Exposiciones fotográficas

Paisajes de las cavernas

Amaya o las cuevas en el siglo XIX (1)

 

   Varias cuevas y abrigos rocosos que mostramos en nuestra exposición fotográfica (como las de Itxitxoa II, foto130, o San Miguel de Aralar, foto132) evocan los escenarios donde transcurren algunos episodios de la novela Amaya o los vascos en el siglo VIII (1877), del escritor navarro Francisco Navarro Villoslada (1818-1895). 

Indice 
1.  Las montañas de los vascones
2.  De Armenia a Vasconia. Orígenes bíblicos de la 'misteriosa raza éuscara'
3.  De los pasos que dió Teodosio en busca del brazalete de Amaya
4.  De cómo la cueva no era empresa para Teodosio de Goñi
5.  En que se dice quién era el Basajaun y qué significa su nombre 
6.  En que la historia obliga a decir más de lo que quisiera
7.  De cómo principió la reconquista de España
8.  De la visita que tuvo el solitario de Aralar
9.  El dragón sale de la cueva
10.  De los orígenes del reino de Pamplona
11.  San Miguel de Excelsis, el santuario sobre la gruta
12.  Amaya (o 'el fin')
Bibliografía

 

1.  Las montañas de los vascones

   El célebre santuario románico de San Miguel de Aralar es uno de los altos lugares espirituales de Navarra. En un agreste paraje de la sierra, dominando la Barranca y las sierras de Urbasa y Andía, constituye un destino de peregrinaciones y romerías, y un centro de devoción muy metido en el alma del pueblo. 
   La tradición sitúa debajo del santuario la gruta habitada por un dragón al que dio muerte el arcángel San Miguel. La iglesia se habría construido en conmemoración del sobrenatural suceso. 
  El santuario de San Miguel de Aralar está también asociado con la trágica leyenda de Teodosio de Goñi, que, narrada en la novela 'Amaya o los vascos del siglo VIII', vamos a comentar aquí con cierta extensión. 
   Lejos de intentar resumir en este estudio la prolija trama y la muchedumbre de personajes del libro, nos hemos limitado a extractar los episodios donde las cuevas cobran protagonismo como escenario, y los que relatan las desventuras de Teodosio de Goñi, que dieron pie a la leyenda de San Miguel de Aralar, acompañados de los incisos pertinentes para que, pese a la criba de textos, el lector pueda seguir el hilo de la historia. No vamos a ahorrarnos tampoco algunos comentarios críticos a los que los muchos aspectos trasnochados de la novela nos obligan. 
   Ya desde el capítulo I de la primera parte de este novelón histórico-legendario de 750 páginas se mencionan las cuevas (lo hemos resaltado con negritas; en todas las transcripciones respetaremos la ortografía de Navarro Villoslada, aunque en los términos vascos no se corresponda con la del actual batua, o vascuence unificado), como anticipando la importancia que van a tener en la narración, al tiempo que se sintetiza la situación política del momento: 

   "A principios del siglo VIII, el Imperio visigodo, cuya capital era Toledo, se extendía desde la Galia Narbonense hasta más allá de Tánger, sin que los Pirineos de Aragón y Cataluña, ni el estrecho de Gibraltar, sirviesen de límites al dominio hispano. 
   Sólo algunas tribus ibéricas que poblaban las faldas pirenaicas desde el Adur hasta el Ebro se mantenían independientes, sosteniendo lucha tenaz, que desde las primeras embestidas de los suevos contaba ya cerca de trescientos años (...). 
   Suintila, y Wamba mucho más tarde, estuvieron a punto de enseñorearse de Vasconia; pero las sierras y barrancos, con sus selvas y precipicios, sus cuevas, torrentes y cataratas, conservaron siempre la primitiva independencia, como los picos altaneros guardan la nieve que no pueden derretir los soles de cien siglos."  

