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  ANGKOR
 El corazón de Camboya
 
Fotografías:  Ramon Pouplana Solé
  
Angkor 

  
   Angkor es un lugar donde se dan cita todas las leyendas de Oriente. El esqueleto de un imperio que creó una de las más gloriosas civilizaciones de Asia, para luego perecer devorado por el avance implacable de la jungla.
   Todavía hoy sus ruinas, rescatadas con titánico esfuerzo de la maraña vegetal que las atenaza, sobreviven como una de las cumbres indiscutibles de la arquitectura mundial de todos los tiempos. Así queda reflejado en esta exposición de Ramón Pouplana, quien ha cuidado también de plasmar el entorno humano presente hoy entre los vestigios de la que fue capital de los jemeres de Camboya.

  
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fotos on line de Ramon Pouplana Solé
Indice de textos
La naturaleza contra Angkor
El papel crucial del agua en la economía de Camboya
Algunos hitos en la historia de Camboya
Arquitectura y escultura de Angkor
Bibliografía
  

Ramon Pouplana Solé
Indices de fotos
Indice 1
Indice 2
Indice 3
  
Otras exposiciones de Ramon Pouplana en fotoAleph
      


  
  
   En el fondo de las selvas de Siam, he visto alzarse la estrella vespertina sobre las grandes ruinas del pasado, sobre los templos de Angkor, la ciudad del misterio...
  
   Pierre Loti, Peregrino de Angkor

  
  
  

  
La naturaleza contra Angkor
  
   En el fondo de las selvas de Siam se extiende la inmensa llanura de Camboya, rodeada de cadenas montañosas de evocadores nombres (montes Cardamomo, montes Elefante...) y salpicada de colinas que en anteriores eras geológicas fueron islas.
   Es una llanura donde los arrozales compiten por el espacio con las selvas. Donde el agua es un bien crucial pero precario, condicionado por la alternancia entre temporadas de lluvia y temporadas secas. Donde los campesinos viven desde hace siglos siguiendo pautas sociales de origen ancestral.
   En el fondo de estas selvas de Indochina yacían escondidas las ruinas de una civilización que, desde que fue redescubierta por viajeros franceses en el siglo XIX, no ha dejado de asombrar al mundo.
Angkor   Angkor es el nombre con que se conoce. Se trata de un término genérico (angkor = capital), que en realidad hace referencia a una gran metrópolis: un denso núcleo de ciudades asentadas en un área de unos 50 km de radio, en torno al palacio residencial del monarca, y que constituían en su conjunto la capital de un reino.
   Un reino entre los muchos que se disputaban los territorios de la península indochina, pero que con el paso de los siglos llegó a ser un imperio que abarcó grandes extensiones de lo que hoy son Tailandia, Laos y Vietnam.
   La tormentosa historia reciente de Camboya ha impedido hasta hace pocos años a los viajeros acercarse a la mítica Angkor. Hoy las cosas han cambiado, y a la invasión de la selva tropical hay que añadir las invasiones de turistas que acuden desde todo el mundo a ver con sus propios ojos esta maravilla del pasado, y que, sin embargo, no consiguen entre todos perturbar la magia del lugar.
   Hoy la mayoría de los monumentos de Angkor han sido despejados de las raíces, ramas y lianas que los abrazaban y destripaban, y muchos de ellos reconstruidos por anastilosis, reutilizando los restos arquitectónicos originales que yacían dispersos por los suelos. Pero la tarea es ingente. Son tantos y tan monumentales los templos, palacios y construcciones civiles y religiosas por salvar de la acción depredadora de la selva, que parece imposible que algún día se llegue a dar la vuelta al proceso, y se detenga la lenta pero inexorable destrucción. De momento, muchos edificios son apuntalados provisionalmente con andamios para evitar su inminente derrumbe.
   Las ruinas de Angkor fueron declaradas en 1992 Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Sin embargo, los fondos internacionales que llegan a Camboya para su salvaguarda sólo permiten abordar unos pocos proyectos de restauración a la vez. En los últimos años los esfuerzos se han concentrado en la reconstrucción del inmenso templo piramidal de Baphuon, en el centro de Angkor Thom, y se calcula que las obras pueden prolongarse durante varios años más.
   Si pocas son hasta ahora las reconstrucciones, aún menos son las campañas de excavación científica que hayan tenido lugar en las vastas ruinas del parque arqueológico de Angkor, por lo que cabe esperar que quede aún mucho por descubrir. De hecho, todavía pueden visitarse ruinas de templos que todavía no han sido excavados por los arqueólogos, que se hallan literalmente intocados desde que cayeron en el abandono, con torres desmoronadas, con grandes rimeros de cascotes obstruyendo los patios y haciendo impracticables las galerías, con sillares desencajados, cubiertos de musgos, carcomidos de líquenes, con frisos y cornisas tallados de exquisitos relieves pero rotos y desparramados por los suelos, con jambas y dinteles atrapados por los tentáculos implacables de las raíces de los ficus. Todo está por descubrir debajo de esos caos de bloques de arenisca asfixiados por lianas, zarzas y enredaderas en un amasijo inextricable. Y al penetrar con muchas dificultades en las entrañas de estos santuarios muertos, puede uno revivir las sensaciones que experimentarían los exploradores pioneros decimonónicos al descubrir en el fondo de la selva tan prodigiosas ruinas en tal estado de deterioro.
Angkor 
   Irreconocibles restos de arquitectura van apareciendo por doquier, mezclados con los helechos y con las orquídeas; con toda esta flora de penumbra eterna, bajo la bóveda de los grandes árboles.
   (Pierre Loti, Peregrino de Angkor, 1901)
  
