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Viajes dentro de la Tierra

Las lecciones de abismo del profesor Verne (1)


 
Indice de textos

Introducción 
I.  ¡Al diablo las teorías!
II.  ¿Por qué imposible?
III.  Vencer el vértigo
IV.  El retorno es lo de menos
V.  Es difícil llegar a la cueva
VI.  Sigan al guía
VII.  Bajar es lo más fácil
VIII.  ¡Qué espectáculo, tío!
IX.  Retroceder, esto es lo arduo
X.  Saber soportar las penurias
XI.  Prescindir de las superfluas necesidades terrestres
XII.  No perder nunca los nervios
XIII.  La muerte anda al acecho
XIV.  ¿Es maravilloso? No, es natural
XV.  El pasado sólo está enterrado
XVI.  El sueño de la razón engendra monstruos
XVII.  La aventura va en el lote
XVIII.  Sacudirse el escepticismo
XIX.  Donde hay voluntad no puede haber desesperación
XX.  La luz al final del túnel
Bibliografía consultada
 

 

   Cada cierto tiempo en la vida hay que volver a Julio Verne. Nos lo pide el cuerpo y el cerebro a quienes tuvimos la gran suerte de leerlo en la infancia. Nadie crea que se trata de ningún tipo de operación-nostalgia. Se trata nada menos que de revivir con cada uno de sus libros una prodigiosa aventura mental que va mucho más allá de las meras peripecias de la ficción escrita, y que nos aporta con cada lectura adulta nuevos significados y nuevos ámbitos de exploración. 
   Y da igual que nos sepamos de memoria el final de la novela, verbigracia el resultado de la apuesta de Phileas Fogg a favor de la tesis de que se podía dar 'La vuelta al mundo en 80 días' con los medios de la época. Seguiremos las andanzas del gentleman británico aplicando su inquebrantable voluntad a demostrarla por la vía de los hechos, arrastrando consigo a su criado Passepartout en un periplo alrededor del Globo, con el mismo interés y ansiedad con que lo leímos por primera vez un lejano día. Y su trepidante acción, su sabiamente dosificado suspense, nos mantendrán en vilo hasta el desenlace en el último segundo. Como la primera vez. 
   Nuestra mirada envejece, pero las novelas de Verne no. Ya en su tiempo fueron admiradas por autores como Tolstoi, Gorki, Kipling, Gautier o Saint-Exupéry. También fascinaron a los surrealistas. Más recientemente, en los años 60 del siglo XX, han sido revalorizadas por intelectuales como Michel Foucault y Roland Barthes. Y hoy siguen atrayendo a millones de lectores de todas las edades, siendo el escritor francés más traducido del mundo. 
   Digamos para empezar que ya va siendo hora de desterrar el cliché de que Jules Verne es sólo un autor de literatura juvenil. Cierto es que niños y jóvenes lo siguen leyendo con igual placer que en su día. Pero las novelas de Verne contienen mucho más que meros relatos de aventuras, y son susceptibles de otros niveles de interpretación por parte de un público adulto. Ya lo advierte Miguel Salabert en su prólogo a 'Viaje al centro de la Tierra': "reducir al gran mitólogo que es Verne a un escritor de aventuras es como limitarse a leer en Moby Dick el relato de la persecución de una ballena". 
    Fernando Savater va más allá cuando afirma: "En casos como el de Verne, los críticos literarios son particularmente víctimas de sus limitaciones intrínsecas: son ellos los que han decidido que los escritores de aventuras o de anticipación son 'menores', son ellos quienes decretan que los adolescentes no gustan más que de lo pintoresco o lo venial, son ellos los que el siglo pasado (el XIX) limitaron el interés de Verne a su capacidad de prever avances científicos y de hilvanar peripecias curiosas... Son ellos los que siempre se han equivocado con Verne; los niños, en cambio, acertaron desde el primer momento. Ahora se trata de rescatar a Verne no de sus entusiastas, sino de los prejuicios de la crítica 'seria' contra la literatura 'menor'." (F. Savater, 'La infancia recuperada', cap. III: 'El viaje hacia abajo'). 
   Se trata del mismo tipo de prejuicios en que incurren los que piensan que Kipling, Stevenson, H. G. Wells o Conan Doyle son escritores menores, o que desprecian el cómic como un subproducto para niños, en un análisis que sólo se puede calificar de pueril. Savater arremete contra esta visión reduccionista en su excelente ensayo 'La infancia recuperada' y nos propone superarla con una nueva lectura de los libros que nos apasionaron de pequeños, para redescubrirlos desde otra dimensión. Recuperar la infancia, la mirada ingenua y sin dobleces, el sentido del disfrute desinteresado, del juego por el juego, la capacidad de fascinación de un ser que está descubriendo el mundo. Y comprender que lo solemne y lo abstruso de un estilo no son garantía de calidad en la literatura, ni un estilo ligero e imaginativo implica ausencia de ella. 

   Volvieron a mi memoria los recuerdos de la infancia. 
   (Jules Verne, Viaje al centro de la Tierra, cap. 27) 

   Entonces, como un niño, cerré los ojos para no ver la oscuridad. 
   (Ibid., cap. 41) 

