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Turquía rupestre

Arquitectura rupestre en la antigua Anatolia

 

   Vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño.
   Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto...
    (Jorge Luis Borges, extractos de El Aleph)


   Vi las montañas de la antigua Anatolia, atormentadas por la erosión hasta crear extraños paisajes más propios de los sueños que de la realidad.
   Sus paredones rocosos estaban esculpidos por el cincel del hombre para edificar templos, tumbas y ciudades troglodíticas.
   Vi, plasmadas en roca viva, las efigies de los dioses y los reyes hititas.
   Vi los santuarios de la remota Frigia, el país del rey Midas, que transmutaba en oro lo que sus manos tocaban.
   Vi las necrópolis de Licia, ciudades de los muertos poblando la región donde tenía su guarida la monstruosa Quimera. Vi, convertidas en iglesias, las fantásticas chimeneas de las hadas de Capadocia.
   Vi la arquitectura y escultura rupestres de Turquía, señeras manifestaciones del arte de los acantilados.

 

Cuando el arte moldea la naturaleza

 

   El arte rupestre, el arte de las rocas, es un fenómeno que se da en todo el mundo antiguo, con múltiples manifestaciones en Europa, Asia y África y que perdura hasta la Edad Media, siendo la Anatolia, en la hoy Turquía, abundante en magníficos ejemplos de este espacio ambivalente donde la arquitectura y la escultura se imbrican entre sí y a la vez se hacen una con la naturaleza. 
   Conviene ante todo precisar que en los textos que siguen utilizaremos la expresión 'arte rupestre' en un sentido que no es el más habitual en castellano. Aunque cuando hablamos de arte rupestre hacemos por lo común referencia a las pinturas y dibujos realizados en la Prehistoria en algunas rocas y cavernas, nos vamos a remitir a la acepción más genérica de la palabra 'rupestre' –perteneciente o relativo a las rocas y peñascos (del latín 'rupes': roca)–, para ampliar su significado a otros ámbitos y otras épocas. ¿Arte de las rocas? ¿Arte de los peñascos? Así podríamos describir en pocas palabras este campo, a falta de una terminología más ajustada –en inglés se emplea 'rock-cut', 'tallado en roca', que matiza el concepto–, si nos atenemos a la mera contemplación de los innumerables ejemplos que nos han legado sus antiguos artífices. Acantilados tallados en forma de santuarios. Paredes de montaña acribilladas de tumbas, lujosas como mansiones. Estatuas de dioses, de reyes, de nobles, de animales, esculpidas en peñas vertiginosas y riscos inaccesibles. Chimeneas de las hadas transformadas en iglesias. Ciudades subterráneas horadando peñones hasta convertirlos en gigantescas termiteras.

Turquia rupestre

   De los templos de Abu Simbel en el Nilo a los budas gigantes cincelados en montañas del lejano oriente, pasando por Petra, Bamiyan, Ajanta o Lalibela, el arte rupestre abarca muchos países y épocas, combina varias disciplinas (arquitectura, escultura y pintura, amén de las técnicas de cantería) y posee las más diversas funciones y estilos. Lejos de oponerse o sustituir a la arquitectura tradicional de madera, ladrillo o sillar, la complementa y le da otra dimensión. A menudo inusitada, pues no es lo mismo tallar un edificio que construirlo. 
   No hay aquí una frontera entre el arte arquitectónico y el escultórico. Ni entre lo artificial y lo natural. La arquitectura es escultura. Y la escultura se funde con la orografía. Los acantilados son templos. Los peñascos son santuarios. Las paredes de los precipicios, necrópolis. O galerías de estatuas.

 

 

Una arquitectura con sus propias leyes

    El hombre se enfrenta al más gigantesco sillar que puede labrar: la montaña. Y con sus modestas herramientas de cantero, con su cincel y su mazo, sus escoplos y gubias, desollándose los nudillos contra la piedra, desbasta la montaña, la pica, la trepana, la ahueca, la esculpe literalmente como una estatua colosal, pero la estatua adquiere el porte de una majestuosa fachada de templo jónico con sus delicados capiteles de volutas, mientras que el interior del santuario está vaciado de la masa rocosa del monte. 
   Aquí las casas se empiezan por el tejado, la fachada del templo rupestre se esculpe de arriba abajo: comenzando por el frontón y terminando por la base. Si una de las columnas del pórtico se derrumba, por la acción del tiempo o la mano del hombre, el capitel quedará colgando en lo alto, etéreo, sin que la gravedad le afecte, ya que forma una sola pieza con el arquitrabe y éste a su vez con el templo monolítico, que se expande por los lados, hacia dentro y hacia las alturas. Pues el monolito es la misma montaña. 
   Y esta suspensión de las leyes de la gravedad es aprovechada por los canteros y arquitectos rupestres para ir más lejos, para trascender los logros que la arquitectura tradicional puede alcanzar, y así las iglesias bizantinas talladas en el interior de las chimeneas de las hadas de Capadocia explorarán sin complejos fantasiosas soluciones constructivas imposibles de llevar a cabo en un edificio normal de sillares de piedra o de ladrillo. No hay, sin embargo, una verdadera separación estilística entre los monumentos rupestres y el resto: la arquitectura y la escultura rupestres adoptan las mismas tipologías que las de las artes preponderantes en cada época y lugar. Su estilo sigue siendo griego, romano, bizantino... Sólo varía la técnica constructiva. 
   Pero el resultado de conjunto es muy otro. El efecto visual es de una inigualable fuerza plástica, de una grandiosidad y una belleza salvajes, como si cada monumento estuviera impregnado de las corrientes telúricas enviadas por la diosa Gea para dotarlo de energía y vitalidad. 