   Entremos más adentro en la espesura. Los gigantescos árboles yerguen sus troncos enhiestos como fustes de una catedral de proporciones no humanas, las ramas haciendo de nervaduras de una bóveda de verdor, y envuelven las ruinas en una espesa penumbra. Son troncos robustos, de corteza lisa muy clara, a veces como pulida, que se disparan hacia las alturas como si quisieran tocar las nubes, y a la vez lanzan sus feroces raíces hacia abajo para aferrar con fuerza los muros, torres y tejados de las milenarias construcciones que esconde el bosque, como si fueran las garras de un ave Roc, salida de una historia de Simbad, que quisiera arrancar a pedazos las paredes de los templos.
   Es éste el árbol llamado 'Spung' (Tetrameles nudiflora), que recuerda mucho a la ceiba en su porte y en sus raíces aéreas en forma de gruesos tabiques. Estas raíces se transforman a veces en enormes anacondas que reptan y se introducen sinuosamente por puertas y ventanas, abrazan los dinteles y molduras con sus gruesos anillos (foto21), y los estrujan conforme van creciendo en espesor con los siglos, en una lentísima agonía que termina por reventar los paramentos, inclinar las torres y desmembrar las estructuras de los edificios. En ocasiones la fusión entre naturaleza y arquitectura es tan intrincada que no se sabe si el árbol sostiene al templo, o el templo sostiene al árbol.
   Otro hermoso árbol que suele crecer sobre los tejados de los templos, utilizando éstos como si fueran pedestales, es el llamado 'Champei' (Plumeria alba), que no tiene apenas hojas en sus abundantes ramas, pero brotan flores en sus puntas. Está también el omnipresente 'Trang' (Ficus altisima), de la familia de las moráceas, el famoso ficus o 'higuera de las ruinas', cuyas raíces son más filamentosas y avanzan en todas direcciones como tentáculos de una medusa, atrapando toda ruina que pillan a su paso y ahogándola con una maraña de madera.
  
   Indice de textos
  
   Existe un empeño de destrucción hasta en las plantas. El Príncipe de la Muerte, llamado Siva por los brahmanes, el que ha azuzado contra cada animal el enemigo especial que lo devora, contra cada criatura el microbio que la roe, parece haber previsto desde la noche de los orígenes que los hombres tratarían de prolongarse un poco construyendo cosas duraderas; y, así, para aniquilar su obra, imaginó, entre otros mil agentes destructores, las parietarias y, sobre todo, la 'higuera de las ruinas', a la que no hay nada que se le resista.
   La 'higuera de las ruinas' reina hoy omnipotente en Angkor. Sobre los palacios, sobre los templos que pacientemente ha disgregado, por todas partes, despliega en triunfo su pálido ramaje liso, con moteados de serpiente, y su ancha cúpula de follaje. Al principio, no era más que una diminuta grana sembrada por el viento en un friso o en el vértice de una torre. Pero, en cuanto pudo germinar, sus raíces, tenues como filamentos, se insinuaron entre las piedras para descender, guiadas por un instinto seguro, hacia el suelo; y, cuando por fin lo han encontrado, rápidamente se hinchan de jugo nutridor, hasta hacerse enormes, separándolo, desequilibrándolo todo, rasgando de arriba abajo las recias murallas. Entonces, el edificio está perdido sin remedio.
   La selva y siempre la selva; y siempre su sombra y su opresión soberana.
   (Pierre Loti, Peregrino de Angkor, 1901)
Angkor  
   La selva y el arte se han fusionado en Angkor hasta conformar una unidad que es ya indivisible. Las tentaculares raíces y troncos de los ficus forman parte integrante de la arquitectura de los templos en plano de igualdad con las columnas, los dinteles o las balaustradas de piedra. El oscuro laberinto del templo de Ta Prohm ya no podríamos imaginarlo despejado de los soberbios árboles que se incrustan en sus muros y obstruyen sus galerías (foto18). Su atractivo estético, su poder de fascinación, provienen tanto de la mano del hombre como de la labor de la naturaleza, de la amalgama de la arquitectura y la escultura con esa tupida flora selvática que todo lo invade y que ya no tiene sentido erradicar. La naturaleza imita al arte. Al mismo tiempo que lo destruye.
   Por abrumadores que sean la cantidad, el tamaño y la calidad artística de los restos monumentales que se pueden admirar en Angkor, debemos ser conscientes de que en realidad lo que vemos no es sino una mínima parte de lo que hubo. Todas las construcciones que existían realizadas en materiales perecederos, como la madera, el bambú, o la hoja de palmera trenzada, han desaparecido sin dejar apenas rastro, destruídas por la intemperie y la voracidad inclemente de las selvas tropicales. Las techumbres de madera finamente tallada con que se coronaban pórticos y pabellones de algunos templos se han evaporado con los siglos. Y también se han desvanecido en la nada todas las casas de viviendas de los habitantes de las ciudades (se calcula que en Angkor Thom vivía más de un millón de personas), incluidos los palacios residenciales de los reyes, cuyos lujosos pabellones también estaban construidos en madera. Algo parecido ocurrió en el antiguo Egipto, del que no se conservan viviendas, ni siquiera palacios de faraones.
   Las únicas realizaciones arquitectónicas de Angkor que han perseverado a través del tiempo son las que fueron construidas en piedra o ladrillo. Es decir, las murallas y puertas de las ciudades, partes de un palacio real (el de Jayavarman VII en Angkor Thom), y, sobre todo, los templos y santuarios. El hecho de que la inmensa mayoría de las edificaciones que sobreviven en Angkor sea  de carácter religioso tiene su explicación: los templos eran las moradas donde residían los dioses inmortales, y, a diferencia de las casas de los hombres, habían de ser construidos en un material noble y eterno: la piedra. De hecho, muchas de las soluciones arquitectónicas de los monumentos de Angkor reproducen en piedra las formas de la arquitectura en madera de la misma época, y ello nos permite inferir (con ayuda también de unos bajorrelieves descriptivos en el templo de Bayon) qué aspecto tendrían las casas y otros edificios civiles hoy totalmente desaparecidos.
  
