Exposiciones fotográficas

Todas las aguas son el agua

Aguas de la Tierra


   Vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño.
   Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto...
   (Jorge Luis Borges, extractos de El Aleph)


   Vi una gota de agua, diminuta y brillante como una perla, que echó a volar y se transfiguró en nube. Seguí con la mirada esa nube, a cada segundo mutante, hasta que derramó sobre los campos su carga de lluvia. Y el sol, acariciando la lluvia, la pintó de todos los colores del arco iris.
   Vi cómo la gota se unía a otras y se colaba bajo tierra para proseguir su andadura por caminos secretos. Y la vi resurgir a la luz por fuentes de aguas cristalinas.
   Creció el agua en joven riachuelo, y se hizo adulta como río. El río discurrió hacia su destino, que era fundirse con otras aguas del mundo en el uno y múltiple mar.
   No fue más que una gota que cayó en el océano. Pero su viaje continúa. Y quien la acompañe en ese periplo con los ojos bien abiertos tendrá ocasión de contemplar las maravillas de la Tierra.

 

   De la unión de dos simples átomos de hidrógeno y uno de oxígeno surge la molécula H2O, unidad básica de una de las más extraordinarias sustancias que conforman la naturaleza, y la que muestra un comportamiento más anómalo: el agua. 
   Si el hidrógeno es el elemento más abundante en el Universo, el agua es el compuesto químico más abundante en la Tierra: tres cuartas partes de la misma están inundadas por las profundas y salobres aguas de mares y océanos. 
   Ese mar, esas aguas, fueron el caldo de cultivo en el que se generó la vida de nuestro planeta. Y esa vida sigue dependiendo del agua. Nada vive sin agua. El agua es vida. Su presencia es condición ineludible para que se desarrollen los ecosistemas de la biosfera, y esa ley afecta a todas las cosas vivas, desde los microorganismos hasta las civilizaciones humanas. 
   Más de dos terceras partes de nuestro cuerpo se componen de agua. Está en nuestra sangre, nuestro sudor, nuestras lágrimas. Nuestros jugos gástricos, saliva, hormonas, orina. Estamos hechos de agua. Somos el agua. 
   "La esencia de la Tierra es la misma que la esencia del hombre. Cuando somos embriones, el 95% de nuestro cuerpo es agua. Cuando llegamos a adultos, la proporción es del 70% y cuando nos morimos baja por debajo del 50%. Se puede decir literalmente que nos secamos" (Masaru Emoto, autor de 'Mensajes del Agua'). 
 
   El agua lo impregna todo, está en todo, penetra en todo. Es la gota que se evapora del océano y se transmuta en nube y cae como lluvia. Y riega los campos para hacerlos fértiles, y se une a otras gotas para correr en regatas que crecen en arroyos y torrentes hasta confluir en un río (esa metáfora del tiempo y de la vida) que va a parar a la mar. Que no es su morir, pues el ciclo recomienza y se repite sin fin. Y continuará infatigable mientras nuestro planeta prosiga su periplo por el ilimitado vacío del cosmos. 

   Mirar el río hecho de tiempo y agua 
Y recordar que el tiempo es otro río, 
Saber que nos perdemos como el río 
Y que los rostros pasan como el agua. 
   Jorge Luis Borges. Arte poética (fragmento) 
 
 



 
 
El Diluvio, mito universal
 
   El hombre antiguo fue consciente de la importancia crucial que tenía el agua para su supervivencia, y por eso convirtió el líquido en elemento clave de su cosmogonía y sus mitos. No hay más que repasar las Escrituras para constatarlo; el agua cobra un papel protagonista desde el mismo principio del Génesis: 
 
   (...) el espíritu de Dios se movía sobre las aguas (1:2). 
   (...) dijo Dios: 'Haya un firmamento en medio de las aguas que separe unas aguas de otras' (1:6). 
   (...) Y dijo Dios: 'Júntense en un lugar las aguas que quedan bajo el cielo y aparezca lo seco'. Y así fue. Llamó Dios a lo seco tierra y a la reunión de las aguas llamó mares (1:9-10). 
   (...) Después dijo Dios: 'Pululen las aguas multitud de seres vivientes (...)'. Y creó Dios los grandes monstruos marinos, y todos los seres vivientes que marchan arrastrándose, de los cuales hierven las aguas, según su especie; (...) Y Dios los bendijo, diciendo: 'Sed fecundos y multiplicaos y henchid las aguas en los mares' (1:20-22). 

