Exposiciones fotográficas

De profundis

Las cavernas fantásticas (2)

 

Indice de textos 

El Mundo Inferior
La gruta del Cíclope
La cueva del rey de los monos
Descenso al Averno
La gruta de los dragones
Jesús en los infiernos
La caverna del letargo
Las puertas del infierno
El pozo de Simbad
La cueva de Alí Babá
Espeleología espiritual
La sima de Don Quijote
La caverna de la hechicera
Orfeo en los infiernos
El túnel al País de las Maravillas
Los genios del abismo
En compañía de murciélagos
La cueva del dragón de Aralar
Las cuevas del Rey Salomón
El mundo subterráneo de los Morlocks
Cuevas en el Mundo Perdido
La caverna del humorismo
La caverna de la locura
La Ciudad de los Inmortales
Las Minas de Moria
El oro de las cuevas
La cueva de los aquelarres
La cueva lejos del mundo
La Tierra es hueca
La caverna de Platón

 

Espeleología espiritual
San Juan de la Cruz

   ¡Oh lámparas de fuego,
en cuyos resplandores
las profundas cavernas de el sentido,
que estaba oscuro y ciego,
con extraños primores
calor y luz dan junto a su querido!

   San Juan de la Cruz. Canciones que hace el alma en la íntima unión en Dios (1585)
   
   
   Gocémonos, Amado,
y vámonos a ver en tu hemosura
al monte y al collado
do mana el agua pura;
entremos más adentro en la espesura.

   Y luego a las subidas
cavernas de la piedra nos iremos,
que están bien escondidas,
y allí nos entraremos
y el mosto de granadas gustaremos.

   San Juan de la Cruz. Cántico espiritual (1586) 

Indice

 

 

La sima de Don Quijote
Don Quijote (Cervantes)

La sima de Don Quijote   Las cuatro de la tarde serían cuando el sol, entre nubes cubierto, con luz escasa y templados rayos dió lugar á Don Quijote para que sin calor y pesadumbre contase a sus dos carísimos oyentes lo que en la cueva de Montesinos había visto, y comenzó en el modo siguiente:  
   –Á obra de doce ó catorce estados de la profundidad de esta mazmorra, á la derecha mano, se hace una concavidad y espacio, capaz de poder caber en ella un gran carro con sus mulas. Éntrale una pequeña luz por unos resquicios ó agujeros, que lejos le responden, abiertos en la superficie de la tierra. Esta concavidad y espacio ví yo á tiempo cuando ya iba cansado y mohino de verme, pendiente y colgado de la soga, caminar por aquella escura región abajo, sin llevar cierto ni determinado camino; y así, determiné entrarme en ella y descansar un poco. Dí voces, pidiéndoos que no descolgásedes más soga hasta que yo os lo dijese; pero no debistes de oirme. Fui recogiendo la soga que enviábades; y haciendo de ella una rosca ó rimero, me senté sobre él pensativo ademas, considerando lo que hacer debia para calar al fondo, no teniendo quien me sustentase; y estando en este pensamiento y confusion, de repente y sin procurarlo me asaltó un sueño profundísimo, y cuando ménos lo pensaba, sin saber cómo ni cómo no, desperté dél y me hallé en la mitad del más bello, ameno y deleitoso prado que puede criar la naturaleza ni imaginar la más discreta imaginación humana. Despabilé los ojos, limpiémelos, y vi que no dormía, sino que realmente estaba despierto (...) Ofrecióseme luego á la vista un real y suntuoso palacio ó alcázar, cuyos muros y paredes parecian de transparente y claro cristal fabricados; del cual, abriéndose dos grandes puertas, ví que por ellas salia, y hacia mí se venia un venerable anciano, (...)  
   Llegóse a mí, y lo primero que hizo fue abrazarme estrechamente, y luego decirme:  
   –Luengos tiempos há, valeroso caballero Don Quijote de la Mancha, que los que estamos en estas soledades encantados esperamos verte, para que dés noticia al mundo de lo que encierra y cubre la profunda cueva por donde has entrado, llamada la cueva de Montesinos: hazaña sólo guardada para ser acometida de tu invencible corazon y de tu ánimo estupendo. Ven conmigo, señor clarísimo; que te quiero mostrar las maravillas que este transparente alcázar solapa, de quien yo soy alcaide y guarda mayor perpétua, porque soy el mismo Montesinos, de quien la cueva toma nombre.  
   (...) nos tiene aquí encantados el sabio Merlin, há muchos años; y aunque pasan de quinientos, no se ha muerto ninguno de nosotros; solamente faltan Ruidera y sus hijas y sobrinas, las cuales llorando, por compasion que debió tener Merlin dellas, las convirtió en otras y tantas lagunas, que ahora en el mundo de los vivos y en la provincia de la Mancha las llaman las lagunas de Ruidera; Guadiana (...) fue convertido en un rio llamado de su mesmo nombre, el cual, cuando llegó á la superficie de la tierra y vió el sol del otro cielo, fue tanto el pesar que sintió de ver que os dejaba, que se sumergió en las entrañas de la tierra; pero, como no es posible dejar de acudir á su natural corriente, de cuando en cuando sale y se muestra donde el sol y las gentes le vean. Vanle administrando de sus aguas las referidas lagunas, con las cuales, y con otras muchas que se le llegan, entra pomposo y grande en Portugal.  
   
