Exposiciones fotográficas

Viajes dentro de la Tierra

Las lecciones de abismo del profesor Verne (4)

 

Indice de textos

Introducción
I.  ¡Al diablo las teorías!
II.  ¿Por qué imposible?
III.  Vencer el vértigo
IV.  El retorno es lo de menos
V.  Es difícil llegar a la cueva
VI.  Sigan al guía
VII.  Bajar es lo más fácil
VIII.  ¡Qué espectáculo, tío!
IX.  Retroceder, esto es lo arduo
X.  Saber soportar las penurias
XI.  Prescindir de las superfluas necesidades terrestres
XII.  No perder nunca los nervios
XIII.  La muerte anda al acecho
XIV.  ¿Es maravilloso? No, es natural
XV.  El pasado sólo está enterrado
XVI.  El sueño de la razón engendra monstruos
XVII.  La aventura va en el lote
XVIII.  Sacudirse el escepticismo
XIX.  Donde hay voluntad no puede haber desesperación
XX.  La luz al final del túnel
Bibliografía consultada
 

 

Lección XV:  El pasado solo está enterrado

   Al recorrer las orillas del océano subterráneo, Lidenbrock y Axel van descubriendo cosas pertenecientes a eras geológicas remotas, anteriores a la actual. El pasado no está perdido, sólo está enterrado, y cuanto más adentro se interna uno en la tierra, más antiguos son los estratos por los que pasa, al igual que nuestro cerebro 'reptiliano' se esconde en las capas más profundas de nuestra masa cerebral. Allí ven "helechos arborescentes tan grandes como los pinos de las altas latitudes" y "plantas monstruosas" (cap. 30). No está de más señalar que este tipo de plantas no son un mero producto de la fértil imaginación de Verne, sino que todavía existen en realidad en sitios de la Tierra adonde no llegaron las últimas glaciaciones, tal que Chiapas o algunas islas de Indonesia. Helechos altos como árboles, ejemplares supervivientes de la era de los dinosaurios, que se dirían como preservados en un invernadero a través de los milenios. 

   –Bien dices, muchacho, al llamar a esto un invernadero, pero mejor dirías aún si también lo llamaras un zoo. 
   –¿Un zoo? 
   –Sí, sin duda. Mira este polvo que vamos pisando, esos huesos diseminados por el suelo. 
   –¡Son osamentas! ¡Sí! Son osamentas de animales antediluvianos. (Cap. 30). 

   Una vez más el texto nos evoca parajes que existen en la vida real. El año 1989 se descubrió en la sierra de Aralar la cueva de Amutxate por el grupo espeleológico Satorrak, que tras una ardua exploración de seis años logró llegar a una gran sala cuyo suelo estaba literalmente tapizado por osamentas de animales extinguidos de la era cuaternaria, sobre todo de osos de las cavernas. En las fotografías tomadas antes de proceder a la excavación del lugar (dirigida por el eminente paleontólogo Trinidad Torres, uno de los pioneros de Atapuerca) pueden contemplarse enormes cráneos de ursus speleus diseminados por toda la caverna, que podrían servir de ilustraciones para este pasaje de la novela de Verne. 

   –Pero si vivieron aquí animales antediluvianos, ¿quién podría decir que no ande todavía alguno de aquellos monstruos por esos bosques sombríos o tras esas escarpadas rocas? (Cap. 30). 

   Los tres viajeros descubren extensiones de terreno pobladas de abetos y cedros antediluvianos, y para remate un bosque de hongos gigantes, cual si estuvieran en el País de las Maravillas de Alicia. Construyen una balsa usando troncos de coníferas mineralizadas, que por no haber sufrido más que un comienzo de fosilización, todavía pueden flotar en el agua, para asombro de Axel. 

   –¿Convencido? 
   –Convencido de que es increíble. (Cap. 31). 

   Y emprenden en balsa la navegación por el océano subterráneo, con el fin de llegar a la orilla opuesta para, ya en tierra firme, retomar la dirección por alguna galería que se hunda rumbo al centro del Globo. Ahí tenemos a maestro y novicio atravesando la laguna Estigia en la barca de Caronte, como hizo Eneas. Durante la travesía Hans aprovecha para echar un anzuelo, y para sorpresa de todos pesca un extraño pez parecido a un esturión. 

   Este pez pertenece a una familia extinguida desde hace siglos y de la que únicamente se hallan sus huellas fósiles (cap. 32). 

   Peces prehistóricos vivos. ¿Estamos ante otra fantasía de Julio Verne? Ya no se puede afirmar tal, desde que la prensa mundial anunció hace unos años el redescubrimiento de un ejemplar vivo de 'celacanto', un pez prehistórico que se creía extinto, y del que sólo se conocían vestigios fósiles. Una vez más el futuro ha dado la razón al escritor francés. 

   este pez ofrece una particularidad que, se dice, se encuentra en los peces de las aguas subterráneas. 
   –¿Qué particularidad es ésa? 
   –Es ciego. 
   –¡Ciego! 
   –Y no sólo ciego sino que carece por completo del órgano de la vista. (Cap. 32). 

   Se nota que Julio Verne se había documentado también en esta cuestión. Muchos de los ríos y lagos del mundo subterráneo albergan, efectivamente, entre sus distintos tipos de fauna troglobia, raros ejemplares de pequeños peces a los que la naturaleza no ha dotado de órganos de visión, que en esas tinieblas absolutas serían superfluos. Son especies a veces endémicas, animales sólo existentes en las cuevas de una determinada zona, únicos en el mundo, y distintos de una caverna a otra. Como ocurre con la fauna marina de las fosas abisales, están poco estudiados a causa de las dificultades inherentes al acceso, y cada cierto tiempo se habla del descubrimiento de especies nuevas. 
   Los pescados prehistóricos les sirven a los viajeros para renovar sus provisiones y, de paso, variar algo la dieta, que buena falta les hacía. "Entre galletas, carne salada, ginebra y pescado seco, teníamos para cuatro meses" (cap. 36).