   "Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño; mas cuando llegué a ser hombre, me deshice de las cosas de niño", escribe Pablo a los corintios. Pero ¿no había antes predicado Jesús que "deberéis haceros como niños para entrar en el reino de los cielos"? Si el adolescente rechaza el niño que lleva dentro, ¿no habría el adulto de expulsar, en cierto momento de su maduración, la mentalidad de teenager que aún lleva dentro? Es un viaje de ida y vuelta, no a una 'segunda infancia', sino a un plano superior e integrador que acepte las muchas personalidades que se esconden en nuestro yo, incluida la del infante que un día fuimos, con su mirada incontaminada. Con su visión libre de prejuicios heredados, de tópicos y de lugares comunes. Tendremos, pues, que hacernos como niños si queremos entrar en el reino de los libros de Verne, que es lo más parecido al reino de los cielos que hay en esta Tierra, a juzgar por el placer inagotable que proporcionan. 
   ¿Escritor de anticipación, Verne? Sí, por supuesto, pero también mucho más. ¿Escritor de ciencia-ficción? Sólo en el sentido de que en sus novelas hay mucha ciencia y mucha ficción, pero sería del todo improcedente comparar a Verne con los autores de la ciencia-ficción contemporánea, recreadores en su mayoría de universos fantasmagóricos que nada tienen que ver con la ciencia y menos con la vida real. ¿Escritor de literatura fantástica? No exactamente, pues las ficciones de Verne caminan con un pie metido en la imaginación, pero el otro en la más estricta realidad científica, y si de algo no se puede tildar a sus novelas es de ser inverosímiles (con la significativa excepción de 'Viaje al centro de la Tierra'). De hecho al mismo Verne le hubiera incomodado ser etiquetado de escritor de fantasías. Cuando una vez alguien comparó su literatura con la de H. G. Wells, Julio Verne protestó: "Mais... il invente!" 
   Wells inventaba, fabulaba, fantaseaba. Él no. Y no le faltaba razón, habida cuenta de que el viaje submarino o el viaje a la Luna son hoy realidades que corroboran la capacidad de predicción científica de Verne, mientras que si se trata de H. G. Wells, todavía estamos esperando ver un hombre invisible, o una máquina del tiempo, o que los marcianos nos declaren la guerra de los mundos (quizá sea el doctor Moreau quien más se acercó a la realidad futura –la de hoy– como pionero del desarrollo incontrolado de la ingeniería genética). 
   El mismo Julio Verne era consciente de sus propios límites como fabulador, sabedor de que la realidad, tarde o temprano, terminaría siempre por superar sus más desbocadas ficciones: "Todo lo que yo invento, todo lo que yo imagino, quedará siempre más acá de la verdad, porque llegará un momento en que las creaciones de la ciencia superarán a las de la imaginación", declaraba en cierta ocasión. Y también dejó dicho: "Todo lo que el hombre es capaz de imaginar, otros hombres serán capaces de realizarlo." 
   El propósito aparente de su escritura era "resumir todos los conocimientos geográficos, geológicos, físicos, astronómicos, amasados por la ciencia moderna, y rehacer, así, en la forma atrayente que le es propia, la historia del universo...". Un programa enciclopédico que desarrolló para su editor (y su decubridor, mentor y amigo) Jules Hetzel a lo largo de su vida literaria en el vasto ciclo de novelas genéricamente titulado 'Viajes Extraordinarios'. Pero esta fachada oficial, que parece responder a la filosofía del 'instruir deleitando', muy en la onda de la mentalidad cientifista y positivista del siglo XIX, ¿no esconde quizá algo más? 
   Para Miguel Salabert, traductor y estudioso de la obra del novelista francés, hay un Julio Verne subterráneo que se contrapone al Verne oficial y burgués. Un Verne desconocido, del que se tienen pocos datos documentales, pero cuyo ideario secreto puede rastrearse en sus obras: "la atenta lectura de los Viajes Extraordinarios desde este punto de vista habrá de reservarnos también extraordinarias sorpresas. Así, veremos que el Verne ciudadano que se confesaba partidario del orden 'en sociología', se transformará con harta frecuencia, como autor, en enérgico vapuleador de ese orden y de sus representantes, en censor implacable del estatismo autoritario, del esclavismo y colonialismo, en el magnificador de las luchas por la independencia nacional, y en el exaltado defensor de una libertad que iza con más frecuencia la bandera libertaria que la bandera liberal. Los ecos del individualismo libertario y del socialismo utópico retumban a lo largo de los Viajes extraordinarios con tal frecuencia y tal intensidad, que podemos ver en ellos los truenos de la tormenta íntima que agitaba a nuestro autor, y la deslumbrante confirmación de ese diagnóstico de 'revolucionario subterráneo'. (...) la ideología política contenida en los Viajes Extraordinarios (...) tal como está expresada, nos revela un Verne portador de un sueño social, de un sueño que sueña un hombre nuevo –'No son nuevos continentes los que hacen falta, son hombres nuevos', dirá Nemo anticipándose a Zaratustra–, de un sueño paralelo al que el autor asigna a la naturaleza y de cuya realización es el hombre el instrumento privilegiado. (...) Todo en la obra de este solitario denuncia la soterrada, la angustiada voluntad y nostalgia de la ruptura. ¿Qué es el viaje sino una ruptura?" (Miguel Salabert, 'Julio Verne, ese desconocido'). 
   Mucho se ha especulado sobre el velado discurso que fluye subterráneamente bajo la capa superficial de la aventura en las novelas de Verne. Dejemos en las brumas la figura de Jules Verne como ser humano, su hipotética adscripción a alguna hermandad de tipo sansimoniano o masón dedicada a propagar ideas de socialismo utópico, para centrarnos en las intenciones de fondo que se dejan entrever en su obra literaria. Y lo que primero resulta evidente es que cada novela de Verne, cada uno de sus Viajes Extraordinarios, no es otra cosa que una narración iniciática. Un relato de la iniciación de un ser humano, al que la aventura transforma hasta el punto de que su personalidad pasa de un estadio inmaduro a un plano superior de conciencia. 
   Sabido es que toda novela de viajes es una novela de iniciación, pero pocas como las de Verne contienen tantos elementos que no dejen lugar a dudas sobre ese sentido último. Y de ellas, quizá sea 'Viaje al centro de la Tierra' la más paradigmática. 
   En esta novela se cumplen sistemáticamente las tres ceremonias básicas de todo rito iniciático: la preparación del neófito (en un lugar sagrado), el viaje propiamente dicho (símbolo de muerte o transmutación), y el renacimiento como hombre nuevo (con la salida del mundo subterráneo a la luz). En síntesis: el típico protocolo iniciático de muerte-resurrección. Cada una de estas ceremonias ha de pasar por distintas fases rituales, que son obedecidas punto por punto en el relato, como tendremos ocasión de comprobar. 