   Cervantes, Don Quijote de la Mancha (2ª parte, 1615)
   (Ver textos completos en fotoAleph: 'Don Quijote, pionero de la espeleología')

Indice

 

 

La caverna de la hechicera
Dido y Eneas

   Acto II. Escena I. La caverna
    
Hechicera:
La caverna de la hechicera   Díscolas hermanas, vosotras que aterrorizáis
a los solitarios caminantes de la noche,
que gustáis de lamentaros como lúgubres cuervos
y de golpear las ventanas de los moribundos,
¡apareced!
Apareced a mi llamada y participad en la gloria
de una maldad que hará arder toda Cartago.
¡Apareced! ¡Apareced! ¡Apareced!

Primera bruja:
   Di, arpía ¿cuál es tu voluntad?

Coro:
   El mal es nuestra delicia y la maldad nuestro oficio.
(...)

Primera y segunda brujas:
   (...) conjuraremos una tormenta 
para estropear su jornada de caza
y forzarles a regresar a la corte.

Coro (como un eco):
   En nuestra guarida abovedada prepararemos el encantamiento;
estas prácticas son harto horripilantes para hacerlas al aire libre.
   
(Truenos y rayos, música de horror. Las Furias se hunden en la caverna mientras las otras levantan el vuelo.)
   
   Dido y Eneas (ópera de Henry Purcell, libreto de Nahum Tate, 1689, basado en el canto IV de la Eneida de Virgilio)

Indice

 

 

Orfeo en los infiernos
Orfeo ed Euridice

   Acto II. Escena I.
   (La entrada prohibida al inframundo, abierta en las rocas, escupiendo llamaradas y humos. Orfeo penetra por ella en busca de su amada esposa Euridice, muerta por la picadura de una víbora. Tañe su lira y los Monstruos y las Furias, asombrados, intentan ahogar el sonido de su música con frenéticas danzas, tratando de aterrorizarle al mismo tiempo.)
   
Coro:
   ¿Quién puede ser que se abre camino, por las miasmas del Erebo, tras los pasos de Hércules y Piritoo?
   (Danza de las Furias)
   Las fieras Euménides han de colmarle de horror, y espantarlo los aullidos de Cerbero, a menos que sea un Dios.

Orfeo:
   ¡Aplacaos, oh Furias, Espectros, Sombras airadas! 

Coro:
   ¡No!... ¡No!...

Orfeo:
   ¡Tened piedad, al menos, de mi horrible dolor!

Coro:
   ¡Joven miserable! ¿Qué quieres? ¿Qué te propones? Nada sino el dolor y el lamento vive en estos horribles y funestos parajes. 

Orfeo:
   Yo también, como vosotras, ruidosas Sombras, soporto mil penas. Llevo conmigo mi propio infierno. Lo siento dentro de mi corazón.