 

Eternas artes, vida breve

Turquia rupestre

   La arquitectura rupestre, al mimetizar las formas de la arquitectura normal, nos permite paradójicamente hacernos una idea muy exacta de cómo serían las casas y construcciones de madera de la época correspondiente, de las que no suelen quedar rastros arqueológicos por lo efímero de los materiales empleados. Las mismas vigas de madera, los mismos dinteles y jambas, las mismas puertas de cuarterones con sus claveteados de hierro, son reproducidos al detalle –pero traducidos al lenguaje de la piedra– en el edificio rupestre, pese a tratarse de elementos completamente innecesarios, pues no hay techos que sostener, no hay empujes de bóveda que contrarrestar, no hay puertas que abrir o cerrar. Donde eran menos necesarios, es donde más han durado. Blanda madera convertida en indeleble piedra, como si experimentara una especie de fosilización. Fósiles de casas, fósiles de templos y mausoleos, que nos permiten vislumbrar cómo sería un modo de vida extinguido hace siglos. 
   Y es que el arte rupestre tiene vocación de eternidad. El tiempo barre las realizaciones de los hombres como si fueran castillos de naipes, pero lo tiene más arduo con los montes. Frente a la brevedad de la vida humana, la duración de una montaña se acerca a lo eterno. Sufre ésta los embates de la erosión, terremotos, fallas, avalanchas, derrumbes, y los resiste casi incólume. El hombre sería para los griegos la medida de todas las cosas, pero el calendario de las eras geológicas no está sincronizado con el calendario de las horas del hombre, del mismo modo que el tamaño de un Himalaya no es parangonable con las insignificantes dimensiones de los hormigueros humanos. Por eso la montaña simboliza  lo inabarcable, lo inaccesible, lo sagrado, lo imperecedero. Por eso el monte Kailasha es hogar de Siva, y el Olimpo, sede de los dioses helenos. Montañas: moradas de los inmortales. 
   Es así como el arte rupestre, el arte de los acantilados, recibe de las eternas montañas su cuota de inmortalidad, y tiende a sobrevivir cuando las ciudades ya no son sino ruinas, o cimientos irreconocibles, o simples montones de tierra y cascotes comidos por la maleza. A menudo es lo único que queda en lugares donde todas las demás construcciones han desaparecido por completo, escamoteadas por el tiempo, y a consecuencia de ello los monumentos tallados en roca se convierten en valiosos y raros testimonios, muchas veces únicos, de lo que allá hubo. 

  
  

Turquía, caleidoscopio de culturas
  
   Turquía será una de las naciones con mayor concentración de obras de arquitectura y escultura rupestres del mundo. País montañoso, con un suelo rico en granitos, calizas y mármoles, con abundantes minas de hierro y metales, la antigua Anatolia fue lugar de origen de algunas de las primeras civilizaciones del planeta, y zona de paso y destino de un sinfín de migraciones de pueblos foráneos, generando a lo largo de los siglos una concatenación de reinos e imperios que fueron dejando su impronta en diferentes regiones de la península. 
Turquia rupestre   La fama la acapara Capadocia, con sus fantasmagóricos paisajes volcánicos taladrados de habitáculos trogloditas, pero Turquía esconde otros enclaves rupestres de sumo interés, pertenecientes a culturas anteriores a la monacal de los cristianos bizantinos. Ya los romanos, y antes los griegos y licios habían cavado sus necrópolis extramuros, en los farallones rocosos de los montes cercanos a sus urbes. Y antes aún, los frigios habían erigido santuarios monolíticos a su diosa Cibeles, esculpiendo grandes peñascos –la estatua de la diosa formando una unidad con la misma piedra donde se tallaba el templete que la albergaba; continente y contenido amalgamados en una sola pieza. 
   Si osamos dar un salto atrás de más de tres mil años en la historia, nos toparemos con un precedente fundamental: el Imperio Hitita, coetáneo del Imperio Nuevo egipcio y de la Troya de Homero, cuya hegemonía  desbordó la Anatolia y llegó hasta Siria. Sólo sobreviven aisladas muestras de sus realizaciones artísticas en algunos parajes de la meseta turca, escasos y alejados entre sí, y en su capital, Hattusa. Allí marcaron constancia de su poderío levantando imponentes megalitos en las puertas de sus murallas ciclópeas y labrándolos para crear parejas de leones o de esfinges que, flanqueando los portalones, protegerían las entradas a la ciudad, anticipándose así en cinco siglos a las esculturas guardianas a la usanza en los edificios asirios tardíos. 
   Los hititas dejaron también plasmadas en roca las efigies de sus dioses y sus reyes, como pueden descubrir quienes se adentran por los desfiladeros del recinto sacro de Yazilikaya, un santuario mitad natural y mitad artificial. Al desmoronarse el poder hitita, el territorio bajo sus dominios se disgregó en multitud de pequeños estados independientes, llamados 'neo-hititas', que asimilaron el legado artístico de sus predecesores y lo mezclaron con influencias orientales, sobre todo de Asiria, la potencia entonces emergente. Los bajorrelieves rupestres neo-hititas dan fe de esta continuidad de motivos y formas. 
Turquia rupestre