   La presencia de los grandes temas míticos en la obra de Julio Verne es una constante. El autor de 'La isla misteriosa' era de origen celta y se interesó vivamente por las leyendas célticas. El proyecto de realizar un 'Viaje al centro de la Tierra' es, por ejemplo, desencadenado por el desciframiento de un antiguo manuscrito caligrafiado en letras rúnicas. Pero Verne recrea también soterradamente en sus novelas los grandes mitos clásicos heredados de la cultura grecorromana, donde se pueden detectar temas e influencias de autores como Homero y Virgilio. Éste último es expresamente citado en 'Viaje al centro...', al comparar la expedición subterránea que llevan a cabo sus protagonistas con el facilis descensus Averni del canto VI de la 'Eneida'. El descenso a los infiernos, la bajada al Hades, tema recurrente en la mitología helénica, pero que tiene antecedentes mesopotámicos en el 'Poema de Gilgamesh', y que será en la Edad Media retomado por Dante, ya desde una óptica cristiana, en su 'Divina Comedia'. 
   Del mismo modo que 'La Flauta Mágica' de Mozart es en realidad, disfrazado de cuento infantil, un rito iniciático y un canto a los ideales de la masonería, a nada que escarbemos en la superficie de las páginas de Verne, descubriremos que bajo el disfraz del relato de aventuras destinado a un lector más o menos juvenil, se esconde mucho más. Se esconde la presencia poderosa de temas y mitos profundamente arraigados en nuestro inconsciente colectivo, que tocan fibras y remueven zonas de sombra enterradas bajo la conciencia del lector, que activan sus mecanismos subconscientes, sus anhelos secretos, sus angustias, sus más ancestrales miedos, para enfrentarse a ellos y trascenderlos en aras a convertirle en un hombre de conocimiento. Pues el verdadero iniciado no será al final el protagonista de la novela. Lo será más bien su lector. 
Viajes denttro de la Tierra   Entrar en las páginas de 'Viaje al centro de la Tierra' es como entrar en una cueva. Una experiencia emocionante, imprevisible y sumamente gratificadora. La novela, además de una epopeya de la espeleología, es un compendio de todos los temas, de todos los accidentes, obstáculos y problemas a los que un espeleólogo se debe enfrentar en sus incursiones bajo tierra. Así como un tratado sobre el estado de los conocimientos en geología, mineralogía y paleontología de la ciencia de mediados del siglo XIX, donde no se eluden los debates y controversias que tenían lugar en aquel momento en torno a estas disciplinas entre la comunidad científica. 
   Para quienes nos dedicamos a viajar dentro de la Tierra, a explorar sus abismos, es éste un libro doblemente valioso. Cada vez que Axel describe los paisajes cavernarios con que se va topando en su expedición, no es que nos los imaginemos en nuestro cerebro, ¡es que los estamos viendo! Es que los hemos ya visto con nuestros propios ojos, y al contemplarlos hemos sentido el mismo asombro que siente Axel ante tanta maravilla, tanta inmensidad y tan extraordinaria belleza. Las descripciones de 'Viaje al centro de la Tierra' podrían aplicarse a muchas de las cuevas y complejos kársticos que horadan nuestras tierras. Serían perfectamente intercambiables. Los incidentes que sufren los viajeros en la ficción, son en gran parte idénticos a los que suelen acontecer a los visitantes de las cavernas en la realidad. Muchas de las experiencias que vive Axel en la novela, las hemos experimentado en las cuevas, por lo que este libro, más que leerlo, lo vivimos. Y muy intensamente. 
   Con su espíritu enciclopédico, Julio Verne, que se había documentado a fondo sobre el tema, como era su costumbre, va desgranando las lecciones que todo espeleólogo debe aprender para llevar a buen término su azarosa actividad. Lecciones que, pese al tiempo transcurrido, siguen teniendo su vigencia. 
   Cierto es que no llegaremos nunca al centro de la Tierra. Nadie ha llegado. Pero nuestros pasos se encaminan en aquella dirección, y aunque no hayamos más que arañado la superficie de la corteza terrestre, quién nos dice que algún día no encontremos una sima más profunda que todas las simas, que conduzca más adentro, más hondo, más abajo que todos los túneles hasta hoy registrados. No es tan improbable. Cada equis años aparecen en la prensa noticias del hallazgo de cavidades que superan todos los récords de profundidad hasta el momento explorados. Y constantemente se están descubriendo nuevas cuevas, o nuevas galerías dentro de cuevas ya conocidas. 
   Sorprende, por otro lado, que habiendo llegado el hombre tan lejos en sus viajes y sondas extraterrestres (hasta la Luna, Marte, Titán y más allá del Sistema Solar), haya avanzado tan poco en sus viajes intraterrestres. Las más profundas prospecciones realizadas (a la búsqueda, no de la gloria, como el profesor Lidenbrock, sino de oro negro) no han sido sino someros pinchazos en la epidermis de la Tierra. De lo que haya más adentro, todo son hipótesis, pero no existe prueba empírica alguna. Ni hasta ahora ningún testigo. El mundo subterráneo, como Julio Verne, sigue siendo un desconocido. 
   Tal es el punto de vista del geofísico neozelandés David J. Stevenson, que ha dedicado buena parte de su carrera profesional a estudiar los entornos de Júpiter y las placas tectónicas de Marte. Este científico denuncia que la exploración del interior de nuestro planeta nunca ha sido una prioridad para los gobiernos mundiales, al contrario que la investigación espacial. En la península de Kola, en Rusia, los soviéticos emprendieron en los años ochenta un plan de excavación que les ha tenido escarbando casi veinte años, y sólo han logrado perforar la Tierra diez kilómetros. "Conocemos mejor la superficie de Urano que las entrañas que nos sustentan, lo cual es ridículo". Stevenson, al que algunos colegas apodan como el Julio Verne del siglo XXI, ha concebido un proyecto tecnológico para perforar el globo terráqueo con el fin de llegar a su centro, donde, según explica, "encontraremos el origen de nuestro planeta y podremos comprender y predecir los terremotos". "Si viajamos hasta el núcleo y lo analizamos, podremos reproducir las condiciones de la formación de la Tierra, hace 4.500 millones de años". "Investigar directamente la fluctuación de los materiales sobre los que flotan las placas tectónicas nos permitiría un control mucho mayor de los movimientos y una mayor capacidad de predicción". 
   Aunque el proyecto de Stevenson se sale de los límites de este escrito (y de nuestra comprensión), nos limitaremos a transcribir que el plan consiste en "abrir una gran ranura en algún punto de la Tierra, de un kilómetro de profundidad, y llenarla de un material más denso que la roca, como el hierro líquido. Gracias a la fuerza de la gravedad, el material se abriría paso él solo y, con él, la sonda que proporcionaría la información. Podemos imaginar la sonda como una barca que navega en un río; el hierro abre un gran valle y la sonda fluye por él a la velocidad de un corredor humano hasta llegar al núcleo en sólo una semana". "Necesitaríamos una cantidad de hierro líquido como mínimo equivalente a diez Torres Eiffel fundidas, una porción 'mínima' en comparación a la cantidad diaria de este material que producen las siderúrgicas". El coste del sondeo se ha estimado en unos diez billones de dólares (Diario de Noticias, Navarra, 15 enero 2005). Si tal proyecto fuera factible, y Stevenson asegura que tecnológicamente lo es, una vez más tendríamos ahí a la realidad dejando en pañales a la ficción. 
   Pero, hablando de realidades/ficciones, volvamos al Julio Verne del siglo XIX. 
 