   Navarro Villoslada trata de demostrar la base documental de dicha supuesta independencia de los vascones respecto al reino visigodo de Toledo, que, dominando la Península Ibérica, no llegaba a controlar del todo la tierra de los vascos, en particular las zonas de sus montañas, donde vivían orgullosos de su independencia, indómitos e irredentos. Aduce que en las actas de coronación de cada nuevo rey visigodo siempre aparece al final la coletilla 'et domuit vascones', aseveración que si se repite machaconamente es porque, por lógica, nunca se habría cumplido en la realidad. El dominio a medias de Vasconia por los godos les forzó a fundar en tierras llanas ciudades como Victoriaco (Vitoria) u Oligitum (Olite), y a ocupar y restaurar Iruña ('la ciudad' por antonomasia, es decir, Pamplona). ¿No hay aquí un resabio de la división ya establecida en tiempos de los romanos entre el ager vasconum (las tierras bajas y llanas, más civilizadas) y el saltus vasconum (la selva, las boscosas y agrestes montañas, a las que apenas llegaba la romanización)? 
   En el capítulo primero del libro segundo de la primera parte se describen los abruptos escenarios montañosos donde va a desarrollarse el grueso de la trama. 

   "dominando torrentes y barrancos, y anonadada a su vez por los inaccesibles riscos, bosques impenetrables y sierras de primera magnitud que le servían de antemural" (...) 

   "El valle de Goñi es uno de los más pobres de Navarra; pero en las majestuosas y pintorescas sierras de Andía y Urbasa, que lo defienden de vendavales y vientos del Norte y del Poniente, Miguel (el venerable padre de Teodosio de Goñi) mantenía numerosísimos rebaños, que le suministraban pingüe riqueza." (...) 

   "De allí, en efecto, la vista abarca todo el valle que le ciñe, con sus crestas de rocas cenicientas y sus fragosos bosques de verdes hayas, parduscos robles y espinosas carrascas. Cinco pueblos humildes aparecen como engarzados en ese magnífico fondo de selvas y peñascos (...) a la falda de la sierra de Sárbil, que separa a Goñi del Larraun y el Arga, muéstranse Aizpun y Azanza, resbalándose al parecer por la pendiente de pedregosa montaña, que, a falta de lozanía, ostenta gallardos y vigorosos contornos; y cuando las miradas, estrellándose en desnudos peñascos de arrogantes estratificaciones, que descuellan pintorescos entre hayas, robles y siempre verdes tejos, dan por terminado el valle, no hay más que volver los ojos hacia el Norte y ocaso para descubrir otro paisaje que llamará la atención por el recuerdo del drama, vivo aún en la memoria de aquellas gentes, al cabo de once siglos, terrible episodio de la historia que hemos principiado a narrar." 

   El paisaje a que se refiere es la sierra de Aralar, y el drama, como veremos más adelante, el de Teodosio de Goñi. Pintados el telón paisajístico de fondo y el ambiente donde va a desarrollarse la historia, la novela sitúa la acción en una encrucijada clave del espacio y del tiempo. El lugar es Navarra y el momento es la invasión musulmana de la Península Ibérica. 
   El reino visigodo se halla en plena descomposición, minado por las intrigas y rivalidades en las luchas por el poder. Los judíos de Pamplona, en conexión con los de tierras más al sur, conspiran también y se suman a los traidores que van a traer la ruina al país, apoyando a las tropas de Tárik y Muza, que están a punto de cruzar el estrecho de Gibraltar. Y en medio de todos ellos, en los montes que circundan por poniente a Pamplona, en las sierras de Sarbil, Aralar, Urbasa y Andía, en los recónditos valles de Goñi, Abarzuza y las Amezkoas, viven apartados y en armonía, fieles a sus tradiciones, los vascones, que no se mezclan con los godos y resisten a su dominio. Ni romanizados ni gotizados, los miembros de la misteriosa raza eúscara', celosos de su libertad, se hallan en pleno proceso de cristianización, a pesar de la renuencia de ciertos sectores paganos, seguidores a ultranza de la vieja religión druídica y panteísta heredada de los antepasados. 
   El autor no puede evitar caer en todos los tópicos maniqueos a la hora de describir los distintos 'pueblos', 'razas' y 'credos' en conflicto: los visigodos serán a lo largo de la novela decadentes y corruptos; los judíos, sin excepción, pérfidos y traicioneros; los moros, feroces y sanguinarios; los paganos --cuyo máximo representante es Amagoya, temible matrona con dotes de astróloga, descendiente directa de Aitor y tía de Amaya--, tercos y alucinados. Sólo los vascones de las montañas, recién convertidos a la nueva fe cristiana que se abría paso por aquellos pagos, son gente noble y de alma inocente y sin doblez. También los visigodos, desde Recadero, que abjuró del arrianismo, son cristianos católicos. Pero el cristianismo de los vascos no está contaminado por los lujos disolutos de la civilización y es puro como la naturaleza; son ellos los llamados a propagar la verdadera esencia de la fe en Cristo.