   En la sombría selva apuntan otra multitud de ruinas, en montones separados y revueltos bajo el bello ramaje triunfante: restos de palacios, de templos, de piscinas en las que se bañaban elefantes y hombres. Aún atestiguan el esplendor del Imperio de los Khemers, que brilló durante mil quinientos años, ignorado de Europa, y que se extinguió tras un rápido ocaso, agotado por innumerables batallas contra Siam, Anam, y hasta contra la gran China inmemorial y estancada.
   Para mis ojos de occidental, la impresión que se recibe de todas estas cosas, es la de algo incomprensible y desconocido.
   (Pierre Loti, Peregrino de Angkor)

   Hay en Angkor también otro tipo de construcciones que han resistido a los estragos del tiempo, y que de hecho se pueden considerar como las obras más 'faraónicas' que llegaron nunca a emprender los reyes jemer: nos referimos al complejo sistema hidráulico con que dotaron a las ciudades y campos de vastos territorios de Camboya. Los colosales estanques construidos mediante el levantamiento de diques de siete y ocho kilómetros de longitud, que permitían abastecer de agua a populosas ciudades y prolongar la temporada de regadío de los arrozales y huertas. La extensa y densa red de canales que surcaba en todas direcciones las llanuras, y que era usada tanto para una mejor irrigación como para el transporte en barco. Los impresionantes fosos que rodean ciudades y templos, que servían no sólo de protección sino para el uso público de sus aguas. Se cree que estas obras descomunales fueron el factor más determinante en el inusitado desarrollo económico y cultural que alcanzó Angkor en su época imperial.
  
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El papel crucial del agua en la economía de Camboya
  
   Si Angkor es el corazón de Camboya, Camboya es el corazón de la península de Indochina. Hace frontera al noroeste con Tailandia, al norte con Laos, al este con Vietnam, y está bañada en su costa sudoeste por el océano Índico (Golfo de Tailandia).
   Hace tan sólo 5.000 años Camboya no existía. Su actual territorio yacía entonces sumergido bajo el mar, en una bahía encajonada entre dos penínsulas.
Mapa de Camboya   El río Mekong, la principal arteria fluvial de Indochina, tenía su desembocadura cerca de lo que hoy es el norte de Camboya, y por ella vertía gran cantidad de sedimentos en el océano. Los depósitos aluviales rellenaron gradualmente la bahía, y Camboya emergió de las aguas: un país tan llano que lo que antaño habían sido islas todavía sobresalen como colinas aisladas en un vasto terreno horizontal. Debido al enorme volumen de sedimentos, y a la gran velocidad que adquiere el Mekong cuando su caudal crece con las nieves derretidas del Tibet sumadas a las copiosas lluvias tropicales en el Asia continental del sudeste, la bahía se colmató con relativa rapidez.
   La tierra ganó terreno al mar. Un entrante de la bahía quedó cortado por las tierras para convertirse en lo que hoy es un lago interior, atravesado por un río. Tanto el lago como el río se llaman Tonlé Sap (= Río de Agua Dulce). Los peces de agua salada, algunos de gran tamaño, se adaptaron poco a poco al nuevo ecosistema de aguas dulces. Se trata del caladero más abundante del mundo: su riqueza piscícola por kilómetro cuadrado supera en 30 veces al Atlántico norte.
   En el mes de septiembre, el lago Tonlé Sap triplica su tamaño, inundando la mayor parte de la llanura de Camboya. Las cabañas de sus orillas están preparadas para la inundación: son construidas, a modo de palafitos, sobre estilizados pilotes de madera, de modo que el nivel de las aguas en el momento de máxima crecida no las llega a alcanzar. Otras cabañas, con paredes de madera o de hojas de palma trenzadas, están asentadas sobre embarcaciones o gabarras, formando auténticos 'pueblos flotantes' (foto31, ver también fotos en El pueblo camboyano) que se desplazan de lugar conforme suben y bajan las aguas.
   "Se puede navegar a través de Camboya", escribió un viajero chino del siglo XIII.
   Grandes bancos de peces nadan a través del país de septiembre a noviembre, desovando en las zonas poco profundas. Cuando las aguas se retiran tras la temporada de lluvias, los campesinos atrapan los peces en las charcas y entre los arbustos. Los pescadores instalan enormes redes en el Tonlé Sap a intervalos de un kilómetro, con pingües resultados. Los elefantes pescan en el agua.
   El avance y retirada de las aguas, determinados por la alternancia de las estaciones húmeda y seca, marcan el pulso de vida de la sociedad camboyana.
   De ahí la importancia vital que tiene la gestión del agua en Camboya. El arroz es el alimento básico de la población. Los arrozales necesitan irrigación en abundancia, y por ello los campos de arroz son delimitados por muretes de barro para empantanar el agua en su interior, siendo sus niveles cuidadosamente regulados para obtener un óptimo rendimiento en la cosecha.
   Pero durante más de la mitad del año no cae una gota de lluvia, y el país entero se va secando poco a poco. Ríos y lagos merman drásticamente de nivel, los estanques desaparecen, los campos amarillean, el agua escasea, y los arrozales se convierten en meros secarrales, a la espera de la próxima temporada de lluvias, que irrumpe hacia julio, y es cuando todo vuelve a verdecer.
  