   Es hora de que presentemos ya al profesor Lidenbrock, motor de la acción y protagonista principal de 'Viaje al centro de la Tierra'. Erudito, geólogo y profesor de mineralogía en el Johanneum de Hamburgo, Otto Lidenbrock era, en palabras de su sobrino Axel (narrador en primera persona de la crónica de la expedición), "un hombre tan raro como terrible". "En cada lección, se encolerizaba una o dos veces, con toda regularidad. No le preocupaba en absoluto que sus alumnos asistieran con asiduidad a sus lecciones, ni que le concedieran atención, ni el éxito que pudieran tener aquellos en el futuro (...). Enseñaba 'subjetivamente' (...), para sí mismo, y no para los demás. Era un sabio egoísta, un pozo de ciencia cuya polea rechinaba cuando de él se quería sacar algo;" 
    
   Sea como fuere –prosigue Axel–, debo decir que mi tío era un verdadero sabio (...). Figuraos un hombre alto, flaco, con una salud de hierro y un aspecto juvenil, realzado por sus rubios cabellos, que le perdonaba diez años a su cincuentena. Sus grandes ojos se agitaban incesantemente tras unas gafas de considerable tamaño. Su nariz, larga y fina, parecía una hoja afilada (...). Si añado que mi tío andaba a zancadas de casi un metro, y si preciso que al andar mantenía sus puños sólidamente cerrados, signo de un temperamento impetuoso, se le conocerá suficientemente como para no desear demasiado su compañía. (Jules Verne, Viaje al centro de la Tierra, cap. 1). 
 
   Temperamento impetuoso. He aquí en dos palabras la personalidad característica de un hombre de acción. De alguien que está dispuesto a poner todo su ímpetu en la consecución de sus fines, a mayor gloria de la ciencia. Ése es precisamente el carácter que define, no sólo a Lidenbrock, sino a la mayoría de los individuos que se dedican a la espeleología. Porque hace falta una vocación a prueba de bombas para decidirse a penetrar en los inextricables laberintos de las profundidades de la Tierra poniendo en peligro la propia integridad física, con el solo fin de aportar nuevos datos y sustentar en cimientos más firmes el edificio de las ciencias naturales. Un temperamento impetuoso, emprendedor, que no atiende a más razones que las científicas, que está dispuesto a arrostrar peligros, a dinamitar escollos, a perseguir sus objetivos contra todo pronóstico negativo, a despreciar la cortedad de miras y los consejos timoratos basados en valores pequeño-burgueses como la seguridad, la estabilidad o la prudencia. 

   Huir sería, por lo tanto, conformarse a las leyes de la más elemental prudencia. Pero no parece que hayamos venido aquí a ser prudentes.  
   Continuamos, pues, adelante. (Ibid., cap. 34) 

   Afirmaba Julio Verne que "todo lo que de grande se ha realizado ha sido hecho en nombre de esperanzas exageradas", y a esta filosofía parecen responder la mayoría de los héroes (y anti-héroes: Nemo, Robur...) de sus novelas, incluido Lidenbrock. 
   Por nuestra parte, no podemos dejar de imaginarnos al profesor Otto Lidenbrock, aunque no concuerden con los descritos por Verne, con los rasgos físicos del insigne James Mason, pocos años antes de su interpretación de Humbert Humbert, en la mejor de las muchas versiones cinematográficas de la novela, la del año 1959. Dirigida por el artesano Henry Levin, el film contaba con los impagables efectos especiales del verdadero artista en la sombra, Ray Harryhausen, que utilizó iguanas de verdad para retratar las bestias antediluvianas con que se topan los personajes en su incursión subterránea. Pero no adelantemos acontecimientos. 
   El personaje de Axel es el contrapunto al de su tío el profesor Lidenbrock. Aunque no se especifica su edad, nos lo imaginamos como un muchacho de unos dieciocho años, enamorado de la ahijada del profesor, estudiante de ciencias naturales, pero aún inexperto en las ciencias de la vida. Axel será embarcado contra su voluntad por su tío en la fantástica expedición, sin que de nada le sirvan las diferentes excusas que alega para librarse de emprenderla o para abandonarla a medio camino. A lo largo del viaje, el renuente Axel, convencido de que todo lo que le interesa está en la superficie terrestre y nada se le ha perdido en el centro remoto, va interponiendo constantes objeciones de tipo teórico y práctico como freno a lo que considera delirios de su tío. Como le conoce bien y sabe que no admitirá más argumentaciones que las basadas en razonamientos científicos, le ataca por ese flanco con la teoría entonces dominante (y aún hoy vigente) del fuego central. Nadie puede ir al centro de la Tierra porque ese núcleo es un magma incandescente de elevadísima presión y temperatura. ¿Quién no estaría de acuerdo con Axel? 
   Pero nada pueden las razones frente una razón de orden superior. 