   Tras los animales acuáticos crea Dios en sucesivos días a las aves, las bestias terrestres, y finalmente al hombre, en un orden cronológico que no parece estar reñido con las teorías darwinianas de la evolución. Instala Yahvé al hombre en el jardín de Edén, al oriente. "De Edén salía un río que regaba el jardín; y desde allí se dividía y se formaban de él cuatro brazos". Dos de ellos se llamaban Tigris y Eufrates. 
   Si seguimos con el Génesis, descubriremos enseguida, con la historia del diluvio universal, la doble faz de las aguas: principio generador de vida, el agua puede presentar también un terrible aspecto destructivo, generador de muerte. 

   (...) dijo entonces Dios a Noé: 'He decidido el fin de toda carne; porque la tierra está colmada de violencia por culpa de ellos; por eso he aquí que voy a exterminarlos juntamente con la tierra. Hazte un arca de maderas resinosas, la cual dividirás en compartimientos y calafatearás por dentro y por fuera con betún. La fabricarás de esta manera: (...). Pues he aquí que voy a traer un diluvio de aguas sobre la tierra, (...) Todo lo que existe en la tierra perecerá. (...) Porque de aquí a siete días haré llover sobre la tierra cuarenta días y cuarenta noches y exterminaré de la tierra todo ser viviente que he hecho' (...)  
   Entró, pues, Noé en el arca, y con él sus hijos, y su mujer, y las mujeres de sus hijos, para salvarse de las aguas del diluvio. De los animales puros, y de los animales que no son puros, y de las aves, y de todo lo que se arrastra sobre la tierra, llegaron a Noé, al arca, parejas, machos y hembras, como Dios había ordenado a Noé. Y al cabo de siete días las aguas del diluvio vinieron sobre la tierra. (...) en ese día prorrumpieron todas las fuentes del grande abismo, y se abrieron las cataratas del cielo. Y estuvo lloviendo sobre la tierra cuarenta días y cuarenta noches. (...)  
   Y crecieron las aguas y levantaron el arca, (...) Tan desmesuradamente crecieron las aguas sobre la tierra, que quedaron cubiertos todos los montes más altos (...) Quince codos se alzaron sobre ellos las aguas (...) Entonces murió toda carne que se movía sobre la tierra; aves y ganados y fieras y todo reptil que se arrastraba sobre la tierra, y todos los hombres. (...) Fueron exterminados de la tierra, y quedaron solamente Noé y los que con él estaban en el arca. Por espacio de ciento cincuenta días se alzaron las aguas sobre la tierra. (...) 
   Entonces se cerraron las fuentes del abismo y las cataratas del cielo, y se detuvo la lluvia del cielo. Poco a poco retrocedieron las aguas de sobre la tierra; y cuando al cabo de ciento cincuenta días las aguas empezaron a menguar, reposó el arca sobre los montes de Ararat (...) 
   Pasados cuarenta días, abrió Noé la ventana que había hecho en el arca, y soltó un cuervo, el cual yendo salía y retornaba hasta que se secaron las aguas sobre la tierra. Después soltó Noé una paloma (...) 
   Génesis 6:13-17; 7:4-24; 8:2-8. 