   Orfeo ed Euridice (ópera de Gluck, libreto de Raniero de Calzabigi, 1762)

Indice

 

 

El túnel al País de las Maravillas
Alicia (Lewis Carroll)

   Alicia se incorporó de un brinco, ya que se le ocurrió de pronto que jamás había visto un conejo con un bolsillo de chaleco, o con un reloj que sacar de él; y, muerta de curiosidad, echó a correr tras él por el prado, justo a tiempo de ver cómo se metía por una gran madriguera bajo el seto.El tunel al Pais de las Maravillas
   Un instante después se coló Alicia también, sin pararse a pensar cómo saldría.
   La madriguera siguió recta como un túnel durante un trecho, y luego torció hacia abajo tan bruscamente que Alicia no tuvo ni un momento para pensar en detenerse, antes de caer, por lo que parecía un pozo muy profundo.
   O el pozo era muy profundo, o ella caía muy despacio; porque tuvo tiempo de sobra, mientras descendía, para mirar en torno suyo, y preguntarse que ocurriría a continuación. Primero trató de mirar hacia abajo para averiguar hacia dónde iba, pero estaba demasiado oscuro para ver nada; luego miró las paredes del pozo, y observó que estaban llenas de alacenas y anaqueles: vio mapas aquí y allá, y cuadros colgados con escarpias. Cogió un tarro de uno de los anaqueles al pasar; en la etiqueta ponía: 'Mermelada de naranja', pero para su desencanto estaba vacío; no quiso soltar el tarro por temor a matar a alguien de abajo, así que se las arregló para meterlo en una de las alacenas al pasar ante ella en su caída. (...)
   Siguió cayendo, cayendo, cayendo. ¿Es que la caída nunca iba a tener fin? "Me pregunto cuántas millas llevaré ya", dijo en voz alta. "Debo de estar cerca del centro de la tierra." (...) "¡No sé si atravesaré la tierra de parte a parte en la caída! ¡Qué divertido sería aparecer entre la gente que anda cabeza abajo! Los antipatías, creo..." (...)
   Siguió cayendo, cayendo, cayendo. (...) Notó que se estaba quedando dormida; y había empezado a soñar que andaba de la mano con Dinah (su gata), a la que le preguntaba muy seria: "A ver, Dinah, dime la verdad: ¿te has comido alguna vez un murciélago?", cuando de repente, ¡bum! ¡bum!, cayó encima de un montón de ramas y hojas secas, y concluyó la caída.
   Alicia no se había hecho ni pizca de daño, y al instante se puso en pie de un salto, miró hacia arriba, pero estaba totalmente oscuro, ante sí vio otro largo pasadizo, y aún tenía a la vista al Conejo Blanco que se alejaba presuroso por él. No había un instante que perder: allá se fue Alicia, veloz como el viento, y llegó justo a tiempo de oírle decir: "¡Ah, por mis orejas y mis bigotes, qué tarde se me está haciendo!". Estaba muy cerca de él, pero al torcer en un recodo no vio ya al Conejo, se encontró en una sala larga y baja, iluminada por una fila de lámparas que colgaban del techo.
  
   Lewis Carroll, Alicia en el País de las Maravillas (1862)

Indice

 

 

Los genios del abismo
Viaje al centro de la Tierra (J. Verne)

   Una luz muy viva disipó las tinieblas de la galería. (...)
Los genios del abismo   La lava, porosa en algunos sitios, formaba pequeñas ampollas redondas, cristales de cuarzo opaco, adornados de límpidas gotas de vidrio, suspendidos como lámparas de la bóveda y que parecían encenderse a nuestro paso. Se diría que los genios del abismo hubieran iluminado su palacio para recibir a los huéspedes de la tierra.
   –¡Es magnífico! –exclamé, involuntariamente–. ¡Qué espectáculo, tío! ¿Ha visto estos matices de la lava, que van del rojo oscuro al amarillo brillante, a través de degradaciones insensibles? ¿Y estos cristales que parecen globos luminosos?
   –¡Ah! Empiezas ya a darte cuenta, Axel. Así que esto te parece espléndido, muchacho. Pues aún has de ver otras maravillas. ¡Adelante! ¡Andemos!
   Más apropiado habría sido decir ‘resbalemos’, dada la inclinación de la pendiente por la que nos dejábamos ir cómodamente. Era el facilis descensus Averni de Virgilio (1).
   (...)
   A veces se desarrollaba ante nosotros una sucesión de arcos como las contranaves de una catedral gótica. Los artistas de la Edad Media hubieran podido estudiar allí todas las formas de esta arquitectura religiosa que tiene su origen en la ojiva. Una milla más adelante debimos inclinar las cabezas bajo arcos de estilo románico. Grandes pilares adosados al macizo sostenían el peso de las bóvedas.
   (...)
   La luz de las lámparas, reflejada por las pequeñas facetas de la masa rocosa, entrecruzaba sus múltiples resplandores en todos los ángulos, dándome la ilusión de viajar por el interior de un diamante hueco en que los rayos se rompieran en mil destellos deslumbrantes.

