Exposiciones fotográficas
De profundis
Las cavernas fantásticas (3)
Indice de textos
Cuevas en el Mundo Perdido
El Mundo Perdido (A. Conan Doyle)
Asimismo continuábamos visitando asiduamente las cuevas, que eran lugares notabilísimos, aunque nunca pudimos determinar si eran obras del hombre o de la Naturaleza. Todas ellas estaban en un solo estrato, horadadas en una especie de roca blanda que se extendía entre el basalto volcánico que formaba los riscos rojizos de la parte superior y el duro granito de su base.
Sus bocas se hallaban a unos ochenta pies por encima del suelo, y se las alcanzaba por largas escaleras de piedra, tan estrechas y empinadas que ningún animal de grandes dimensiones podía subir por ellas. En el interior, eran cálidas y secas, y estaban recorridas por pasajes rectos de variada longitud labrados en la ladera de la colina. Tenían paredes lisas y grises, decoradas con muchas pinturas excelentes hechas con palos carbonizados y que representaban a diversos animales de la meseta. Si todas las cosas vivientes fueran barridas de la comarca, el futuro explorador hallaría en estas paredes una amplia evidencia de la extraña fauna: dinosaurios, iguanodontes y peces lagartos, que habían poblado la tierra en tiempos tan recientes.
(...)
Se halla en la meseta una madera bituminosa (...) que siempre usan los indios como antorcha. Cada uno de nosotros cogió un manojo de éstas y subimos por la escalera cubierta de maleza hasta la cueva marcada en el dibujo. Estaba, tal como ya había dicho, completamente vacía, si se exceptúa un gran número de enormes murciélagos, que aletearon en torno a nuestras cabezas a medida que nos adentrábamos en ella. Como no deseábamos atraer la atención de los indios acerca de nuestras acciones, anduvimos dando traspiés en la oscuridad hasta que dejando atrás varias cuevas penetramos una considerable distancia en el interior de la caverna. Entonces, por fin, encendimos nuestras antorchas. Era un túnel hermoso y seco, con lisas paredes grises, cubiertas de símbolos indígenas, el techo curvado con arcos sobre nuestras cabezas y una arena blanca que brillaba bajo nuestros pies. Nos precipitamos anhelantes por este túnel, hasta que, con un profundo gemido de amargo desencanto, nos vimos forzados a hacer un alto. Ante nosotros aparecía un muro de roca pura, en la que no había ni una grieta por la que pudiera deslizarse un ratón. Allí no había salida para nosotros.
Nos quedamos inmóviles, contemplando con amargura en el corazón ese inesperado obstáculo. Este no era el resultado de ningún cataclismo, como en el caso del túnel de ascenso. Aquello era, y había sido siempre, un cul de sac. (...)
–¿No habremos seguido una cueva equivocada? –sugerí.
–Es inútil, compañerito –dijo Lord John con el dedo apoyado en nuestro mapa–. La diecisiete empezando por la derecha y la segunda desde la izquierda. Esta es la cueva, con toda seguridad.
Yo miré la marca que señalaba su dedo y lancé un grito de repentina alegría.
–¡Creo que lo tengo! ¡Síganme, síganme!
Retrocedí a todo correr por el camino que habíamos seguido, con la antorcha en la mano.
–Aquí –dije, señalando hacia unas cerillas que había en el suelo– es donde encendimos las antorchas.
–Exacto.
–Bien, aquí está marcada como una cueva con una bifurcación. En la oscuridad hemos pasado la bifurcación antes de que las antorchas estuvieran encendidas. Por la derecha, según vamos saliendo, encontraremos el brazo más largo.
Así fue, tal como yo había dicho. No habíamos andado treinta yardas cuando apareció en la pared un gran agujero negro. Nos metimos por él y descubrimos que nos hallábamos en un pasillo mucho más amplio. Corrimos por él con impaciencia, hasta perder el aliento, por un espacio de muchos centenares de yardas. Entonces, de pronto, divisamos en medio de la negra oscuridad del arco que se abría ante nosotros un resplandor rojo oscuro. Nos quedamos viendo aquello, atónitos. Un velo de fuego estable y continuo parecía atravesar el túnel y cerrarnos el camino. Nos apresuramos a correr hacia allí. No se oía ruido ni se sentía calor ni se veía el menor movimiento en esa dirección, pero aquella gran cortina luminosa seguía brillando ante nosotros, bañando de luz plateada toda la cueva y convirtiendo la arena en polvo de piedras preciosas, hasta que al acercarnos más reveló que tenía un borde circular.
