Exposiciones fotográficas

Paisajes de las cavernas

Amaya o las cuevas en el siglo XIX (2)

 

Indice  
1.  Las montañas de los vascones
2.  De Armenia a Vasconia. Orígenes bíblicos de la 'misteriosa raza éuscara'
3.  De los pasos que dió Teodosio en busca del brazalete de Amaya
4.  De cómo la cueva no era empresa para Teodosio de Goñi
5.  En que se dice quién era el Basajaun y qué significa su nombre  
6.  En que la historia obliga a decir más de lo que quisiera
7.  De cómo principió la reconquista de España
8.  De la visita que tuvo el solitario de Aralar
9.  El dragón sale de la cueva
10.  De los orígenes del reino de Pamplona
11.  San Miguel de Excelsis, el santuario sobre la gruta
12.  Amaya (o 'el fin')
Bibliografía

 

5.  En que se dice quién era el Basajaun y qué significa su nombre

   Damos ahora un gran salto en la narración y pasamos al capítulo IV del libro tercero de la segunda parte. Teodosio de Goñi, recién casado con Constanza de Butron, hija de Usua, una de las tres herederas del secreto de Aitor, cae víctima de los celos ante las intrigas de su rival Eudon, anterior pretendiente de la dama, y se aleja una vez más hacia las montañas, la misma noche de su boda, abandonado al furioso vaivén de las pasiones. 
   Se desencadena una violenta tormenta "tronchando los árboles de las cumbres y arrancando las rocas de su eterno asiento, lanzando al hondo troncos y peñascos, que descendían saltando de precipicio en precipicio". 

   "Tras un rayo como cien rayos, seguido de un estampido como de cañones de artillería, viva claridad inundó la atmósfera, rojo resplandor, que cada vez se iba haciendo mayor y más siniestro, iluminó las nubes. Estaba ardiendo la selva. Detúvose un momento el caminante, y dijo en alta voz, como si quisiera a gritos ensordecer la de su miedo: 
   –¡Ya no es posible seguir! ¡Atrás! 
   Una voz terrible, que más parecía rugido de fiera que humano acento le contestó: 
   –¡Atrás! 
   Y el desposado quedó inmóvil. (...) Miró alrededor de sí, y cerca de él, y en el fondo de la selva de trozos rojizos y negras, pardas y encendidas hojas, divisó un bulto gigantesco, de extraño y fantástico continente. 
   –¡El Basajaun! –exclamó Teodosio, y siguió inmóvil. 
   Era, en efecto, esa terrible aparición tan popular entre los vascongados, ese fantasma que ha creado la imaginación de los primitivos pobladores pirenaicos y que dura todavía como superstición arraigada en cuarenta o cincuenta siglos. ¿Quién es el Basajaun? 
   Su nombre puede traducirse por Señor de la selva o Señor salvaje. Según las leyendas, o más bien, según el relato de los campesinos, el Basajaun es fiera de figura humana cubierta de largo vello de la cabeza a los pies, que anda como el hombre, con fuerte y nudoso garrote en la mano. Su estatura es colosal; su fuerza, irresistible; su agilidad, extraordinaria. Trepa como un tigre por los árboles y rocas inaccesibles, y las derriba o las remueve sin grande esfuerzo. (...) Es locura intentar contra él la menor defensa; la única manera de aplacarlo es obedecerle ciegamente. De este modo el Basajaun puede convertirse en inofensivo y hasta en protector, porque no es de esas bestias feroces que matan por matar (...). 
   Tal es el Basajaun en la imaginación popular. Aquellos vascófilos que atribuyen a la raza eúscara origen o larga vida errante por región meridional, creen que esta fábula, semejante a la de los sátiros y silvanos de la mitología helénica, es una reminiscencia de los gorilas y orangutanes que los primitivos euscaldunas, antes de cruzar el Estrecho, y de establecerse en la Península Ibérica, solían encontrar en los bosques africanos. 
   Pero no hay necesidad de recurrir a tan remotos tiempos ni a supersticiones aventuradas para explicar los fantasmas que el miedo y credulidad del vulgo pueden crear. Si aún a fines del siglo pasado, testigos oculares y fidedignos cuentan haberse visto en los bosques de Irati dos salvajes que vivían en completa desnudez y apartamiento del comercio humano, figurémonos lo que se contaría del Basajaun en los tiempos de nuestra historia, dentro de cuya oscuridad sólo confusamente vislumbramos algunos personajes legendarios. 
   Si un pobre aldeano tenía que atravesar de noche selvas poco frecuentadas, y el eco repetía el sonido de sus pasos al cruzar tendidas lastras y peñascales en hueco, no cabía duda: el Basajaun le venía siguiendo y llevaba el compás de sus pisadas. Quien juraba y perjuraba haberlo visto al asomarse a la boca de una cueva o en el fondo de un barranco. Era la imagen de su propio terror, que se reflejaba en la oscuridad de la caverna." 

   No, no hay necesidad de recurrir a tan remotos tiempos para oír hablar del Basajaun, señor de la selva o señor salvaje, en traducción literal. ¿No tenemos acaso en los bosques cercanos a Lanz una cueva, declarada reserva natural y cerrada a cal y canto por el Gobierno de Navarra para evitar el expolio de sus raras y delicadas concreciones, que precisamente se llama Basajaunetxea, 'la casa del Basajaun'? 

   "Allí estaba el Basajaun en pie, en el fondo de la selva, fornido, robusto, cubierto de vello, con la maquilla en la mano; allí estaba quien le habia dicho: '¡Atrás!' con voz que retumbaba como los truenos. 
   –¡Acércate! –prosiguió el monstruo en purísimo vascuence, (...) 
   –Sígueme –añadió en tono de soberano de las selvas. 
   Teodosio, en vísperas de serlo de toda Vasconia, le siguió como un siervo. Echaron ambos a correr por la espesura, huyendo del incendio. Era ya preciso, si esclavo y señor no habían de morir achicharrados. 
   (...) Llevábalo jadeante, sin respirar apenas, el Basajaun, que rompía el ramaje, saltaba riachuelos, hendía maleza y salvaba peñascos maravillosamente sereno, como si anduviera por praderas de hierba aterciopelada. (...) se detuvo al pie de un escarpado peñón, donde se percibía la negra boca de una concavidad." 

