Exposiciones fotográficas

Viajes dentro de la Tierra

Las lecciones de abismo del profesor Verne (2)

 

Indice de textos

Introducción
I.  ¡Al diablo las teorías!
II.  ¿Por qué imposible?
III.  Vencer el vértigo
IV.  El retorno es lo de menos
V.  Es difícil llegar a la cueva
VI.  Sigan al guía
VII.  Bajar es lo más fácil
VIII.  ¡Qué espectáculo, tío!
IX.  Retroceder, esto es lo arduo
X.  Saber soportar las penurias
XI.  Prescindir de las superfluas necesidades terrestres
XII.  No perder nunca los nervios
XIII.  La muerte anda al acecho
XIV.  ¿Es maravilloso? No, es natural
XV.  El pasado sólo está enterrado
XVI.  El sueño de la razón engendra monstruos
XVII.  La aventura va en el lote
XVIII.  Sacudirse el escepticismo
XIX.  Donde hay voluntad no puede haber desesperación
XX.  La luz al final del túnel
Bibliografía consultada
 

 

Lección V:  Es difícil llegar a la cueva

   Las erupciones de basalto, de toba, de todos los conglomerados volcánicos, y los ríos de lava y de pórfido en fusión han creado un país de un horror sobrenatural. (Cap. 12). 

   El camino se hacía cada vez más difícil. El terreno se elevaba. Las piedras se movían bajo nuestros pies y necesitábamos de la más escrupulosa atención para evitar caídas peligrosas. (Cap. 15). 

   (Hans) a menudo se detenía para recoger unas piedras y disponerlas como indicadores para el camino de vuelta. (Cap. 15). 

   Buena precacución, que indica el sentido práctico de Hans. Con frecuencia hay que hacer lo mismo en el interior de las cavernas: ir colocando en puntos clave montoncitos de piedras que sirvan de señales para orientarse en los mil vericuetos del laberinto, y poder así hallar el camino de salida. Pero de poco les va a servir la técnica de Pulgarcito a nuestros expedicionarios. 
   Según se acerca a la boca, Axel se va percatando de que la cosa va en serio, que la aventura es inminente e ineludible. Todavía hace un intento de dar marcha atrás, mientras haya tiempo. Esgrime esta vez teorías agoreras sobre la posible erupción del volcán. El profesor refuta con datos científicos tal posibilidad. 

   –Pero... 
   –¡Basta! Ante el dictamen de la ciencia no hay más que callar. (Cap. 14). 

   Al llegar al borde del cráter, en la cima del volcán, Axel expresa con bellas palabras lo que todo montañero siente al coronar una cumbre. 

   Me sumergí en el prodigioso éxtasis que infunden las altas cimas, sin sentir vértigo, pues empezaba a acostumbrarme a estas sublimes contemplaciones. Mis deslumbradas miradas se bañaban en la transparente irradiación de los rayos solares. Olvidé quién era, dónde estaba, para vivir la vida de los elfos y los silfos, imaginarios habitantes de la mitología escandinava. Me embriagaba la voluptuosidad de las alturas, sin pensar en los tenebrosos abismos a los que, en breve, debía lanzarme el destino. (Cap. 16). 

   Los viajeros bajan a la caldera apagada del cráter. Verne reproduce los efectos de sonido propios de tales lugares. "Marchábamos en medio de rocas eruptivas, de las que algunas, desprendidas de sus alvéolos, se precipitaban rebotando hasta el fondo del abismo. Su caída producía múltiples ecos de una extraña sonoridad." 
   Llegan por fin los expedicionarios al fondo de la caldera volcánica, que es el lugar sagrado (recordemos que estamos en Islandia, la Ultima Thule) donde va a tener comienzo la verdadera ceremonia de iniciación, de la que hasta ahora sólo se han dado los prolegómenos: la preparación y el acercamiento. 
   Aquí está el umbral de la cueva, la puerta de entrada al inframundo. La negra y espantosa boca que lleva a lo desconocido. Aquí va a comenzar el auténtico viaje. 
   Pero no hay una boca, sino tres. Al enigma del manuscrito se añade el enigma de su contenido, que también hay que descifrar. Sólo una de las tres puertas conduce al centro de la Tierra, pero ¿cuál de las tres? Un acertijo que es de corte clásico. 

   En el fondo del cráter se abrían tres chimeneas. (Cada una) tendría unos cien pies de diámetro. Sus bocas se abrían a nuestros pies. No tuve valor para hundir en ellas la mirada. (Cap. 16).