   Mucho se ha discutido sobre la verdad o falsedad histórica del diluvio universal, pero lo cierto es que lo realmente universal es el mito del diluvio, que aparece en las más diversas culturas del planeta (al igual que ocurre con la leyenda de la Atlántida, otra catástrofe acuática), y de hecho está registrado en escritos más antiguos que la Biblia. En el Poema de Gilgamesh, texto de origen sumerio rescatado a partir de fragmentos de tablillas de escritura cuneiforme mayormente asirias, y la más antigua epopeya que se conoce, cuya lectura inspira, según Borges, "el horror de lo que es muy antiguo", podemos aún recomponer la historia de Ut-Napishtim, de la que los relatos de Noé y el diluvio bíblico parecen estar calcados: 

   Shuruppak, una ciudad que tú conoces 
y que se extiende a orillas del Eufrates, 
era una ciudad antigua, como sus dioses,  
cuando éstos decidieron desatar el diluvio. (...) 
¡Hombre de Shuruppak, hijo de Ubartutu (Ut-Napishtim), 
derriba esta casa y construye una nave, (...) 
Reúne en la nave la semilla de toda cosa viviente. 
Que las dimensiones de la nave que has de construir 
queden bien establecidas: (...) 
Los pequeños se encargaron de acarrear betún, (...) 
De seis cubiertas doté a la nave, 
que quedó dividida en siete partes. (...) 
Todo cuanto yo tenía de criaturas vivas fue subido a bordo.  
Toda mi familia y parientes fueron subidos a bordo. (...) 
Cuando apuntó el alba, 
una negra nube cubría el horizonte. (...) 
Erragal arrancaba las estacas de los diques 
y Ninurta precipitaba las aguas. (...) 
La vasta tierra era sacudida como una olla. 
Durante un día sopló la tormenta, del sur, 
cada vez más rauda, sumergiendo a las montañas, 
alcanzando a todos como una batalla. (...) 
Los dioses estaban asustados por el diluvio. (...) 
Durante seis días y seis noches 
sopló el viento del diluvio, 
la tormenta del sur barrió la tierra. 
Al séptimo día, 
la tempestad comenzó a ceder,  
como un ejército en la batalla. 
El mar se calmó, la tormenta amainó, 
la inundación cesó. (...) 
La nave se detuvo en el monte Nisir. (...) 
Cuando llegó el sexto día, 
solté una paloma. 
La paloma emprendió el vuelo, pero regresó: 
no había encontrado lugar donde posarse. (...) 
Entonces solté un cuervo. 
El cuervo emprendió el vuelo, vio la mengua de las aguas, 
corrió, resbaló, croó y no regresó. 
   Anónimo. Poema de Gilgamesh, Tablilla XI (extractos) 
 
   Los paralelismos continúan. Tanto Noé como Ut-Napishtim, cuando salen sanos y salvos de sus respectivas naves, lo primero que hacen es ofrecer un sacrificio, a Yahvé el uno y a los dioses el otro. Y ambos supervivientes se embarcan luego en la tarea de repoblar la Tierra con plantas, animales y descendientes de su propia estirpe. La catástrofe se ha consumado, la iniquidad de los hombres prediluvianos ha sido lavada y barrida por las aguas, y los humanos vuelven a emprender desde cero una nueva sociedad en un nuevo mundo. ¿Puede alguien dudar de que el texto bíblico protagonizado por Noé no es sino una versión del episodio de Ut-Napishtim en el antiquísimo poema babilonio? 
   Pero el mito del diluvio no se circunscribe al Viejo Mundo, pues hace tenaz aparición en los puntos más distantes del planeta: en África, en India, en China, en Oceanía, en América del Norte y del Sur. 
   Alejo Carpentier escribió un cuento ('Los advertidos') que recrea alegóricamente la universalidad del mito. Un tal Amaliwak, viejo miembro de una tribu precolombina (que por las descripciones podría situarse en un río de las selvas pluviales del Caribe o del Amazonas), anuncia a sus gentes Grandes Trastornos que le han sido revelados por la Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo. Construye una enorme canoa en la que acoge multitud de aves, cuadrúpedos y reptiles, y en la que embarca además a sus familiares. Retumba un horrísono trueno, y "Entonces empezó a caer la lluvia. Pero no una lluvia como la conocen ustedes. Lluvia de Cólera de Dioses, pared de agua de un espesor infinito, bajaba de lo alto; techo de agua en desplome perpetuo. (...) Y ya no se supo del día ni de la noche. Todo era noche. (...) 
   La Enorme-Canoa había roto su última atadura con la tierra. Flotaba. Y se lanzaba hacia un mundo de raudales abiertos entre montañas, raudales cuyo bramido continuo ponía pavor en el pecho de los hombres y animales. (...) Las montañas se reducían en tamaños con aquella desaparición creciente de sus faldas." 
   Navegando a la deriva por las procelosas aguas desatadas por el aguacero, la gran canoa de Amaliwak y los suyos termina por toparse en mitad del océano, en medio de ese inmenso piélago creado por las aguas del diluvio universal, con otras embarcaciones. Una es nada menos que el arca de Noé; otra un Gran-Barco de vela, también repleto de animales en sus entrañas, que viene del lejano Reino de Sin (China); otra, la blanca nave de Deucalión, hijo de Prometeo, a quien los dioses del Olimpo han encomendado repoblar el mundo cuando termine el horrible diluvio desencadenado por Zeus para exterminar a la humanidad; y, por último, la mole enorme de una nave casi idéntica a la de Noé: la del mesopotamio Ut-Napishtim. 
   Todos los capitanes eran grandes bebedores. Con el vino de Noé, la chicha de Amaliwak y el licor de arroz del Hombre de Sin los ánimos se fueron ablandando. Una gran congoja inconfesada "les ponía lágrimas en las gargantas. Se les había venido abajo el orgullo de creerse elegidos –ungidos– por divinidades que, en suma, eran varias, y hablaban a sus hombres de idéntica manera." 
 