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Lección XVI:  El sueño de la razón engendra monstruos

   Tras las lecciones de geología y mineralogía impartidas hasta aquí, Verne se mete en los terrenos de la paleontología, para seguir desplegando su didactismo enciclopédico en temas como la fauna y flora de eras geológicas pasadas, los fósiles, las osamentas, las especies extinguidas de animales antediluvianos. El escritor estaba al día de los últimos descubrimientos en esta materia, y de las controversias que tenían lugar entre los científicos seguidores de unas u otras interpretaciones. 

   la imaginación me lleva por las maravillosas hipótesis de la paleontología. Sueño despierto. (Cap. 32). 
 
   A estas alturas, tanto a Axel como a nosotros empieza a costarnos distinguir qué es real y qué imaginario, qué lo verosímil y qué lo inverosímil en la crónica del viaje. Sea por la 'borrachera de las profundidades', por el agotamiento tras las arduas pruebas pasadas, por el golpazo que se ha dado en el cráneo, o por haber ingerido esturión del terciario, el joven se halla en un estado alterado de conciencia y empieza a tener alucinaciones. Dormido, despierto o en trance visionario, Axel tiene un sueño cósmico, que le remonta a épocas primigenias donde ve mamíferos y saurios gigantes, el mastodonte, el megaterio, "el pterodáctilo, de manos aladas, se desliza como un enorme murciélago por el aire..." 

   Todo este mundo fósil renace en mi imaginación y me retrotrae a las épocas bíblicas de la creación, mucho antes del nacimiento del hombre, cuando la Tierra incompleta no podía bastarle aún. (...) 
   No hay ya estaciones, ni climas. (...) ¡Los siglos pasan como días! (...) ¡Qué sueño! ¿A dónde me lleva? (...) Me he olvidado de todo, del profesor, del guía y de la balsa, en la alucinación que se ha apoderado de mi espíritu. 

   –¿Estás enfermo? 
   –No; sólo una alucinación momentánea. (Cap. 32). 

   ¿Ha recuperado realmente Axel la conciencia de sí mismo? ¿Ha sido sólo momentáneo el delirio? No lo sabríamos decir, a raíz de lo que queda por ver. Lo cierto es que el muchacho empieza a disfrutar conscientemente de las maravillas que está teniendo el privilegio de contemplar en ruta, mientras que al profesor empieza a sucederle lo contrario. La impaciencia y la obstinación por lograr el objetivo le empañan los sentidos. 

   no podemos lamentar haber venido hasta aquí. Es magnífico este espectáculo y... 
   –No se trata de ver nada. Yo me he asignado un objetivo y quiero alcanzarlo. Así que no me hables de admirar nada. (Cap. 33). 

   Una actitud que a decir verdad no parece nada propia de un científico. Es la misma actitud que adoptaba Phileas Fogg, cuya fijación por ganar una apuesta le llevó a invertir su propia fortuna en dar la vuelta al mundo sin mostrar el menor interés ni apego por los países que iba atravesando. Lo perdido por lo ganado, aunque al menos consigue traerse del viaje una bella esposa. 
   En cuanto a Axel, se le podría aplicar aquí el cuento de Monterroso, que con sus siete palabras resume perfectamente la situación: "Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí". 

   –¡Una ballena! ¡Una ballena! –grita el profesor–. Veo sus enormes aletas. ¡Y mirad cómo echa aire y agua! 
   En efecto, dos columnas líquidas se elevan a una considerable altura por encima del mar. 
   (Jules Verne, Viaje al centro de la Tierra, cap. 33) 

   Lo que el capitán Ahab, perdón, el profesor Lidenbrock ha visto no es una ballena sino un ictiosaurio de dimensiones sobrenaturales. Tiene el hocico de una marsopa, la cabeza de un lagarto y los dientes de un cocodrilo. Cuando les va a atacar, se acerca ocasionalmente otro monstruo, un plesiosaurio provisto de un caparazón como de tortuga gigante, que se enzarza en una feroz lucha con el bicho enemigo, permitiendo a los balseros escapar en medio de la trifulca. 

   Los saurios actuales, aun los más grandes y temibles caimanes y cocodrilos, no son más que débiles miniaturas de sus padres de las primeras edades del mundo. (Cap. 33). 

   Olvida el autor mencionar el dragón de Komodo, un lagarto varánido gigante superviviente de la era de los dinosaurios, que aún vive hoy en Komodo y otras pequeñas islas cercanas del archipiélago de la Sonda, en Indonesia. Puede llegar a los tres metros de largo, pesar hasta 135 kilos y vivir más de cien años. Estos saurios se alimentan de carroñas de cabras y otros animales, pueden llegar a canibalizarse entre sí, y a veces atacan a los humanos, siendo extremadamente peligrosos, al ser capaces de correr a gran velocidad e incluso de trepar a árboles. Las heridas producidas por sus dientes o garras provocan infecciones en sus presas. Podrían estos dragones ser dignos rivales de los velocirraptors de 'Parque Jurásico', sólo que en este caso los monstruos no son virtuales, sino muy reales. 
   Tampoco menciona Verne las iguanas y los lagartos iguánidos, bestias más pacíficas pero de aspecto más temible aún, con sus arrugas escamosas, sus erizadas crestas y su aspecto de punkies del terciario (bien lo supo ver Ray Harryhausen, que los contrató para sus efectos especiales en el film). 
   Sueño, alucinación o realidad, los dinosaurios han hecho su aparición. Estaban allí. Enterrados en el subsuelo. Pero enterrados vivos. 
   No podemos evitar que nos vengan a la memoria las aventuras de otro expedicionario de la estirpe de Lidenbrock: el impetuoso profesor Challenger, que después de Sherlock Holmes es el personaje más logrado de la literatura de Arthur Conan Doyle. También Challenger descubre en 'El mundo perdido', en una alta meseta de las selvas meridionales de Venezuela, un reducto aislado en el espacio, suspendido en el tiempo, ajeno al transcurrir de las eras geológicas, donde las especies antediluvianas no se habían extinguido. El dinosaurio estaba allí. 
   Pero no hay que remontarse a mundos perdidos para detectar la presencia de los dinosaurios. Cerca de nosotros abundan sus huellas. ¿Quién no se estremece al ver, por ejemplo, las enormes improntas petrificadas de pies tridáctilos de distintas especies de dinosaurios que se hallan por doquier en los campos de La Rioja Baja, o de las Tierras Altas de Soria, donde hasta se puede seguir la trayectoria de sus zancadas en largos tramos de pisadas? El dinosaurio estaba allí (ver exposición en fotoAleph). ¿Pero está extinguido del todo? 
   Hablar de fauna del terciario viviendo bajo tierra parece cosa de ficción, fantasías vernianas, pero el asunto no se puede zanjar tan fácil. Hay un hecho. El mundo subterráneo no está ni muerto ni desierto. Al contrario, está plagado de animales muy poco conocidos, y muchos aún por conocer. Ya en 1689 Valvasor había descubierto el proteo (proteus anguinus) en las grutas de Carniole, una especie de salamandra ciega que tiene la proteica capacidad de cambiar de color para mimetizarse según los diferentes entornos, pudiendo hasta hacerse transparente. Hace no tanto se han detectado en la ya mentada Sima de San Martín ejemplares de coleópteros autóctonos procedentes de la era terciaria, es decir, coetáneos de los tiranosaurios y diplodocos, auténticos fósiles vivientes que están esperando una investigación a fondo. Además de los consabidos murciélagos, en lo profundo de las cuevas viven escarabajos, arácnidos, bacterias, larvas, mosquitos, colémbolos, peces, reptiles... ¿Qué más hay ahí dentro? 