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Lección VI:  Sigan al guía

   En el fondo del cráter hay algo más. Tallada en un peñasco, los viajeros descubren una inscripción con el nombre de Arne Saknussemm en letras rúnicas. Esto les confirma que van por el buen camino. Allí había estado Saknussemm, el antiguo alquimista, el predecesor, el guía espiritual de la expedición, y había dejado una señal de orientación al audaz viajero que se lanzara a seguir sus pasos. 
   La figura del predecesor es esencial en la ceremonia iniciática. El neófito ha de ser conducido entre las fragosidades del inframundo por un iniciado, que ha recorrido ya antes el camino, y sabe cómo sortear sus peligros. Es el hierofante, el maestro de ceremonias, que oficia de cicerone del más allá. En otras culturas le llamarían chamán. Porque, al fin y al cabo, ¿qué es un chamán sino alguien que ha hecho el viaje de ida y vuelta al otro mundo, y se presta de guía para nuevos viajeros? 
   No es casualidad que aquí el hierofante sea un alquimista. La alquimia exige a sus practicantes dedicar su vida a la obtención de la piedra filosofal, la sustancia catalizadora que transforma el plomo en oro, lo cual es en realidad metáfora de la búsqueda de la iluminación y de la transformación vital del propio alquimista en un hombre de conocimiento. Los alquimistas buscan la piedra filosofal, como los caballeros de la Mesa Redonda buscaban el Santo Grial, los argonautas el vellocino de oro o, ya en un plano histórico, los conquistadores Eldorado. Un objetivo utópico hacia el que encaminar un proyecto de vida. Un fabuloso tesoro que recompensará a quien lo alcance de todos los esfuerzos invertidos. Una meta última por la que merece la pena sacrificar la estabilidad, la seguridad y la propia integridad física. Porque es el fin más importante al que un ser humano puede aspirar: el de su propia transmutación en un ser superior. 
   Arne Saknussemm, como alquimista, consiguió llegar al centro de la Tierra ("Es lo que yo hice") y así alcanzó su propia piedra filosofal. El centro del Globo, el punto más secreto, más remoto del planeta, la sede del fuego central. El lugar sagrado por excelencia, inaccesible al profano. ¿Qué mejor guía que este pionero para repetir la hazaña? ¿Qué mejor predecesor? 
   Pero el predecesor no se lo pone fácil. Hay tres puertas; sólo una de ellas es la correcta, pero han de ser los expedicionarios quienes hagan el esfuerzo de averiguar cuál. Y resolver el enigma no está al alcance de sus capacidades, sino que hará falta el concurso de los astros y los elementos meteorológicos. Y no vale hacerlo un día cualquiera; la fecha de la ceremonia ha de ser también sagrada: el solsticio de verano. 

   Saknussem había descendido tan sólo por uno de los tres abismos que se abrían a nuestros pies, y según el sabio islandés había que reconocerlo por la particularidad, especificada en el criptograma, de que la sombra del Scartaris acariciaba sus bordes durante los últimos días del mes de junio. Y, en efecto, podía considerarse este agudo pico como la aguja de un inmenso cuadrante solar, cuya sombra en un día dado marcaba el camino del centro del Globo. Ahora bien: si el sol no acudía a la cita, no había sombra. (Cap. 16). 

   Y eso es lo que precisamente sucede: que el sol les da plantón. El cielo se mantiene encapotado durante varios días, para gran contrariedad de Lidenbrock, que se impacienta y monta en cólera. Axel aún abriga esperanzas de que se suspenda la expedición. 
   El domingo 28 de junio sale por fin el sol. El enigma se resuelve. Intervienen para ello las fuerzas de la naturaleza. Las nubes levantan su velo. El astro rey marca con un gnomon el camino. 

   El sol vertió sus rayos a raudales en el cráter. Cada montículo, cada roca, cada piedra, cada aspereza del terreno quedó expuesta al sol y proyectó su sombra sobre el suelo. Entre ellas, la del Scartaris se dibujó como una viva arista y se puso a girar insensiblemente con el astro radiante.  
   Mi tío giraba con ella. 
   A mediodía, la sombra lamió dulcemente el borde de la chimenea central.  
   –¡Es ésa! ¡Es ésa! –gritó el profesor. Y añadió en danés: ¡Al centro del Globo! (Cap. 16). 

   Nada ha ocurrido que no sea natural, pero el momento ha sido mágico, y repleto de carga simbólica. La revelación se ha producido. Las puertas de la percepción se han abierto. Hemos hallado el camino. 
   Verne juega en todo momento con las leyes físicas, los fenómenos de la naturaleza, mas la realidad tiene doble fondo: el mundo no sólo es misterioso, sino mucho más misterioso de lo que los humanos podrían nunca llegar a sospechar. Y cada enigma que resuelve la ciencia no hace sino ahondar en nuevos misterios y acrecentar el campo de lo que ignoramos. La puerta al otro mundo se ha abierto. Pero da a un pozo pavoroso, más negro que la noche, que da pánico sólo mirar. Y ya no es sólo el vértigo. Es la fobia más ancestral de los homínidos la que interviene: el miedo a lo desconocido. 

   El verdadero viaje empezaba ahora. (Cap. 17). 

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Lección VII:  Bajar es lo más fácil

 o es nuestra intención relatar este viaje, que para eso está el libro. Quien aún no lo haya leído, haría bien, si está interesado en embarcarse en la aventura, en acudir al original de Verne. 
   El lector adulto tiene ya la clave para penetrar en el sentido subterráneo de la novela, y proponerse una lectura pluridimensional. La trama –aparentemente la crónica de un viaje– seguirá paso a paso los esquemas míticos de todo rito de iniciación: el tránsito del umbral (entrada en la boca de la caverna), la bajada al averno por un túnel, la superación de múltiples pruebas (la prueba de la sed, del calor, de la pérdida en el laberinto, de la oscuridad...), el desvanecimiento o muerte aparente, el despertar o resurrección, la visión de la luz, la travesía por la laguna Estigia en la barca de Caronte, la aparición de monstruos, la arribada al otro mundo, el retorno al exterior y a la luz del día, la transformación del adolescente en hombre, del neófito en iniciado. 
   Nos limitaremos a glosar unos cuantos aspectos sueltos que nos llaman la atención en este proceso, por su similitud con los casos que se dan en la vida real entre los que exploran cuevas. Muchas de las vicisitudes que suceden a los protagonistas en la novela son las que viven los verdaderos cueveros en sus viajes dentro de la Tierra. Se ve que Verne se había documentado al respecto con cierta profundidad. Y que a partir del punto donde sus conocimientos se agotaban, proseguía adelante con su poderosa imaginación. 