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Lección I:  ¡Al diablo las teorías!

   Axel: –Es sabido que el calor aumenta en casi un grado por cada setenta pies de profundidad bajo la superficie del Globo. Ahora bien: admitiendo que esta proporcionalidad se mantenga constante, dado que el radio terrestre mide mil quinientas leguas, la temperatura existente en el centro debe ser superior a doscientos mil grados. Las materias del interior de la Tierra se hallan, pues, en estado de gas incandescente, ya que ningún metal, ni el oro, ni el platino, ni las más duras rocas resisten a tal temperatura. 
   (...) 
   –He aquí lo que yo decido –replicó el profesor Lidenbrock, recuperando sus aires de suficiencia–. Decido que ni tú ni nadie sabe con certeza lo que hay y pasa en el interior del Globo, habida cuenta que apenas se conoce la doceavamilésima parte de su radio. Decido que la ciencia es eminentemente perfectible, y que cada teoría viene siendo incesantemente destruida por una teoría nueva. 
   (Jules Verne, Viaje al centro de la Tierra, cap. 6) 

   ¿Y quién podría negar que el profesor tiene aquí toda la razón? ¿Alguien ha visto el interior profundo de la Tierra? ¿Existe alguna muestra de lo que allí se esconde? Por supuesto que hay teorías científicas al respecto sólidamente argumentadas, pero no dejan de ser eso: teorías, hipótesis a confirmar, y en este caso estamos prácticamente igual que en tiempos de Verne. Es mucho más lo que ignoramos que lo que conocemos de las entrañas del Globo. 
   Fuera teorías. Fuera excusas. Son los hechos los que cuentan. Las pruebas empíricas. Y el profesor Lidenbrock está dispuesto a aportarlas en su propia persona, y en la de su sobrino, que oficiará de testigo y cronista. 
   Axel es el personaje con el que se identifican los lectores del libro. Sus inquietudes, sus pesadillas, sus objeciones, son las que nosotros tendríamos puestos en su lugar. Como narrador en primera persona de la crónica del viaje, ejerce de ojos y oídos para el lector, y le hace sentir lo que se siente al internarse por los extraños mundos del submundo. 
   Pero Axel es también el neófito. El personaje que simboliza al novicio en el rito de iniciación. Cuando parte muy a su pesar rumbo al interior del Globo es todavía un adolescente lleno de remilgos y temores, que nada importante ha realizado en la vida. Cuando regrese será un hombre hecho y derecho, curtido en mil peligros, curado de todo espanto, y habrá acumulado en su haber suficientes proezas como para hacerse verdaderamente merecedor de la mano de Grauben, la ahijada del profesor. Será, en definitiva, un hombre nuevo. Un iniciado. 
   Si al comienzo de la aventura Axel pensaba que ir al centro de la Tierra era cosa de locos, al final le oiremos exclamar, poseído ya de la 'embriaguez de las profundidades': "¡Ah! ¡Qué viaje! ¡Qué maravilloso viaje!". Y recogerá la antorcha del profesor, y se contagiará de su monomanía –como Sancho Panza se contagia del idealismo de Don Quijote–, superándole al final en ardor y coraje, soltando el lastre de sus prejuicios y miedos, y siendo el primero en abrir brecha para proseguir la expedición. 

   La acción de 'Viaje al centro de la Tierra' arranca cuando el profesor Lidenbrock descubre entre las páginas de un antiguo libro un pergamino manuscrito del siglo XVI. El manuscrito está caligrafiado en letras rúnicas, y Lidenbrock se quema las meninges para intentar descifrarlo, sin conseguirlo. Es Axel, significativamente, quien lo logra, con la decidida intervención del azar. Al mirar eventualmente a trasluz el papel, se percata de que las letras están en realidad invertidas en simetría especular, como hacía Leonardo da Vinci al escribir sus códices de derecha a izquierda, de forma que era menester leerlos reflejados en un espejo (en 'Alicia a través del espejo' sucede algo parecido). Per speculum in ænigmate, que diría Pablo. Se pueden detectar en este episodio reminiscencias de 'El escarabajo de oro' de Poe, relato en el que la minuciosa decodificación de un mensaje cifrado da las pistas para descubrir un tesoro. 
   Los caracteres eran runas, el idioma era el latín, la firma era de Arne Saknussemm, un célebre alquimista islandés del siglo XVI cuyas obras habían sido quemadas por heréticas (y para el que Verne se inspira en un personaje real: Arne Magnusson, 1663-1730, nacido en Islandia y divulgador de las sagas nórdicas), y el contenido era el siguiente: 

   Desciende por el cráter de Jokull de 
   Sneffels que la sombra de Scartaris 
   acaricia antes de las calendas de Julio, 
   viajero audaz, y llegarás al centro 
   de la Tierra. Es lo que yo hice. 
   Arne Saknussemm. 
   (Ibid., cap. 5) 

   ¡Qué tentadora invitación a la aventura! Un pico de Islandia, el Scartaris, proyecta en el solsticio de verano su sombra sobre uno de los varios cráteres de un volcán apagado, el Sneffels, identificándolo como la puerta de entrada a un túnel que conduce hasta el mismo centro de la Tierra. Y alguien, que ha hecho previamente ese viaje alucinante, nos invita a repetir sus pasos. 
   Como en todo rito de iniciación, el neófito parte del desciframiento de un criptograma sagrado, de un enigma o acertijo que es la llave para entrar en el otro mundo. Los caracteres son rúnicos, es decir, sacros, por haber sido "inventados por el mismo Odín", "surgidos de la imaginación de un dios", según comenta el profesor. Aunque el mensaje sea confuso, como ocurre con todos los oráculos, el hecho de que Axel haya dado con la clave para descifrarlo le designa como elegido. 
   A partir de la revelación del mensaje, el profesor Lidenbrock no pierde un segundo en poner manos a la obra, adquirir billetes de barco, preparar el voluminoso equipaje, y arrastrar a su sobrino en la aventura. Pues quedan pocas semanas para las calendas de julio y la travesía hasta Islandia, vía Copenhaghe, será larga. 
   Pero antes, debe cumplirse otro de los requisitos de todo ritual esotérico de iniciación: la promesa por parte del neófito de guardar el secreto. 