 



 
 
Aguas turbulentas
 
   ¿Hubo muchos pequeños diluvios locales en el mundo, o un solo diluvio universal, provocado, pongamos como hipótesis, por la descongelación de los océanos al final de la Edad de Hielo? La cuestión sigue hoy siendo objeto de controversia, pero lo que sí queda claro es que el miedo al agua como causa eventual de cataclismos es algo muy incrustado en el imaginario colectivo de los hombres de todos los lugares y épocas. 
   ¿Qué pueblo no ha conocido en alguna ocasión el devastador poder del agua, cuando, por ejemplo, tras unas fuertes lluvias un río crece incontrolado y se desborda en impetuosas avenidas que anegan campos y ciudades y arrasan con todo lo que encuentran por delante? O cuando ese poder toma la forma de tempestades marinas o maremotos. Todavía estábamos estremecidos por las imágenes del aterrador tsunami que el 26 de diciembre de 2004 asoló extensas zonas costeras de Indonesia, Tailandia y Sri Lanka, cobrándose decenas de miles de vidas humanas, cuando ya nos llegaban las espeluznantes noticias del rastro de muerte y desolación dejado por el huracán Katrina en Louisiana, Mississipi y Alabama en septiembre de 2005, que trajo consigo la destrucción de Nueva Orleans, anegada por las aguas del mar tras la ruptura de los diques de contención que supuestamente preservaban la ciudad. 

   ¿Quién es el mar? ¿Quién es aquel violento 
Y antiguo ser que roe los pilares 
De la tierra y es uno y muchos mares 
Y abismo y resplandor y azar y viento? 
   Jorge Luis Borges. 'El mar' (fragmento) 

   A nada temían más los antiguos griegos, consumados marinos, que a la furia de Poseidón, dios de los mares, de las aguas y de los terremotos, que podía en pocos minutos engendrar olas como montañas, espantosas tormentas y remolinos, capaces de destrozar la más sólida embarcación y tragársela hasta el fondo del abismo con todos sus tripulantes. Ese temor reverencial al mar, a ese 'violento y antiguo ser que roe los pilares de la tierra', es consustancial al ser humano. Todo hombre que ha contemplado el mar (y siempre se contempla con el asombro de la primera vez) lo siente infinito y desconocido, con sus profundidades preñadas de misterios. Abierto a todas las rutas y todos los azares, pero a la vez cuajado de peligros sin cuento. 