   Todavía no había hundido mi mirada en el insondable pozo en el que iba a abismarme. Había llegado el momento. Aún estaba yo a tiempo de acometer la empresa o de rehusarla. Pero me avergonzó dar marcha atrás ante el cazador. (...) me aproximé a la chimenea central. 
   (...) Me situé sobre una roca inclinada hacia el interior del abismo y miré. Se me erizaron los cabellos. La sensación del vacío se apoderó de todo mi ser. Sentí que me abandonaba el centro de gravedad y que el vértigo me subía a la cabeza como la embriaguez. Nada hay más embriagador que la atracción del abismo. Iba a caer. Me retuvo una mano. La de Hans. Decididamente, no había tomado suficientes 'lecciones de abismo'. (Cap. 17). 

    Todos somos Axel, en estos trances. No hay momento más espeluznante que el de asomarse a la boca de la sima y atisbar en la insondable negrura del abismo. La primera reacción siempre es la misma: rajarse y suspender la incursión. Al cabo de un rato, cuando las piernas nos han dejado de temblar y hemos echado un trago de vino de la bota, nos tranquilizamos, nos lo pensamos mejor, tiramos una piedra a la sima para calcular con el ruido su profundidad, alguien instala la cuerda, el más intrépido se anima a bajar, va informando de las dificultades, y los demás, por no ser menos, terminamos por contagiarnos de su ánimo y descendemos tras él. 
   Para los que sufrimos de vértigo, la cosa se complica un poco más. Por más lecciones de abismo que hayamos tomado previamente, la experiencia es siempre traumatizante. En particular el instante en que hay que asomar el cuerpo y colgarlo de espaldas al abismo para bajar 'rapelando' por la cuerda. Las manos tiemblan, las piernas 'hacen la moto', los músculos se agarrotan, un sudor frío nos empapa la frente, pensamos en si resistirán los anclajes, los nudos, las cuerdas, si no fallarán los artilugios o los arneses, pensamos qué estamos haciendo ahí, quién nos mandará meternos en éstas. Pero hay que tomar la suprema decisión. Ver o no ver la caverna, esa es la cuestión; luego no queda más remedio que apechugar con las fobias, hacer un acto de fe en los aparatos descendedores, y lanzarse al vacío. El apoyo psicológico de los compañeros puede ayudar, aunque suele ser de este tenor: 
   –¡Saca el culo! 
   –¡No puedo! ¡No pueeeedo! 
   –¡¡No te pegues tanto a la pared y saca más ese culo!! 
   –¡¡Que no puedo!! 
   –¿Has traído los dodotis? 
   –¡Me estáis estresando! 

   Desenrolló (el profesor Lidenbrock) una cuerda de cuatrocientos pies de longitud (130 m) y de una pulgada de grosor y dejó caer por el pozo la mitad antes de enrollarla en un bloque de lava saliente, tras de lo cual echó por la chimenea la otra mitad. Así, cada uno de nosotros podría descender reuniendo en las manos las dos mitades de la cuerda. Una vez llegados a doscientos pies de profundidad, nada más fácil que atraer la cuerda soltando una de sus mitades y tirando de la otra. No había más que recomenzar este ejercicio ad infinitum. (Cap. 17). 

   Julio Verne demuestra una vez más que sabía de lo que hablaba. Las maniobras descritas son las mismas que se necesitan para bajar un precipicio recuperando las cuerdas. Ahora bien, estas maniobras sólo se realizan cuando no es necesario volver por el mismo camino. Por ejemplo, al hacer bajadas de cañones, o si la cueva tiene otra salida más adelante, como es el caso del impresionante cañón subterráneo de La Leze (sierra de Altzania, Alava, ver foto), donde se atraviesa de lado a lado una montaña siguiendo el curso de un arroyo subterráneo, en una sucesión de cascadas y lagunas que hay que bajar a rappel y atravesar a nado. Recuperar las cuerdas dobles, sobre todo tras salvar fuertes desniveles en extraplomo, implica atravesar en cierto momento un punto de no-retorno, a partir del cual el regreso se hace imposible. Muy pocas cuevas tienen opción de escapatoria por otra boca, como ocurre en ésta. En la mayoría, hay que dejar las cuerdas instaladas para remontar las simas de regreso a la salida. 
   No lo hacen así en la novela, pero ya sabemos que al profesor Lidenbrock lo que menos le preocupa es el retorno. 

   –Ahora –dijo mi tío, tras proceder así–, ocupémonos de los equipajes. Los dividiremos en tres paquetes, y cada uno de nosotros llevaremos uno a la espalda. Me estoy refiriendo únicamente a los objetos frágiles. 
   El audaz profesor no nos incluía, evidentemente, en esta última categoría. (Cap. 17). 

   Axel se ha permitido un comentario sarcástico, que no le quita de tener bastante razón. Cuando en las cuevas nos concentramos en trasladar y manejar aparatos delicados, focos, cámaras, trípodes, etc., a veces olvidamos que lo más frágil que hay allí somos nosotros mismos, que nuestra integridad física está en juego y cualquier descuido se puede pagar caro. Tenemos también comprobado, por experiencia, que los accidentes se producen en general no en los pasos peligrosos, en los que hay que extremar las medidas de seguridad, sino más bien en sitios normales sin ningún riesgo aparente. La conclusión es que en las cuevas no se puede bajar la guardia ni un segundo. El más insignificante resbalón puede derivar en un monumental batacazo. La fuerza de la gravedad es una permanente amenaza que acecha en todos los rincones. 