   Hablamos de culturas distintas y distantes, pero parece como si hubiera un hilo conductor que atravesando los milenios las uniera en lo que respecta a la transmisión, de generación en generación, de las técnicas, pero más que nada del concepto, del arte rupestre. Frigia, Cilicia y Capadocia fueron algunos de los muchos estados independientes que se sucedieron en la historia de Anatolia, y siendo regiones pródigas en restos rupestres, resulta significativo el hecho de que todas ellas hubieran vivido en su tiempo bajo la férula de los hititas. 
   En los acantilados verticales que circundan la meseta donde se asentaba la ciudadela frigia apodada hoy Midas Sehri, junto a fastuosos monumentos funerarios frigios incrustados en los paredones, como la llamada Tumba de Midas, conviven bajorrelieves neo-hititas de seres humanos y animales, labrados en épocas anteriores. Los frigios del siglo VI a C conocían las artes de sus antepasados, aunque las desarrollaron según su propia iconografía. 
   Algo similar se puede decir de la Capadocia, abierta a todos los vientos invasores, cuyos más antiguos asentamientos se remontan al paleolítico, y donde subsisten vestigios hititas, neo-hititas, griegos y romanos, aunque la mayor parte de los monumentos rupestres que podemos admirar allí hoy en día daten de la época cristiana. Cada cultura dejó impresas sus propias señas de identidad, y así podemos constatar que no toda la Capadocia es bizantina, cuando vemos cerca de Göreme suspendido a media altura de un descomunal pitón rocoso un inconfundible templo romano excavado en la piedra, con su umbral de perfectas formas rectilíneas, con sus dos columnas toscanas de fachada que no sustentan entablamento alguno, sino que cuelgan como encoladas al dintel, al faltarles la mitad inferior de sus fustes (ver foto en la colección Capadocia. La tierra de los prodigios, de fotoAleph). Una vez más, el arte bizantino –muestras no faltaban alrededor– iba a aprender de las técnicas constructivas de sus predecesores romanos, esta vez en su aplicación a la arquitectura rupestre. 

  
  

Un recorrido visual por la Turquía rupestre
  
   Siguiendo ese hilo conductor que es el arte tallado en roca, hemos escogido cinco regiones de Turquía para proponer un muestrario ilustrativo de la amplia e imaginativa variedad de soluciones que desplegaron arquitectos, escultores y maestros canteros al enfrentarse con los abruptos roquedales del Asia Menor. En tiempos pretéritos eran conocidas como Hattusa, Frigia, Licia, Cilicia y Capadocia. 
   Estas cinco comarcas no sólo son abundantísimas en ruinas de poblaciones de la Antigüedad y la Edad Media, caso que sería extensible a toda la península turca, sino también –y a menudo es lo mejor preservado de las ruinas– en obras de arte rupestre, fenómeno atribuible a las favorables condiciones geológicas y orográficas que se dan en estos territorios para el desarrollo de tal disciplina. No es casual que la palabra 'kaya', que en turco significa 'roca', aparezca con frecuencia en los topónimos de estos lugares rupestres (ej: Arslankaya, Yazilikaya, Adamkayalar...). Las obras seleccionadas son representativas no sólo de zonas diferentes, sino de épocas y culturas diferentes entre las que se sucedieron en Asia Menor. Varían también grandemente en estilo, desde la rudeza primigenia de los megalitos hititas hasta el refinado clasicismo de los relieves licios, del canon jónico de los templos funerarios griegos al arco de herradura capadocio. Varía por último su función: dioses, templos, tumbas, cenotafios, retratos de reyes, de nobles, iglesias, monasterios, viviendas... son algunos de los componentes de este insólito y variopinto mundo troglodita. 
   Si los célebres parajes rupestres de la Capadocia son de inclusión obligada, hemos elegido también otros lugares poco conocidos y apenas visitados por los viajeros en Turquía: la zona frigia, por ejemplo, o la Cilicia, donde pueden encontrarse ruinas perdidas, de difícil acceso a veces, que no han sido jamás objeto de excavaciones arqueológicas. Mostraremos, por último, el estado de abandono y progresivo deterioro que sufren estas obras de arte, olvidadas en medio de agrestes páramos o gargantas, donde el destrozo deliberado a manos del hombre es más depredador que la erosión y las inclemencias del tiempo. 
   

Continuar:  Hititas. El imperio que desafió a Egipto >>

 

FotoCD15

Turquía rupestre
El arte de los acantilados

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Fotografías: Eneko Pastor
Realizadas en Turquía

   


 

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