Exposiciones fotográficas

Viajes dentro de la Tierra

La llamada de las profundidades


   Vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño.
   Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto...
   (Jorge Luis Borges, extractos de El Aleph)

   Vi a los pioneros de la exploración subterránea, descubridores de un Nuevo Mundo que yace escondido debajo del nuestro.
   Les vi  descender por pavorosas simas, trepar por caos de rocas, reptar por apretadas rendijas, navegar por ríos subterráneos.
   Y su objetivo era ir siempre más adelante, más adentro, más abajo. Y su dirección enfilaba rumbo al centro de la Tierra.
   Vi los laberínticos parajes que atravesaban en su camino, abrumado por su inmensidad, fascinado por su extraña belleza.
   Vi cuevas y simas cuyas negras bocas son las puertas de embarque a un viaje a lo desconocido: el viaje al mundo intraterrestre.

 

   He aquí una nueva muestra de fotografías de motivos espeleológicos tomadas a lo largo del último año en las profundidades de varias cuevas y simas de Navarra, Guipúzcoa, País Vasco-Francés y Soria, reunidas en una exposición colectiva de 60 imágenes realizadas por varios autores, que tenemos el honor de presentar en fotoAleph con el título de 'Viajes dentro de la Tierra'. 
   La alusión a la novela de Julio Verne no es casual. Pretendemos con este epígrafe no tanto rendir un modesto homenaje al autor de 'Viaje al centro de la Tierra', como sugerir que este libro, a sus ciento cuarenta años, sigue tan vivo como el primer día, y puede aún hoy servir de inspiración y guía a todo cuevero que se precie. Pues se trata de la novela espeleológica por excelencia, la que más a fondo ha sabido captar el espíritu de las cavernas y retratar el alma del espeleólogo: su arrojo, su tesón rayano con la testarudez, su curiosidad, su afán explorador, su voluntad de llegar hasta el final contra todo obstáculo. 
Cueva de Usede (sierra de Andia, Navarra)   En una época donde el viaje se ha trivializado hasta convertirse en un 'paquete' que vender a los turistas, como cualquier otro artículo de consumo, los 'viajes dentro de la Tierra' rompen esa dinámica mercantil. El viaje al mundo subterráneo es hoy el verdadero viaje: el viaje a lo desconocido, el viaje de exploración y descubrimiento, el que más esfuerzos y mejor forma física exige del viajero, el que más aventuras propicia, el que más peligros obliga a desafiar. Y en esto no hay agencias de viaje que valgan, pues las cuevas no tienen billete de entrada. Ni cicerone que guíe. Ni programas de visita (de hecho, todo intento de programación será desbaratado por los siempre imprevisibles accidentes de la cueva). Ni hay en los aledaños hoteles, restaurantes o tiendas de souvenirs. Por no tener, no tienen ni siquiera garantías de retorno. 
   Pero están ahí cerca, tentadoras, con sus negras bocas abiertas de par y par diciendo "entra y explórame". Quien se atreva a hacerlo, descubrirá maravillas. Se verá inmerso en un mundo irreal donde todos los prodigios son posibles. Y para lograr tamaña recompensa lo único que hay que tener es un poco de valor, algo de equipo y, sobre todo, una mochila llena de abundante curiosidad y espíritu de exploración. 

   ¡Ah! ¡Qué viaje! ¡Qué maravilloso viaje! 
   (Jules Verne, Viaje al centro de la Tierra, cap. 44) 

   Es un viaje de la luz a la oscuridad y de la oscuridad a la luz. Un viaje a través del espacio subterráneo, pero también hacia atrás en el tiempo, hacia el pasado más remoto del planeta, cuando en él habitaban animales y plantas hoy extintos, y el ser humano no había hecho aún su aparición. Y cuanto más profundos son los estratos que atravesamos, mayor es su antigüedad y más lejos nos remontamos en las eras geológicas. Es un viaje cuya meta es inalcanzable. Pues aunque su dirección sea siempre rumbo al centro de la Tierra, todos sabemos que nadie llegará hasta allí. 
   Es el viaje hacia abajo, según lo define Fernando Savater: "Bajar es abismarse en lo que nos sustenta, es desfondar el fundamento que nos subyace. Peligrosa misión, incluso enloquecedora (...); al bajar radicalmente –es decir, no al bajar de una escalera, que es algo elevado, sino al bajar a lo que realmente está abajo– perdemos nuestras más estables coordenadas y debemos invertir extrañamente nuestros puntos de referencia" (F. Savater, 'La infancia recuperada', cap. III, 'El viaje hacia abajo'). 
 