   –Pero –dije– ¿quién se encargará de bajar las ropas y esta masa de cuerdas y escalas? 
   –Bajarán solos. 
   –¿Cómo? 
   –Vas a verlo. 
   Mi tío solía recurrir a los grandes medios sin vacilar. Por orden suya, Hans reunió en un solo paquete bien atado todos los objetos no frágiles y lo arrojó al abismo. 
   (...) 
   –Bien –dijo–. Ahora nos toca a nosotros. 
   Desafío a cualquiera de buena fe a que diga si es posible oír sin estremecerse tales palabras. (Cap. 17). 

   Es el mismo escalofrío que se siente cada vez que se entra en una caverna, lo que es equivalente a internarse en lo desconocido. El trío de espeleólogos se hunde en la chimenea volcánica aprovechando resaltes y salientes de las paredes que les sirven de escalones, y descansando de las agotadoras etapas en cornisas horizontales. 

   la cuerda me parecía demasiado frágil para soportar el peso de las tres personas. Por ello me servía de ella lo menos posible, haciendo milagros de equilibrio sobre los salientes de lava que mis pies intentaban agarrar como si fuesen manos. (Cap. 17). 

   Hemos de precisar que en las cuevas reales la cosa no es tan bonita ni tan fácil. Que nunca se desciende tan cómodamente. Los interiores de la Tierra son abruptos e intrincados hasta extremos indecibles; no están pensados a la medida del hombre. Las simas, lejos de tener escalones ad hoc que faciliten la progesión vertical, abundan por el contrario en obstáculos variopintos que parecen colocados por la naturaleza para dificultar el avance y poner a prueba todas las habilidades acrobáticas del cuevero. Por ejemplo, es muy corriente que la sima se vaya abriendo en anchura según se profundiza, creando un extraplomo que hay que bajar (y luego subir) colgándose de la cuerda en vacío. Explorar cuevas no es lo que se dice un paseo. 

   Me incliné por encima de nuestra estrecha meseta y noté que el fondo del agujero era aún invisible. (Cap. 17).

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Lección VIII:  ¡Qué espectáculo, tío!

   A lo largo del viaje, profesor y discípulo van debatiendo sobre las distintas teorías geofísicas propuestas por los científicos de su época en torno a los fenómenos y composición de las capas profundas del globo terráqueo. Anotan en todo momento los datos que les proporcionan sus instrumentos de medición: la profundidad, la distancia, la orientación, la presión atmosférica y la temperatura. Frente a las hipótesis de los estudiosos de biblioteca, Lidenbrock está haciendo el trabajo de campo, la comprobación empírica. En ciencia, los hechos son pruebas. Y lo que el sabio demuestra experimentalmente es que los hechos del mundo subterráneo refutan las tesis del mundillo científico supraterráneo. "Rechazo absolutamente la teoría del fuego central", proclama cuando verifica que la temperatura no sube al ritmo previsto por los cálculos teóricos (cap. 17). 
   Asumido como tenemos el paradigma del fuego central de la Tierra, nos cuesta aceptar las contrateorías del personaje de Verne. Pero lo cierto es que nadie ha seguido los pasos de Lidenbrock para confirmar lo real o ficticio de sus datos. El interior profundo de la Tierra continúa en el siglo XXI tan inexplorado como en el XIX o como lo estuvo siempre, y el único que ha tenido billete para visitarlo ha sido Julio Verne con su imaginación. 

   –Ya hemos llegado –dijo éste. 
   –¿Dónde? (...) 
   –Al fondo de la chimenea perpendicular. 
   –¿No hay otra salida? 
   –Sí; una especie de corredor que tuerce hacia la derecha. 
   (...) 
   La oscuridad no era aún total. Comimos y nos acostamos en un lecho de piedras y de lava.  
   Y cuando, tendido de espaldas, abrí los ojos vi un punto brillante en la extremidad de ese largo tubo de tres mil pies, transformado en un gigantesco anteojo. Era una estrella desprovista de todo centelleo, que, según mis cálculos, debía ser la Beta de la Osa Mayor. 
   Después, me dormí profundamente. (Cap. 17). 
 
   Esta descripción del fondo de la chimenea nos recuerda poderosamente a un paraje que existe en la realidad: la sima de Friouato (ver foto), una gigantesca hondonada de 30 metros de diámetro y 160 de profundidad, escondida en las montañas de la región de Tazzeka, en Marruecos, que fue explorada por primera vez por el pionero de la espeleología Norbert Casteret. El fondo en semipenumbra con un suelo de piedras sueltas, la galería que se abre a un lado horizontalmente (con cinco kilómetros hasta hoy recorridos, pero aún sin terminar de explorar), el cielo que se ve al fondo del tubo... parece que Verne hubiera estado allí. 
   Sólo varían las dimensiones, mas existen también otras simas en el mundo real que podrían rivalizar en profundidad con la de la novela. Y algunas no están tan lejos de nuestras casas, como pueden ser las simas del macizo kárstico de Larra (Navarra-Zuberoa). Pongamos como ejemplos la célebre sima de San Martín o la llamada Ilaminako Ateak, con sus pozos de 300 y 400 metros, su profundidad cercana a los 1.500, y su interminable y laberíntico desarrollo de más de 50 kilómetros de galerías hasta ahora explorados, y quién sabe cuántos pendientes de exploración. El conjunto forma una inmensa red de cinco ríos subterráneos, con abundantes afluentes y ramificaciones, que tras décadas de trabajo en equipo de un gran número de espeleólogos y expertos en hidrogeología, aún no ha sido completamente topografiada. 