   Durante su travesía en balsa, los navegantes empiezan a oír un ruido lejano. Axel cree hallarse en presencia de otro monstruo, que en el horizonte va tomando la forma de una descomunal ballena que parece lanzar un chorro de vapor por su lomo. 

    El mugido parece provenir de una cascada lejana (...) el monstruo debe ser de un tamaño sobrenatural (...). Me sobrecoge el terror. ¡No quiero ir más lejos! (Cap. 34). 

   Nueva alucinación. La ballena es en realidad una isla, y el chorro, un geyser de aguas calientes. El clásico tema de la isla que se convierte en ballena –ej: las aventuras de Simbad el Marino– se invierte aquí con una ballena que se transforma en isla. 
   El surtidor de aguas termales parece dar la razón a Axel en el tema del calor central del Globo. 

   El agua sale, pues, de un foco ardiente, en singular contradicción con las teorías del profesor Lidenbrock. No me puedo impedir hacérselo notar. 
   –Y ¿qué es lo que eso prueba contra mi doctrina? 
   –Nada –le respondo, en un tono seco, al ver que tengo que hacer frente a una testarudez absoluta. (Cap. 34). 

   A lo que Axel llama testarudez absoluta podría muy bien llamársele tenacidad. La tenacidad que a él mismo le falta. Sin la perseverancia de Lidenbrock, sostenida contra viento y marea, hace tiempo que hubieran abandonado el viaje. Sin ese empeño sobrehumano sería imposible llegar a la meta. 'Viaje al centro de la Tierra' es la epopeya de la voluntad y el esfuerzo del hombre por alcanzar su destino último.

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Lección XVII:  La aventura va en el lote

   Finalmente, en medio del océano subterráneo, se desencadena una terrible tempestad. Rayos, truenos, centellas, huracanes, fuegos de San Telmo. Las olas zarandean la frágil barquichuela en medio del vendaval. Un disco de fuego imantado vuela sobre la balsa y les trastorna todos los aparatos. 

   –Sería prudente arriar la vela y desarbolar la balsa –digo. 
   –¡No, maldita sea, cien veces no! –grita mi tío–. Que nos lleve el viento, que nos empuje la tempestad, con tal que vea yo al fin las rocas de la orilla, aun cuando la barca se rompa en mil pedazos. 
  
   Hans no se mueve. Sus largos cabellos desordenados por el viento le dan una extraña fisonomía, al erizarse sus puntas de haces luminosos. La espantosa máscara en que así se transforma su rostro hace de él un hombre antediluviano, contemporáneo de los ictiosaurios y los megaterios. (Cap. 35). 

   Hans asume en este pasaje el rol del tenebroso barquero Caronte, el espectro que trasladaba las almas de los difuntos a través de la laguna Estigia hacia el otro mundo. Así lo retrata la Eneida: 
   "Guarda aquellas aguas y aquellos ríos el horrible barquero Caronte, cuya suciedad espanta; sobre el pecho le cae desaliñada luenga barba blanca, de sus ojos brotan llamas; una sórdida capa cuelga de sus hombros, prendida con un nudo: él mismo maneja su negra barca con un garfio, dispone las velas y transporta en ella a los muertos;" (Virgilio, 'Eneida', canto VI) 

   Más muertos que vivos, los viajeros llegan por fin a la otra orilla del océano y desembarcan bruscamente, estrellándose contra los escollos de la costa. 
   A quien le parezcan exageradas las peripecias y desventuras que han sufrido los personajes de Verne en este tempestuoso tramo del viaje, le diremos que la acción de la novela no tiene aquí nada que envidiar a las verdaderas aventuras que corren los verdaderos espeleólogos en la vida real, como podremos comprobar examinando este resumen de las exploraciones realizadas en 1966 por Noel Lichau, Jacques Soteraux, Rubén Gómez, Félix Arcaute, Juan Mary Feliú e Isaac Santesteban en la Sima de San Martín: 