   Lo que estaba debajo pasa a estar encima. El suelo de los demás humanos es nuestro techo. La división día/noche desaparece, y uno se sumerge en una noche más oscura que todas las noches, una noche que dura por la eternidad. Se pierde la noción del tiempo. La temperatura apenas varía con las estaciones: en verano será fresca; en invierno hará menos frío dentro que fuera. La fauna nada tiene que ver con la de la superficie. El agua construye arquitecturas tan fantásticas que ni el más visionario de los arquitectos sería capaz de concebir, ni un ejército de hombres levantar. Las naves de las catedrales, las cúpulas de los santuarios, se quedan pequeñas por comparación. De las colosales bóvedas cuelgan inverosímiles formaciones pétreas que parecen desdeñar toda ley de gravedad. Además de caer en vertical, algunas estalactitas (las llamadas 'excéntricas') se desarrollan con frecuencia ramificándose en todas las direcciones del espacio tridimensional, como arrecifes de coral. Los paisajes interiores de la caverna son tan fuera de lo conocido, el ambiente tan fantasmagórico, que se diría estamos perdidos en un planeta lejano. Un planeta literalmente fuera del sistema solar. Como Alicia, que al caer por una sima oculta dentro de una madriguera de conejo llega al País de las Maravillas, un mundo-al-revés de atmósfera pesadillesca donde la lógica está desterrada, nada funciona como en la superficie, y todos están locos, incluida la protagonista, así parece ocurrir a quienes se internan en el extraño mundo de las cuevas, donde hasta las estalactitas se vuelven excéntricas. 

   –Pero yo no quiero andar entre locos –comentó Alicia.  
   –¡Ah, eso es algo que no puedes evitar! –dijo el Gato (de Cheshire)–; aquí estamos todos locos. Yo estoy loco. Y tú estás loca. 
   –¿Cómo sabes que yo estoy loca? –dijo Alicia. 
   –Tienes que estarlo –dijo el Gato–; de lo contrario no habrías venido aquí. 
   (Lewis Carroll, 'Alicia en el País de las Maravillas', cap. VI. Recordemos de paso que el título primitivo del cuento de Carroll era Alice’s Adventures Underground). 

   Reproducimos otro párrafo ilustrativo, esta vez extraído del libro '20 años de Espeleología en Navarra' (pág. 69). Un parte de Francisco Alzugaray, en torno a la campaña de exploración de la Sima de San Martín, que era entonces (1960) la sima más profunda del mundo, consigna los comentarios de un pastor de la zona, que observaba las maniobras de los espeleólogos: "el pastor (...) me pregunta: de dónde somos, qué vamos a hacer tanta gente, cuántos estamos y para qué fin es la espeleología. Contesto una a una estas preguntas gustoso. Una y otra vez me dice que estamos locos, locos." 
   Al final van a tener razón quienes nos suelen comentar que les han comentado que "si todo montañero tiene una pedrada, los cueveros tenéis dos pedradas". Y es que hace falta tener cierto gramo de locura para embarcarse en un viaje intraterrestre al país de las perpetuas tinieblas. Es el tipo de locura del que estaba imbuído el profesor Lidenbrock, que le empuja a emprender la más fabulosa expedición que espeleólogo alguno pudiera soñar: viajar hasta el centro de la Tierra (y porque no se puede llegar más adentro). Es una locura que arrastra a otros, quieran o no, en la aventura, como ocurre con su sobrino Axel y con Hans. Y que se contagia al final hasta a los expedicionarios más reticentes. 