   Comimos las galletas y la carne seca, regándolas con unos cuantos tragos de agua mezclada con ginebra. (Cap. 18). 

   El avituallamiento es algo que no puede faltar en cualquier incursión a cuevas. Los extenuantes esfuerzos que hay que realizar para el avance exigen hacer un alto cada cierto tiempo para recuperar fuerzas y tomar un tentempié. Nuestros víveres suelen ser más variados que el menú único que lleva el trío para seis meses, pero curiosamente también incluyen galletas y carne seca (en forma de torreznos de Soria). En lo que no coincidimos es en lo de la ginebra. Para eso preferimos un reconstituyente más suave, que es el vino tinto, transportado en un recipiente a prueba de golpes de antigua invención, que es la clásica bota. Un traguillo de la bota en momentos críticos reconforta el temple, disipa temores y hasta anima a los más remisos a bajar a la simas. La llamamos el 'quitamiedos'. Lo que no sabemos es qué pasaría si el trago fuera de ginebra. 
   Como anécdota ilustrativa al respecto, reproducimos un fragmento del informe de un componente del equipo que en 1960 exploraba las simas de San Martín y Ukerdi, en Larra, antes mencionadas. Sendos grupos de expedicionarios llevaban varios días acampados dentro de ambos complejos subterráneos, comunicados por radio con miembros del equipo en el exterior. Uno de éstos redacta el siguiente parte: "De regreso al campamento paso por la tienda de transmisiones, en este momento están comunicando con San Martín y Ukerdi, en el primer lugar todo marcha sin novedad alguna, en Ukerdi se preparan hoy los primeros descensos, ambos campamentos tienen algo en común en estas llamadas, los dos piden se les envíe vino rápidamente, pues llevan dos días sin el fruto de la cepa." (Varios autores. '20 años de Espeleología en Navarra', 1976. Pág. 73). 
 
   –Ahora, Axel –exclamó el profesor con entusiasmo–, vamos a hundirnos verdaderamente en las entrañas del Globo. He aquí el momento preciso en que comienza nuestro viaje. 
   (Jules Verne, Viaje al centro de la Tierra, cap. 18) 

   Por primera vez van a dejar los expedicionarios de ver la luz del día, aunque a estas profundidades no sea ya sino un tenue resplandor en la lejanía, para sumergirse por fin en las verdaderas tinieblas. Comienza el viaje, el paso de la luz a la oscuridad, del día a la noche, de lo familiar a lo incógnito. Aquí es cuando hay que encender las lámparas. "Una luz muy viva disipó las tinieblas de la galería" (cap. 18). 
   Y entonces comienza el espectáculo. Las luces artificiales van incendiando de fulgores los paisajes de la caverna y sus inverosímiles formaciones litogénicas; los cristales de las calcitas despiden destellos titilantes; los juegos de luces/sombras sobre los espeleotemas crean rostros, figuras, animales, brujas, espectros y monstruos. Son los genios del abismo. 

   La lava, porosa en algunos sitios, formaba pequeñas ampollas redondas, cristales de cuarzo opaco, adornados de límpidas gotas de vidrio, suspendidos como lámparas de la bóveda y que parecían encenderse a nuestro paso. Se diría que los genios del abismo hubieran iluminado su palacio para recibir a los huéspedes de la tierra. 
   –¡Es magnífico! –exclamé, involuntariamente–. ¡Qué espectáculo, tío! (Cap. 18). 

   La luz de las lámparas, reflejada por las pequeñas facetas de la masa rocosa, entrecruzaba sus múltiples resplandores en todos los ángulos, dándome la ilusión de viajar por el interior de un diamante hueco en que los rayos se rompieran en mil destellos deslumbrantes. (Cap. 22). 

   Aquí la naturaleza, lejos de imitar al arte, lo crea. Todas las formas arquitectónicas soñadas por el hombre tuvieron aquí sus fuentes primigenias, labradas millones de años antes de la aparición del primer homínido. 

   A veces se desarrollaba ante nosotros una sucesión de arcos como las contranaves de una catedral gótica. Los artistas de la Edad Media hubieran podido estudiar allí todas las formas de esta arquitectura religiosa que tiene su origen en la ojiva. Una milla más adelante debimos inclinar las cabezas bajo arcos de estilo románico. Grandes pilares adosados al macizo sostenían el peso de las bóvedas. (Cap. 19). 

   –¡Ah! Empiezas ya a darte cuenta, Axel. Así que esto te parece espléndido, muchacho. Pues aún has de ver otras maravillas. ¡Adelante! ¡Andemos! (Cap. 18). 

   Más apropiado habría sido decir 'resbalemos', dada la inclinación de la pendiente por la que nos dejábamos ir cómodamente. Era el facilis descensus Averni de Virgilio. (Cap. 18).