   "La exploración tomó un carácter extraordinario, debido a que estando en el río (...) empezó a crecer de una manera alarmante y que nos dio lugar a tener que replegar rápidamente y con orden, en una lucha continua contra la fuerza del río, que los obligó a tener que ir encordados y hacer rappels horizontales para no ser arrastrados por la fuerza de las aguas. Una vez en el comedor, cornisa situada a 27 metros sobre el río, tuvimos que permanecer durante tres días; las aguas habían cerrado el regreso por el Tubo del Viento, que estaba sifonado (...). Cada 6 u 8 horas teníamos que descender al embarcadero para mirar el nivel del agua (...) dándose el caso de que los botes dejados a tres metros sobre el río fueron arrastrados. 
   Como habíamos tenido la mala ocurrencia de atacar con el mismo sistema del año anterior, tuvimos que cambiar de táctica, eliminar los petos y emplear los trajes de Hombre Rana, para lo cual al tercer día, y como hubiera bajado el nivel de las aguas, Noel y Rubén, que llevaban trajes de goma, intentaron salir hacia La Verna a por material estanco, para hacer un nuevo ataque si el río bajaba; no podíamos permanecer cruzados de brazos y consumiendo víveres. Efectivamente, lo consiguieron, y traían varios conjuntos de goma que nos iban a servir formidablemente. 
   Después de descansar bien, atacamos de nuevo con menos agua que la vez anterior; no existe la lucha contra la corriente, y gracias a que ahora llevan trajes de goma los botes son tirados por los que andan y nadan por el río... (Desde el exterior) han informado que el Soun de Leche había aparecido blanco y, por tanto, la licuación de nieve había sido masiva, notándolo inmediatamente abajo. 
   El único que progreso sin equipo de goma soy yo (Isaac Santesteban) y lo sentiría más tarde; avanzo más lentamente que mis compañeros, que penetran con facilidad en el río y nadan constantemente, cosa que no puedo hacer ya que tengo que cuidar de la posición vertical para preservarme de la entrada de agua, y llevo una vara que, con una marca, me sirve de referencia hasta donde me puedo introducir. 
   (...) tenemos una discusión Arcaute y yo sobre la manera de continuar; total que Félix entra demasiado brusco al bote y yo, que me hallo con el peto, voy al río de cabeza en agua profunda. El descenso lo hago bien, pero al ponerme de pie se me llena el peto de agua y tienen que ayudarme para salir; tengo que arrastrarme para poder con el agua que se ha metido en mi cuerpo y noto que me corta la carne; me pongo de cabeza en un rincón hasta que sale el agua del peto, y con una navaja, ya que no puedo salir de otra manera, lo quitamos de encima, al mismo tiempo que no paro de decir improperios a Félix, que me ayuda presto a solucionar el problema; el momento es de apuro, las aguas llevan bastante rato creciendo, y no sabemos si nuestros compañeros están delante o les ha tragado el río. Por otro lado, yo no sé si podré continuar en estas condiciones, no tengo posibilidad de desplazamiento con estos músculos atenazados por el frío. Me desnudo del todo y elimino toda el agua que puedo de la ropa, notando como si me pusieran un abrigo al encontrarme en traje de Adán; nuevamente el suplicio de colocarme la ropa, y lucha durante 13 horas para no helarme, y gracias a que Noel tenía una chaqueta de Hombre Rana, que me la pongo. 
   Por fin aparecieron Juan Mary y Noel, que no podían regresar sin ayuda del uno sobre el otro por la fuerza del agua... Las vueltas de botes neumáticos son constantes, hemos pinchado en numerosas ocasiones, no nos atrevemos a tomar bocado, y únicamente con café bien azucarado nos mantenemos, y gracias a veces al peso que metemos en las mochilas, podemos tocar el suelo de estas aguas furiosas, con un estruendo que no nos deja oír más allá de un metro; menos mal que la cadena va funcionando bien, y elemento que penetra en el agua lo hace debidamente encordado y por los sitios que creemos tiene menos fuerza el río. Es un recorrido de más de 2 kilómetros en continuos rappels de 50 metros a lo sumo; en numerosas ocasiones nos tenemos que situar en cornisas para restablecer la circulación sanguínea en nuestras piernas; hay momentos que al desembarcar nos cuesta el mantener el peso del cuerpo sobre nuestras rodillas... embrutecidos por el cansancio, y después de una segunda lucha con el río de más de 26 horas, caemos rendidos en nuestros sacos de dormir, donde permanecemos durante más de 20 horas seguidas de sueño (en el caso mío fueron 22 exactamente)." 
   (Varios autores, '20 años de Espeleología en Navarra', pp 105-106) 

   Como se puede ver, en todo viaje dentro de la Tierra la aventura va incluida en el paquete. La principal diferencia es que en este caso no hay ficción de por medio, que lo que aquí se cuenta es real, demasiado real. 

   Pero volvamos a la novela. Axel se abandona a melancólicas reflexiones y siente nostalgia de la superficie, donde se halla esperándole su amada Grauben. 

   debíamos haber pasado por debajo de Alemania, bajo mi querida Hamburgo, bajo esa calle en la que se hallaba todo lo que yo más quería en el mundo. De todo eso me habrían separado tan sólo cuarenta leguas. Pero ¡cuarenta leguas verticales, de un muro de granito, que suponían, en realidad, más de mil leguas a franquear! 
   (Jules Verne, Viaje al centro de la Tierra, cap. 36) 

   Hemos llegado. 
   –¿Al término de nuestro viaje? 
   –No; pero sí al término de este mar, que parecía no tener fin. Y ahora vamos a reemprender el camino terrestre y a hundirnos verdaderamente en las entrañas del Globo. 
   –Tío, permítame hacerle una pregunta. 
   –Permitido, Axel. 
   –¿Y el retorno? 
   –¡El retorno! ¿Cómo piensas en volver cuando aún no hemos llegado? (Cap. 36). 

   Entre los restos del naufragio recuperan los víveres, las herramientas y los distintos aparatos de medición. El profesor hace partícipe a su sobrino de una intuición que le ronda por la cabeza: 

   –Creo que no saldremos por donde hemos entrado. 
   Miré al profesor con cierta desconfianza. Me pregunté si se habría vuelto loco. (Cap. 36). 

   Consulta Lidenbrock su brújula y se lleva la desagradable sorpresa de que la aguja apunta al norte donde ellos suponían que estaba el sur. La tempestad les ha arrastrado y devuelto a algún punto de la orilla septentrional del mar. La brújula se ha vuelto loca (la última que faltaba), a causa del disco volante de fuego que les ha imantado todos los aparatos, aunque esto no lo sabrán hasta el final de la novela. La desorientación ha sido total. Otra vez perdidos. Otra vez a empezar de cero. 

   –¡Ah! La fatalidad juega así conmigo. ¡Los elementos conspiran contra mí! El aire, el fuego y el agua combinan sus esfuerzos para oponerse a mi paso. ¡Pues bien: ya se verá lo que puede mi voluntad! ¡No cederé, no retrocederé un paso, y veremos quién podrá más, si el hombre o la naturaleza! (Cap. 37). 