   Julio Verne, Viaje al centro de la Tierra (1864)
   (Ver estudio de esta novela, a la luz de la espeleología, en fotoAleph: 'Las lecciones de abismo del profesor Verne')
  
   (1) Para saber qué quiere decir Verne con lo de 'facilis descensus Averni', leer: Descenso al Averno

Indice

 

 

En compañía de murciélagos
Tom Sawyer (M. Twain)

   Volvamos ahora a las aventuras de Tom y Becky en la cueva. Corretearon por los lóbregos subterráneos con los demás excursionistas, visitando las consabidas maravillas de la caverna, maravillas condecoradas con nombres un tanto enfáticos, tales como "El Salón", "La Catedral", "El Palacio de Aladino" y otros por el estilo. Después empezó el juego y algazara del escondite, y Becky y Tom tomaron parte en él con tal ardor, que no tardaron en sentirse fatigados; se internaron entonces por un sinuoso pasadizo, alzando en alto las velas para leer la enmarañada confusión de nombres, fechas, direcciones y lemas con los cuales los rocosos muros habían sido ilustrados –con humo de velas–. Siguieron adelante, charlando, y apenas se dieron cuenta de que estaban ya en una parte de la cueva cuyos muros permanecían inmaculados. Escribieron sus propios nombres bajo una roca salediza, y prosiguieron su marcha. Poco después llegaron a un lugar donde una diminuta corriente de agua, impregnada de un sedimento calcáreo, caía desde una laja, y en el lento pasar de las edades había formado un Niágara con encajes y rizos de brillante a imperecedera piedra. Tom deslizó su cuerpo menudo por detrás de la pétrea cascada para que Becky pudiera verla iluminada. Vio que ocultaba una especie de empinada escalera natural encerrada en la estrechez de dos muros, y al punto le entró la ambición de ser un descubridor. Becky respondió a su requerimiento. Hicieron una marca con el humo, para servirles más tarde de guía, y emprendieron el avance. Fueron torciendo a derecha a izquierda, hundiéndose en las ignoradas profundidades de la caverna; hicieron otra señal, y tomaron por una ruta lateral en busca de novedades que poder contar a los de allá arriba. En sus exploraciones dieron con una gruta, de cuyo techo pendían multitud de brillantes estalactitas de gran tamaño. Dieron la vuelta a toda la cavidad, sorprendidos y admirados, y luego siguieron por uno de los numerosos túneles que allí desembocaban. Por allí fueron a parar a un maravilloso manantial, cuyo cauce estaba incrustado como con una escarcha de fulgurantes cristales. Se hallaba en una caverna cuyo techo parecía sostenido por muchos y fantásticos pilares formados al unirse las estalactitas con las estalagmitas, obra del incesante goteo durante siglos y siglos. Bajo el techo, grandes ristras de murciélagos se habían agrupado por miles en cada racimo. Asustados por el resplandor de las velas, bajaron en grandes bandadas, chillando y precipitándose contra las luces. Tom sabía sus costumbres y el peligro que en ello había. Cogió a Becky por la mano y tiró de ella hacia la primera abertura que encontró; y no fue demasiado pronto, pues un murciélago apagó de un aletazo la vela que llevaba en la mano en el momento de salir de la caverna. Los murciélagos persiguieron a los niños un gran trecho; pero los fugitivos se metían por todos los pasadizos con que topaban, y al fin se vieron libres de la persecución. Tom encontró poco después un lago subterráneo que extendía su indecisa superficie a lo lejos, hasta desvanecerse en la oscuridad. Quería explorar sus orillas, pero pensó que sería mejor sentarse y descansar un rato antes de emprender la exploración. Y fue entonces cuando, por primera vez, la profunda quietud de aquel lugar se posó como una mano húmeda y fría sobre los ánimos de los dos niños.
   (...)
   –¿Sábrás el camino, Tom? Para mí no es más que un enredijo liadísimo.
   –Creo que daré con él; pero lo malo son los murciélagos. Si nos apagasen las dos velas sería un apuro grande. Vamos a ver si podemos ir por otra parte, sin pasar por allí.
   –Bueno; pero espero que no nos perderemos. ¡Qué miedo! Y la niña se estremeció ante la horrenda posibilidad.
   Echaron a andar por una galería y caminaron largo rato en silencio, mirando cada nueva abertura para ver si encontraban algo que les fuera familiar en su aspecto.  (...) Pero iba sintiéndose menos esperanzado con cada fiasco, y empezó a meterse por las galerías opuestas, completamente al azar, con la vana esperanza de dar con la que hacía falta. (...)
   –¡Tom! –dijo al fin Becky–. No te importen los murciélagos. Volvamos por donde hemos venido. Parece que cada vez estamos más extraviados. (...)
   A los pocos momentos una cierta indecisión en sus movimientos reveló a Becky otro hecho fatal: ¡que Tom no podía dar con el camino de vuelta!
   –Tom, ¡no hiciste ninguna señal!
   –Becky, ¡he sido un idiota! ¡No pensé que tuviéramos nunca necesidad de volver al mismo sitio! No, no doy con el camino. Todo está tan revuelto...
   –¡Tom, estamos perdidos!, ¡estamos perdidos! ¡Ya no saldremos nunca de este horror! ¡Por qué nos separaríamos de los otros! (...)
   Se pusieron de nuevo en marcha, sin rumbo alguno, al azar. Era lo único que podían hacer: andar, no cesar de moverse. (...) Moverse en alguna dirección, en cualquier dirección, era al fin progresar y podía dar fruto; pero sentarse era invitar a la muerte y acortar su persecución. (...)
   Trataron de calcular el tiempo que llevaban en la cueva, pero todo lo que sabían era que parecía que habían pasado días y hasta semanas; y sin embargo era evidente que no, pues aun no se habían consumido las velas. (...)
   Los niños permanecieron con los ojos fijos en el pedacito de vela y miraron cómo se consumía lenta a inexorablemente; vieron el trozo de pabilo quedarse solo al fin; vieron alzarse y encogerse la débil llama, subir y bajar, trepar por la tenue columna de humo, vacilar un instante en lo alto, y después... el horror de la absoluta oscuridad. 
  