   El supuesto Basajaun da de comer a Teodosio, y luego le hace beber un vaso de vino. Teodosio obedece. 

   "Teodosio tiró el vaso de cuerno y miró al señor de los bosques, no sabemos si con la osadía que le daba el mosto o con el recelo de que aquel extraño gusto le inspiraba. (...) El caudillo vasco, que empezaba a sentir cierta turbación, como si el vino se le hubiese subido a la cabeza, no le contestó. Quiso levantarse, pero se sentía pegado a la losa que le servía de asiento. 
   –Tu conciencia te lo decía, tus presentimientos no te engañaban; querías ir a Goñi a sorprender a tu mujer en coloquios con su primer marido, a quien has visto entrar en Jaureguia por la puertecilla secreta.  
   –¡Mientes! –exclamó Teodosio, cuya mente se iluminó de improviso, y cuyo pecho se inundó también de repente con borbotones de rabia y de rencor–. ¡Mientes! Porque ese a quien llamas su primer marido eres tú, y ¡vive Dios!..." 

   Teodosio, entre los vapores del narcótico que le nublan el cerebro, identifica la verdadera personalidad que se oculta bajo el disfraz del Basajaun: es Eudon, duque de Cantabria, máximo enemigo de Teodosio, que tiene todas sus energías enfocadas a llegar a ser rey, para lo cual persigue el tesoro de Aitor, usando de toda clase de artimañas. Judío camuflado, aspira como fin último a emancipar a los judíos de la Península, y convertirse en soberano de un nuevo reino de Israel. Antiguo pretendiente de Constanza, al haberse hecho antaño pasar por el vasco Asier, hijo adoptivo de Amagoya (que, obnubilada, cree ver en él la encarnación de la profecía 'Amaya dá asierá'), no duda en aprovechar aquella circunstancia para encender las sospechas y celos de su rival Teodosio, y abocarlo así a la autodestrucción. Eudon es también hijo del perverso rabino judío Abraham Aben Hezra, practicante de la astrología, que pulula por los escenarios del libro disfrazado de anacoreta, bajo el nombre de Pacomio, con el fin de descubrir la cueva de Aralar donde se oculta el tesoro. 

   "El desdichado quiso hacer el supremo esfuerzo para ponerse en pie y sacar la ezpata; pero no pudo, y cayó cuan largo era, murmurando: 
   –¡Dios mío, tened piedad de mí! 
   –Sí –le dijo Eudon, viendo que todavía estaba con los ojos abiertos–; he quedado de acuerdo con ella, y vuelvo a Goñi para llevármela, porque es mi esposa. Tú te quedas aquí sepultado para siempre. Quiero sólo que vivas para que dentro de esta concavidad me contemples sentado en el trono a par de Constanza. 
   –¡Imposible! ¡Tú, rey! ¡Imposible! ¡Hombre de raza maldita, para ti no tendrá Dios misericordia! 
   –¡Imposible! –exclamó el duque de Cantabria, riéndose de cruel y amarga manera–. Cuento con el tesoro de Aitor; cuento con los árabes y berberiscos, dueños ya de media España. Mira tú si es imposible. 
   –¡Jesús me valga! 
   Tales fueron las últimas palabras de Teodosio. 
   Al verle profundamente narcotizado, lo arrastró Eudon al fondo de la caverna. Al poco rato tornó al aire libre con su traje ordinario, cerrando la sima con una losa pesada, a la cual agregó tantas otras, que hacían imposible la salida. 
   (...) el incendio seguía avanzando hacia el cañón horadado; las llamas lo cubrirían en breve, y el humo y el calor sofocarían dentro de su hueca tumba a Teodosio mucho antes de que pudiera recobrar los sentidos." 

   Con esta truculenta escena de suspense termina el capítulo, y se prosigue la historia en el siguiente: 

   "Ni en extensión ni en magnificencia podía compararse aquella gruta con la famosa de Iturburu, donde creía Eudon que se guardaba el tesoro de Aitor; pero tenía con ella cierta relación y semejanza. Era, si el neologismo se me permite, sucursal de la casa de Pacomio. 
   Efectivamente, de aquella ya desconocida y olvidada concavidad, abierta en un peñón que siglos y siglos atrás llevaba el misterioso nombre de Mendiguru, o cerro de la Cruz, sin embargo de haber servido de altar para los cruentos sacrificios druídicos, servíase el astrólogo conspirador como de apeadero indispensable en sus frecuentes expediciones a Pamplona, donde por esquivar el báculo del prelado y aún el brazo de la justicia secular, solía entrar con diferentes disfraces, que en el hueco de la peña almacenaba. Del fondo brotaba un manantial que llamaba Iturguru. 
   Aplicando a la boca de esta caverna el especialísimo cierre de la principal, nadie más que Abraham Aben Hezra sabía manejar el artificio con facilidad y seguridad completas; pero Eudon, apremiado por nuevos y terribles avances de las llamas, suplió su ignorancia, o quizá su inexperiencia, acumulando sobre la enorme losa primera, piedra sobre piedra, en términos de que ni un gigante podía removerlas desde adentro. A cuatro varas de distancia torcíase el agujero a izquierda y derecha en ángulo recto, y entrambas rinconadas, interrumpidas por sendos pilares de cristalizaciones, servían de guardarropa al rabino. 
   Este jamás hacía allí noche. Sin más respiradero que la entrada, contados estaban los días, las horas quizá, de quien se encerrara en tan angosto recinto, incomunicado con el aire libre. No podía prolongarse mucho, por consiguiente, la vida de Teodosio, puesto que no sucumbiera a la fuerte dosis de narcótico que de un trago había bebido (...) y gracias a la precipitación con que (Eudon) anduvo para cubrir la boca, tampoco ésta quedó herméticamente tapada. 
   Teodosio fue volviendo en sí (...). No sabía dónde se hallaba (...). Cruzó por su fantasía la idea de la cueva, del perdurable encierro en agreste sepultura; sintió calor sofocante, abrasadora sed; palpaba, por decirlo así, el humo de las tinieblas, comprendió que estaba amenazado de muerte al fuego lento de las llamas, que sin duda circundaban y envolvían el peñón de la gruta (...). Alzóse, irguió la frente, y con la cabeza daba en las estalactitas de la bóveda; tendió los brazos y en las dos paredes del antro tocaba a un tiempo con entrambas manos. Daba algunos pasos, y al punto tenía que detenerse junto a la roca. 
   Sintió la ceguedad, la rabia de la desesperación. Perdió toda noción del paraje en que moraba, de la figura y dimensiones de la cueva; no conocía ni cuál era el principio, ni cuál era el fin. Si se ponía a trabajar para salir, temía confundir la boca con el remate y fatigarse en vano, cuando el natural instinto le decía que por falta de aire y por sobra de humo y calor le quedaban muy pocas horas de vida. Agréguese a tantas angustias la completa carencia de conocimientos acerca del tiempo que llevaba en aquel sepulcro. ¿Cuánto había durado su letargo? ¿Qué hora era? ¿En qué día estaba?" 
    