   El profesor manda a Hans a reparar la balsa. Axel cree oportuno intervenir para refrenar "ese ardor insensato", y despliega una retahila de razonamientos en contra de la continuación del viaje. 

   –Escúcheme –le dije con tono firme–. Hay un límite a la ambición humana. No se puede luchar con lo imposible. Estamos mal pertrechados para una travesía (...). 
   Que durante diez minutos pudiera desarrollar sin ser interrumpido estas y otras razones irrefutables se debió al hecho de que el profesor no me había escuchado y no había oído una sola palabra. 
   –¡A la balsa! –gritó. 
   Tal fue su respuesta. Fueron inútiles mis súplicas, mis objeciones se estrellaron contra una voluntad más dura que el granito. (Cap. 37).

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Lección XVIII:  Sacudirse el escepticismo

   Lidenbrock decide que partirán mañana, tras realizar un descanso y los obligados preparativos. Pero antes... 

   puesto que la fatalidad me ha traído a esta parte de la costa, no puedo abandonarla sin haberla explorado. (Cap. 37). 

   Parece que el profesor ha recuperado su espíritu científico. No se puede dejar nunca una exploración a medias. Mientras recorren los nuevos parajes, el maestro expone a su discípulo sus propias teorías sobre cómo pudo formarse semejante mar subterráneo. 

   En mi opinión, esa masa líquida debía ir perdiéndose poco a poco en las entrañas de la Tierra, así como debía provenir de las aguas del océano introducidas por alguna gran hendidura, actualmente cerrada, pues de no ser así aquella inmensa caverna o depósito se hubiera llenado en poco tiempo. Tal vez, incluso el agua se había evaporado en gran parte, por la acción de los fuegos subterráneos. Eso podría explicar la presencia de las nubes suspendidas sobre nosotros y la liberación de la electricidad causante de tempestades en el interior del macizo terrestre.  
   Satisfactoria me parecía esta teoría sobre los fenómenos de que habíamos sido testigos, pues por grandes que sean las maravillas de la naturaleza siempre son explicables por razones físicas. (Cap. 37). 

   Helo ahí, el Verne cientifista a ultranza, proponiendo en todo momento explicaciones racionales a lo que a otros parecería inexplicable, increíble, ficciones hijas de la fantasía. Mas el mundo de las cavernas parece estar hecho para desafiar el escepticismo de los hombres. Cada cueva esconde sorpresas y maravillas que zarandean todos los tópicos e ideas recibidas, y nos fuerzan a cuestionarnos constantemente lo que creemos saber acerca de lo que es cierto o falso en el reino de la naturaleza. 

   Avanzábamos con dificultad por las quebraduras del granito, en las que se yuxtaponían sílices, cuarzos y depósitos de aluvión, cuando apareció ante nuestros ojos un campo, o por mejor decir una llanura de osamentas. Parecía un inmenso cementerio (...) 
   Nos impulsaba una impaciente curiosidad. Ibamos aplastando, con un ruido seco, los restos de animales prehistóricos y los fósiles, cuyos raros e interesantes especímenes se disputan los museos de las grandes ciudades. Ni mil Cuviers hubieran bastado para reconstituir los esqueletos de los seres orgánicos desparramados en aquel magnífico osario.  
  
   –¡Axel! ¡Axel! ¡Un cráneo humano! (Cap. 37). 

   Julio Verne, que continúa metido de lleno en los territorios de la paleontología, ha llegado adonde tenía que llegar siguiendo la mecánica de la evolución: al ser humano. Que lo haga sólo cinco años después de la publicación del 'Origen de las especies' tiene su mérito. Desembocamos así en los ámbitos de la antropología y la arqueología, donde el autor tiene mucho que contar, pues en este terreno, y en su tiempo, los estudios prehistóricos, que componían una ciencia aún joven, estaban en plena ebullición. 

   El 23 de marzo de 1863 los trabajadores de las excavaciones emprendidas por Boucher des Perthes en las canteras de Moulin-Quignon, (...) en Francia, hallaron una mandíbula humana a catorce pies de profundidad. Era el primer fósil de una especie que salía a la luz. En su proximidad se hallaron hachas de piedra y sílex tallados, coloreados y revestidos por el tiempo de una pátina uniforme (...). 
   Otras mandíbulas idénticas, aunque pertenecientes a individuos de tipos diversos y de naciones diferentes, habían aparecido en las tierras muebles de algunas grutas de Francia, así como utensilios, herramientas y huesos de niños, de adolescentes, de adultos y de viejos. La existencia del hombre cuaternario se afirmaba, pues, con más vigor cada día. 
   Y esto no era todo. Nuevos restos exhumados del plioceno, en el terciario, permitieron a algunos sabios más audaces aún asignar una mayor antigüedad al género humano. Cierto es que tales restos no eran huesos humanos, sino únicamente objetos de su industria, tibias y fémures de animales fósiles regularmente estriados, esculpidos por así decirlo, que llevaban la marca de un trabajo humano. 
   Así, de un salto, el hombre remontaba muchos siglos en la escala de los tiempos (...). El hombre tenía cien mil años de existencia, puesto que ésta es la cronología asignada por los más renombrados geólogos a la formación de los terrenos pliocénicos. 
   Tal era entonces el estado de la ciencia paleontológica (cap. 38). 

   Tal era en tiempos de Verne el estado de la paleontología, pero a ello hay que añadir que tanto los renombrados geólogos como el mismo Julio Verne se quedaron muy cortos en sus dataciones, a la luz de los descubrimientos que se han ido dando a lo largo del siglo XX y lo que llevamos del XXI, que están pulverizando las más exageradas estimaciones cronológicas en relación al origen del hombre. 
   Se comprenderá la alegría que embarga al profesor cuando encuentra restos de un homínido de la época cuaternaria. Algo que es muy común en las cuevas, no lo es tanto a esas profundidades. 

   Si estuvieran aquí los Santo Tomás de la paleontología podrían tocarlo con el dedo y se verían forzados a reconocer su error. (Cap. 38). 