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La quimera del agua
Angkor 
   ¿Qué pasaría si durante la estación pluvial se almacenara agua suficiente para prolongar el regadío de los campos durante la estación seca? ¿Se podría duplicar o triplicar la cosecha anual de Camboya?
    Durante mucho tiempo se creyó que este sistema fue la clave de la prosperidad del antiguo reino jemer de Angkor, un periodo culminante en la economía de Camboya, tras el cual el país no habría hecho sino sumirse en una larga decadencia. Esta teoría fue propagada por los primeros arqueólogos franceses que exploraron las ruinas de aquella civilización devorada por la jungla.
  
   En épocas imprecisas, esta ciudad, soterrada desde ha siglos, fue uno de los esplendores del mundo. Lo mismo que el viejo Nilo, con sólo su limo, hizo desenvolverse en su valle una civilización maravillosa, aquí, el Mekong, extendiendo anualmente sus aguas, había depositado la riqueza y preparado el imperio fastuoso de los Khemers. Probablemente fue en los tiempos de Alejandro de Macedonia, cuando un pueblo emigrado de la India vino a asentarse en las orillas de este gran río, después de haber sometido a los temerosos indígenas (hombres de ojos pequeños, adoradores de la serpiente). Los conquistadores llevaron con ellos en su huída los dioses del brahmanismo y las bellas leyendas del Ramayana; y, a medida que crecía su opulencia sobre este fértil suelo, elevaban por todas partes templos gigantescos, esculpidos con miles de figuras.
   (Pierre Loti, Peregrino de Angkor)

   Pero la teoría de la 'irrigación intensiva', aceptada hasta fechas tan tardías como los años ochenta del siglo XX, resultó ser falsa, una mera hipótesis propiciada por la visión romántica de los exploradores del siglo XIX. Las nuevas investigaciones científicas en la historia de aquella edad de oro han demostrado que los regadíos en la estación seca no eran posibles en Angkor. El grandioso complejo de estanques, pantanos, redes de canales, fosos rodeando templos... que construyó el imperio jemer, y que aún puede admirarse entre las vastas ruinas de Angkor (uno de los estanques, el Baray Occidental, mide 8 x 2,5 km de lado y todavía está en funcionamiento), parece ser que tenía dos propósitos principales: el transporte naval y el control de las crecidas para una mejor irrigación en la misma temporada de lluvias.
Angkor   El regadío intensivo y permanente de amplios territorios de Camboya en la estación seca, aprovechando las aguas almacenadas en la estación de lluvias, no era sino un mito.
   Y este mito terminó indirectamente por acarrear grandes sufrimientos al pueblo camboyano, ya que en el siglo XX el régimen de los jemeres rojos de Pol Pot (1975-1979) se propuso como principal objetivo el 'retorno' de Camboya a los tiempos del florecimiento económico de Angkor, basándose en tales y tan falaces premisas.
   La dictadura de Pol Pot condenó a trabajos forzados a decenas de miles de ciudadanos para construir por todo Camboya mastodónticas presas y excavar faraónicos canales... que no sirvieron para nada. No sólo por las deficiencias constructivas derivadas de la impericia técnica causada porque la mayoría de los ingenieros agrónomos camboyanos habían sido ejecutados en una purga de 'limpieza ideológica', sino porque todas las energías invertidas perseguían un sueño imposible.  
   Los planes económicos redactados en los despachos de la organización gubernamental pretendían alcanzar 'tres cosechas de arroz anuales' en Camboya (o 'tres toneladas por hectárea'), y esos quiméricos planes se imponían por la viva fuerza, sin previos estudios de viabilidad, entre la población camboyana, exigiendo de los trabajadores esfuerzos sobrehumanos para su logro.
   Esfuerzos que lógicamente acababan en fracaso y hambrunas. Pero entonces la organización culpaba del fracaso a los mismos trabajadores, acusándoles de holgazanería y de estar contaminados por actitudes contrarrevolucionarias. Un nuevo pretexto para aumentar la represión y exigirles aún mayores esfuerzos, en un círculo vicioso que no tenía fin.
   Para más información, ver en fotoAleph exposición El holocausto camboyano.
  