   Mark Twain, Las aventuras de Tom Sawyer (1876)

Indice

 

 

La cueva del dragón de Aralar
Amaya (Navarro Villoslada)

   –¿Dónde os volveré a ver, padre mío? ¿Dónde tenéis la vivienda?
   –Mi morada es una sima muy honda, muy honda, que casi toca el centro de la tierra. Nadie me ve, nadie me conoce.
  
   (...)
  
   ¿Qué pasó entonces en aquella gruta?
   El solitario quedó como extático (...). Parecióle oír rugidos espantosos, y que de la sima de la peña salía un dragón horrible, que iba a caer sobre él y devorarlo.
   –¡San Miguel me valga! –exclamó el penitente.
   Y sobre el dragón se presentó con vivísimos resplandores el bienaventurado arcángel, que dió muerte a la infernal serpiente. Al arcángel acompañaba un coro de bienaventurados, entre los cuales creyó distinguir el solitario a su padre y a su madre, a Miguel y Plácida.
   Desaparece la visión, y Teodosio se pone en pie.
   Las cadenas que llevaba ceñidas estaban en el suelo; la argolla de la cintura se había hecho pedazos.
   Milagro fué; pero de milagro tan patente están dando testimonio todavía las cadenas y la argolla.
  
   Francisco Navarro Villoslada, Amaya o los vascos en el siglo VIII (1877)
   (Ver estudio sobre la presencia las cuevas en esta novela, con la historia de Teodosio de Goñi y el dragón de Aralar, en fotoAleph: 'Amaya o las cuevas en el siglo XIX')

Indice

 

 

Las cuevas del Rey Salomón
Las minas del Rey Salomón (H. R. Haggard)

Las cuevas del Rey Salomon   "Maldición! –pensé–. Raro será que salgamos de ésta".
   Sin más preámbulos, Gagool se sumergió en el pasadizo, que era suficientemente ancho como para que pudieran caminar dos personas de lado, y muy oscuro. Seguimos el sonido de su voz aflautada que nos animaba a seguir adelante, no sin cierto temor, situación que no alivió el sonido súbito de un batir de alas.
   –¡Vaya! ¿Qué es eso? –gritó Good–. Alguien me ha dado un golpe en la cara.
   –Son murciélagos –dije–; continúe.
   Tras haber caminado unos cincuenta pasos, según nuestros cálculos, observamos que el pasadizo se iluminaba débilmente. Al momento siguiente, nos encontramos en el lugar más hermoso en que se hayan posado jamás los ojos de un hombre vivo.