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2. De Armenia a Vasconia. Orígenes bíblicos de la 'misteriosa raza éuscara'

   El escritor navarro se atreve más adelante a disertar sobre los orígenes míticos de la raza vasca, cuyos miembros serían los descendientes del patriarca Aitor, uno de los supervivientes del Diluvio, emigrados a estas montañas desde las lejanas montañas de Ararat, donde encalló el Arca de Noé tras bajar las aguas de la inundación universal. No duda para ello en entrar en disquisiciones bíblicas y usar las Sagradas Escrituras como sustento epigráfico; son curiosas las coincidencias que señala entre los topónimos de uno y otro país (Ararat = Aralar), que podrá verificar quienquiera se tome la molestia de consultar un atlas: 

   "Si la montaña de Aralar, magnífico eslabón de la cadena pirenaica que se alza soberbio hasta enfrente de las sierras de Urbasa y Andía, y al lado de las de San Adrián y Gorbea, tiene suma importancia en el orden geográfico, no menos le corresponde en el orden histórico y tradicional. 
   Los autores que, apoyándose en la dudosa autoridad del historiador Flavio Josefo, suponen tubalina y, por consiguiente, jafética, la misteriosa raza éuscara, fijan desde luego su atención en el nombre de Aralar, que con poca diferencia es el mismo que en griego lleva la Armenia, primer solar del linaje humano después del universal diluvio. 
   Esta semejanza de voces por sí sola no daría siquiera margen a racionales conjeturas; pero se presenta acompañada de notables coincidencias. Resalta, desde luego, que a la falda de Aralar, en el valle mismo de Larraun, nace un río, llamado Araxes; y Araxes se llama también el río armenio, hermano del Eufrates, que desemboca en el mar Caspio; Gordeya, el monte de Ararat donde posó el arca, y Gorbea, y antes Gordeya, el gran nudo de la misma espina dorsal que Aralar (...). Estrabón nos cuenta que uno de los ríos de Armenia se denomina Arago, y Arago, sin quitar ni añadir una tilde, con el artículo a pospuesto, Aragoá, se dice en vascuence el Arga, que corre por la cuenca de Pamplona y recibe las aguas del Larraun y el Araquil, unidos al descender de la sierra de Aralar. 
   Todo esto, y los sucesos históricos y hasta de carácter sobrenatural que allí ocurrieron, prestan al monte cierta aureola de misterio, que parece como indicio de especialísima y perdurable Providencia." (Comienzo del capítulo VII del segundo libro de la primera parte). 

   En su viaje desde Armenia a Vasconia, el patriarca Aitor trajo consigo un rico tesoro de joyas y piedras preciosas orientales, que en secreto escondió bajo tierra en algún lugar ignoto de las montañas vascas, con la finalidad de que algún día tales riquezas se recuperaran y pusieran al servicio del pueblo vasco, y más en concreto cuando los vascos llegaran a instaurar una monarquía propia y proclamar un rey. 

   "Las riquezas que he traído, sepultadas quedan en las entrañas de la tierra. Os dejo la pobreza por prenda de ventura y las rocas por herencia. No seáis conquistadores y no temáis ser conquistados." (...)  
   "Dijo Aitor, y fué besando a sus hijos, y con el ósculo postrero rindió su postrer aliento." (Capítulo X de la segunda parte).  