   Aunque la revolución de Kampuchea Democrática parece la revolución más radical del siglo XX, los comportamientos de los revolucionarios no son totalmente extraños a la cultura jemer. Muchos de estos comportamientos pueden encontrar analogías en los de sus antepasados, y en los de las gentes del bosque. La época angkoriana es la referencia consciente a la que comparan su acción los revolucionarios, como antaño hacía el príncipe Sihanuk. Evidentemente, es el modelo angkoriano el que inspiró la realización de gigantescas obras hidráulicas, con la misma megalomanía suicida.
   (François Ponchaud, Cambodge, année zéro)
  
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Algunos hitos en la historia de Camboya
 
 
- Prehistoria.  El territorio de Camboya es, en términos geológicos, relativamente reciente. Hace 5.000 años yacía bajo el mar, en una bahía del Golfo de Siam. Los depósitos sedimentarios del río Mekong rellenaron la bahía, y Camboya emergió de las aguas.
- Neolítico.  Se ha detectado la existencia de poblados lacustres.
- Siglos I-IV d C.  Florecimiento del reino de Funan, situado al sur de la península indochina. La economía se basaba en el dominio del agua (saneamiento de pantanos). Introducción de la religión brahmánica.
- Siglos V-VII.  Florecimiento del reino Chenla, situado al nordeste de los lagos. Economía basada en el dominio del agua (irrigación por presas y canales).
- Siglos VII-VIII.  Dominación de Java.
Angkor  
Imperio Jemer (siglos IX-XIV)
- Siglos IX-XIV.  Periodo de Angkor, el más glorioso de la historia de Camboya.
   802: Fundación del imperio jemer.
   Siglo XII: Construcción de Angkor Vat (el 'Templo-Ciudad').
   1177: invasión de los cham, pueblo procedente de Champa (actual Vietnam)
   Finales del s. XII: máxima expansión geográfica, bajo el reinado de Jayavarman VII (1181-1219), incluyendo amplios territorios de los actuales Vietnam, Laos y Tailandia. Construcción de Angkor Thom (la 'Gran Ciudad'). Proclamación del budismo como religión oficial del Estado.
  
- Siglos XIV-XIX.  Periodo de decadencia. Camboya es desgarrada entre los thais y los vietnamitas.
   1394: toma de Angkor, seguida de una guerra de cien años.
   1431: la capital del reino se traslada a Longvek.
   1593: nuevo traslado de la capital, a Udong. Aparecen los primeros colonizadores occidentales: portugueses, españoles y holandeses.
   1841-1845: Camboya se convierte en provincia de Vietnam.
  
- 1863-1953.  Protectorado francés.
- 1953-1970.  Reino de Camboya, con el rey Norodom Sianuk.
- 1970-1975.  República Jemer, bajo el general Lon Nol.
- 1975-1979.  Régimen dictatorial de los jemeres rojos, de inspiración maoísta, bajo el mando de Pol Pot, con el nombre de 'Kampuchea Democrática' (ver en fotoAleph exposición El holocausto camboyano).
- 1979-1989.  Dictadura comunista de inspiración soviética, con un gobierno satélite de Vietnam, denominada 'República Popular de Kampuchea', con Heng Samrin como líder máximo.
- 1989.  Retirada oficial del cuerpo expedicionario vietnamita.
- 1991.  Acuerdo de paz en París, a instancias de la ONU.
- 1993.  Celebración de elecciones pluripartidistas, bajo la tutela de la ONU. Nueva Constitución. Reinstauración del Reino de Camboya, con Sihanuk otra vez de rey.
- 2008.  Nuevas elecciones parlamentarias.

  
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Arquitectura y escultura de Angkor
  
   Las ruinas de Angkor duermen dispersas en un área de unos 200 kilómetros cuadrados al nordeste del gran lago Tonlé Sap, hacia la parte central de la mitad oeste de Camboya.
   En esta fértil llanura de arrozales y bosques, los reyes jemeres fundaron una sucesión de ciudades que se convirtieron en capitales de un imperio que, en el momento de su máxima expansión, tuvo sometido un territorio que se extendía desde Birmania hasta las costas de Vietnam, y desde Champasak (en Laos) hasta la península de Malasia. Y allí llevaron a cabo colosales obras de arquitectura e ingeniería hidráulica que perduraron a través de los siglos, pruebas visibles del florecimiento entre los siglos IX y XV de una de las más gloriosas civilizaciones que ha conocido la Humanidad.
Angkor   No hay en Angkor dos templos iguales. La arquitectura de este periodo experimentó una continua evolución desde los templos pre-clásicos del Grupo Roluos, emplazados en lo que fue el primer asentamiento en la región, hasta las grandiosas obras de Jayavarman VII, cuatrocientos años más tarde, en el apogeo del imperio jemer.
   Y, sin embargo, todos los santuarios de Angkor desprenden un inconfundible aroma a India. Podemos ver esas torres de perfil recortado, en forma de tiara o de pan de azúcar, que en el subcontinente indio llaman sikhara y aquí prasat. Como en la India, la torre mayor custodia la imagen de la máxima divinidad a la que está dedicada el templo en cuestión. Y cada uno de los restantes prasats alberga la correspondiente estatua de otras divinidades menores o relacionadas con la principal. Los templos están hechos para los dioses, no para los hombres. Son lujosos palacios concebidos para ser residencia de las distintas deidades. No existe el concepto de reunir grandes congregaciones de fieles en sus recintos, por lo que las estancias tienden a ser pequeñas y las galerías estrechas. Ello está también condicionado por el uso sistemático de la falsa bóveda por aproximación de hiladas, muy característica de la arquitectura tanto india como jemer, que obliga a reducir la anchura de las naves para evitar el desplome de los techos.
  