   –Ante todo –prosiguió–, debo recomendarte el más absoluto secreto, ¿me oyes? No carezco de envidiosos en el mundo de los sabios. Y son muchos los que querrían emprender este viaje, del que no deben tener noticia hasta nuestro regreso. 
   –¿Realmente cree usted que serían muchos los audaces que osaran emprenderlo? 
   –Sin duda. ¿Quién vacilaría en conquistar tan alta gloria? 
   Al final del capítulo, el profesor reitera su advertencia: 
   –Pero silencio, ¿oyes?; silencio sobre todo esto, para que a nadie se le ocurra la idea de descubrir antes que nosotros el centro de la Tierra. (Cap. 6). 

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Lección II:  ¿Por qué imposible?

   El profesor Lidenbrock explica a Axel sobre un mapa de Islandia los pormenores de su plan de viaje. Le señala el volcán Sneffels: 

   –El mismísimo Sneffels. Una montaña de cinco mil pies de altitud (1.620 metros), una de las más notables de la isla, y la que, con toda seguridad, será la más célebre del mundo entero si su cráter conduce al centro del Globo. 
   –Pero ¡eso es imposible! –exclamé, encogiéndome de hombros, en abierta rebelión contra tan descabellada suposición. 
   –¿Imposible? –dijo severamente el profesor–. Y ¿por qué imposible? 
   –Porque, evidentemente, este cráter ha de estar obstruido por las lavas, por las rocas ardientes y... 
   –¿Y si es un cráter apagado? (Cap. 6). 

   La tesis de Lidenbrock es que "cuando en los primeros días del mundo la Tierra fue enfriándose poco a poco, la disminución de su volumen produjo en su corteza dislocaciones, rupturas, grietas y contracciones" (cap. 22), y no era imposible que pudiera haber entre ellas una fisura que permitiera sumirse en las más insondables profundidades del Globo. 
   Axel se resiste al proyecto con toda su capacidad dialéctica. Plantea dudas sobre la autenticidad del manuscrito, sobre lo oscuro de las referencias al Scartaris y las calendas de julio. 
   "Luz es para mí lo que tú llamas oscuridad", le replica el profesor, y le argumenta su interpretación del mensaje con tanto detalle y tan convincentes razones que no le deja opción a dudas. 

   –Bien. Obligado me veo a convenir en que la frase de Saknussemm es clara y disipa toda duda. Incluso estoy dispuesto a admitir la total autenticidad del documento. Y que Saknussemm llegó al fondo del Sneffels, que vio la sombra del Scartaris acariciar los bordes del cráter antes de las calendas de julio. Asimismo, que oyera contar entre las leyendas de su tiempo la de que el cráter llegaba hasta el centro de la Tierra... Pero que él mismo llegara al centro del Globo, que hiciera ese viaje de ida y vuelta, si es que llegó a emprenderlo, eso ¡no! ¡Cien veces no! 
   –¿Y por qué razón? –preguntó mi tío, en un tono singularmente burlón. 
   –Pues porque todas las teorías de la ciencia demuestran la imposibilidad de tal empresa. 
   –¿Todas las teorías dicen eso? –respondió el profesor, adoptando un aire bonachón–. ¡Ah! ¡Las condenadas teorías! ¡Nos van a poner en un aprieto esas pobres teorías! (Cap. 6). 

   Agotados todos los argumentos en contra, y como último recurso, Axel comunica a su prometida Grauben las intenciones de su tío, con la esperanza de que le disuada de tan disparatada empresa. 

   Durante algunos instantes ella permaneció silenciosa. ¿Latía su corazón al compás del mío? Lo ignoro, pero su mano no temblaba en la mía. Anduvimos unos cien pasos sin hablar. 
   –Axel –me dijo, al fin. 
   –Dime, mi querida Grauben. 
   –Será un viaje magnífico. 
   Sus palabras me sobresaltaron. 
   –Sí, Axel; un viaje digno del sobrino de un sabio. Es bueno que un hombre se distinga por la realización de una gran empresa. (Cap. 7). 

   El novicio no ha tardado ni tres páginas en incumplir su promesa de silencio. Pero el tiro le sale por la culata, pues su amada, lejos de horrorizarse, le anima a embarcarse en la aventura. Incluso asegura que "yo os acompañaría muy gustosamente, si una muchacha no fuera para vosotros un estorbo". Tomémonos con humor esta observación de la chica, que rechinará a los oídos de más de una intrépida deportista de hoy en día, capaces como son de dejarnos muy atrás a muchos hombres en temas como la espeleo, la escalada, el buceo, el 'rafting', el 'puenting' o cualquier actividad de riesgo que se les ocurra. Y recordemos que en tiempos de Julio Verne (la novela es de 1864) la población de sexo femenino estaba fuertemente mediatizada por muchos y muy diversos corsés sociales. Una mujer entrando en una sima sería algo impensable. 
   En Hollywood sí que se lo pensaron, y tuvieron la ocurrencia (star system obliga) de meter con calzador un elemento femenino en la aventura, una señora talludita entrada en años que se apunta al 'Viaje al centro de la Tierra' contra la voluntad de Lidenbrock, empeñada en ir detrás del profesor, aunque sea hasta el fin del mundo, para cazarlo como marido, y que con su torpeza les va creando complicaciones y situaciones jocosas. Cuando la señora se queja del extremado calor que hace allí dentro, Lidenbrock/Mason le espeta: 
   –Pues quítese ese corsé. 
   Nada de esto  sucede en la novela, en la que, como es habitual en las ficciones de Verne, los héroes de acción son siempre masculinos, mientras que las protagonistas femeninas adoptan un rol más pasivo, por lo general el de la mujer que, como Penélope, espera en el hogar el regreso del héroe tras su aventura. 