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Lección IX:  Retroceder, esto es lo arduo

   ¿A qué se refiere Axel con lo de facilis descensus Averni? Verne nos está señalando aquí la boca de entrada a un túnel, el que lleva a los infiernos, al reino de los muertos, en la Eneida. Y la pista no es gratuita. El canto VI de la Eneida relata el descenso al Averno, a través de terroríficas cavernas, del héroe troyano Eneas. Ciertos pasajes de los versos de Virgilio parecen servir de inspiración al autor de 'Viaje al centro de la Tierra' para los ambientes y peripecias de su novela. Y el esquema es el mismo que el de otras incursiones al mundo subterráneo de héroes de la mitología clásica, sean Orfeo, Hércules o Teseo. 
   Llegado Eneas a las costas de Italia, se encamina a la cueva de la Sibila de Cumas, tan prestigiosa en la época como la de Delfos, y oído su oráculo, implora de ella que le conduzca a las mansiones infernales, "reinos inaccesibles para los vivos", para volver a ver a su difunto padre Anquises. La sacerdotisa se presta a pilotarle a través de "estas sombrías regiones, nunca alumbradas por el sol", a "la mansión de las Sombras, del Sueño y de la soporífera Noche". He aquí otra vez el arquetipo mítico del guía, que es una constante. Siempre ha de haber un predecesor que indique el camino. Orfeo siguió los pasos de Hércules y de Piritoo. El mismo Virgilio, reencarnado trece siglos más tarde en personaje literario, oficiará de guía de Dante al adentrarse en los cavernosos círculos del infierno. 
   Han pasado dos milenios, y con la traducción se han quedado por el camino métrica, rima y ritmo, pero unos cuantos retazos recortados a tijera y pegados en collage del canto VI de la Eneida pueden dar una idea de los ambientes que conoce Eneas en su periplo por el mundo subterráneo, sin que se pierdan del todo la intensidad poética y la belleza de la escritura. Los fragmentos están en prosa, pero pruebe a leerlos como si fueran versos libres: 

   Eneas se encamina (...) a la recóndita inmensa caverna de la pavorosa Sibila. (...) Allí se ve también aquel asombroso edificio (el laberinto de Dédalo) donde no es posible dejar de perderse;  

   Una de las faldas de la roca eubea se abre en forma de inmensa caverna, a la que conducen cien anchas bocas y cien puertas, 

   a la entrada de la cueva, mutósele el rostro y perdió el color y se le erizaron los cabellos; 

   revuélvese como una bacante en su caverna la terrible Sibila (y responde:) 'Llegarán, sí, los descendientes de Dárdano a los reinos de Lavino; arranca del pecho ese cuidado; pero también desearán algún día no haber llegado a ellos.' 
  
   Con tales palabras anuncia entre rugidos la Sibila de Cumas, desde el fondo de su cueva, horrendos misterios, envolviendo en términos oscuros cosas verdaderas; 

   Eneas: 'Una sola cosa te pido, pues es fama que aquí está la entrada del infierno, aquí la tenebrosa laguna que forma el desbordado Aqueronte; séame dado ir a la presencia de mi amado padre; enséñame el camino y ábreme las sagradas puertas.' 

   'hijo de Anquises, fácil es la bajada del Averno; día y noche está abierta la puerta del negro 

   pero retroceder y restituirse a las auras de la tierra, esto es lo arduo. 

   mas si un tan grande amor te mueve, si tanto afán tienes de cruzar dos veces el lago Estigio, de ver dos veces el negro Tártaro, y estás decidido a probar la insensata empresa...' 

   llegaron a las bocas del fétido Averno 

   Había cerca de allí una profunda caverna, que abría en las peñas su espantosa boca, defendida por un negro lago y por las tinieblas de los bosques, 

   Eneas: 'es la ocasión de mostrar entereza y valor'. Dicho esto, lánzase por la boca de la cueva, 

   '¡Oh vastas moradas de la noche y del silencio! (...) ¡Consiéntame vuestro numen descubrir los arcanos del abismo y de las tinieblas!' 

   Solos iban en la nocturna oscuridad 

   En el mismo vestíbulo y en las primeras gargantas del Orco tienen sus guaridas el Dolor y los vengadores Afanes; allí moran también las pálidas Enfermedades, y la triste Vejez, y el Miedo, y el Hambre, mala consejera, y la horrible Pobreza, figuras espantosas de ver, y la Muerte, y su hermano el Sueño, y el Trabajo, los malos Goces del alma. 

   Guarda aquellas aguas y aquellos ríos el horrible barquero Caronte, cuya suciedad espanta; (...) él mismo maneja su negra barca con un garfio, dispone las velas y transporta en ella los muertos; 

   En frente, tendido en su cueva, el enorme Cerbero atruena aquellos sitios con los ladridos de su trifauce boca. Viendo la Sibila que ya se iban erizando las culebras de su cabello, le tiró una torta amasada con miel y adormideras, que él, abriendo sus tres bocas con rabiosa hambre, se tragó al punto, dejándose caer en seguida y llenando con su enorme mole toda la cueva. Al verle dormido, Eneas sigue adelante y pasa rápidamente la ribera del río que nadie cruza dos veces. 

   'La voluntad de los dioses (...) me obliga a penetrar por estas sombras y a recorrer estos sitios, llenos de horror y de una profunda noche' 

   Este es el sitio en que el camino se divide en dos partes: la de la derecha, que se dirige al palacio del poderoso Plutón, es la senda que nos llevará a los Campos Elíseos; la de la izquierda conduce al impío Tártaro, donde los malos sufren su castigo 

   luego se abre el mismo Tártaro, espantoso precipicio, que profundiza debajo de las sombras el doble de lo que se levanta sobre la tierra el etéreo Olimpo. Allí, en lo más hondo de aquel abismo, ruedan precipitados del rayo los Titanes, antiguo linaje de la Tierra. 

   (En los Campos Elíseos Eneas se reencuentra con el espectro de su padre Anquises, que mora entre los bienaventurados. Anquises pronuncia un discurso sobre el alma universal, en uno de los paisajes más celebrados de la Eneida). 