   Tío y sobrino descubren nuevos bosques de helechos arborescentes, y divisan mastodontes vivos entre la vegetación. 
   No, no es un sueño. El dinosaurio no se ha extinguido. Sí tal vez de la faz de la Tierra. Pero, en su interior, está todavía allí. 

   Se estaba realizando el sueño en que había visto renacer el mundo de los tiempos prehistóricos, de las épocas terciaria y cuaternaria. (Cap. 39). 

   ¿El sueño se está haciendo realidad, o es que Axel no ha despertado aún y delira en sueños? 

   Me encogí de hombros, y miré, decidido a llevar la incredulidad hasta sus últimos límites. Pero no tuve más remedio que rendirme a la evidencia. (Cap. 39). 

   Lo que Axel está viendo es un ser humano. Un homínido vivo de enormes proporciones, descendiente de la raza extinta de los gigantes, que pastorea a los mastodontes como si fueran ganado. 

   un ser humano, un Proteo de las comarcas subterráneas, un nuevo hijo de Neptuno, guardaba aquel innumerable rebaño de mastodontes. (Cap. 39). 

   A quien tal cosa le parezca imposible, habrá que señalarle que también se lo parece a Axel. De hecho, el joven termina por no creer ni lo que sus propios ojos han visto, como se aprecia en el siguiente párrafo (que al tener la estructura de un flash-forward, nos anticipa indirectamente el final feliz del viaje): 

   Y ahora que, tranquilamente rememoro aquello, ahora que he recuperado la calma y la entereza del ánimo, cuando ya han transcurrido varios meses desde el extraño y sobrenatural encuentro, ¿qué pensar?, ¿qué creer? ¡No! ¡Es imposible! Nos engañaron nuestros sentidos, nuestros ojos no vieron lo que vieron. No existe una criatura humana en ese mundo subterrestre. Ninguna generación de hombres habita esas cavernas del Globo, (...) ¡Es insensato, profundamente insensato! (Cap. 39). 

   Insensato, inverosímil, inimaginable, de acuerdo; pero ¿verdaderamente imposible? 
   "–Llámalo 'sin sentido' si quieres –dijo (la Reina Roja a Alicia)–; pero yo he oído sinsentidos al lado de los cuales éste tiene tanto sentido como un diccionario." 
   "Eddington, en el capítulo final de The Nature of Phisical World, cita este comentario de la Reina Roja en relación con una sutil discusión de lo que él llama 'el problema del disparate' del físico. En pocas palabras, Eddington afirma que, aunque sea un disparate para el físico afirmar la existencia de una realidad cualquiera más allá de las leyes de la física, es tan sensato como un diccionario al lado del disparate de suponer que tal realidad no existe." (Martin Gardner, 'Alicia anotada'). 
   Lo que sí es muy real es el pánico que les entra ante tal presencia, que les hace huir del lugar "mudos de asombro, abrumados por una estupefacción que confinaba con la estupidez" (cap. 39). 

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Lección XIX:  Donde hay voluntad no puede haber desesperación

   Axel se encuentra un puñal en el suelo. Se pregunta si será un arma de un guerrero antediluviano, del gigantesco pastor. 

   –Cálmate, Axel, y razona. Este puñal es una arma del siglo XVI, una verdadera daga, de esas que llevaban a la cintura los gentileshombres para asestar con ella el golpe de gracia.  
   (...)  
   –Pero no ha podido llegar sola hasta aquí. ¡Alguien nos ha precedido!  
   –Sí, un hombre.  
   (Jules Verne, Viaje al centro de la Tierra, cap. 39)  

   entre dos rocas que formaban un saliente, descubrimos la entrada de un túnel oscuro.  
   Allí, grabadas sobre una superficie de granito, aparecieron dos letras misteriosas medio borradas, las dos iniciales del audaz y fantástico viajero:  
   –A. S. –exclamó mi tío–. ¡Arne Saknussemm! ¡Siempre Arne Saknussemm! (Cap. 39). 

   Siempre la figura del predecesor, del guía, del hierofante. Allí había estado el alquimista y cicerone del mundo subterráneo, y les había dejado, en forma de graffiti, una señal para orientarse en el laberinto. Los viajeros han recuperado el buen camino, y Axel puede creerse "ya curado de espanto e inexpugnable al asombro" (cap. 40). Pero el camino sigue siendo un túnel oscuro. 
   El profesor Lidenbrock pronuncia un arrebatado panegírico en honor de Arne Saknussemm, que serviría, sin apenas cambiar de palabras, de digno homenaje a todos y cada uno de los pioneros de la ciencia espeleológica, a todos los Casterets, Loubens y Arcautes que nos han precedido en los azares de la exploración intraterrestre. 

   –¡Oh, tú, genio maravilloso! No olvidaste nada que pudiera abrir a otros mortales los caminos de la corteza terrestre, y tus semejantes pueden hallar así las huellas que dejaron tus pasos en estos subterráneos hace siglos. Quisiste compartir con otras miradas la contemplación de estas maravillas. Tu nombre, grabado en todas las etapas, conduce derechamente a su objetivo al viajero que tenga la suficiente audacia para seguirte (...) (cap. 40). 

   Axel termina al fin por contagiarse del entusiasmo de su tío. Es ahora Lidenbrock quien le ha de refrenar en su ímpetu. La transformación interior se está llevando a cabo, y el discípulo empieza a aventajar en audacia al mismo maestro. 

   –¡Adelante! ¡Adelante! –grité. (Cap. 40).  

   –Vamos a tomar nuevamente la ruta del norte, a pasar bajo las comarcas septentrionales de Europa, Suecia, Siberia, ¿qué sé yo? En vez de hundirnos bajo los desiertos de Africa o las olas del océano, y ¿qué importa? (...) vamos a descender, a descender más, a descender hasta... ¿Te das cuenta de que para llegar al centro de la Tierra no nos quedan más que mil quinientas leguas?  
   –¡Bah! No vale la pena hablar de ello. ¡En marcha! ¡Adelante! (Cap. 40). 