   Hombre libre, ¡tú siempre preferirás la mar! 
Es tu espejo la mar; y contemplas tu alma 
En el vaivén sin fin de su lámina inmensa, 
Y tu espíritu no es menos amargo abismo. 
   Charles Baudelaire, 'El hombre y la mar' (de 'Las flores del mal') 
 
   Recordemos la existencia en su seno de volcanes submarinos. De arrecifes afilados como cuchillos contra los que se estrellan las olas y encallan los barcos. De mares de sargazos que se enredan en las hélices y abortan la navegación. Recordemos las furibundas aguas con las que tuvieron que batallar los exploradores del Estrecho de Magallanes o el Cabo de las Tormentas. Las galernas que hicieron naufragar a toda una Armada Invencible, que había sido enviada a luchar con los hombres, no con los elementos. Citemos de Poe y Verne el mítico Maelström, ese remolino gigantesco frente a las costas de Noruega que se engulló el Nautilus del capitán Nemo al final de '20.000 leguas de viaje submarino'. Recordemos el iceberg (otro avatar del agua) que provocó el hundimiento del Titanic. 
   Es el mar, el siempre mar, sin cesar renaciente, que ya estaba y era "antes que el tiempo se acuñara en días". Es el mar de Ulises, el mar de Robinson Crusoe, el mar de Moby Dick, el uno y múltiple mar donde todos los monstruos tienen su guarida y todas las aventuras son posibles. 
   Pero tierra adentro tampoco los humanos estamos libres de la amenaza del agua cuando le da por adoptar su aspecto destructor. Aludes de nieve pueden sepultar personas, casas y pueblos enteros. Los grandes chaparrones pueden derivar en devastadoras riadas; los granizos, destruir las cosechas. La ruptura de presas o diques de contención puede ocasionar inundaciones o avalanchas de agua y barro de mortíferas consecuencias.
   Al día de hoy una nueva amenaza acuática pende sobre nuestras cabezas, si hemos de creer los augurios de los científicos que predicen el deshielo de los casquetes polares como consecuencia del efecto invernadero que sufre la Tierra, producido por la contaminación atmosférica y la emisión masiva de anhídrido carbónico y gases industriales. Los síntomas que apuntan al calentamiento global son muchos e inquietantes: los glaciares del planeta están retrocediendo, al fundirse sus hielos, a pasos agigantados; vastos icebergs, tan grandes como países, se desgajan de la Antártida para flotar a la deriva por el océano. ¿Puede acarrear este creciente ritmo de deshielo una elevación sensible del nivel del mar? Si así fuera, bastarían unos pocos metros de subida de las aguas para anegar las tierras bajas de regiones y países enteros, desde Holanda a las islas Maldivas. 
 
 



 
 
Don del Nilo
 
   No siempre una inundación es catastrófica. Así lo atestiguan los antiguos egipcios, que celebraban con alegría y grandes festejos la llegada anual de la inundación del río Nilo, la puntual y beneficiosa crecida que tenía lugar todos los años hacia el mes de julio (anunciada por la estrella Sirio cuando despuntaba por el horizonte), para irrigar sus campos y abonar sus tierras con fértil limo rojo. A este fenómeno debemos, en el fondo, el origen y el esplendor de la antigua civilización egipcia. Casi toda la economía del Egipto de los faraones dependía del Nilo y estaba regulada por el Nilo y sus crecidas, hasta el punto de que los impuestos a los campesinos se determinaban en función del nivel alcanzado por las aguas en cada inundación, registrado mediante un pozo con escalas de medida llamado Nilómetro. 
   Ya lo afirma Heródoto de Halicarnaso, en un muy citado pasaje: Egipto es el "don del río" (Historia. Libro II, 5). Al viajero y padre de la Historia le intrigaba sobremanera el extraño comportamiento del Nilo, cuya grandeza consideraba no parangonable con ningún otro río de Asia Menor: 
 
   Sobre la naturaleza del río nada pude alcanzar, ni de los sacerdotes, ni de ningún otro. Yo estaba deseoso de averiguar de ellos estos puntos: por qué el Nilo crece y se desborda durante cien días a partir del solsticio de verano, y cuando se acerca a este número de días, se retira y baja su corriente, y está escaso por todo el invierno, hasta el nuevo solsticio de verano. (...) qué poder posee el Nilo de tener naturaleza contraria a la de los demás ríos. (Ibid. Libro II, 19). 
 