   Anquises: 'Desde el principio del mundo un mismo espíritu interior anima el cielo y la tierra, y las líquidas llanuras y el luciente globo de la luna, y el sol y las estrellas; difundido por los miembros, ese espíritu mueve la materia y se mezcla al gran conjunto de todas las cosas; de aquí el linaje de los hombres y de los brutos de la tierra, y las aves, y todos los monstruos que cría el mar bajo la tersa superficie de sus aguas. Esas emanaciones del alma universal conservan su ígneo vigor y su celeste origen mientras no están cautivas en toscos cuerpos y no las embotan terrenas ligaduras y miembros destinados a morir; por eso temen y desean, padecen y gozan; por eso no ven la luz del cielo, encerradas de las tinieblas de oscura cárcel. (...)' 

   Hay dos puertas del Sueño, una de cuerno, por la cual tienen fácil salida las visiones verdaderas; la otra, de blanco y nítido marfil, primorosamente labrada, pero por la cual envían los manes a la tierra las imágenes falaces. 
   (Virgilio, 'Eneida', canto VI)

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Lección X:  Saber soportar las penurias

   Abandonemos en este punto la exploración de los túneles colaterales de Virgilio, para regresar, antes de extraviarnos del todo, a la galería principal de la cueva, que es la de Verne. Acabamos de ver que estamos en un laberinto, como el jardín de Borges, de senderos que se bifurcan. "Aquí el camino se divide en dos partes...", "hay dos puertas del Sueño..." En las cuevas del mundo real pasa otro tanto de lo mismo. Con frecuencia es necesario explorar distintos ramales de una encrucijada, en busca del camino correcto (el que más adentro lleva), ramificaciones que terminan muchas veces en cul-de-sac, en viajes a ninguna parte que hay que desandar para volver a la senda principal. Lo que no impide que estos intentos fallidos nos hagan descubrir de rebote nuevos y raros parajes, por los que merece la pena perderse. El trío de expedicionarios del 'Viaje...' se enfrentará a este dilema. 

   nos hallábamos en el centro de una encrucijada de la que partían dos caminos oscuros y estrechos. 
   (Jules Verne, Viaje al centro de la Tierra, cap. 19) 

   Dos sendas, como en la Eneida, conducen, una a los Campos Elíseos o la gloria, la otra al Tártaro, espantoso precipicio donde los malos (y los imprudentes) sufren su castigo. Estamos en el asombroso edificio donde es imposible dejar de perderse, y eso es lo que les espera a los audaces viajeros, que toman el túnel equivocado. Su imprevisión en el tema del agua les acarreará graves consecuencias. 

   el hambre y la fatiga me incapacitaban para razonar. No se hace impunemente una marcha durante siete horas consecutivas. Estaba extenuado. (Cap. 18). 

   Más de una vez debimos pasar reptando a través de estrechos pasajes. (Cap. 19). 

   Más de una vez en las cuevas reales debemos pasar reptando a través de 'gateras', pasos angostos y rendijas que es obligado franquear si se quiere continuar el viaje. A veces son una mera ventana, otras un largo agujero no apto para propensos a la claustrofobia; en ciertas ocasiones hay que escarbar en la tierra para ensancharlas. Se dan muchos casos (Basaura, Zatoya, Urziloa...) en los que las gateras constituyen la verdadera entrada a la galería principal del complejo, y quien no supere el mal trago de atravesarlas se pierde la cueva. No hay otro ábrete-sésamo. 
   Pueden ser tubos tan estrechos que hay que despojarse de mochila, carburera y hasta de las cuerdas, que abultan para la progresión, y empujar con fuerza para conseguir introducir el cuerpo, cuyo pecho y espalda van rozando las paredes. No todos consiguen pasar. Recientemente, el miembro más corpulento de nuestro grupo, que venía el último, se quedó atascado en una de estas endemoniadas gateras, estrecha, serpenteante y encharcada como ella sola, y tras varias intentonas y forcejeos, se vio obligado a desistir y abandonar ahí el viaje. Le pasamos, estirando los brazos a través del orificio, un poco de chocolate de despedida, y reemprendimos la exploración con un compañero menos. Estas cosas se propagan como la pólvora entre nuestros círculos de amistades, y al día siguiente nuestro colega ya tenía el siguiente mensaje SMS en su móvil: 'Ya me he enterado que vas a dejar las cuevas y dedicarte al sumo'. 

   Mi mayor preocupación era la de no perder a mis compañeros de viaje. Me estremecía la idea de extraviarme en las profundidades de aquel laberinto. (Cap. 19). 

   Axel está aquí exteriorizando uno de los más profundos terrores que subyacen en el inconsciente de los que exploramos cuevas. La pérdida en el laberinto. No hay peligro más temido para un cuevero, pues desorientarse en las cavernas puede ocasionar un rosario de calamidades, como quedarse sin luz en la negrura absoluta, y a continuación quedarse sin agua y sin alimentos, quizá por varios días, atacados por el frío y la humedad, y por una sensación de impotencia total, con la sola y débil esperanza de que alguien organice un rescate desde el exterior, en una espantosa agonía que sería lo más parecido a ser enterrados vivos. 
   Pero el trío de viajeros no se ha extraviado. Sólo se ha equivocado de túnel. Lidenbrock, con su metodología científica, va anotando en todo momento las coordenadas exactas de su situación. Y procede por eliminación. La galería no parece la buena, pues en vez de bajar tiende a ser horizontal e incluso a ascender. Pero la única forma de verificarlo es recorriéndola hasta su final. Aunque ello suponga malgastar varios días en un movimiento en falso. 