   ¡Ir al centro de la Tierra! ¡Qué locura! 
   (Jules Verne, Viaje al centro de la Tierra, cap. 6) 

   Obsesión (o determinación) parecida a la que podían tener el capitán Hatteras por alcanzar el Polo Norte, o Phileas Fogg por ganar su apuesta de dar en ochenta días la vuelta al Globo. Y parecida también, saltando de Verne a Melville, a la fijación del capitán Ahab por dar caza a la ballena blanca, contra viento y marea y tempestades, aunque para ello tenga que arrastrar consigo a toda su tripulación hasta el mismísimo fondo del océano. En nuestras incursiones a las cuevas a veces resuenan ecos de Moby Dick: 
   –¡Por allí resopla! 
   Así suele exclamar un compañero del grupo cuando localiza un agujero, grieta o gatera por donde salga una fuerte corriente de aire, señal ésta inequívoca de que por allí se entra a una gran cavidad, y el viaje dentro de la Tierra puede continuar, con gran satisfacción de todos los miembros de la cordada. 
   Es un viaje interminable y un destino inalcanzable, pero no importa. Una vida entera no da ni para conocer siquiera las cuevas de nuestro más inmediato entorno. Pero no importa. Como en todo viaje, lo importante no es la meta sino el camino. Y estos caminos dentro de la Tierra forman un jardín oculto de senderos que se bifurcan en múltiples ramales. La espeleología es una ciencia de carácter poliédrico que implica conocimientos en disciplinas tan diversas como la geología, la mineralogía, la paleontología, la hidrología, la biología de fauna troglobia, la arqueología y un montón de materias más acabadas en logía. Entrar a una cueva acarrea absorber de golpe una ingente cantidad de nuevas informaciones, extrañas, insólitas, que el cerebro apenas puede asimilar y que, sin una base firme de conocimientos científicos, es difícil encajar en los sistemas de referencias que nos formamos en el mundo de la superficie sublunar. 
 
Cueva de Los Candelones (Soria)    No es pretensión de esta muestra fotográfica entrar en esas profundidades, ni de hecho podríamos. Llevamos en nuestro grupo poco más de tres años viajando sistemáticamente a las cavernas, y a algunos nos ha pillado la afición algo mayores, por lo que nuestras limitaciones son aún muchas. Pero es indudable que con cada incursión descubrimos algo nuevo, algún sorprendente hecho físico, geológico o faunístico, que nos da que pensar y hablar, y nos obliga a recabar información en los libros pertinentes. Nos sentimos como los párvulos de la escuela cavernaria, dispuestos a recibir, como Axel de su tío el profesor Lidenbrock, nuestras 'lecciones de abismo'. De momento nos conformamos con aprender lo mejor posible cómo usar las cuerdas y los artilugios de escalada para destrepar y trepar simas sin sufrir accidentes, que es lección primera y previa a todas. Comprendemos muy bien a Axel cuando afirma: 

   No sé si el más fanático geólogo hubiera tratado de estudiar, durante ese descenso, la naturaleza de los terrenos que íbamos atravesando. Por mi parte, me preocupé muy poco de saber si eran pliocenos, miocenos, eocenos, cretáceos, jurásicos, triásicos, perminianos, carboníferos, devónicos, silúricos o primitivos. 
   (Jules Verne, Viaje al centro de la Tierra, cap. 17) 

   Por nuestra parte, contrariamente a Axel, éstas son cuestiones que nos preocupan cada vez más, pues unas nociones de geología nos ayudarán a interpretar mejor los intrigantes fenómenos que de continuo presenciamos en nuestros viajes intraterrestres, y sustentar en una base más firme nuestra afición cuevil. Una afición que, por cierto, va en aumento. ¿Cómo podría ser de otra manera, si nos sentimos como exploradores en un nuevo mundo? ¿Si experimentamos la misma emoción del que pisa por primera vez un paraje y siente que le asiste el derecho a bautizarlo? Cierto es que, por lo general, otros nos han precedido en el camino, concretamente los veteranos de la espeleología en nuestras tierras, a quienes admiramos sin reservas por la labor que vienen realizando desde hace décadas en este campo, pero la sensación de descubrimiento de una tierra incógnita sigue para nosotros ahí. La impresión de estar explorando territorios de otro universo. Un universo lleno de sorpresas y de peligros, pero también de tesoros ocultos y maravillas sin cuento. Y nos sentimos como arrobados, hechizados por ese mundo mágico y misterioso de inconmensurable belleza, al que viajamos una y otra vez, felices de tener el gran privilegio de conocerlo, de poseer la llave que nos permite franquear sus puertas. 
   Poco a poco, sin apenas darnos cuenta, nuestro vocabulario se va llenando de palabros pertenecientes al idioma intraterrestre, como 'diaclasas', 'buzamientos', 'gours', 'colmatación', 'sifonar', 'zonas vadosas', 'suelos clásticos', 'colémbolos', 'fauna guanobia', et altri, que es la única nomenclatura utilizable para poder referirse a los fenómenos extraños y difíciles de describir de este mundo extra-ordinario. Como bien dice Axel: 