   ¡Ah! ¡Mujeres –piensa Axel–, muchachas, corazones femeninos siempre incomprensibles! (...) ¡Cómo! ¡Esta chiquilla me estimulaba a participar en tal expedición! ¡Y ella misma no hubiese temido intentar la aventura! ¡Y me instigaba a mí a emprenderla, a mí, a quien, sin embargo, amaba! (Cap. 7). 

   Axel, desesperado y confuso, aún confía en que su novia se lo piense mejor, pero Grauben por el contrario se va entusiasmando con la idea, y por la noche termina por insinuar a Axel lo que ella espera de su prometido. Que deje de ser un chiquillo y se convierta en un hombre de verdad. Si tal sucede, ella le ofrecerá la recompensa de su amor y su entrega. 

   –¡Ah, mi querido Axel, qué hermoso es sacrificarse así por la ciencia! ¡Y qué gloria espera al señor Lidenbrock y a su compañero! Al regreso, Axel, serás un hombre, su igual, libre para hablar, libre para actuar; libre, en fin, para... 
   La joven, ruborizada, no terminó su frase. (Cap. 7). 

   Durante la noche me sobrecogió de nuevo el terror. La pasé soñando en precipicios. Era presa del delirio. Me sentía agarrado por la vigorosa mano del profesor y arrastrado, despeñado, hundido. Caía al fondo de insondables precipicios con la velocidad creciente de los cuerpos abandonados en el espacio. Mi vida era una caída interminable. (Cap. 7). 

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Lección III:  Vencer el vértigo

   La fase siguiente en todo ceremonial iniciático es la de la preparación del novicio al trance. En su acercamiento a Islandia, los personajes han de hacer etapa en Copenhaghe para embarcar desde allí hacia la isla, y Lidenbrock aprovecha la ocasión para ir entrenando a su sobrino y mentalizándole a lo que le espera. Al profesor no se le ocurre mejor cosa que combatir el vértigo a las alturas por el tratamiento de choque de escalar a lo alto de los campanarios de las iglesias que van encontrando por el camino. 

   (...) llegamos ante Vor-Fresers-Kirk. Nada de particular ofrecía esta iglesia. Pero la razón de que su muy elevado campanario hubiese atraído la atención de mi tío era la de que, a partir de la plataforma, se desarrollara una escalera exterior en torno a la torre, con sus espirales al aire libre. 
   –Subamos –dijo mi tío. 
   –Pero... nos dará vértigo, tío. 
   –Razón de más; hay que acostumbrarse. 
   –Pero... 
   –Ven, no perdamos más tiempo. (Cap. 8). 

   El entrenamiento, la preparación física, el aprendizaje de las técnicas de escalada, son condiciones de obligado cumplimiento para todo aquel que se dedique a visitar cuevas. Pues los caprichos de la naturaleza no están hechos para complacer los caprichos del hombre, y éste se encontrará más de una vez en las cavernas con obstáculos insalvables, pozos, simas y abismos cuyo fondo se pierde en tenebrosas negruras, a los que sólo asomarse corta la respiración y encoge el ánimo del individuo más templado. Pero la mayor parte de las veces no queda otro remedio que superar ese vértigo, ese atenazante terror al abismo, si se quiere proseguir la exploración de la cueva. 
   Por eso lo común es que quien practica espeleo practique también la escalada, el barranquismo y otras modalidades de deportes de naturaleza, con el fin de adiestrarse a la luz del día en las dificultades y asperezas con que se encontrará en las oscuridades del mundo subterráneo. Por nuestra parte acostumbramos hacer entrenamientos en paredes rocosas y barrancos, que abundan en nuestras tierras. Trepamos y destrepamos farallones. Hacemos descenso de cañones, como el de Otín en la Sierra de Guara (Huesca), el barranco de la Sierra de Navascués, o el cañón de Arteta, ambos en Navarra. Este último cañón requiere empezar con un rappel en vacío de unos 30 metros, mientras cae una cascada de agua helada sobre nuestras cabezas (una buena ducha para comenzar el día, que nos deja ateridos pero despejados para el resto de la excursión), continuar, a veces con cuerdas, a veces a nado, por una sucesión de cascadas y lagunas que se encajonan en profundos meandros a los que apenas llega el sol, y que se asemejan a los túneles de una cueva, para terminar en un vertiginoso rappel volado en extraplomo sobre el valle, de más de 40 metros de caída (altura equivalente a la de un edificio de trece pisos). Los que padecemos de vértigo comprendemos muy bien, y por propia experiencia, lo que siente Axel en estos bretes. 

   Forzoso fue seguirle, agarrándome como podía. El viento me aturdía. Sentía oscilar el campanario bajo las ráfagas. Me huían las piernas, y debí trepar, a gatas primero y luego de bruces, con los ojos cerrados, mareado por el vértigo. 
   Al fin mi tío, asiéndome del cuello de la camisa, tiró de mí, y así llegué cerca de la bola que corona el campanario. 
   –Mira –me dijo–, y mira bien. ¡Hay que tomar lecciones de abismo! (Cap. 8). 

   Este episodio nos trae a la memoria la imagen de James Stewart subido a lo alto de un campanario para vencer su acrofobia en la escena final de 'Vertigo' ('De entre los muertos') de Hitchcock.  Hemos de confesar que nuestras 'lecciones de abismo' nos ayudan a curtirnos y coger soltura en el manejo de cuerdas y chismes de escalada, pero que hasta ahora no han logrado curarnos a algunos de nosotros del vértigo, esa irracional y mareante sensación que nos paraliza todos los miembros del organismo cuando nos arrimamos a un precipicio. Bajaremos la sima porque no tenemos otra opción, pero el instante de asomar el cuerpo para colgarlo del abismo será siempre un momento tan angustioso como la primera vez. Igual le ocurrirá a Axel a lo largo del viaje, pese a todos sus ejercicios. 