   ¿(...) se había equivocado al escoger el túnel del Este, o es que quería reconocer ese pasaje hasta su extremidad? 
   (...) 
   –Es posible que me haya equivocado. Pero no estaré seguro de mi error hasta que haya alcanzado la extremidad de esta galería.  
   –Tiene usted razón en proceder así, tío, y yo estaría de acuerdo con usted si no cupiese temer un peligro cada vez más alarmante.  
   –¿Cuál?  
   –La falta de agua.  
   –Pues habrá que racionarla, Axel. (Cap. 19). 

   Cualquier cosa antes que retroceder dejando la exploración a medias. Ése es el espíritu del auténtico explorador, del verdadero viajero. Sólo con perseverancia se pueden desvelar los arcanos del laberinto. Sólo con tenacidad se allanan los innumerables escollos del camino. Sólo con fuerza de voluntad se puede uno aproximar a la meta, al centro de la Tierra. 

   Las tinieblas, insondables a veinte pasos de distancia, nos impedían estimar la longitud de la galería. Yo empezaba a creerla interminable cuando súbitamente, hacia las seis, topamos inopinadamente con un muro. Ni un solo paso a la derecha, a la izquierda, por arriba o por abajo. Habíamos llegado al fondo de un túnel sin salida. (Cap. 20). 

   –(...) mañana nos faltará totalmente el agua.  
   –¿Y nos faltará también el valor? –dijo el profesor mirándome con severidad.  
   No me atrevía a responderle. (Cap. 20). 

   Los expedicionarios han invertido cinco días en recorrer el callejón sin salida. Les quedan ahora otras tantas jornadas de vuelta hasta la bifurcación donde se les planteó el dilema. Y en toda la galería no han encontrado ni una gota de agua. El neófito es sometido a la prueba de la sed. 

   No insistiré demasiado en los sufrimientos de nuestro regreso. Mi tío los soportó con la cólera de quien se siente humillado; Hans, con la resignación de su pacífica naturaleza; yo, lo confieso, quejándome y desesperándome ante tanto infortunio.  
   Tal como lo había previsto, el agua se acabó al final del primer día. Nuestra provisión de líquido se reducía a la ginebra (cap. 21). 

   Muchos aficionados a la espeleo coinciden en afirmar que la vida del cuevero es muy miserable, que se pasan en ella muchas penurias. Axel está empezando a experimentarlas en sus propias carnes. Hasta los monstruos y furias del inframundo se lo habían advertido a Orfeo cuando bajó al Averno en busca de Euridice, su difunta amada: "Altro non abita / Che lutto e gemito / In queste orribili / Soglie funeste!" Nada sino el dolor y el lamento vive en estos horribles y funestos parajes. 
   Cuando su sobrino está a punto de desfallecer, Lidenbrock tiene su primer rasgo de humanidad. Deja de ser el terrible profesor y aflora en él el amor de tío. Un poco de agua que guardaba en secreto en su cantimplora le sirve para aliviar el suplicio del joven. Axel se reanima, pero ante el problema irresoluble del agua, propone una vez más tirar la toalla. 

   Ahora –dije– no nos queda otro partido que regresar. Nos falta el agua. 
   (...) 
   Así pues, Axel –dijo el profesor en un tono extraño–, esas gotas de agua, ¿no te han devuelto el coraje y la energía? (...)  
   Pero ¿qué clase de hombre era mi tío? ¿Qué proyecto podía aún concebir su ánimo audaz?  
   –¿Cómo? ¿No quiere usted...?  
   –¿Renunciar a esta expedición, cuando todo indica que el éxito puede coronarla? ¡Jamás!  
   –Entonces, ¿hay que resignarse a perecer?  
   –No, Axel, no. Regresa. Yo no quiero tu muerte. Que te acompañe Hans. Déjame solo. (Cap. 21). 

   De buenos espeleólogos es no rendirse al primer obstáculo. Lidenbrock está hecho de esa pasta. "Su único pensamiento era continuar avanzando" (cap. 19). Mas antes deberá convencer y contagiar de ese entusiasmo a su discípulo que, abrumado por las adversidades, no comparte pareja determinación. Y pone en ello todas sus dotes retóricas de catedrático de universidad. 

   Cuando Colón pidió tres días a sus tripulaciones para hallar las tierras nuevas, sus tripulaciones, a pesar de estar enfermas, espantadas, accedieron a su demanda, y él pudo descubrir el Nuevo Mundo. Yo, el Colón de estas regiones subterráneas, no te pido más que un día más. (Cap. 21). 

   La autocomparación con Cristóbal Colón es muy pertinente. Lidenbrock es un auténtico Colón de las regiones subterráneas porque está explorando las entrañas de un Nuevo Mundo. ¿Qué compañero le dejaría en la estacada a estas alturas? Axel, aunque a regañadientes, se ve moralmente obligado a renunciar a la deserción. La exploración es reemprendida por el otro túnel. El agua sigue sin hacer acto de presencia durante leguas. La sed se convierte en una tortura insoportable y Axel llega al límite de sus fuerzas.

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Viajes dentro de la Tierra
Fotografía espeleológica

© fotoAleph 
www.fotoaleph.com
   
Fotografías: 
© Luis Moreno 
© Fidel Moreno 
© Agustín Gil 
© Carlos Cardesa 
Realizadas en diversas cuevas de Navarra, Guipúzcoa, Baja Navarra, Zuberoa y Soria  (2004)