–¡Por Dios... es la luna! –exclamó Lord John–. ¡Hemos salido al otro lado, muchachos, hemos salido al otro lado!
Arthur Conan Doyle, El Mundo Perdido (1912)
La caverna del humorismo
Pío Baroja
La lancha va entrando por una hendidura entre dos piedras basálticas (...); un marinero de la cueva de Humour-point lleva el timón y silba.
A medida que entran, la caverna se ensancha y el mar queda inmóvil. Se ven enormes galerías, llenas de estalactitas, y grandes salas misteriosas en una vaga penumbra. El bote se acerca a una playa de arena llena de perlas y caracolas y saltan todos los viajeros a tierra. (...)
(Se oye el rumor de una tormenta lejana, saltan las chispas eléctricas y suena el retumbar de los truenos; brotan de acá y allá resplandores sulfúreos, danzan los fuegos fatuos y aparece una figura delgadita vestida de frac y corbata blanca. Es Chip el cicerone.)
Chip.– Soy el cicerone de la caverna-museo de Humour-point. (...) Me llamo Chip, y soy un poco gnomo y un poco diablo. Soy de origen vasco y mi nombre verdadero es Chipi, que algunos dicen Chiqui. Uno de mis antepasados estuvo empleado en la cueva de Zugarramurdi hace cuatrocientos años, cuando aún se creía en la brujería. (...) Mi castellano será un tanto de Zugarramurdi; pero creo que se me entenderá. Ustedes quizá ignoren que hay una espeleología natural y una espeleología espiritual.
(...) En la espeleología natural se han descrito las cuevas más conocidas y más ilustres: la del Pantélico, la de Posipilo, la del Fingal, la de Antiparos, la del Diablo; en la espeleología espiritual están comprendidos los abismos, las espeluncas misteriosas, el antro de Trophonius, el antro de Caco, la caverna de Humour-point, la de Platón (1), y permitidme, señores, citar entre ellas la cueva de Zugarramurdi (2). Esta caverna de Humour-point no está consagrada a la materia, ni al sol, ni a la luna; no es tan alta como el antro sagrado de los Floridianos; no es rústica, ni húmeda, ni malsana; es una caverna confortable, con calefacción central; es una caverna convertida en museo del humorismo.
(...) Aquí, en el centro de la caverna, está la sala de la Gran Locura Humana. En ella todo es confuso, absurdo y sin sentido lógico. La luna que alumbra su cielo tiene cara de persona, y las nubes, forma de ballenas, de leones, de cocodrilos. Por todas partes andan diablillos, duendes burlones y de mala sombra, aparecidos en forma de liebre, brujas con escobas, que luego se convierten en gatos, lamias y trasgos. Por ese río de sombras, los muertos van navegando en sus ataúdes, mientras vuelan por encima las mariposas blancas y negras, que son sus almas. El campo está aquí formado por árboles y plantas estravagantes: tréboles de cuatro hojas, eléboros trastornadores, mandrágoras que tienen dos sexos y figura humana y que hay que arrancarlas atándolas a la cola de un perro, porque si no el que las arranca muere; estramonios, suguebelarras (hierbas de serpiente) y sorguin-belarras (hierbas de bruja).
Pío Baroja, La caverna del humorismo (1919)
(1) Ver en esta misma antología: La caverna de Platón.
(2) Ver en esta misma antología: La cueva de los aquelarres. Ver fotografías en fotoAleph: Paisajes de las cavernas (3).
La caverna de la locura
En las Montañas de la Locura (H. P. Lovecraft)
Al mirar hacia atrás habíamos esperado ver, si la niebla se aclaraba lo bastante, un ente terrible e increíble que se moviera, pero no nos habíamos formado una idea clara de él. Lo que vimos –la niebla se había aclarado, sí, malignamente– era algo completamente diferente e inconmensurablemente más odioso y detestable. Era la encarnación completa y objetiva de "lo que no debe existir" del novelista fantástico, y el símil más cercano que puedo dar es el de un inmenso tren subterráneo precipitándose sobre la plataforma de una estación –la gran frente negra asomando colosal desde la infinita distancia subterránea, constelada de extrañas luces de colores y llenando con su mole el prodigioso agujero.