   Por fin Axel parece haber dejado atrás su antiguo yo, y empieza a actuar como un hombre de conocimiento, como un guerrero, como un verdadero explorador. Escuchemos, sin embargo, lo que opina Fernando Savater: "aun cuando al final del viaje (Axel) ya parece tener tanto interés como el propio Lidenbrock por llegar al centro de la tierra, este interés parece ser una especie de 'borrachera de las profundidades', más suicida que regeneradora. El centro, después de todo, marca sólo la mitad del viaje: lo cierto es que se ha bajado para subir, esta vez con sentido profundo, a la superficie" (F. Savater, 'La infancia recuperada', cap. III: 'El viaje hacia abajo'). 

   Había llegado a hablar como mi tío, como si su espíritu se hubiera introducido en mí. Me habitaba el genio de los descubrimientos. Olvidaba el pasado, desdeñaba lo por venir. Nada existía para mí en la superficie esferoide en cuyo seno me había abismado, ni las ciudades, ni los campos, ni Hamburgo, ni la Königstrasse, ni mi pobre Grauben, que debía creerme ya perdido para siempre en las entrañas de la Tierra.  
   (Jules Verne, Viaje al centro de la Tierra, cap. 40)  

   Poco tiempo le duran a Axel los entusiasmos. En cuanto se tropiezan con nuevos obstáculos aparentemente insalvables, empieza de nuevo a quejarse, a poner peros, a buscarse excusas para el abandono, y ha de ser otra vez la terquedad del profesor, inasequible al desaliento, la que tire del carro de la expedición. 

   –Si no morimos ahogados, o aplastados o por inanición, nos queda la posibilidad de quemarnos vivos.  
   (...)  
   –Tus razonamientos son los de un hombre sin voluntad, de un ser sin energía. (...)  
   Mientras lata aún el corazón, mientras la sangre corra aún por las venas, yo no admito que un ser dotado de voluntad deje en él lugar a la desesperación. (Cap. 42). 
 
   Entre otras, el novicio tendrá en breve que superar la prueba del fuego. Agobiado por el insoportable calor proveniente de los fuegos subterráneos, Axel sigue soñando despierto. 
 
   Por un momento, me dejé ganar por la voluptuosidad de imaginarme en las comarcas hiperbóreas a treinta grados bajo cero. Mi imaginación sobreexcitada se paseó por las llanuras nevadas de las comarcas árticas, ansiando el momento de revolcarme por los helados tapices del polo. (Cap. 43). 

   'Viaje al centro de la Tierra' fue la segunda novela publicada por Julio Verne, que tenía entonces (1864) treinta y seis años. Siendo un libro juvenil, no es de extrañar que su exorbitado alarde de imaginación la haya llevado a ser conceptuada, junto a 'Aventuras de Héctor Servadac a través del sistema solar', como la novela más fantasiosa de la saga de los 'Viajes extraordinarios'. Ya hemos ido viendo, sin embargo, que muchas de las supuestas fantasías del relato tienen una firme base científica, y que la realidad con frecuencia les da cien vueltas. 
   Como curiosidad añadiremos que Verne escribió a la vez 'Viaje...' y 'Aventuras del capitán Hatteras', saltando alternativamente de una a otra novela en su redacción. Una es la crónica de un viaje a los fuegos del infierno, y la otra, de un viaje a los fríos polares. No podrían concebirse dos periplos aparentemente más dispares, pero esa presunta dicotomía no está tan marcada. La determinación enfermiza de Hatteras por alcanzar el Polo Norte de la Tierra es muy semejante a la obsesión de Lidenbrock por llegar a su núcleo central. Ambos comparten una terquedad a prueba de bombas. Y su objetivo no es tan distinto. A causa del achatamiento de la esfera terrestre, el Polo Norte es el punto de su superficie más cercano al centro del Globo. En una época en que nadie había llegado al polo ártico, ni al antártico, y en la que circulaban las más variopintas hipótesis sobre lo que habría allí, una posibilidad era que en el eje polar hubiese un pozo sin fondo, un abismo que cayera hasta el mismo núcleo del planeta. En tal caso, si el capitán Hatteras llegara al Polo Norte, sólo con dar un paso más bajaría directo al centro de la Tierra. 
   Ambas novelas juegan a lanzarse alusiones mutuas. El intenso frío polar hace soñar a Hatteras con los calores volcánicos, y el insoportable calor del averno infunde en Axel, como hemos visto, la nostalgia de los fríos hiperbóreos. Es significativo que la expedición del capitán Hatteras no alcance la meta del Polo Norte, aunque se acerque. Igual pasa con los cosmonautas de su viaje a la Luna. Parece como si Julio Verne nos animara a los lectores a proseguir el viaje allá donde lo dejaron sus héroes. 

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Lección XX:  La luz al final del túnel

   Este es el momento en que vamos a abandonar a su suerte a Axel, Lidenbrock y Hans, que seguirán adelante, siempre adelante, rumbo al centro de la Tierra, poniendo punto final a este escrito sin desvelar si el trío llega o no a su meta, ni cómo logran salir de esas profundidades. Quien no haya leído la novela, mejor que lo averigüe por sí mismo, que no se la vamos a destripar aquí. Además de disfrutar de su trepidante narrativa, el lector podrá comprobar que la liturgia de iniciación que se soterra en el trasfondo del libro prosigue cumpliéndose en todas sus etapas, incluyendo la recurrente imagen de la salida a la luz al final de un largo túnel, y la recompensa de una nueva vida que espera al iniciado, como consecuencia de los méritos adquiridos en el viaje/ceremonia. "–Ahora que eres un héroe –me dijo mi querida prometida–, ya no tendrás necesidad de dejarme, Axel" (cap. 45). 