   "Y en aquel momento sintió un ruido hacia la derecha. Se estremeció; parecióle que los espíritus infernales le habían escuchado, y se prestaban y acudían a su ruego. El ruido era exterior, y, por tanto, allí donde sonaba, allí debía de estar la salida. Arrastróse hacia ella como culebra, y dió con un charco de agua, que sin duda había entrado por las junturas de las piedras, y bebió, sació la sed que le devoraba. 
   Con semejante refrigerio recobró las fuerzas físicas, mas no la serenidad ni el vigor de la conciencia. No veía más que visiones diabólicas; creíase bajo el poder y dominio del enemigo del humano linaje. El ruido, el agua, el hallazgo de la boca de la cueva, todo le parecía obra suya. 
   Como quiera que fuese, iba a salir. Moriría, pero no enterrado en vida, arañando las rocas de su sepultura, consumido, tostado al fuego, al humo del incendio (...). 
   Había cesado el ruido de las peñas. Reinaba profundo y pavoroso silencio. Encorvóse Teodosio para mover la losa. ¡Vano intento! (...) comenzó a dar voces como un insensato. 
   –¡Calla! No grites –le dijo al fin una voz murmurando–. ¿Quién eres? 
   –¡Teodosio! ¡Teodosio de Goñi, encerrado aquí por Eudon! 
   –Mientes. Eres Abraham Aben Hezra. El diablo te ha traído engañado en busca del tesoro, y el diablo se burla de ti cerrándote la puerta. Morirás, morirás ahogado por la codicia. 
   –¡Petronila! ¡Petronila! ¡Soy Teodosio, soy el marido de tu sobrina, soy el rey! (...) 
   Cayó de hinojos al suelo para ayudar a su libertadora y alzar la piedra con las espaldas. 
   –¡Animo! –decía gritando–. ¡Adelante, quienquiera que seas! 
   Silencio completo. Hizo un esfuerzo hercúleo, y desvió por fin la enorme piedra, movida ya por los de fuera. La entrada estaba patente y franca. Con una alegría que le ahogaba, interrumpiendo los latidos del corazón, sintió en su rostro la frescura del aire libre, sacó la cabeza, y quedó desvanecido. 
   Había quedado en su desmayo con los pies dentro de la gruta y el cuerpo sobre las peñas, por oculta y misteriosa mano levantadas; hallóse al volver en sí reclinado en brazos de Petronila. (...) 
   Una manga transportada por el huracán, deshecha en lluvia torrencial, sin duda alguna había apagado el fuego de la selva al pie mismo de la roca, a pocos pasos de la gruta, en el momento en que las llamas iban a invadir el cóncavo recinto. 
   El humo que por los intersicios del montón de piedras había penetrado demostraba que las llamas no se hubieran detenido ante aquel estorbo. 
   ¡Qué milagro! Y si milagro no, rigurosamente hablando, ¡qué suceso tan providencial! ¡Qué favor divino tan señalado y patente!" 

   Petronila, que aparece siempre cual dea ex-machina en los momentos y lugares clave para resolver los conflictos, vuelve a echar otra feroz bronca a Teodosio reprochándole su egoísmo y ambición por querer llegar a ser rey sin merecerlo, y habida cuenta de que otro pretendiente, como García Jiménez, señor de Abarzuza y de las Amezkoas, al unirse a los godos para guerrear contra la invasión musulmana, ha reunido más méritos que él para erigirse en caudillo de los vascos. Hace mutis Teodosio despechado, y Petronila 

   "...lo siguió con la vista hasta que desapareció, y mirando entonces muy atentamente a todos lados pareciéndole que estaba sola, completamente sola, se dirigió con precaución hacia la gruta, y se hundió en ella haciendo la señal de la cruz. 
   –¡Jaungoicoa eta euscaldunac! '¡Dios y los vascos!' –exclamó al sepultarse bajo las rocas (...)" 

   Teodosio en tanto se topa por los montes con un ermitaño que, 'inspirado por el Espíritu Santo', le pone en guardia acerca de la fidelidad de su recién consorte Constanza y desgranando lo que el lector sabe que no es sino una sarta de mentiras, le azuza el demonio de los celos: 

   "(...) por virtuosa la has tomado; a título de santa y bautizada poco ha te acabas de casar con ella, y ella, en cambio, te arma tal maldad, que hoy, hoy mismo te está engañando y te vende. 
   –¿Con quién? 
   –¿Con quién ha de ser sino con ese duque, con el mancebo a quien quiso desde sus primeros años, a quien ama hoy más que nunca (...), con quien ha concertado tu deshonra y usurparte el trono. 
   –¡Padre, padre! Mirad lo que decís, porque ese duque es un miserable judío, y Constanza está bien sabedora de ello. 
   –Para una mujer que por amores pierde el seso no hay moros, ni judíos, ni respetos que valgan." 