    Podemos ver otras instalaciones propias de los edificios religiosos hinduistas en los mandapas o salas hipóstilas situadas en el vestíbulo de la cella (o garbagriha) del santuario principal, y los gopuras o pórticos de acceso en forma de pabellones, orientados a los cuatro puntos cardinales. Pero donde mejor puede identificarse la vena india que insufla por todos sus poros estos santuarios es en los mil personajes que aparecen en sus programas escultóricos, las estatuas de Vishnú, Siva o Buda, los relieves de Rama, Krishna, Narasimha, Varaha, Indra, el ave Garuda, el toro Nandi, o el semidiós mono Hanuman (foto01).
Angkor    El hinduismo (o brahmanismo) ya estaba implantado en la península indochina antes de que existiera Angkor. Lo evidencian las esculturas que se conservan de los antiguos reinos de Funan y Chenla, que florecieron en territorio de Camboya de los siglos I al VII. En el Museo Arqueológico de Phnom Penh podemos admirar sobrias pero imponentes estatuas de Vishnú, Siva, Lakshmi, Garuda... de gran tamaño y muy finamente cinceladas. Dan fe de la maestría escultórica alcanzada ya en estas fechas tempranas, cuya calidad es comparable a la de los estilos gupta y post-gupta, de la edad de oro de la India clásica, que son contemporáneos.
   Paralelamente iba entrando en Indochina el budismo (de la rama hinayana o 'pequeño vehículo' al principio; de la mahayana o 'gran vehículo' más tarde), y las imágenes de Buda y bodhisattvas empiezan a sumarse a la iconografía de los templos. Mencionemos también la herencia artística del periodo de dominación del reino de Java (siglos VII y VIII), isla de Indonesia donde budismo e hinduismo ya habían arraigado, como lo demuestran el grandioso stupa-montaña búdico de Borobudur (siglo VIII) o el complejo de templos hindúes de Prambanan, coetáneos de los santuarios primitivos de Angkor (siglo IX), y parangonables a éstos en su magnificencia.
  
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   El programa iconográfico de los templos de Angkor incluye también escenificaciones de diversos pasajes de la literatura clásica india, extraídos de epopeyas como el Ramayana o el Mahabharata, o también de los Puranas, antiguos textos sánscritos de contenido filosófico o devocional. Y así podemos contemplar, traducidos al lenguaje de la piedra, diversos episodios protagonizados por personajes del Ramayana, como los héroes Rama, Lakshmana, Sita... o los villanos Ravana y Valin: el rapto de Sita por el demonio Ravana de diez cabezas, el combate entre los reyes-monos Sugriva y Valin, o la batalla de Lanka entre los asuras (o demonios) y el ejército de monos de Hanuman. En Angkor Vat podemos pasearnos ante un kilométrico bajorrelieve que representa con todo lujo de detalles nada menos que la batalla de Kurukshetra (foto05), episodio fundamental del Mahabharata; y ante otro relieve no menos apabullante que describe el mito del Batido del Mar de Leche, extraído del Bhagavata Purana y otros escritos.
   Para obtener el amrita o néctar de la inmortalidad, Vishnú convocó a los devas y los asuras (dioses y demonios) y les ordenó batir el océano primigenio de leche que cubría el mundo. Enroscó a la serpiente Vasuki alrededor de la montaña cósmica Mandara, y durante miles de años los dioses y los demonios tiraron alternativamente de los dos extremos de la serpiente, el grupo de los demonios en una fila que la sostenía por el lado de la cabeza y el grupo de los dioses también en fila sujetándola por el lado de la cola, jalando ambos grupos en un tira y afloja que hacía girar la montaña como si fuera una batidora. Del batido del mar lácteo surgieron todos los animales, reales e imaginarios, que pueblan el universo, y también las apsaras, bellas ninfas celestiales que danzan para placer de los dioses y los hombres y adornan con sus radiantes figuras todos los rincones de los templos. Al final el amrita fue recolectado, y los demonios reclamaron su parte. Vishnú se apareció a ellos bajo la forma de una encantadora doncella que les distrajo con su belleza, de forma que pudo repartir el elixir entre los dioses. Los devas, fortalecidos, vencieron definitivamente a sus adversarios los asuras, y se convirtieron en amos del universo.
Angkor   Este mito se convertiría en un leit-motiv icónico no sólo de muchos edificios religiosos, sino también de construcciones de carácter civil, como los parapetos de los puentes y diques tendidos para salvar los fosos circundantes y acceder a las puertas monumentales de ciudades como Angkor Thom o Preah Khan. En esos puentes, las respectivas barandillas están formadas por filas de estatuas gigantes en bulto redondo de devas (parapeto de la izquierda) y de asuras (a la derecha) sosteniendo con sus manos el cuerpo de la gran serpiente (foto12). De hecho, hoy día se sigue utilizando este motivo legendario como elemento decorativo de infinidad de obras civiles y religiosas de construcción moderna en todo Camboya, y también en Tailandia.
  