   Para resolver el enigma, Heródoto investigó y especuló sobre las fuentes del Nilo, llegando a peregrinas conclusiones, si bien hay que alegar a su favor que el misterio del origen y causa de las periódicas inundaciones del río no logró aclararse hasta la época moderna, cuando se descubrieron las fuentes del Nilo Blanco y el Nilo Azul, que, por estar situadas en el África subsahariana, se nutrían con un régimen de lluvias distinto al del Mediterráneo, llegando las crecidas a tierras egipcias en pleno verano.
 
   en verdad éstos (los egipcios) son los que con menor fatiga recogen los frutos de la tierra, (...) No tienen el trabajo de abrir surcos con el arado, ni de escardar, ni de hacer ningún trabajo de cuantos hacen los demás hombres que se afanan por sus cosechas, sino que cuando por sí mismo el río viene a regar los campos y después de regarlos se retira, entonces cada cual siembra su propio campo (Ibid. II, 14). 
 
 


 


 
Cuna de civilizaciones
 
   No menos feraces eran las tierras irrigadas por el Tigris y Eufrates, cuyo mismo nombre, Mesopotamia, en griego "entre ríos", alude a ambos cursos fluviales. Estas tierras formaban parte del llamado Creciente Fértil, considerado como otra de las cunas de la civilización, cuya prosperidad fue paralela e incluso se anticipó a la del antiguo Egipto. Heródoto conoció en sus viajes Babilonia, a orillas del Eufrates, y relató la historia de su conquista por Ciro el persa, que desvió el caudal del río para hacerlo vadeable y, colándose con su ejército por las poternas, poder tomar la ciudad por sorpresa. 
 
   En la tierra de los asirios llueve poco; ese poco es lo que hace crecer la raíz del trigo; regada con el agua del río la mies madura, y el grano llega a sazón. Pero no como en Egipto, donde el río mismo crece e inunda los sembrados, sino regando a mano o con norias. Porque toda la región de Babilonia, del mismo modo que el Egipto, está cortada por canales; y desde el Eufrates llega a otro río, el Tigris, en cuya orilla se halla Nínive. 
    Ésta es con mucho la mejor tierra que sepamos para producir el fruto de Deméter (los cereales); bien que ni siquiera intenta producir los otros árboles, como la higuera, la vid y el olivo. Pero en el fruto de Deméter es tan feraz, que da por lo general doscientos por uno; y cuando más se supera a sí misma llega a trescientos. (Ibid. I, 193) 

   Grande era el asombro de los egipcios que visitaban Mesopotamia al descubrir la para ellos desconocida lluvia (a la que llamaron "el Nilo al revés") y comprobar la extraña conducta de sus ríos, que no se desbordaban en verano y que, al contrario que el Nilo, corrían de norte a sur. También Heródoto quedó maravillado por otro aspecto del Eufrates, como era su original sistema de navegación, tan distinto al del remansado Nilo (cuyas falúas de vela –ver foto13– y barcos de remos permitían avanzar a favor y en contra de la corriente). 

   Voy a explicar lo que para mí, después de la ciudad misma (Babilonia), es la mayor de todas las maravillas de aquella tierra. Los barcos en que navegan río abajo a Babilonia son redondos y todos de cuero. En la región de Armenia, situada río arriba con respecto a Asiria, cortan sauces y fabrican las costillas del barco; por fuera extienden sobre ellas para cubrirlas unas pieles, a modo de suelo (...) los hacen redondo como un escudo; rellenan toda esta embarcación de paja, la cargan de mercadería y la botan para que la lleve el río. Transportan sobre todo tinajas de vino de palma. Dos hombres de pie gobiernan el barco por medio de dos remos a manera de palas; (...) En cada barco va un asno vivo, y en los más grandes van muchos. Luego que han llegado a Babilonia y despachado la carga, venden en almoneda las costillas y toda la paja del barco. Cargan después en sus asnos los cueros, y parten para la Armenia, porque es del todo imposible navegar río arriba, a causa de la rapidez de la corriente. Y por eso también no fabrican los barcos de maderos, sino de cueros. (Ibid. I, 194) 
 
 



 
 