   Comentarios machistas y antisemitas en un solo diálogo, pero Navarro Villoslada pretende autentificar su fidelidad histórica en una nota a pie de página: "El fondo, y con frecuencia las frases mismas de este relato, están tomadas de una antiquísima Memoria del suceso, a la cual siguen el P. Fray Tomás Burgui y los demás historiadores. El novelista ha puesto aquí muy poco de su cosecha."  
   El ermitaño se va hacia los frondosos bosques de Aralar, pero Teodosio le da alcance: 

   "–¿Dónde os volveré a ver, padre mío? ¿Dónde tenéis la vivienda? 
   –Mi morada es una sima muy honda, muy honda, que casi toca el centro de la tierra. Nadie me ve, nadie me conoce."

Indice

 

 

6.  En que la historia obliga a decir más de lo que quisiera

   En el capítulo VI se consuma la tragedia, como consecuencia de las intrigas urdidas por los villanos de la novela: el falso ermitaño, cuya diabólica identidad no se dice, pero se insinúa; Eudon, rival de Teodosio en su persecución del tesoro de Aitor y en su disputa del trono de Vasconia; y el padre de Eudon, el astrólogo y rabino judío Abraham Aben Hezra, alias Pacomio. 
   Teodosio acude a su Goñi natal, presa de sus pasiones y cegado por los celos. 

   "Allí perdía a un tiempo el honor y el trono; allí de un golpe podía alcanzar los dos. Con tales ideas y propósitos, no vaciló un momento siquiera en tornar a casa para sorprender a Eudon y Constanza y lavar con sangre la mancha con que le estaban infamando." 

   Un escudero aquitano, que es en realidad un judío camuflado, anda espiando a Teodosio, y enterado de lo que sucede, se entrevista en el mismo monte Aralar con Pacomio (en realidad el rabino Aben Hezra, uno de los mayores malvados de esta historia): 

   "–Maestro, tenéis a Teodosio en Val-de-Goñi, y a Petronila dentro de vuestra cueva (...) 
   –¿En cuál de ellas? 
   –En la vuestra. ¿Qué sé yo cómo la llamáis? En la cueva donde habéis encerrado a Teodosio, en la caverna del Basajaun. 
   –¿A qué ha ido allí? --preguntó Rab Abraham con vagos terrores y vagas esperanzas, presintiendo un golpe fuerte, decisivo, transcendente para todos los días de su vida (...). 
   –Eso es lo que no puedo asegurar, porque no lo ha dicho; sé que Petronila no iba allá con intención de salvar a Teodosio; pero sé que lo salvó, que lo ha sacado de la gruta; en una palabra: que me tomó la delantera. Sé que por entrar en la cueva ha dejado marchar solo a Teodosio, y sospecho que debe andar en busca de algún tesoro. Vos sabéis lo que guardáis allí. 
   Pacomio perdió el color y estuvo a punto de caer desmayado. Tal fué la conmoción que sintió de pronto al oír al escudero. 
   –¡Ah! –exclamó con voz apenas perceptible. 
   Y mentalmente repitió, como iluminado por súbito esplendor: 
   –'A cinco pasos de la boca se tuerce a mano derecha, y a los tres pasos, al pie de un pilar...' ¡Es ella! ¡Es ella! ¡Iturguru! ¡La fuente de la cruz! Es la cueva del tesoro de Aitor." 

   Parece colegirse de este diálogo que el rabino Aben Hezra poseía datos precisos (obtenidos a través de su red de espías) del emplazamiento del tesoro de Aitor en la cueva de Aralar, pero que había estado buscando en la dirección equivocada a causa de un malentendido (su lengua madre era el hebreo): había confundido la cueva de Iturburu (en vascuence 'manantial'; literalmente 'cabeza de fuente') con la de Iturguru (la 'cruz de la fuente'). Y es en este momento cuando se da cuenta de su grave error. 

   "–¿Cuánto tiempo ha que Petronila entró en la cueva? 
   –Una hora; menos de una hora. 
   –Está bien, Joziz, hijo de Joseph; yo me encargo de la loca; del loco, tú. Ya sabes con qué objeto te mandamos levantar las losas de la gruta; ya sabes que sólo Aser Ben Abraham (el hijo del rabino, la verdadera personalidad de Eudon) ha de reinar en Vasconia. ¡Reinará! ¡Reinará si su rival queda inutilizado! ¡Vendrán aquí nuestros hermanos del Africa y todos los hijos de Israel reinaremos con el hijo de Abraham! 
   Y se alejó murmurando entre dientes: 
   –Aun es tiempo; la sorprenderé con las manos en la masa." 

   Las acciones corren paralelas en este tramo de la novela y volvemos a Teodosio, calificado de loco por el rabino y que a la sazón era digno de ese nombre, pues "corría desalado hacia su valle, como si le faltara tiempo de llegar y sorprender a la pérfida que tan miserablemente lo engañaba". 
   Se acerca a Jaureguia, el palacio de sus padres Miguel y Plácida, venerables ancianos señores de Goñi, respetados por todos los vascones, que habían cedido su propio dormitorio en el palacio a los nuevos esposos, para pasar la noche de bodas. 