   El lugar donde se oculta el tesoro de Aitor es un secreto que se irá transmitiendo de generación en generación, pero por vía materna, de madres a hijas (¿una alusión al ancestral matriarcado vasco?). La cuestión es que en la época en que comienza la novela sobreviven tres hermanas, descendientes directas de Aitor: Lorea, Amagoya y Usua. Y la depositaria del secreto es la hija de Lorea, Amaya. 
   El nombre de Amaya no es casual. A lo largo del libro se repetirá en diversas ocasiones el lema en vascuence 'Amaya dá asierá', que literalmente significa 'el fin es el principio', y parece profetizar que con Amaya acaba una época (la de la oscuridad y el paganismo) y empieza otra, la del reinado de los vascos y el advenimiento de la verdadera religión. 
   Pero el personaje de Amaya es controvertido, pues es hija de madre vasca y de padre godo: el duque Ranimiro, pariente de Don Rodrigo y de Pelayo, y supuestamente encarnizado enemigo de los vascos, al atribuírsele el incendio del castillo de Aitor, en Aitormendi, y la consiguiente muerte de la madre de Amaya. Se demostrará más tarde que esta acusación es falsa, pero de momento lo que nos interesa es que la clave para hallar el escondrijo del tesoro de Aitor está inscrita en un brazalete de plata, bajo un medallón engastado que tiene grabada una cruz. Y tal brazalete se halla en poder de Amaya, que lo porta de adorno en un viaje que hace con su padre y todo un ejército a Pamplona, atravesando la Burunda, en tierras vasconas. 
   Los vascones atacan por sorpresa a los visigodos al pie del desfiladero de las Dos Hermanas (dos grandes peñones gemelos que, a la altura de Irurzun, flanquean como centinelas la ruta de Navarra a Guipúzcoa). Los godos, pillados por sorpresa, huyen en desbandada y son hechos prisioneros. El corcel sobre el que cabalga Amaya se desboca aterrado, asciende a una de las peñas y va a precipitarse en el abismo sin que nada pueda hacer ella para frenarlo. 
   Hace súbita y providencial aparición el héroe Teodosio de Goñi, aspirante a caudillo de los vascos, nada menos que en el peñón opuesto de las Dos Hermanas, y barruntándose la inminente tragedia, dispara raudo una flecha desde la cumbre, y se la clava al caballo de Amaya, que cae herido, derribando por tierra a la doncella en el último segundo. (Quienes circulen hoy día por la autovía que cruza al pie de las Dos Hermanas, se darán cabal cuenta, con sólo calcular a ojo la distancia entre las puntas de los dos peñones, de lo extraordinaria que fue la hazaña de Teodosio. ¿O habría que calificarla de milagrosa? En cualquier caso, ¡menuda puntería!). 
   En esto hace acto de presencia por allí Petronila, pintoresca anciana que mora en un caserío cercano, apodada 'la loca de Echeverria', pues todos la creen demente. De loca nada; durante años se hacía la lunática, pero al mismo tiempo se iba enterando de las conversaciones que los hombres mantenían a su derredor en la casa, despreocupados al no creer ser objeto de escuchas, particularmente en todo lo concerniente al escondrijo del tesoro de Aitor, cuyo descubrimiento tantos y tan contrapuestos personajes anhelaban. Quien consiguiera el tesoro, tendría no sólo riquezas. Obtendría el poder prometido al soberano de los vascos. 
   Y Petronila, ni corta ni perezosa, se abalanza sobre Amaya y en lugar de atenderle, le arrebata el brazalete, que se lleva consigo monte arriba nadie sabe adónde. Teodosio socorre a Amaya, se entera del secreto del brazalete. Los vascones hacen prisioneros a Ranimiro y a todos los soldados, y se los llevan a Goñi para someterlos a juicio. 
   A partir de este rocambolesco episodio, el brazalete de Amaya funciona en el libro como el típico 'Mac Guffin' de las películas de Hitchcock: todos los personajes de la historia, desde los héroes a los villanos, lo persiguen, por lo que se convierte en motor de la acción. Pero buena es Petronila, que se erige desde entonces en guardiana y protectora del secreto de Aitor, para que no caiga en manos que no lo merezcan.

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3.  De los pasos que dió Teodosio en busca del brazalete de Amaya

   El capítulo VI del libro segundo de la primera parte sigue las andanzas de Teodosio por la montaña de Aralar, a la búsqueda del brazalete que contiene los datos para encontrar el oculto tesoro de Aitor. Teodosio se tropieza con la pastorcilla Olalla, hija de Petronila y Lope de Echeverria, y le sonsaca acerca de su paradero: 

   "si ha escondido esa joya en la inmensa montaña de Aralar, echarnos a buscarla sería tiempo perdido... 
   –¡Y tan perdido!... Sobre todo si, cual suele hacer con otros objetos que quiere conservar, lo arroja a la sima. 
   –¿Qué sima? –preguntó turbado el caudillo. 
   –En la peña –contestó Olalla– hay una cueva, y en la cueva un pozo muy hondo, muy hondo, adonde mi pobre madre, sin saber lo que se hace, tira algunas cosas creyendo que las guarda. Y, en efecto, bien guardado está lo que allí cae... No hay miedo de que nadie saque nada de allí. 
   –¿Tan profunda es la sima? 
   –No sólo profunda, sino madriguera de dragones. 
   –¡De dragones! 
   –Siempre se ha creído que por lo menos un dragón se oculta en el fondo." 