Pero no estábamos en la plataforma de una estación. Corríamos frenéticos mientras la plástica columna de pesadilla, de fétida iridiscencia negruzca, fluía a velocidad diabólica, llenando toda la cavidad y arrojando frente a sí una nube en espiral que se adensaba procedente del pálido vapor de los abismos. Era una cosa terrible, indescriptible, más vasta que cualquier tren subterráneo –un amasijo de burbujas protoplásmicas, pálidamente luminosas, con miríadas de ojos temporales que se formaban y se disolvían como pústulas de luz verdosa sobre toda su parte frontal, que llenaba por completo el túnel y resbalaba hacia nosotros, aplastando los frenéticos pingüinos y reptando sobre el resbaloso suelo, que con los demás de su especie con tanta maldad había pulido. Otra vez nos ensordeció aquel grito horrendo y burlón: "¡Tekeli-li! ¡Tekeli-li!"
H. P. Lovecraft, En las Montañas de la Locura (1931)
La Ciudad de los Inmortales
El inmortal (Borges)
La fuerza del día hizo que yo me refugiara en una caverna; en el fondo había un pozo, en el pozo una escalera que se abismaba hacia la tiniebla inferior. Bajé; por un caos de sórdidas galerías llegué a una vasta cámara circular, apenas visible. Había nueve puertas en aquel sótano; ocho daban a un laberinto que falazmente desembocaba en la misma cámara; la novena (a través de otro laberinto) daba a una segunda cámara circular, igual a la primera. Ignoro el número total de las cámaras; mi desventura y mi ansiedad las multiplicaron. El silencio era hostil y casi perfecto; otro rumor no había en esas profundas redes de piedra que un viento subterráneo, cuya causa no descubrí; sin ruido se perdían entre las grietas hilos de agua herrumbrada. Horriblemente me habitué a ese dudoso mundo; consideré increíble que pudiera existir otras cosa que sótanos provistos de nueve puertas y que sótanos largos que se bifurcan. Ignoro el tiempo que debí caminar bajo tierra; (...)
En el fondo de un corredor, un no previsto muro me cerró el paso, una remota luz cayó sobre mí. Alcé los ofuscados ojos; en lo vertiginoso, en lo altísimo, vi un círculo de cielo tan azul que pudo parecerme de púrpura. Unos peldaños de metal escalaban el muro. La fatiga me relegaba, pero subí, sólo deteniéndome a veces para, torpemente, sollozar de felicidad. Fui divisando capiteles y astrágalos, frontones triangulares y bóvedas, confusas pompas del granito y del mármol. Así , me fue deparado ascender de la ciega región de negros laberintos entretejidos a la resplandeciente Ciudad. (...)
A la impresión de enorme antigüedad se agregaron otras: la de lo interminable, la de lo atroz, la de lo complejamente insensato. Yo había cruzado un laberinto, pero la nítida Ciudad de los Inmortales me atemorizó y repugnó. Un laberinto es una casa labrada para confundir a los hombres; su arquitectura, pródiga en simetrías, está subordinada a ese fin. En el palacio que imperfectamente exploré, la arquitectura carecía de fin. Abundaban el corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo, las increíbles escaleras inversas, con los peldaños y la balaustrada hacia abajo. Otras, adheridas aéreamente al costado de un muro monumental, morían sin llegar a ninguna parte, al cabo de dos o tres giros, en la tiniebla superior de las cúpulas. Ignoro si todos los ejemplos que he enumerado son literales; sé que durante muchos años infestaron mis pesadillas; no puedo ya saber si tal o cual rasgo es una transcripción de la realidad o de las formas que desatinaron mis noches. Esta ciudad (pensé) es tan horrible que su mera existencia y perduración, aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y el porvenir y de algún modo compromete a los astros. Mientras perdure, nadie en el mundo podrá ser valeroso o feliz. No quiero describirla; un caos de palabras heterogéneas, un cuerpo de tigre o de toro, en el que pulularan monstruosamente, conjugados y odiándose, dientes, órganos y cabezas, pueden (tal vez) ser imágenes aproximativas.
