende hasta el horizonte, aunque su masa de agua salada tiene muy poca profundidad. En verano, el agua se ha evaporado por completo, depositándose la sal sobre el suelo, con lo que el mar se convierte en un desierto blanco, un plano horizontal de cegadora blancura que se prolonga hasta el infinito. El azote abrasador del sol cenital impide creer que nos hallamos en los hielos del Polo Norte. 
   Los oasis y palmerales de ésta y otras zonas del Sahara se nutren por lo general de aguas subterráneas, que suelen manar con frecuencia a muy elevadas temperaturas (foto16). Pero el fenómeno es universal. Se da sobre todo y como es lógico en parajes con orografía de tipo volcánico. Desde la isla de Vulcano en Italia, con sus baños terapéuticos de lodos sulfurosos, a la isla de Bali en Indonesia, donde los manaderos alimentan un lago que llena la caldera del volcán Batur (foto35); desde la ciudad de Baños en Ecuador, castigada esporádicamente por las erupciones del mismo volcán que le proporciona sus aguas termales, a la ciudad de Beppu en la isla de Kiushu, Japón, donde unas tres mil fuentes emiten diariamente más de 70.000 metros cúbicos de agua a temperaturas que varían de los 37 a los 94 grados. 

   Aguas saladas y aguas dulces, aguas calcáreas o ferruginosas, agua de mar, agua de lluvia, arroyos, ríos, lagos, glaciares, fuentes. Todas las aguas, con sus infinitos disfraces, son el agua. Agua es el rocío que al alba perla los prados, y el granizo que arruina los cultivos. Las nieves perpetuas de las cumbres y las nubes efímeras de los cielos. El tenue xirimiri y la rugiente catarata. El cristal de los hielos y el vapor de las nieblas. El monzón benéfico y a la vez destructor. 
   El agua es incolora, pero sabe vestirse cuando le place con todos los colores del arco iris. Su energía cinética al caer en cascadas o cataratas puede transformarse en energía eléctrica. Practica la arquitectura con las cavernas y condiciona la arquitectura de nuestras casas: tuberías, grifos, desagües, tejados a dos aguas, a cuatro aguas... El agua ejerce el arte escultórico. Con su juego de espejos multiplica por dos la belleza del mundo. Es un ente inasible e inabarcable. Generador de vida y portador de muerte. 
   El agua es una y el agua es múltiple. Cambia de forma, cambia de estado, muta a cada instante. Su camaleónica personalidad evoca la de Proteo, vieja deidad del mar de la mitología griega, un anciano que conocía el pasado, el presente y el futuro, pero odiaba darlos a conocer a los hombres. Quienes desearan consultarle sobre estos arcanos, debían atraparle por sorpresa durante la siesta. Pero todo intento era en vano. Porque para eludir a sus captores Proteo se metamorfoseaba en toda clase de objetos, plantas y animales. Y también, cómo no, se convertía en agua. 

   El dios a quien un hombre de la estirpe de Atreo 
Apresó en una playa que el bochorno lacera, 
Se convirtió en león, en dragón, en pantera, 
En un árbol y en agua. Porque el agua es Proteo. 

   Es la nube, la irrecordable nube, es la gloria 
Del ocaso que ahonda, rojo, los arrabales; 
Es el Maelström que tejen los vórtices glaciales, 
Y la lágrima inútil que doy a tu memoria. 

   Fue, en las cosmogonías, el origen secreto 
De la tierra que nutre, del fuego que devora, 
De los dioses que rigen el poniente y la aurora. 
(Así lo afirman Séneca y Tales de Mileto.) 

   Fuiste, bajo ruinosos vientos, el laberinto 
Sin muros ni ventana, cuyos caminos grises 
Largamente desviaron el anhelado Ulises, 
A la Muerte segura y al Azar indistinto. 

   Jorge Luis Borges. Poema del cuarto elemento (extractos)

  

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FotoCD24

Todas las aguas son el agua

Fotografías: 
'Todas las aguas': Luis López
'Agua de Valencia': Javier Galiana  
Resto: fondo fotoAleph

© Luis López 
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