   Entra en escena Petronila, que baja del monte, y topándose con Teodosio, mantiene con él una conversación en la que, conociéndole como le conoce desde tiempo ha, adivina sus intenciones y hasta sus ambiciones. Sobre el brazalete no suelta prenda, antes bien, usando sus dotes de bertsolari (que comparte con su rival, la pagana Amagoya), espeta a Teodosio un cántico de rima improvisada: 

   "En somo, somo la sierra, 
se alza el peñón de Aralar, 
y allá, en el hondo en el hondo, 
nuestros tesoros están. 
   La cruz vencerá al dragón, 
cruz a la cruz guardará..." 

   Teodosio pregunta: 

   "(...) si Amaya reclama, no el secreto, que no es suyo, porque es goda, sino el recuerdo, la memoria, la joya de su madre, ¿dónde le diré que puede recobrarla?" 

   Pero Petronila, desconfiada, le proporciona las señas de una forma oscura, cual oráculo de pitonisa. 

   "–¡Pobre infeliz! A ti te lo digo, Teodosio, no a ella. ¡Pobre infeliz que quieres esconder tu ambición, tu codicia y tu infidelidad detrás de mi cariño! Dile que esa joya queda en Aralar, el rey de los montes en esta cordillera. 
   –¿En qué punto? 
   –¿También eso? Dile que la joya está en la sima, lo entiendes, en la sima de Aralar, sobre la cual he puesto una cruz... Ya lo ves que no me duelen prendas. Ningún vascongado, cristiano ni gentil, es capaz de derribar y remover la cruz, cuyos brazos se extienden protegiendo el tesoro de nuestros padres (...). Sí; la cruz vascongada protege desde esa montaña toda la escualerría. Vete a buscar ese nuevo tesoro. Atrévete tú, hijo de Jaun Miguel y de Andra Plácida de Goñi, atrévete a robar a las tribus del lauburu su nueva y santa enseña." 

   (Aclaremos, para quienes lo desconozcan, que el lauburu –las 'cuatro cabezas'– es una especie de cruz a modo de esvástica con los brazos y las puntas redondeados, que simboliza a las cuatro provincias vascas al sur de la frontera pirenaica –Guipúzcoa, Vizcaya, Álava y Navarra– y pasa por ser enseña ancestral de los vascos). 
   Abandona Teodosio a Petronila y a su hija Olalla, y asciende por la sierra de Aralar. 

   "Cuando se vió fuera del camino y entre los bosques y asperezas de aquellas breñas, (...) habiéndose encontrado con un carbonero, le preguntó si por casualidad había visto aquella tarde a la loca de Echeverria, que de esta manera antonomástica era, aún más que por su nombre, conocida en la comarca. Contestóle afirmativamente el tiznado montañés, añadiendo que le dejó asombrado verla trepar a la cueva y sepultarse en ella. 
   –¿Vísteisla salir? 
   –No, señor –contestó el carbonero de Aralar–; pero de seguro que no está dentro, porque al cabo de un rato, movido de curiosidad, entré en la cueva por ver qué hacía allí la loca, y no la encontré. Sin duda se había marchado, echándose por derrumbaderos de cabras para bajar más presto. 
   –Y en la cueva, ¿qué hizo la loca? ¿No visteis allí nada que llamara vuestra atención? 
   –Sólo una cruz de palo enclavada en la hendidura de la peña (...). La loca acababa de plantarla allí. (...) 
   –¿Y qué hay debajo de la cruz? 
   –¿Debajo de la cruz? ¡Qué preguntas! Debajo está la sima. 
   –De manera que la cruz se alza sobre la sima. 
   –Sobre la misma boca del pozo. 
   –¿Y nunca habéis descendido a él? 
   –¡Bajar al pozo! Jamás. Ni yo ni nadie. Aunque no debe de ser difícil, porque no parece muy hondo, según suenan las piedras que yo he tirado. 
   –Pues bien, hermano; yo seré el primero. Cuento contigo para bajar esta misma noche. 
   –¿Y el dragón que hay dentro? 
   –No le tengo miedo. Soy devoto de San Miguel, y tú sabes bien qué cuenta da el arcángel de los dragones. 
   –¡Pero sin más ni más descender a la sima! Eso es tentar a Dios. 
   –No es tentarle, sino intentar una buena obra. (...) Hermano, has visto entrar en la cueva, pero no salir, a la loca de Echeverria; esa circunstancia y la cruz de madera me hacen sospechar si en un rapto de locura se habrá tirado esa infeliz al pozo. Es preciso averiguarlo. Conque arriba os espero. Deja el horno a buen recaudo, y sube luego con cuerda, luquetes y teas. Tú nada temas, que al pozo sólo yo he de bajar." 
  