   "¿Seguiremos la relación, a que la pluma se niega horrorizada? Lo exige la historia (...). Acercóse a tientas, apoyándose en las paredes, porque temblaba de pies a cabeza. Delante ya de la puerta, algo había sentido que disipaba las dudas o temores que a cada paso le asaltaban. Estaba escuchando con el alma entera clavada en el oído. 
   Por de pronto quedó sobrecogido de la más siniestra alegría. El tálamo nupcial estaba ocupado; los criminales no habían huído. Nadie, nadie en el mundo podía arrebatarle ya el placer de vengarse por su mano. Si mataba a los dos, si no perdonaba a ninguno, la ley le absolvía. Mas él entonces no se acordaba de leyes, y por encima de todas las del universo hubiera saltado para satisfacer su rencor (...). Teodosio percibía claramente el respirar de dos  distintas personas en el lecho (...). 
   Dió tres o cuatro pasos adelante sin hacer el menor ruido, y no podía dudar: eran dos las personas que allí reposaban. Hallábase a la cabecera de su propio tálamo, y el corazón quería saltársele del pecho. Alargó la mano izquierda hacia la almohada y tentó el rostro de un hombre con fuerte barba. Era imposible equivocarse; la que a su lado yacía era su mujer. Fué a levantar la diestra, pero la sintió pesada, paralítica, como si el acero que empuñaba fuese una montaña (...). 
   Levantó la ezpata y la clavó en la garganta de la mujer, y con la sangre humeante la volvió a clavar en el pecho del varón. La primera de las víctimas no lanzó ni una queja ni un suspiro. O murió en el acto, o conoció la mano que le hería y no quiso denunciarla con sus gritos. El hombre dejó escapar terrible clamor inarticulado, y todo al punto volvió a quedar en silencio (...). 
   Por aturdimiento cerró de golpe la puerta de la cámara, y arrojó la ezpata, y por la fuerza de la costumbre se encaminó maquinalmente a la escalera principal. Sus pasos eran tremendos y resonantes; su conciencia le decía que acababa de perpetrar un crimen; pero sus pasiones le gritaban que se había vengado (...). Pero al volver hacia el corredor que daba a la escalera, al entrar en aquel tránsito..., ve luz artificial... ¡Gran Dios! Una mujer se le presenta con una lámpara en la mano. Constanza, al ruido de los pasos, salía de otro aposento. 
   –¡Teodosio! –exclamó para no dejarle duda de que era ella, ella misma, y no ilusión o fantasma de imaginación errada–. ¿Qué es eso? ¿De dónde vienes? 
   El caballero, yerto, inmóvil, con rostro de condenado, no le contestó. 
   –Te esperaba amor mío, esposo mío. Mi corazón me decía que habías de volver, y me quedé haciendo las veces de tu madre. ¡Te esperaba rezando, pidiendo a Dios que te trajese presto vencedor, salvador de los vascos! Pero tú has creído que dormía en nuestro aposento... 
   –¡Ah! ¿Pues quién... –exclamó Teodosio, con acento inexplicable–, quién duerme ahí? 
   –¡Tus padres! 
   Y sin proferir una sola palabra huyó el infeliz despavorido." 

   "Por nefando y horrible que parezca este hecho –apostilla el autor en nota a pie de página–,  es innegable y no puede prescindirse de él en la historia de los vascos en el siglo VIII. Constante y perpetuamente tradicional, referido por todos los autores que tratan de la aparición de San Miguel de Excelsis en Navarra, apoyado en manuscritos de la Edad Media, tiene además en su favor el irrecusable testimonio de monumentos y restos arqueológicos completamente auténticos. Ha dado origen a la fundación de monasterios, basílicas y ermitas; está consignado en libros, cuadros y estampas (...). 
   Pero lo raro y sorprendente no es tanto el hecho en sí como el haberse repetido con las mismas circunstancias en Cataluña, según es de suponer, donde se celebra la festividad de San Julián, el hospedero de pobres en el mes de agosto. El santo perpetró el involuntario parricidio también por infundados celos de su esposa (...). Lope de Vega ha puesto la vida de El dichoso parricida San Julián, o El animal profeta, no ya en novela histórica, sino en el teatro."

Indice

 

 

7.  De cómo principió la reconquista de España

   Saltamos al capítulo primero del Libro Cuarto. En un diálogo entre Ranimiro, noble visigodo padre de Amaya, y García Jiménez, el héroe vascón aspirante a rey y pretendiente de Amaya, que ha batallado en la Bética contra el moro invasor, Ranimiro da fe de los primeros pasos en la llamada 'Reconquista', refiriendo las ayudas que los príncipes cristianos de la Península Ibérica ofrecen a Teodomiro, el último godo, en la 'santa empresa'

   "–Uno de ellos se lo prometió y cumple heroica, milagrosamente la promesa: mi sobrino Pelayo. Retírase a los terribles montes asturianos, y allí reúne un ejército compuesto de todos los hombres aptos para las armas, los cuales principian por aclamarlo rey. Reino de selvas, rocas y desfiladeros, pero no importa; es reino de cristianos. Rey de España se llama Pelayo, y ese nombre suena con terror en el oído del musulmán, que a toda prisa manda contra los salvajes astures al africano Otsman ben Abn Nicah, el caudillo que más confianza inspira a Tárik. Lleva consigo numeroso escuadrón de godos traidores, mandados por Opas, el obcecado obispo de Sevilla. Pelayo los espera detrás del monte Auseba, en valle profundo, al último del cual se divisa la negra boca de una gruta llamada Covadonga. 
   Era difícil llegar al torvo escondrijo, que no tiene otra garganta que el desfiladero, por donde corren las aguas de fuentes y cascadas. Pelayo dió orden a sus soldados de esconderse entre las breñas, sin oponerse a la entrada de los invasores. Cuando todos éstos se hallaban en el fondo del valle, el rey cristiano se presenta a la boca de la cueva, y los picos y faldas de la sierra aparecen coronados de guerreros, que cortan la retirada al ejército musulmán. En el fondo de Covadonga ven los astures a la Madre de Dios, a quien invocan, y los infieles caen aterrados y heridos con sus propias flechas, que se vuelven contra ellos. 
   Terrible fue el desastre para los enemigos: era el primero que sufrían después de la invasión. Ciento veinticuatro mil hombres perecieron allí, según cuentan, entre ellos el caudillo Otsman. El obispo cayó prisionero, y fué condenado a muerte. Los pocos sarracenos que lograron escapar de la carnicería se refugiaron en la concavidad de un peñón. Pero se levanta descomunal y aterradora tempestad, rómpense las cataratas del cielo, desplómase la roca y aplasta y sepulta a cuantos en ella se habían refugiado. 
   –¡Dios lo quiere! –exclamó García–. Ha comenzado la reconquista, y no cesará hasta que España vuelva a ser enteramente cristiana."