   Otros seres omnipresentes en la arquitectura angkoriana son los guardianes de los templos, que pueden tener forma de animales (nagas, leones, kalas, makaras, elefantes...) o de entes celestiales como las devatas (divinidades femeninas) y los dvarapalas (divinidades masculinas), especie de guardianes protectores que escoltan por parejas las numerosas puertas de los templos, impidiendo la entrada de demonios, genios y demás seres maléficos. Lo primero que ve una persona que se acerque a cualquiera de los templos de Angkor son las nagas, serpientes sagradas de tres, cinco, siete y hasta nueve cabezas, que yerguen sus caperuzas en abanico, y abren amenazadoras sus fauces de cara al visitante. Una antigua leyenda habla de un rey de la India que vino a Camboya y se apareó con una nagini, hija del rey de los nagas, engendrando así la estirpe de los reyes jemer.
   Los cuerpos de las nagas, sostenidos por columnillas, forman largas balaustradas enmarcando las calzadas y terrazas (foto11). Las cabezas múltiples se colocan como elementos decorativos de la arquitectura en remates de frontones o en acróteras. En la estatuaria, protegen también a modo de parasol los cuerpos de Vishnú, o de Siva. O de Buda en el momento de la iluminación. Los makaras, o monstruos marinos, un motivo que abunda también en la arquitectura de India e Indonesia, semejan dragones que se entrelazan con las volutas vegetales y regurgitan por sus bocas guirnaldas de flores en los relieves de los dinteles. Los leones flanquean de dos en dos las escaleras de acceso. Los elefantes se sitúan en las esquinas de las pirámides escalonadas, y Airavata, el elefante de tres cabezas que hace de montura de Indra, aparece a ambos lados de las puertas monumentales abiertas en las murallas de las ciudades, y de las escalinatas de las terrazas palaciegas. Garuda, el ser mitad ave mitad humano que ejerce de vehículo de Vishnú, es representado con frecuencia en la postura de un atlante que sujeta con sus brazos las cornisas superiores de los edificios (foto16).
    Entre nagas, leones, makaras, elefantes, garudas, devatas, dvarapalas y apsaras, los templos de Angkor parecen estar habitados por una población fantástica de seres imaginarios, que contribuyen a la sensación de que nunca estamos solos cuando visitamos unas ruinas, por muy solitarias y abandonadas que se encuentren.
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   Angkor es el reino del ángulo recto. Las plantas de sus ciudades y santuarios se basan indefectiblemente en el cuadrado y el rectángulo. Son reductos donde impera el orden, un orden geométrico de trazo rectilíneo, que contrasta en medio del caos vegetal de la jungla (foto03). Todas las construcciones, todas las murallas, diques, calzadas, terrazas, fosos, estanques, templos, palacios... están perfectamente orientados hacia los cuatro puntos cardinales. Cada templo, cada dependencia del templo, es como una brújula que marca el norte, el sur, el oriente y el occidente. Por lo general la entrada a los complejos se sitúa al lado este, con notables excepciones como es el caso de Angkor Vat, que, al ser un templo dedicado a Vishnú, tiene la entrada orientada al oeste.
   El conjunto de cada templo es una representación simbólica del universo. En el centro se halla siempre el prasat principal, morada del dios titular, que simboliza el monte Meru, mítica montaña del Himalaya que para hindúes y budistas es el ombligo del mundo. Por lo general está acompañado por otras cuatro torres o prasats ligeramente más reducidos, emplazados en las cuatro esquinas de la plataforma central del templo, y estas cinco torres sumadas simbolizan los cinco picos del Meru (foto08). A su alrededor se extiende un intrincado sistema de recintos cuadrangulares concéntricos, inscritos unos dentro de otros, un cuadrado dentro de un cuadrado dentro de un cuadrado..., enmarcados todos por muros y galerías abovedadas que forman siempre un entramado rectangular, y a su vez subdivididos en patios, claustros y zonas ajardinadas también rectangulares. Todo ello simboliza la Tierra, el mundo habitado por los hombres que rodea a la montaña central. Finalmente, la totalidad del complejo está cercada por un gran foso de agua que, además de servir de protección, simboliza el gran océano infranqueable que rodea el mundo.
   En los templos primitivos predomina el modelo en forma de 'templo-montaña', una estructura piramidal escalonada en cuya cúspide domina el quinteto de prasats del monte Meru. A la pirámide se puede ascender por cuatro escalinatas que atraviesan por su parte central las cuatro caras, reforzadas a uno y otro lado por gruesos contrafuertes y machones sobre los que se asientan parejas de leones guardianes.
   Con el correr de los siglos, la arquitectura angkoriana fue poco a poco evolucionando desde esta disposición constructiva con tendencia a la verticalidad, hacia un trazado de estructura más horizontal, con los múltiples pabellones, capillas, 'bibliotecas' y oratorios que conforman el santuario situados más o menos a ras de tierra. Y se fueron extendiendo y multiplicando las dependencias del complejo, hasta formar intrincadas retículas de galerías, pasillos y pórticos, conectados entre sí siempre por ángulos rectos. La decoración escultórica fue ganando en abarrocamiento y preciosismo, e invadiendo todos los recovecos del edificio, en una simbiosis total entre arquitectura y escultura. El extradós de las bóvedas imitaba en piedra la forma de las tejas de los tejados, y se embellecía con pináculos, acroterios y los típicos remates puntiagudos propios de otras techumbres de madera. Aparecieron los pilares y columnas, casi siempre de sección cuadrada, en algún caso excepcional (Preah Khan) cilíndricos, las salas hipóstilas y las galerías porticadas. Aparecieron las ventanas de balaustres, con celosías para tamizar la luz formadas por barrotes cilíndricos de arenisca, torneados con molduras que imitan las balaustradas de madera (foto23).
  