 
Aguas de Oriente
 
   Además del Nilo, Tigris y Eufrates, hay un cuarto río en cuyas riberas creció entre el tercer y segundo milenio anteriores a nuestra era otra de las cunas de la civilización: el río Indo. Contemporánea a las pirámides egipcias y a los zigurats babilónicos (aprox. 2350-1750 a C), la Civilización del Valle del Indo llegó a desarrollar su propia escritura y a construir grandes ciudades (Harappa, Mohenjo Daro) planificadas siguiendo modelos de urbanización sumamente avanzados para la época. 
   Pueblos indoeuropeos sedentarios, su economía estaba basada en la agricultura, y el río Indo irrigaba sus campos, huertas y vergeles. Pero además supieron aprovechar su caudal para proveer a sus ciudades de sofisticados sistemas de abastecimiento directo de agua potable a las viviendas, de almacenamiento en estanques y piscinas (como el 'Gran Baño' de Mohenjo Daro), así como de canalización y drenaje de las aguas residuales, que corrían a través de las calles por una red de túneles y alcantarillas de ladrillo. Por causas aún no explicadas, esta floreciente civilización declinó hacia el 1700 a C. Cuando Alejandro Magno cruzó el Indo en el 326 a C, no quedaba de sus pujantes ciudades ni la memoria, sepultadas como estaban bajo las arenas del desierto del Sind (ver fotos en fotoAleph: Vislumbres de Pakistán). 
   En la cultura védica y brahmánica de la primitiva India el agua era un elemento sagrado, y la ceremonia del baño como rito de purificación estaba arraigada en las costumbres populares. Las cosechas, y por tanto la subsistencia de las comunidades, dependían de la puntualidad de la llegada de las aguas del monzón. Indra era el dios de la lluvia. Las aguas del Ganges, diosa-madre de la India, de su hermana Yamuna, del Narmada, del Krishna... eran santas, emanación de las divinidades, pero ¿qué río no es sagrado en la India? Aventar en el río Ganges, a su paso por Benares, las cenizas de un cuerpo incinerado limpia el karma del difunto y le libera del ciclo de reencarnaciones (consultar fotos y texto en fotoAleph: Benares. Microcosmos de la India). Esta sacralización del agua como principio purificador subsiste en el hinduismo de nuestros días, y así es aún asumida por sus fieles. No nos debería ello extrañar, ya que algo parecido sucede en otras religiones más próximas: los musulmanes han de practicar sus abluciones antes de entrar en la mezquita, lavándose la cara, manos y pies con agua, o en su defecto, con arena. Los cristianos utilizan agua, con una intención claramente simbólica, en las ceremonias de bautismo de sus neófitos. 

   Brillas como las crueles hojas de los alfanjes, 
Hospedas, como el sueño, monstruos y pesadillas. 
Los lenguajes del hombre te agregan maravillas 
Y tu fuga se llama el Eufrates o el Ganges. 
   (Afirman que es sagrada el agua del postrero, 
Pero como los mares urden oscuros canjes 
Y el planeta es poroso, también es verdadero 
Afirmar que todo hombre se ha bañado en el Ganges.) 
   Jorge Luis Borges. Poema del cuarto elemento (extractos)
 
 



 
 