   "Teodosio llegó poco a poco a la cumbre de la montaña, en cuya espaciosa meseta de peña viva álzase hoy la gran basílica de San Miguel de Excelsis, tan rica en tiempo de hospederías, señora de la villa de Muruela y de grandes fábricas y caseríos. La iglesia cubre la boca de la cueva y, por consiguiente, el pozo donde Petronila había arrojado el brazalete de Amaya. A la sazón, ni templo, ni casas, ni monasterio, ni hospederías existían. La cumbre estaba cubierta de matas de robles y carrascos, que brotaban de las grietas; la cueva, formada por un hundimiento brusco de la roca caliza, medio oculta entre espinos y matorrales; y allá dentro, en el fondo, bajo una concavidad, descubríase la boca de la sima, sobre la cual, improvisada y tosca cruz tendía al aire y medio inclinada hacia el fondo sus brazos protectores. 
   (...) Sentóse Teodosio a la entrada de la gruta, sumido en tan graves reflexiones, que se olvidó de la temerosa soledad en que yacía;" (capítulo VI de la segunda parte).

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4.  De cómo la cueva no era empresa para Teodosio de Goñi

   "La peña de San Miguel de Excelsis, último escalón de la más empinada cumbre, que se eleva hacia el Norte a distancia de cinco minutos, era entonces fragosísimo desierto. De día, rarísima vez trepaban hasta la mesa de la cueva cabras desmandadas, que los pastores con la honda y los mastines a fuerza de carreras y ladridos, solían hacer tornar al rebaño; de noche, los osos, lobos, jabalíes y otras fieras quedaban dueños del campo. 
   Teodosio no se asustaba de alimañas ni de hombres; no se acordaba siquiera del peligro, no conocía el miedo (...); no le asaltaba la superstición, no temía al descomunal vestigio, al nunca visto dragón de la sima" 

   "Y el hijo de Miguel se atrevió entonces a dirigirse a la boca del pozo. 
   –La cruz está aquí, sobre el tesoro de Aitor, sobre la joya que guarda la clave del tesoro." 

   "Y semejantes contradicciones, misterios tan profundos y fuera del alcance de la mente de Teodosio, eran lo único que le daba miedo en aquella soledad, en aquella cumbre, donde se agarraban tradiciones, fábulas y leyendas, como nieblas que subían de los valles y nubes que cruzaban de monte a monte. 
   Sorprendióle en estas dudas y cavilaciones la llegada del carbonero, que le traía cuanto le había pedido y era menester para bajar a la sima; mas no su concurso, no su auxilio personal. 
   (...) Viendo Teodosio que aquel hombre temblaba, sin querer ni poder quizá dar un solo paso hacia lo interior de la cueva, lo despidió (...). En vano le instó el carbonero, arguyéndole de temerario; Teodosio fue insensible a sus ruegos, y tornó a quedarse solo en la espantable caverna. 
   Encendió luz y, tomando una tea, se dirigió con resolución a la boca de la sima. Tiró adentro algunas piedras, que caían en seco después de tropezar y detenerse brevísimos instantes en las paredes laterales. No era insondable ni excesivamente honda, como creía el vulgo. Podía Teodosio atar la cuerda a cualquiera de las peñas inmediatas, para descender con seguridad; y en cuanto a ser madriguera de alimañas o dragones, el silencio que reinaba en lo profundo, harto indicaba lo vano de temores semejantes. 
   Angosta y circular; con un techo semejante, en lo ojival, a la arquitectura de este nombre, y por los artesones, colgantes, festones y filigranas a la mudéjar y gótica florida, debía de ser uno de esos prodigios de estalactitas y estalacmitas, cristalizaciones y esmaltes, que, como joyas de orfebrería, guardan las montañas en su estuche de rocas calizas." 