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   El punto de inflexión se da en tiempos de Suryavarman II (1113-1150) con ese prodigio que es el templo de Angkor Vat (foto09), dedicado a Vishnú, donde se aúnan la verticalidad del templo-montaña con la horizontalidad predominante en los vastos edificios anexos que lo circundan.
   A finales del siglo XII se dio un gran salto en esta evolución, cuando, en la apoteosis del imperio jemer, el poderoso rey Jayavarman VII, gran constructor, estableció el budismo como religión oficial del Estado. Entre las innovaciones que introdujo en arquitectura figuran por mérito propio las llamadas 'torres de caras', esos impresionantes torreones cuyos sillares reproducen cuatro rostros gigantescos mirando a los cuatro puntos cardinales (foto14). ¿Es esto arquitectura o es escultura? Las dos cosas a la vez. A principios del siglo XX todavía se creía que representaban a Brahma, el dios de cuatro cabezas creador del mundo, pero más tarde se demostró que reproducían los rostros del bodhisattva Lokeshvara (en la India Avalokiteshvara). Sus párpados semicerrados, su sonrisa que podría parecer burlona, denotan que el personaje se halla en pleno proceso de meditación, en un estadio previo al nirvana. Un bodhisattva es un buda o 'iluminado' que en su estado de compasión y beatitud decide renunciar al paranirvana o extinción total, con el fin volver a vivir en nuestro mundo de los sentidos, para iluminar con sus enseñanzas a otros seres humanos.
   Pero estos inmensos rostros de Lokeshvara, que aparecen tanto en templos (Bayon, Ta Som, Banteay Kdei...) como en obras civiles (véanse las cinco grandes puertas de la muralla de Angkor Thom), retratan de forma simultánea e inseparable la efigie del mismo rey Jayavarman VII, tal como se puede apreciar comparando sus rasgos con los del rostro de una magnífica escultura-retrato del monarca que se conserva en el Museo de Phnom Penh. Jayavarman VII quiso ser identificado por sus súbditos con el bodhisattva Lokeshvara, y retratado en ademán de meditación.
   A partir del siglo XIII la arquitectura de Angkor entra en una fase de estancamiento, y se inicia su lenta pero inexorable decadencia. Con los inmediatos sucesores de Jayavarman VII se produce una reacción contra el budismo y se intenta reimplantar el brahmanismo como religión oficial: en algunos templos pueden detectarse nichos donde los relieves de Buda han sido martilleados para hacerlos desaparecer. Vana tentativa de torcer el curso de la historia: el budismo persistió en Camboya hasta nuestros días, pese a éste y a otros intentos de erradicación, como el que se produjo en 1975-79 bajo la dictadura genocida de los jemeres rojos (que acusaban al budismo de ser 'el opio del pueblo'; ver en fotoAleph 'El holocausto camboyano'). En el siglo XXI la población camboyana sigue siendo mayoritariamente de credo budista.
   A mediados del siglo XV, tras una guerra de cien años, los reyes jemer abandonan Angkor y trasladan su capital primero a Longvek (1431) y luego a Udong (1593), en las cercanías de Phnom Penh. La selva empieza a invadir las ciudades abandonadas y a devorar los santuarios con su enmarañada vegetación; y Angkor desaparece de la historia y se sume en el olvido, hasta su redescubrimiento en el siglo XIX por los exploradores franceses. Sólo el inmenso templo de Angkor Vat resiste a la destrucción de la jungla, al haber permanecido a lo largo de los siglos ocupado por comunidades de monjes budistas, que se encargaron de su conservación, manteniendo viva la llama de su culto.
  
   Textos: Eneko Pastor

  
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El corazón de Camboya


Bibliografía consultada:

- Albanese, Marilia. Los tesoros de Angkor (Libsa, Madrid, 2006)
- Jacques, Claude. Angkor. Résidences des dieux (Fotos: Michael Freeman. Editions Olizane, Ginebra, Suiza, 2007)
- Ishizawa, Yoshiaki. Along the royal roads to Angkor (Fotos: Hitoshi Tamura. Weatherhill, New York, Tokyo, 2005)
- Loti, Pierre. Peregrino de Angkor (Obras Completas, Editorial Cervantes, Barcelona, 1940).
- V.V.A.A. El Patrimonio Mundial (UNESCO. Incafo, Madrid, 1994)





  

 
Ramon Pouplana Solé
 
  
   Natural de Barcelona y licenciado en Historia y Teoría del Arte por la Universitat de Barcelona.
   Ha ejercido de colaborador gráfico en diversas revistas: Orbe Médico, A bordo, Primer Acto, Yorick...
   Ha participado en la aportación fotográfica junto con fotógrafos como A. Fortuny, O. Maspons y otros a la edición de libros temáticos: Imatges de Catalunya, Castillos de España.
   Ha desarrollado 3 exposiciones individuales a finales de los ochenta:
   Imatges Teatrals (Teatro Municipal de Vilanova i Geltrú, Barcelona)
   Teatre i Imatge (Escuela de Imagen y Diseño IDEP, Diagonal, Barcelona)
   Imatges Teatrals (Creperie Maple Syrup, Barcelona)
   Ha colaborado con diversas fotografías al Fondo Fotográfico del Centro de Arte Reina Sofía de Madrid, con motivo de la Exposición de Fotografía Contemporánea Española 1970-1990, Madrid, setiembre de 1991.
   Ha sido premiado en diferentes concursos de Fotografía especializada en Farmacia y el Medicamento (Premio Facultat de Farmácia de Barcelona de 1992, 1993 y 1994).

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