   –Mañana lo repetiremos –dijo mi profesor. 
   Y, en efecto, cinco días hube de repetir este vertiginoso ejercicio, con lo que llegué a hacer sensibles progresos en el arte de 'las altas contemplaciones'. (Cap. 8).

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Lección IV:  El retorno es lo de menos

   Profesor y alumno desembarcan en Reykjavik, capital de Islandia. Nada más llegar y descargar sus equipajes, cuya cantidad y volumen sorprenden a los habitantes del lugar, mantienen el siguiente diálogo: 

   –Bueno, Axel –dijo mi tío–. Esto va bien. Lo más difícil está ya hecho. 
   –¿Cómo? ¿Lo más difícil? 
   –Sin duda, ya no nos queda más que descender. 
   –Si se lo toma usted así, tiene razón. Pero, digo yo que después de bajar tendremos que subir, ¿no? 
   –¡Oh! Eso es lo que menos me preocupa. (Cap. 9). 

   ¡Así habla un espeleólogo! Mientras que a todo novel lo que más le preocupa de un viaje es asegurarse el regreso, al verdadero viajero no le preocupa más que llegar a su destino. 
   Echemos un vistazo al voluminoso equipamiento que se ha procurado Lidenbrock para la expedición: termómetro, manómetro, dos brújulas de inclinación y de declinación, un anteojo de noche, dos aparatos de Ruhmkorff que, mediante una corriente eléctrica, dan una luz muy portátil y segura (contienen una pila Bunsen activada por medio de bicromato de potasa que no desprende ningún olor, no se apaga bajo el agua y no explota con gases inflamables como el grisú; este tipo de linterna ilumina muy eficazmente en las más profundas oscuridades), armas de fuego, dos picos, dos azadones, una escala de seda, tres bastones con puntas de hierro, un hacha, un martillo, una docena de cuñas y armellas de hierro, y largas cuerdas de nudos. Un paquete de víveres no demasiado grande, 

   con carne concentrada y galletas en cantidad suficiente para seis meses. El líquido se reducía a una provisión de ginebra. No llevábamos agua, pero teníamos cantimploras, y mi tío contaba con las fuentes para llenarlas. (Cap. 11). 

   El profesor no había echado en olvido un botiquín portátil, con tablillas para fracturas, vendas, esparadrapos... cosas todas de mal augurio, amén de frascos con dextrina, amoníaco, alcohol, éter, "drogas todas ellas de utilización poco tranquilizadora". Una provisión de tabaco, pólvora y yesca, y un cinturón de cuero en el que guardaba su dinero. Seis pares de botas impermeabilizadas. 
   Llama la atención el hecho de que Verne se olvide en su inventario de un elemento imprescindible en la exploración de toda caverna: el casco, que protege de los golpes las cabezas de los expedicionarios. Si algo no escasea en una cueva son los coscorrones. Lo de las lámparas de Ruhmkorff, a juzgar por las cualidades descritas, parece un gran invento: linternas eléctricas, décadas antes de patentarse la bombilla. Pero, ¿qué ha sido del invento? Por lo que cuenta Verne, constituirían un mejor sistema de iluminación que los aparatos de acetileno que llevamos este siglo los que entramos a cuevas. Al menos no despedirían tan mal olor. 
   Resulta curioso también que sea mayor la provisión de ginebra que la de agua para el viaje. Confiar en que la naturaleza proveerá del líquido elemento en las cuevas es desconocer el carácter esencialmente imprevisible de las mismas, donde lo mismo podemos encontrar arroyos, ríos y lagos subterráneos, que kilométricas galerías fósiles sin el menor rastro de agua, filtrada como se ha ido por grietas y sumideros rumbo al centro de la Tierra. Los viajeros de la novela pagarán caro este error de cálculo. 
   En Reykjavik, el profesor contrata a un nativo islandés como guía. Es un mocetón campesino llamado Hans, experto cazador; su personaje será el que complete el trío de expedicionarios al centro del Globo. Impasible, lacónico hasta la exasperación, Hans no se plantea el mañana, y acepta en cada momento las vicisitudes que le depara el destino, sin quejarse, y con un encomiable espíritu de cooperación. 

   Esta fue la ocasión escogida por mi tío para informar al cazador que su intención era la de proseguir el reconocimiento del volcán hasta sus últimos límites.  
   Hans se limitó a inclinar la cabeza en señal de asentimiento. Él no veía ninguna diferencia entre ir acá o allá, entre recorrer la isla o hundirse en las entrañas de la misma. (Cap. 14). 

   Si hay que ir al centro de la Tierra, se va. No hay problema, con tal de que le vayan pagando el salario semanal acordado (cosa que Lidenbrock se encargará de hacer religiosamente cada sábado, aunque lleven ya meses perdidos en los abismos bajo tierra). 
   El profesor contrata también a tres islandeses como porteadores. Pero sólo para trasladar los pesados bultos hasta el cráter del volcán. Una vez allí, los despide. En la ceremonia no debe haber testigos. 
   Verne describe las sucesivas etapas de la aproximación al volcán Sneffels, pintando con certeras pinceladas el paisaje y el paisanaje de Islandia, para lo cual se había documentado epistolarmente con un colega geólogo islandés. La aproximación a la cueva forma parte importante del rito, la atmósfera se va cargando de ominosos presagios y hasta los paisajes parecen prefigurar lo que los audaces viajeros se van a encontrar dentro.

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FotoCDA4

Viajes dentro de la Tierra
Fotografía espeleológica

© fotoAleph 
www.fotoaleph.com
   
Fotografías: 
© Luis Moreno 
© Fidel Moreno 
© Agustín Gil 
© Carlos Cardesa 
Realizadas en diversas cuevas de Navarra, Guipúzcoa, Baja Navarra, Zuberoa y Soria  (2004)