   Que el lector imagine la nave de la catedral más grande en que haya puesto el pie, sin ventanas, desde luego, pero ligeramente iluminada desde arriba (presumiblemente mediante respiraderos conectados con el exterior practicados en el techo, que formaban una bóveda a cien pies por encima de nuestras cabezas), y se hará una idea del tamaño de la enorme cueva en la que nos encontrábamos, con la diferencia de que esta catedral, concebida por la naturaleza, era más alta y más ancha que cualquiera construida por el hombre. Pero su gigantesco tamaño era la menor de las maravillas de aquel lugar, porque, dispuestos en fila en toda su longitud, había descomunales pilares de algo que parecía hielo, pero que en realidad eran estalactitas enormes. Me resulta imposible dar una idea de la belleza y la grandeza sobrecogedoras de aquellos pilares de espato blanco, algunos de los cuales no medían menos de veinte pies de diámetro en la base, y se elevaban con toda su belleza grandiosa pero delicada hasta el lejano techo. Había otros en proceso de formación. En estos casos, en el suelo de la roca había unas columnas que, como dijo sir Henry, parecían las columnas quebradas de un templo antiguo griego, en tanto que, en las alturas, pendientes del techo, se podía vislumbrar el extremo de un carámbano enorme. Mientras las contemplábamos, podíamos oír el proceso de formación, porque al poco rato cayó una gota de agua desde el lejano carámbano hasta la columna de abajo, produciendo un diminuto chapoteo. En algunas columnas sólo caía una gota cada dos o tres minutos, y en estos casos resultaría interesante calcular cuánto tiempo tardaría en formarse un pilar, digamos de ochenta pies de altura por diez de diámetro, al ritmo con que caía el agua. (...)

   En algunos casos, las estalactitas adoptaban formas extrañas, presumiblemente cuando la gota de agua caía en el mismo sitio. Así, una masa enorme, que debía de pesar unas cien toneladas, tenía forma de púlpito, bellamente labrado en toda su superficie, de tal modo que parecía encaje. Otras semejaban extrañas bestias, y en los lados de la cueva había dibujos como abanicos de marfil, como los que deja la escarcha en un cristal.
   Alrededor de la nave central se abrían cuevas más pequeñas, exactamente igual, como observó sir Henry, que las capillas de las grandes catedrales. Algunas tenían grandes dimensiones, pero otras –y eso constituye un hermoso ejemplo de cómo la naturaleza lleva a cabo su labor de artesanía según leyes invariables, e independientemente del tamaño– eran minúsculas. Una de estas cavernas no era mayor que una casa de muñecas inusualmente grande, pero podría haber servido de modelo para toda la cueva, porque se producía el mismo goteo, los minúsculos carámbanos colgaban del techo igual que en la nave central, y las columnas tenían idénticas formaciones.
  
   Henry R. Haggard, Las minas del Rey Salomón (1885)

Indice

 

 

El mundo subterráneo de los Morlocks
La Máquina del Tiempo (H. G. Wells)