Indice

 

 

8.  De la visita que tuvo el solitario de Aralar

   En el capítulo siguiente ha pasado el tiempo y volvemos a tener noticia de Teodosio de Goñi, que está cumpliendo penitencia por su parricidio, vagando durante años por las soledades de la sierra, con unas gruesas cadenas de hierro ceñidas a su cintura, y viviendo dentro de la gruta. La penitencia dictada por el Papa de Roma ha de durar hasta que las cadenas se le caigan por sí solas de viejas. 
   Marciano, santo obispo de Pamplona, y García Jiménez se disponen a subir desde la iglesia de Santa María de Zamarce a los altos de Aralar para entrevistarse con el penitente, llevando como guía a Petronila, que se conoce la sierra palmo a palmo. 
   Antes de ascender, el párroco informa al obispo: 

   "– (...) nadie se arrima ya a la peña ni para guarecerse de nublados. Hasta los cabreros huyen de la gruta de algunos meses a esta parte. 
   –¿Por qué? 
   –Los unos, por miedo; los  otros, por respeto al santo anacoreta. 
   –¿No le han conocido? 
   –¡Ay, padre! Ni su misma mujer acaso le conocería ya. 
   –¿Tan desfigurado está? 
   –Es un esqueleto vivo. Los pastores, que alguna vez lo sorprenden o columbran, han esparcido la voz de que la peña de Aralar está habitada por fantasmas." 

   Aparece Petronila, que es la única que, sin temer a fantasmas, visita de vez en cuando a Teodosio en su gruta, y puede ofrecer información de primera mano: 

   "Ayer tarde, por vez primera, entré en la gruta, y le dirigí la palabra. Quedé espantada de su rostro y conmovida y edificada al propio tiempo. ¡Qué desnudez de vivienda! ¡Qué falta de todo humano recurso! ¿Cómo pueden vivir así terrenales criaturas? En el verano, cuando hay hierbas en abundancia, sólo de ellas se sustenta. Cuando escasean, en una próxima roca le dejo mendrugos de pan áspero y moreno, porque si es entero y blanco no lo prueba (...). Los fríos y hielos del invierno hienden allí las rocas, que crujen resquebrajadas; con nieve se ciñe la peña la mayor parte del año, y, sin embargo, allí no se ve el humo, ni allí señal de fuego. Hambre, frío y soledad." 

   Suben los tres a Aralar al encuentro de Teodosio. 

   "Cuando Marciano, al llegar a la verde y aterciopelada planicie del peñón, pasó delante del solitario, éste se prosternó hasta besar el suelo, y al caer se sintió el crujir de la cadena de hierro que llevaba sujeta, con pretina también de hierro, a la cintura. Aquella cadena, que aun hoy día se conserva, pesaba más de dieciocho libras." 

   Se refiere el novelista a las cadenas que actualmente se exhiben colgadas de una pared en el interior de la iglesia de San Miguel de Aralar. 
   Entra el obispo en la gruta, da la comunión a Teodosio y García Jiménez, e insta a ambos caudillos a unirse a la cruzada contra la amenaza mahometana, que se acerca ya a Pamplona por el Arga y la Burunda. García resume a Teodosio la situación: 

   "(...) los infieles son dueños de toda la Península española, excepto de algunos montes de Asturias, donde Pelayo levanta la enseña de la Cruz, y del ducado de Aurariola, en que Teodomiro se ha declarado independiente. Dejando a entrambos a la espalda, vienen los musulmanes, se apoderan de Cesaraugusta, y desde la orilla derecha del Ebro van a caer sobre nosotros (...). No hay ya en Vasconia vascos ni godos; todos somos cristianos." 

   "El prelado le dijo entonces: 
   –Este es uno de los motivos que he tenido para venir a veros; el peligro es tan formidable, que para conjurarlo se necesita el concurso de todos los fieles. 
   –¿Y qué puedo hacer yo, padre mío? 
   –¿Puedes dejar esa gruta? ¿Puedes suspender siquiera por unos días la vida que llevas hace tantos años? ¿Puedes ir de ciudad en ciudad, de valle en valle, predicando la guerra? 
   –Cuando por vuestro mandato fui a Roma para que el Papa me impusiera la penitencia que merecía mi pecado, el Sumo Pontífice Constantino, que a la sazón se hallaba en Bizancio, me mandó ceñirme al cuerpo esta cadena de hierro, y que hiciese penitencia con vida solitaria hasta que la cadena desgastada se desprendiese de la cintura; y bien lo podéis ver, señor Obispo, por ahora no hay trazas de que el ceñidor se rompa. 
   Y al decir esto se puso en pie, y alzando un poco los brazos, dejó ver el duro y bronco cinturón que traía. 
   Sus tres amigos le miraron conmovidos y edificados al propio tiempo. Petronila prorrumpió en sollozos. Marciano y García tuvieron que hacerse violencia para disimular su espanto. 
   La argolla de la cadena, rompiendo el sayal de la túnica, se le metía en la carne; y aunque el penitente remendaba el hábito como podía, bien se dejaba ver que toda la cintura debía de ser una llaga. (...) 
   –Ya veis –añadió el solitario– que todavía tengo penitencia para largos años. Un solo eslabón de la cadena se me ha desprendido hasta ahora. 
   –¿Cuándo? –le preguntó Petronila. 
   –Antes de fijar mi morada en esta cueva (...). 
   Marciano, conmovido, le contestó: 
   –Se necesita un milagro para que ese hierro se quebrante."

Indice

 

 

9.  El dragón sale de la cueva

   El capítulo III y último de la cuarta parte (titulado 'Que no yerra quien obedece al superior') relata el desenlace. 