   La palabra 'caverna' no traduce, evidentemente, lo que yo querría expresar para pintar ese mundo. Pero las palabras de las lenguas humanas no pueden bastar al que se aventura por los abismos del Globo. 
   (...) 
   Falto de palabras para expresar mis sensaciones ante tales maravillas, las contemplaba en silencio. Creía hallarme en un planeta lejano, en Urano o en Neptuno, asistiendo a fenómenos que mi naturaleza 'terrícola' no podía comprender. 
   (Jules Verne, Viaje al centro de la Tierra, cap. 30) 

   La afición a las cuevas no se practica sin tener que luchar en paralelo contra prejuicios e incomprensiones de las personas a las que nunca se les pasaría por la imaginación penetrar en una caverna, que son el 99,99% de los terrícolas. En este sentido, la percepción que se tiene de nuestra actividad desde nuestros respectivos entornos de familares/amistades va pasando por distintas fases. Al principio, pensaban simplemente que estábamos zumbados. "Ya se les pasará", era el vaticinio común. Luego, al ver que la cosa no remite, llega la segunda fase: "Pues sí que os ha dado fuerte". La tercera fase es de sorpresa: "Pero ¿aún os quedan cuevas por ver?", y aquí hay que explicar que sólo en Navarra hay más de dos mil cavernas y simas, y se siguen descubriendo nuevas, y nos harían falta varias reencarnaciones para conocerlas todas. El desconcierto va dando paso a un moderado interés por nuestras actividades al escuchar nuestros relatos, anécdotas y aventurillas. Es entonces cuando les llega la onda de las noticias de la prensa y la tele que se refieren a accidentes y rescates en cuevas del mundo, y se percatan del grado de peligro que éstas encierran. 
   Aquí se entra en la cuarta fase, que es la agorera: "¿Os habéis enterado lo que les ha pasado a unos en una cueva de...? Ha salido en el telediario. ¿Ya sois conscientes de dónde os metéis?". Viene a continuación la etapa de los comentarios socarrones, y tenemos que padecer teorías psicoanalíticas de andar por casa, que barajan conceptos como 'los agujeros', 'las penetraciones', 'el retorno al útero materno', etc. La siguiente fase es la de protestar porque "No habláis más que de cuevas. Sois más cansinos que un soldado hablando de la mili". La última fase, en la que ahora estamos, es volver a pensar que estamos 'colgados' (que no es mal adjetivo para definir lo que hacemos en las simas), con lo que el proceso recomienza a partir de cero. Pero no hay problema. Hay que recordar que la perseverancia es cualidad congénita de todo buen cuevero. 
   Parafraseando a Kipling: "quien ha oído la llamada de las profundidades, ya no oirá otra cosa". Y en ello estamos. Felices de estar descubriendo un nuevo mundo. Y sabedores de que ésta es una actividad que nos tendrá entretenidos y fascinados por el resto de nuestras vidas. Como Axel dice del profesor Lidenbrock: 

   Su único pensamiento era continuar avanzando. 
   (Jules Verne, Viaje al centro de la Tierra, cap. 19)

 

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FotoCDA4

Viajes dentro de la Tierra
Fotografía espeleológica

© fotoAleph
www.fotoaleph.com
  
Fotografías:
© Luis Moreno
© Fidel Moreno
© Agustín Gil
© Carlos Cardesa
Realizadas en diversas cuevas de Navarra, Guipúzcoa, Baja Navarra, Zuberoa y Soria  (2004)