   Tenía el firme convencimiento de que sólo entraría de nuevo en posesión de la Máquina del Tiempo penetrando audazmente en aquellos misteriosos subterráneos. Sin embargo, no podía decidirme a afrontar aquel misterio. Si hubiera dispuesto tan sólo de un compañero, la cosa sería muy distinta. Pero estaba horriblemente solo, y la sola idea de descender a la oscuridad del pozo me aterrorizaba. (...)
   Resolví intentar el descenso sin perder más tiempo, y salí al amanecer hacia el pozo situado cerca de las ruinas de granito y aluminio. (...)
El mundo subterraneo de los Morlocks   Tuve que bajar cerca de doscientos metros quizá. (...) Muy pronto empecé a sentirme entumecido y fatigado por el descenso. ¡Y no solamente fatigado! Uno de los barrotes cedió bruscamente bajo mi peso, y creí precipitarme en la oscuridad que se abría a mis pies. Durante un momento quedé suspendido de una mano, y después de esta experiencia no me atreví a descansar otra vez. Aunque mis brazos y mi espalda me dolieran ahora agudamente, continué el descenso lo más rápidamente que pude. Al mirar hacia arriba vi la abertura, un pequeño disco azul en el cual era visible una estrella, (...) El ruido regular de alguna máquina, desde el fondo, se apreciaba más y más fuerte y opresivo. Todo, excepto el pequeño disco encima de mi cabeza, estaba intensamente oscuro, (...)
   Me sentía presa de una agonía de inquietud. Pensé vagamente en volver a subir y dejar tranquilo el Mundo Subterráneo. Pero incluso mientras le daba vueltas en la cabeza a esta idea, seguía descendiendo. Al fin, con un inmenso alivio, percibí vagamente, a una cierta distancia a mi derecha, en la pared, una exigua abertura. Me introduje en ella y comprobé que era la entrada de un estrecho túnel horizontal, en el cual podía tenderme y descansar. (...)
   No sé cuanto tiempo permanecí tendido allá. Fui desvelado por el contacto de una mano suave que tocaba mi cara. Busqué rápidamente mis fósforos y encendí uno precipitadamente, lo que me permitió ver, inclinados sobre mí, tres seres pálidos similares al que había visto en la superficie, entre las ruinas, y que huyó precipitadamente ante la luz. Viviendo como lo hacían, en lo que me parecían ser impenetrables tinieblas, sus ojos eran anormalmente grandes y sensibles, como lo son los de los peces de las grandes profundidades, y reflejaban del mismo modo la luz. Estaba persuadido de que podían verme en aquella profunda oscuridad, y no demostraron tener miedo de mí, aparte su temor a la luz. Pero tan pronto como encendí un fósforo para tratar de verles huyeron velozmente, y desaparecieron en unos oscuros canales y túneles, desde donde sus ojos me miraban del modo más extraño. (...)
   Avancé a tientas en el túnel, sintiendo que aumentaba el sonido de las máquinas. Muy pronto dejé de sentir las paredes y llegué a un espacio más amplio; encendí otro fósforo, y vi que me encontraba en el interior de una vasta caverna arqueada, que se extendía en las profundas tinieblas, más allá del límite que alumbraba mi fósforo. Vi todo lo que se puede ver durante el corto instante en que arde un fósforo.
   Necesariamente todos mis recuerdos son bastante vagos. Grandes formas como enormes máquinas surgían de las tinieblas y proyectaban fantásticas sombras negras, en las que los Morlocks, como inciertos espectros, se resguardaban de la luz. La atmósfera, dicho sea entre paréntesis, era pesada y sofocante, y débiles emanaciones de sangre fresca flotaban en el aire. Un poco más hacia abajo, cerca del centro, vi una pequeña mesa de metal blancuzco, sobre la cual parecía haberse servido una comida. ¡Así, los Morlocks eran, de todos modos, carnívoros! Recuerdo haberme preguntado también en aquel momento qué gran animal podía haber sobrevivido para suministrar el grueso pedazo sangrante que veía. Todo estaba muy confuso: el olor sofocante, las grandes formas sin significado, los seres inmundos espiando en las sombras el momento en que volviera la oscuridad, ¡para acudir de nuevo hacia mí! Entonces el fósforo se apagó, me quemó los dedos, y cayó, trazando una roja ondulación en las tinieblas.
   He pensado después lo mal equipado que estaba para una experiencia como aquélla. Cuando emprendí el viaje con la Máquina del Tiempo lo hice con la absurda suposición de que los hombres del futuro debían ser infinitamente superiores a nosotros en todos los aspectos. Había llegado sin armas, sin medicamentos, sin nada que fumar –¡cuántas veces noté terriblemente la falta de tabaco!–, y ni siquiera con los suficientes fósforos. ¡Si solamente hubiera pensado en traer una cámara fotográfica! Podría haber tomado en un segundo una instantánea de aquel Mundo Subterráneo y luego haberlo examinado a gusto. Pero, fuera como fuese, me encontraba allí con las únicas armas y los únicos poderes con que me ha dotado la Naturaleza: manos, pies y dientes; esto y cuatro fósforos secos que me quedaban aún.
   Temía aventurarme en las tinieblas, en medio de todas aquellas máquinas, y sólo fue con la última llama que descubrí que mi provisión de fósforos se agotaba. (...) Mientras permanecía en la oscuridad una mano tocó la mía, unos dedos descarnados tantearon mi cara y percibí un olor particularmente desagradable. Me pareció oír a mi alrededor la respiración de una multitud de aquellos pequeños seres. Sentí que intentaban quitarme dulcemente la caja de fósforos de mi mano. (...) Grité tan fuerte como pude. Se apartaron rápidamente, pero luego los sentí acercarse otra vez. Sus manoteos se hicieron más osados, mientras se musitaban los unos a los otros extraños sonidos. Me estremecí violentamente y volví a gritar de un modo discordante. Esta vez se mostraron menos alarmados, y se aproximaron de nuevo con una extraña risita. Debo confesar que estaba horriblemente asustado. Me decidí a encender otro fósforo y escapar protegido por su luz; prolongar la llama encendiendo una hoja de papel que encontré en el bolsillo, e inicié mi retirada hacia el estrecho túnel. Pero apenas había entrado en él cuando la llama se apagó, y en la oscuridad pude oír a los Morlocks susurrar como el viento entre las hojas, haciendo un ruido acompasado como de lluvia, mientras se precipitaban en mi persecución.
   En un momento me sentí agarrar por varias manos, y no pude equivocarme sobre su intención de arrastrarme hacia atrás. Encendí otro fósforo y lo agité ante sus caras deslumbradas. Ustedes podrán imaginarse difícilmente lo inhumanos y nauseabundos que parecían –¡el rostro pálido y sin mentón, y sus ojos de un gris-rosado sin párpados!– mientras permanecían inmóviles, cegados y aturdidos. Pero no me detuve a observarlos, se lo juro: continué mi retirada, y cuando se apagó el segundo fósforo encendí el tercero. Estaba ya casi consumido cuando llegué a la abertura que desembocaba en el pozo. Me tendí en el suelo sobre el borde, pues los latidos de la gran bomba del fondo me aturdían. Busqué sobre las paredes los asideros de los escalones y de golpe me sentí agarrado por los pies y tirado violentamente hacia atrás. Encendí mi último fósforo... y se apagó inmediatamente. Pero había podido sujetar uno de los asideros y, dando hacia atrás fuertes puntapiés, me desprendí de la persecución de los Morlocks y escalé rápidamente el pozo, mientras ellos quedaban allá abajo, atisbando y guiñando sus grandes ojos hacia mí, salvo un pequeño miserable que me siguió durante un instante y quiso apoderarse de una de mis botas, como si fuera un trofeo.
   Aquella escalada me pareció interminable. Durante los últimos ocho o diez metros, una náusea mortal me invadió. Necesité un gran esfuerzo para mantenerme asido. Los últimos escalones fueron una lucha terrible. Varas veces sentí que la cabeza me daba vueltas y experimenté todas las sensaciones de una caída. Al fin, sin embargo, pude de cualquier manera llegar hasta arriba y, saltando el brocal, escapar tambaleándome de las ruinas en busca de los cegadores rayos del sol. Allí caí de bruces al suelo. Hasta la tierra me pareció que emanaba un olor dulce y puro. (...) Inmediatamente después, y durante un cierto tiempo, perdí toda conciencia.