   "Por insignificantes que los sucesos de la gruta nos hayan parecido, formaban época en la vida del solitario de Aralar, émulo de sus predecesores en la Tebaida." 

   Por una de esas casualidades que se dan en las novelas decimonónicas, hace su aparición en esas alturas un personaje clave. 

   "(...) llamó su atención la carrera velocísima de un jinete godo, que montaba caballo árabe de pura sangre. (...) A cierta distancia aparecían como persiguiéndole jinetes vascos. (...) El godo estaba perdido; y (...) saliéndose del camino llano y ribereño, enderezó la carrera del impetuoso corcel hacia la falda del monte para perderse en lo fragoso de la sierra, por entre selvas y peñascos. 
   El caballo árabe, poco acostumbrado a correr en terreno de pizarras y lanchas resbaladizas, salía asustado de un precipicio para asomarse a otro (...), y cerca ya de la cumbre, se le fueron los pies y cayó derrumbado. 
   Verlo Teodosio, y correr hacia el sitio de la catástrofe, todo fué uno. No se acordó de que estaba descalzo ni de la pesada cadena que ceñía; por entre espinos, peñas y matorrales descendió al precipicio (...). Al pie de la tajada peña yacían inmóviles caballo y caballero (...). 
   No podía dejarlo a la intemperie, y en un sitio tan sombrío y desamparado, donde era probable que fuese acometido y devorado por las fieras. Trató, pues, de llevarlo a la gruta (...). 
   Con los pies ensangrentados, la cintura en carne viva y el peso de su argolla y eslabones de hierro, pudo salir de la hondonada con el herido en los hombros. 
   A tiempo fué, porque entre brezos y carrascales sintió el aullido de lobos, que al olor de la sangre venían alegres a cebarse en el caballo. Si el jinete hubiera quedado allí, también habría sido pasto de su voracidad (...). 
   (Ya en la gruta) preparó un lecho lo mejor que pudo. Entonces y sólo entonces echó de ver su completa falta de recursos, la terrible desnudez y agreste desamparo de su morada. 
   –¡Oh –tornó a decir murmurando–, cuántas cosas me faltan! 
   Todo, en efecto, estaba de más para el penitente, todo le parecía poco para su huésped. Iba y venía de un lado a otro buscando lo que no hallaba; salía a la boca de la caverna para dirigir la vista al peñón donde Petronila solía depositar sus limosnas, y tornaba desconsolado." 

   Teodosio da agua al moribundo. Aparecen los perseguidores a la entrada de la cueva y el héroe los contiene: 

   "–Hombre soy, aunque miserable pecador (...); pero esta cueva es mi casa y este infeliz mi huésped. 
   –Mirad que viene del campo de los moros, y debe de ser un pájaro de cuenta y enemigo de los cristianos (...). 
   –¡Atrás! ¡Atrás, en nombre de Dios, que es todo caridad!" 

   Los perseguidores retroceden y se alejan. Teodosio vuelve a atender al caballero y entonces el autor nos descubre la identidad del personaje: 

   "era el antiguo duque de Cantabria, el vencido rival de Teodosio y García Jiménez; era Eudon, que venía a poner el sello a su venganza." 

   Era otra vez Eudon, el máximo villano de la historia, el hijo del taimado rabino Abraham Aben Hezra. El mismo que, disfrazado de Basajaun, sepultó a Teodosio en la cueva del incendio. El que propagó los infundios sobre la infidelidad de la esposa de Teodosio, que desembocaron en tragedia. 

   "Amigo de los árabes por despecho (...), misteriosamente reverenciado por los judíos (...), traía el encargo de sublevar la aljama iruniense (barrio judío de Pamplona) desde el momento que viese a las cristianas huestes comprometidas a rechazar la próxima invasión. (...) 
   Muza, en nombre del califa damasceno, le había ofrecido nombrarle emir si abrazaba el islamismo (...). Más que la ambición le dominaba el odio; quería inutilizar y humillar a García, como había inutilizado a Teodosio." 

   Y en esta gruta de Aralar, Eudon sufre, como Saulo, su caída en la ruta de Damasco, al ver el trato que recibe de su máximo enemigo. 

   "¿Cómo un hombre entregado a (tantas y tan insensatas pasiones) y a los vaivenes del mundo, y ensordecido al eco de los combates, había de comprender ni explicarse la vida santa, espiritual y milagrosamente sostenida del solitario de Aralar? Al antiguo conde de los Notarios, duque de Vasconia y presunto libertador del pueblo israelita, por cuya mente cruzaban fantásticos pensamientos de un reino en Jerusalén, aquella austeridad, aquel apartamiento del mundo, unido a tanta caridad y amor al prójimo, debían semejarle visiones de cerebro enfermizo y trastornado. Ensueño y delirio febril le parecía todo, hasta que las últimas palabras de Teodosio: 'La cruz os salvará', le hicieron volver los ojos a la cruz que perseguía, al signo aborrecido bajo el cual se amparaban sus mortales enemigos. 
   Lumbre interior iluminó de repente las más tenebrosas profundidades de su entendimiento, y todo lo vió con súbita claridad, y lo comprendió todo (...). 
   Y apartando mentalmente los ojos del cuadro que aquella gruta le ofrecía, volvialos hacia su propia conciencia, hacia lo pasado y lo presente de su azarosa vida, y quedaba espantado (...). 
   La gruta había quedado sola; no tenía en ella Eudon más compañía que la cruz, y de aquella cruz se desprendían dardos de fuego que le taladraban las entrañas. Tenía miedo, miedo a la soledad, miedo al silencio, miedo a la luz, y cuando vió aparecer nuevamente a Teodosio, le miró como el único amigo que le quedaba en el mundo." 