   Entre los senderos que se bifurcan en lo profundo del Averno, un túnel lleva al Tártaro, el otro a los Campos Elíseos. Uno a las tinieblas eternas, el otro a la felicidad. Discernir cuál es la correcta senda, y transitarla, sólo está permitido a los locos, a los héroes y a los seres tocados por los dioses. Para estos viajeros audaces no hay nada parangonable a la intensa dicha de encontrar el camino de salida del laberinto, y volver a ver la luz del cielo tras incontables días de oscuridad. 

   llegaron a los sitios risueños y a los amenos vergeles de los bosques afortunados, moradas de la felicidad. Ya un aire más puro viste aquellos campos de brillante luz, ya aquellos sitios tienen su sol y sus estrellas. 
   (Virgilio, 'Eneida', canto VI) 

   Lo negro se desvanece, y todo se va inundando de una refulgente claridad. Por fin tomamos conciencia de que hasta ahora habíamos estado ciegos. Nadie cantó esa sensación mejor que Orfeo, tras atravesar las miasmas caliginosas del Erebo para resurgir a la luz del día: 
 
   "¡Qué puro cielo, qué claro sol! 
   ¡Qué nueva y serena luz! 
   ¡Qué dulce y placentera armonía 
   forman juntos 
   el cantar de los pájaros, 
   el correr de los arroyos, 
   el susurrar de las brisas!" 
   (de la ópera de Gluck 'Orfeo ed Euridice', acto 2º, escena II. Libreto de Raniero de' Calzabigi). 

   La iniciación se ha consumado. Una nueva luz ilumina la mente del que hasta entonces no era sino un principiante lleno de miedos y prejuicios alimentados por su propia ignorancia. El saber práctico ha sustituido a todos los 'saberes' teóricos de la ciencia especulativa. Los hechos han enmendado la plana a las palabras. El que era un jovenzuelo malcriado ha regresado convertido en un hombre de conocimiento. El viaje ha sido de ida y vuelta, pero el que ha vuelto no es el mismo. 
 
   Aquí concluye un relato al que rehusarán dar crédito hasta las gentes más acostumbradas a no asombrarse de nada. Pero yo estoy acorazado de antemano contra la incredulidad humana.  
   (...) la noticia de su viaje al centro de la Tierra se había extendido por el mundo entero. Claro es que nadie quiso creer en la realidad de tal viaje, y que su regreso fue recibido con la misma incredulidad. Sin embargo, la presencia de Hans y algunas informaciones procedentes de Islandia fueron cambiando poco a poco la opinión pública. 
   Entonces mi tío se convirtió en un gran hombre, y yo en el sobrino de un gran hombre, lo que ya es algo (...). Su modestia en la gloria contribuyó a aumentar su reputación. 
   Tanto honor debía, necesariamente, suscitarle envidiosos. Los hubo. Y como sus teorías, sustentadas en hechos ciertos, se hallaban en contradicción con las ideas de la ciencia sobre la cuestión del fuego central, hubo de sostener con la pluma y la palabra notables polémicas con los sabios del mundo entero. 
   Yo debo decir que no puedo admitir su teoría del enfriamiento de la Tierra. A pesar de lo que he visto, creo y creeré siempre en el calor central, aunque admita que fenómenos naturales, en circunstancias aún mal definidas, pueden modificar esta ley. 
   (Jules Verne, Viaje al centro de la Tierra, cap. 45) 
 
   A partir de aquel día, mi tío fue el más feliz de los sabios, y yo el más feliz de los hombres, pues mi hermosa virlandesa trocó su condición de pupila en la casa de la Königstrasse por la de sobrina y esposa. Inútil es añadir que su tío fue el ilustre profesor Otto Lidenbrock, miembro correspondiente de todas las sociedades científicas, geográficas y mineralógicas de las cinco partes del mundo. (Cap. 45). 

   Los espeleólogos de todos los países gustan de decir que el mundo subterráneo es el 'sexto continente' del planeta Tierra (algunos, recordando las fosas abisales marinas, lo desplazan un poco en el ranking, definiéndolo como el 'séptimo continente'). Para Claude Roy, que consideraba que los 'Viajes extraordinarios' dividen en dos la historia de la imaginación, el mundo "tiene seis continentes: Europa, África, Asia, América, Australia y Julio Verne". 
   Concluyamos citando las hermosas palabras de Fernando Savater, que nos invita a repetir la fantástica hazaña: 

   "Para ti, atrevido lector, el cóncavo diamante, la sima llena de ecos, por la que la piedra se precipita rebotando, y el íntimo mar de los orígenes que te espera en el centro del globo, si te atreves a descender por la boca del Sneffels que la sombra del Scartaris señala antes de las calendas de julio. (...) Busca tú mismo el camino que te es propio hacia el abismo, la inicial del remoto alquimista que te precedió en el descenso." 
   (F. Savater, 'La infancia recuperada', cap. III: 'El viaje hacia abajo') 

   Te tomamos la palabra, amigo Fernando. Aceptamos de buen grado tu invitación (¿o deberíamos decir incitación?) a la aventura. Henos aquí buscando nuestro propio camino por ese ignoto universo, extraño, misterioso y desconcertante, rumbo a un destino que, como todos los destinos ideales, sabemos inalcanzable.
   Tenemos un guía, el profesor Verne, que a tal fin nos imparte magistrales lecciones de abismo. Sí, es cierto: jamás llegaremos al centro de la Tierra. Pero mientras tanto el viaje, y eso no hay quien nos lo quite, merece absolutamente la pena. 
   ¡Ah! ¡Qué viaje! ¡Qué maravilloso viaje! 

 

Las lecciones de abismo del profesor Verne

Bibliografía consultada

- Angulo, Miguel. Parajes secretos del País Vasco (Elkar, Donostia-San Sebastián, 1987)
- Carroll, Lewis. Alicia anotada (Edición de Martin Gardner. Traducción: Francisco Torres Oliver. Akal editor, Madrid, 1984)
- Peña Santiago, L. P. 100 cumbres y rincones de la montaña vasca (Elkar, Donostia-San Sebastián, 1990)
- Salabert, Miguel. Julio Verne, ese desconocido (Alianza Editorial, 1985)
- Santesteban, Isaac. Pinturas rupestres en Navarra (Revista 'Príncipe de Viana', Institución Príncipe de Viana. Editorial Aranzadi, Pamplona, 1971)
- Savater, Fernando. La infancia recuperada (Taurus Edicones, Madrid, 1976)
- Verne, Jules. Viaje al centro de la Tierra (traducción y prólogo de Miguel Salabert Criado, Alianza Editorial, Madrid, 1975)