   H. G. Wells, La Máquina del Tiempo (1895)

 

Continuar >>

 

Indice de textos 

El Mundo Inferior
La gruta del Cíclope
La cueva del rey de los monos
Descenso al Averno
La gruta de los dragones
Jesús en los infiernos
La caverna del letargo
Las puertas del infierno
El pozo de Simbad
La cueva de Alí Babá
Espeleología espiritual
La sima de Don Quijote
La caverna de la hechicera
Orfeo en los infiernos
El túnel al País de las Maravillas
Los genios del abismo
En compañía de murciélagos
La cueva del dragón de Aralar
Las cuevas del Rey Salomón
El mundo subterráneo de los Morlocks
Cuevas en el Mundo Perdido
La caverna del humorismo
La caverna de la locura
La Ciudad de los Inmortales
Las Minas de Moria
El oro de las cuevas
La cueva de los aquelarres
La cueva lejos del mundo
La Tierra es hueca
La caverna de Platón

 

FotoCDA5

Las cavernas fantásticas

© Cesare Mangiagalli
© Copyright fotoAleph
. Todos los derechos  reservados. 

www.fotoaleph.com

Fotografías de Cesare Mangiagalli (realizadas en diversas cuevas de Italia, Suiza y México)
Grabados de Gustave Doré, Francisco de Goya, John Tenniel, Giambattista Piranesi y anónimos del siglo XIX