   Teodosio le trae provisiones, 'debidas a la caridad de Petronila'. Eudon le suplica que no se aparte de su lado, pues tiene miedo de morir abandonado. Teodosio le replica: 

   "Miradme a mí (...), he sido el más odioso criminal; he llegado adonde no llegan las criaturas más abyectas de la tierra, adonde las fieras mismas se detienen por instinto. (...) despreciadme, pues soy indigno de vuestro agradecimiento. He sido un malvado, mis manos están teñidas de sangre, en sangre de mis padres: ¡soy un parricida!" 

   Eudon le contesta que mayores son sus crímenes, afirma haber sido convertido, conmovido por lo que ha visto en la gruta, desea confesarse, y revela por fin su personalidad a Teodosio: 

   "–Y ahora oíd otra confesión más dolorosa para mí y más terrible para vos todavía. Teodosio, si vos involuntariamente y creyendo matarme a mí y a una esposa culpable, fuisteis parricida, aquí tenéis al miserable que os indujo al crimen. 
   –¡Eudon! –exclamó con voz terrible y cavernosa el solitario, sintiendo pasar delante de sus ojos nube de sangre y horror que le cegaba (...). 
   –Sí; yo calumnié a Constanza en Mendiguren; yo quise vengarme a un tiempo de vos y de vuestra inocente esposa; yo sabía que en vuestro tálamo dormían vuestros padres aquella noche; mi padre y yo armamos vuestra diestra con el puñal. ¡Perdón, Teodosio; yo fui causa de vuestro parricidio! 
   Teodosio de Goñi no pudo oír más. Levantóse bruscamente (...), y sin despegar los labios se salió de la gruta con ojos de loco. 
   Luzbel; no, Luzbel era poco para tamaña empresa y tentación; todas las legiones de ángeles condenados, todo el infierno junto, le seguía y acosaba. 
   La memoria de su delito, la venganza, el odio y el despecho le acompañaban rugientes (...). No alcanzaba a ver otra cosa que el placer, el inmenso placer de decir a Eudon: '¡Muere; has venido a morir en mis manos; muere ahí desesperado, muere sin que te alcance salvación ni misericordia, muere atormentado en presencia de aquel a quien has privado de su mujer, de la corona, de la felicidad, del trato y comunicación con los hombres! ¡Muere maldecido por mí, torturado por mí, pasando en una hora todos los tormentos que me has hecho sufrir años enteros!' (...) 
   Pero a la salida se vió detenido por un gemido del moribundo. 
   –¡Perdón, Teodosio! (...) 
   –¿Qué me queréis? (...) 
   –¡El bautismo! Quiero ser cristiano... quiero morir como cristiano (...). 
   Entonces Teodosio acabó de volverse hacia su enemigo, y como sacudiendo de sí las tentaciones (...), hizo la señal de la cruz, y se serenó. La legión infernal había desaparecido." 

   Teodosio recibe la confesión de Eudon, el cual abjura de sus anteriores creencias y declara su adhesión a la fe cristiana. Constatado su sincero arrepentimiento por las fechorías cometidas, Teodosio rocía con agua la cabeza del agonizante, para bautizarle. 

   "Entonces Eudon, con entrambas manos estremecidas de júbilo, tomó la diestra del solitario, y llevándola a sus labios, exclamó: 
   –¡Dios te lo premie, Teodosio! 
   Y expiró." 

   Con la conversión y muerte de Eudon, llega la novela al momento culminante hacia el que conducen todas las tensiones de la trama: 

   "¿Qué pasó entonces en aquella gruta? 
   El solitario quedó como extático, con su mano entre las de Eudon. Parecióle oír rugidos espantosos, y que de la sima de la peña salía un dragón horrible, que iba a caer sobre él y devorarlo. 
   –¡San Miguel me valga! –exclamó el penitente. 
   Y sobre el dragón se presentó con vivísimos resplandores el bienaventurado arcángel, que dió muerte a la infernal serpiente. Al arcángel acompañaba un coro de bienaventurados, entre los cuales creyó distinguir el solitario a su padre y a su madre, a Miguel y Plácida. 
   Desaparece la visión, y Teodosio se pone en pie. 
   Las cadenas que llevaba ceñidas estaban en el suelo; la argolla de la cintura se había hecho pedazos. 
   Milagro fué; pero de milagro tan patente están dando testimonio todavía las cadenas y la argolla." 

   Llama la atención, tras la prolijidad de detalles de que hace gala el libro, que Navarro Villoslada despache con estas pocas y escuetas líneas lo que debería ser el clímax, la escena cumbre de 'Amaya o los vascos en el siglo VIII' (calificada de 'epopeya de los vascos'), el prodigioso enfrentamiento entre las fuerzas del Bien y del Mal que constituye el núcleo de la leyenda de San Miguel de Aralar, momento por el que el autor parece pasar de puntillas. 
   Se diría que deja entrever, al utilizar las palabras 'parecióle', 'creyó distinguir'  y 'desaparece la visión', que la aparición del Arcángel San Miguel y su combate con el infernal dragón es precisamente eso: una aparición, una visión, una alucinación de los sentidos, que sufre el atribulado Teodosio, y no sería ello de extrañar con el estado físico-anímico que debía tener tras siete años de áspera penitencia. (En cuanto a las cadenas como prueba del milagro, un amigo nuestro comenta, bromeando, que más fehaciente testimonio sería una pluma del arcángel). 
   Teodosio recupera sus fuerzas, se cura repentinamente de sus heridas, pone una cruz de madera a la cabecera del lecho donde yace el cadáver de Eudon en la gruta, encarga a Petronila darle cristiana sepultura, y con renovados bríos abandona la soledad de la montaña para volver entre sus gentes a predicar la cruzada contra los infieles, y a abrazar a su esposa. 
   Aquí acabaría la novela, pero el autor añade aún un epílogo a modo de conclusión.

Indice

Continuar >>

 

FotoCDA3

Paisajes de las cavernas (3)
Exposición colectiva

© fotoAleph
© Copyright fotoAleph. All rights reserved
www.fotoaleph.com
   
Fotografías: 
© Luis Moreno 
© Fidel Moreno