   "La luna, casi redonda, que había aparecido en el horizonte una hora antes de ponerse el sol, salía en aquel momento de entre las nubes que cruzaban como fantasmas desde los picos del Pirineo a la cresta de Aralar, y dió de lleno en el fondo de la cueva, dejando en descubierto sus rocas cortadas a pico, verticales y en hiladas de diversas estratificaciones rojas, parduscas, amarillentas y azuladas, sólo interrumpidas por zarzas o matorrales de espinos, avellanos y manzanos silvestres que brotaban en las grietas, o por algún lagarto a quien el resplandor de la tea y los pasos de Teodosio habían despertado. 
   La cruz resaltaba sobre el pedestal y proyectaba torcidas sombras en el lienzo iluminado por la luna, cuando Teodosio, después de haber atado la escala de cuerda llena de nudos a uno de los pilares próximos al pozo, arrojóla dentro y se quedó como escuchando los ecos subterráneos, o quizá indeciso y temeroso. Creía percibir extraños ruidos y movimientos en el fondo de la sima. Entonces se acordó del dragón, y sacó la ezpata con ánimo de embestirle si por allí salía; pero quedóse como entumecido y paralizado al sentir humana voz que sonaba tremenda en lo cóncavo del peñón: 
   –¡Baja! 
   Teodosio quiso contestar, pero tiritaba, dando diente con diente. 
   –¿No bajas? –prosiguió la voz–. ¿No te atreves? 
   El arrogante caballero, no queriendo parecer cobarde ni ante personas invisibles, ni a sus propios ojos, fué a descolgarse de la cuerda; pero en su aturdimiento y precipitación derribó la cruz que cayó a la sima, resonando de roca en roca con pavoroso estruendo. Ya no pudo más: arrojó la tea y huyó despavorido a la entrada de la caverna, quedando allí mudo y sobresaltado. 
   –¡No es esta empresa para mí! --exclamó por fin con terror y desaliento. 
   Y al volver los ojos a la negra boca de la sima aparecióse de medio cuerpo arriba una mujer, que, desgreñada y con los brazos desnudos y cruzados delante del pecho, miraba a Teodosio con aire triste, desdeñoso y compasivo. Era Petronila. 
   –Dices bien; no es para ti la empresa, ni para ningún hombre honrado, Teodosio –le contestó la aparecida." 

   Petronila parece tener el don de la ubicuidad. Desaparece y aparece en los sitios más inesperados, bien para ayudar a quien lo necesite, bien para frustrar los planes de quien no lleve buenas intenciones. En el diálogo que sigue, podemos constatar cómo también tiene afición a la espeleología. Petronila acaba de soltar una furibunda regañina a Teodosio, recriminándole por su codicia: 

   "Lo comprendí todo. Conocí que, con pretexto de investigar si yo, que estuve esta tarde en la cueva, me había sepultado en el pozo, querías descender al fondo para apoderarte del brazalete. 
   –¿Y por dónde habéis entrado a la sima? 
   –Por el fondo. No hay en esto milagro ni maravilla. 
   –¿Tiene salida a otro lado? 
   –Lo debías suponer. Su techo, sus columnas, sus cristales, se forman del agua que la roca destila, y si el pozo está seco, el agua que cae tiene que salir por alguna parte. 
   –¿Y habéis hallado el brazalete? 
   –Sí; y a poco que me hubiese descuidado no habría tenido esa fortuna. 
   –¿Conque es decir que habéis salido de las entrañas de la tierra, habéis trepado a la boca de la sima por la escala que yo arrojé sólo por el gusto de decirme que me llevo chasco? 
   –Precisamente." 