 
Oasis de los desiertos
 
   Hacia el año 1000 a C, la reina de Saba visitó al rey de Israel Salomón, trayéndole de su país lujosos regalos y haciendo gran ostentación de sus riquezas. La tradición afirma, y la arqueología parece confirmarlo, que la enorme prosperidad del legendario reino de Saba (en el actual Yemen, al sur de la península arábiga) se debió a la gran presa que construyeron los sabeos cerca de su capital (actual Marib), que retenía las aguas de un río para crear un vasto pantano proveedor de agua a toda la región. 
   Aunque los faraones ya habían realizado grandes obras hidráulicas, como presas, diques, canales y trasvases de ríos, y los reyes mesopotámicos también habían construido sistemas de canales, estanques, compuertas y regadíos, e incluso unos jardines colgantes en Babilonia, ninguna de estas obras alcanzó la monumentalidad de la Gran Presa de Marib, la madre de todas las presas, cuya construcción duró siglos, y que debía ser permanentemente mantenida y a veces reconstruida tras terremotos o riadas. El agua embalsada por su gigantesco muro de piedra (cuyas ruinas aún pueden verse: foto61) formaba un inmenso lago que fue responsable directo de la fertilidad de las tierras circundantes, y la consiguiente riqueza del país. 
   En los desiertos de Arabia el agua ha sido desde siempre un bien muy escaso. Por eso cualquier emplazamiento que estuviera dotado de agua dulce se convertía en etapa de paso obligado para las caravanas comerciales que atravesaban el país de punta a punta, conectando el Golfo Pérsico y el Mar Rojo con el Mar Mediterráneo. En torno a estos oasis arábigos, al igual que ocurre en los saharianos, se asentaban núcleos de población que a veces crecían hasta convertirse en grandes ciudades. El agua era la base de su subsistencia, su principal recurso económico, por encima de la agricultura, el ganado o la minería. Las caravanas de mercaderes tenían que repostar por fuerza en esos escasos puntos bendecidos con el don del agua en medio de infinitos arenales y pedregales donde nunca llovía. Los habitantes de los oasis cobraban sus tributos a los caravaneros, incluido el correspondiente al consumo de agua, que, dada su escasez, no era precisamente un producto barato. 
   Tal es el caso de Petra, la capital del reino de los nabateos, escondida en los laberínticos cañones y desfiladeros de la Arabia Pétrea, que entre los siglos II a C y II d C gozó de una extraordinaria pujanza política y llegó a conquistar Damasco y crear un pequeño imperio. La causante de su privilegiada posición no era otra que el agua. El agua del Wadi Musa que brota caudalosa de un manantial cercano que, según la tradición bíblica, hizo surgir de la roca con un golpe de cayado Moisés para apagar la sed de su pueblo, durante sus años de errar por el desierto. Pero Petra estaba también agraciada con el don de la lluvia. Los nabateos se las arreglaban para aprovechar hasta la última gota de este bien preciado, conduciendo el agua por mil canaletas talladas en los acantilados rocosos hasta enormes cisternas de almacenamiento cavadas en el suelo (ver en fotoAleph: Petra. El tesoro oculto del desierto). 
   Eclipsado el poder de Petra tras su conquista por Trajano, las rutas caravaneras se desplazaron más al norte, haciendo esta vez etapa en Palmyra, un oasis de palmeras en medio del desierto de Siria que, por su estratégica situación en medio de dos imperios (el romano y el parto), se benefició del tráfico entre ambos, y prosperó de forma inusitada hasta convertirse en una poderosa ciudad-estado independiente que llegó a desafiar al mismo emperador romano. De Palmyra se conoce hasta la tarifa de comisiones (inscrita en un gran bloque de piedra) con que se gravaba a los mercaderes por sus actividades comerciales, y por el consumo de agua de sus camellos, partida que resultaba la más desorbitada, a causa del gran número de dromedarios (se contaban a veces por miles) que componían las caravanas (más información en fotoAleph: Las ruinas de Palmyra).
   Ver también en fotoAleph una colección fotográfica realizada en uno de los más bellos oasis del desierto Líbico (Egipto): El oasis de Siwa.

 

Continuar:  Nadie se baña en el mismo río  >>

  

FotoCD24

Todas las aguas son el agua

Fotografías: 
'Todas las aguas': Luis López
'Agua de Valencia': Javier Galiana  
Resto: fondo fotoAleph

© Luis López 
© Javier Galiana 
© fotoAleph 
Todos los derechos reservados
www.fotoaleph.com

 


 

Otras exposiciones de temas relacionados en fotoAleph
     
Las musas de las aguas
   
Las musas de las aguas
El agua como obra de arte
   
El agua como obra de arte
Aquamorphosis
   
Aquamorphosis
   
(en colaboración con María Luisa Savirón Cuartango)
     
En torno al mar
   
En torno al mar
Espejos en el camino
   
Espejos en el Camino
La ruina de los montes
   
Medulas de Leon
     
Miradas hacia el río
   
Miradas hacia el rio