   Petronila pone a Teodosio al corriente del significado profundo del tesoro de Aitor, pieza vital para el buen porvenir de los vascos y la expansión de la cristiandad. En su elocuente alegato, desenmascara las intenciones ocultas de Teodosio, sus ansias de caudillismo. 
   Las palabras de Petronila emanan en este punto un sorprendente olor a actualidad cuando explica al impetuoso mancebo vasco que la persecución de un buen fin no justifica el empleo de medios inicuos: 

   "–Los hombres como tú (...) no cejan en su propósito; siguen adelante, adelante siempre en su camino (...); y no pararás hasta arrancármelo (el secreto de Aitor), no para ti, sino para presentarte con él y reclamar albricias. Vas a tu fin, y nada te distrae de él; quieres llegar a un término, y no hay obstáculos que te arredren. 
   –¿Y por qué no, si el fin es bueno? 
   –¡Desdichado! No puede ser bueno el fin cuando para lograrlo es menester atropellar justicia y verdad, las cuales, si son antes que la escualerría, por mucho que valgas, deben ser antes que tú. (...) ¿Y has de ser tú el guía por ventura? ¿Y has de serlo tú, joven Teodosio, siguiendo por la senda que llevas? ¡Responde! ¡Responde! ¡Ah! ¿No te atreves? Pues bien: ¡no, mil veces no! Vuelve los ojos, mira al Oriente. ¿Qué ves allá, bajo el murallón de los Pirineos, en el seno de los montes, en lo negro y escondido de los valles? ¿No percibes confusa claridad en las tinieblas, vaga lumbre como de hoguera que se apaga? 
   –Es Iruña. (Nota del autor: Buena población, en vascuence.
   –Pamplona, la ciudad de Pompeyo, no la buena ciudad. Los reyes vascones han de coronarse allí, han de tener allí su trono. Dime tú ahora si por estas breñas y peñascos, si por la sima de esta cueva abajo te propones llegar a la conquista de Pamplona. La ciudad fermenta en rebeliones, hierve en judíos, y allí se encaminaba Ranimiro a sosegarla. ¿Quién la ha detenido? Es el futuro rey, por ventura? (...) ¿Dónde está el caudillo de las montañas? ¿Qué disposiciones toma el cabeza de los vascos? ¿Qué hace para contrarrestar las fuerzas enemigas? ¿Qué para defender siquiera su valle y su casa, y a su padre y a su madre, cuya edad no les permitirá siquiera huir a las sierras de Urbasa y Andía?" 

   Estos argumentos son los que más escuecen a Teodosio. La discusión prosigue, y el héroe mete la pata al mencionar a la pagana Amagoya, a la que desea pedir consejo en sus planes matrimoniales para con su sobrina Constanza ("¿Quién como Amagoya?"), lo que provoca en Petronila un arrebato de indignación que le hace poner el grito en el cielo. 

   "Entonces Petronila alzóse súbitamente, y puesta en pie sobre el abismo, levantó el brazo y el índice, y exclamó con voz robusta, y como inspirada por espíritu celestial: 
   –¿Quién como Dios? 
   Y en el fondo de la cueva resonó el eco por vez primera: '¡Quién como Dios!' 
   Quedaron ambos silenciosos. 
   –¿Lo oís? –prosiguió la sublime anciana–. ¿Es el eco, por ventura, o el arcángel San Miguel, a quien los vascones, como adalid de celestial milicia, invocan en las batallas?" 

   El capítulo, que se titula 'El eco de los montes de Navarra', concluye así: 

   "irguió la frente, y con aquella poderosa voz estentórea y aquella sobrenatural inspiración que conmovía las rocas, tornó a exclamar: 
   --¿Quién como Dios? 
   Y '¿quién como Dios?', volvió a contestar el eco. 
   Pero esta vez creyeron entrambos divisar dulcísima claridad en la cueva, y cayeron de rodillas." (Capítulo VIII de la segunda parte)  

   El capítulo III del libro tercero de la primera parte se titula 'En que el autor hace dormir a los personajes, y quizá también a sus lectores', y a fe que lo consigue varias veces a lo largo del interminable folletón. Sepa el lector que, por largos que le parezcan los presentes textos, son el resultado de una drástica poda, que quizá no recoja ni la centésima parte de las páginas de la novela. Basándonos en el criterio de seleccionar los párrafos que hacen referencia a las cuevas y grutas, de rebote ha surgido casi completa la leyenda de Teodosio de Goñi, cuyas aventuras, además de ser la parte a nuestro juicio más entretenida del libro, constituyen la columna dorsal de una trama que se bifurca a cada página por cien vericuetos argumentales.

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FotoCDA3

Paisajes de las cavernas (3)
Exposición colectiva

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Fotografías: 
© Luis Moreno 
© Fidel Moreno 
© Agustín Gil
© Eneko Pastor
Realizadas en diversas cuevas de Navarra, Álava, Lapurdi, Soria y Marruecos