No recuerdo las etapas de mi regreso, entre los polvorientos y húmedos hipogeos. Únicamente sé que no me abandonaba el temor de que, al salir del último laberinto, me rodeara otra vez la nefanda Ciudad de los Inmortales.
Jorge Luis Borges, El inmortal (1944)
Las minas de Moria
El Señor de los Anillos (Tolkien)
–¡Bueno, bueno! –dijo el mago–. Ahora el pasadizo está bloqueado a nuestras espaldas, y hay una sola salida... del otro lado de la montaña.
(...)
–Sentí que había algo horrible cerca desde el momento en que mi pie tocó el agua –dijo Frodo–. ¿Qué era eso, o había muchos?
–No lo sé –respondió Gandalf, pero todos los brazos tenían un sólo propósito. Algo ha venido arrastrándose o ha sido sacado de las aguas oscuras bajo las montañas. Hay criaturas más antiguas y horribles que los orcos en las profundidades del mundo.
(...)
–¡En las profundidades del mundo! Y ahí vamos, contra mi voluntad. ¿Quién nos conducirá en esta oscuridad sin remedio?
–Yo –dijo Gandalf–. Y Gimli caminará a mi lado. ¡Seguid mi vara!
Mientras el mago se adelantaba subiendo los grandes escalones, alzó la vara, y de la punta brotó un débil resplandor. La ancha escalinata era segura y se conservaba bien. Doscientos escalones, contaron, anchos y bajos; y en la cima descubrieron un pasadizo abovedado que llevaba a la oscuridad.
(...)
Luego de doblar a un lado y a otro unas pocas veces el pasadizo empezó a descender. Siguió así un largo rato, en un descenso regular y continuo, hasta que corrió otra vez horizontalmente. El aire era ahora cálido y sofocante, aunque no viciado, y de vez en cuando sentían en la cara una corriente de aire fresco que parecía venir de unas aberturas disimuladas en las paredes. Había muchas de estas aberturas. Al débil resplandor de la vara del mago, Frodo alcanzaba a ver escaleras y arcos, y pasadizos y túneles, que subían, o bajaban bruscamente, o se abrían en las tinieblas a ambos lados. Hubiera sido fácil extraviarse, y nadie hubiera podido recordar el camino de vuelta. (...)
Las Minas de Moria eran de una vastedad y complejidad que desafiaban la imaginación (...). A Gandalf los borrosos recuerdos de un viaje hecho en el lejano pasado no le servían de mucho, pero aun en la oscuridad y a pesar de todos los meandros del camino él sabía adónde quería ir, y no cejaría mientras hubiera un sendero que llevase de algún modo a la meta.
(...)
–¡No temáis! –dijo Aragorn (...)– ¡No temáis! Lo he acompañado en muchos viajes, aunque ninguno tan oscuro
(...)
No sólo eran muchas las sendas posibles, también abundaban agujeros y fosas, y a lo largo del camino se abrían pozos oscuros que devolvían el eco de los pasos. Había fisuras y grietas en las paredes y el piso, y de cuando en cuando aparecía un abismo justo ante ellos. El más ancho medía cerca de dos metros, y Pippin tardó bastante en animarse a saltar. De muy abajo venía un rumor de aguas revueltas, como si una gigantesca rueda de molino estuviera girando en las profundidades.
–¡Una cuerda! –murmuró Sam–. Sabía que la necesitaría, si no la traía conmigo.
(...)
Habían caminado durante horas, haciendo breves escalas, y Gandalf tropezó de pronto con el primer problema serio. Ante él se alzaba un arco amplio y oscuro que se abría en tres pasajes; todos iban en la misma dirección, hacia el este; pero el pasaje de la izquierda bajaba bruscamente, el de la derecha subía, y el del medio parecía correr en línea recta, liso y llano, pero muy angosto.
–¡No tengo ningún recuerdo de este sitio! –dijo Gandalf titubeando bajo el arco.
(...)
A la izquierda del gran arco encontraron una puerta de piedra; (...) Más allá parecía haber una sala amplia tallada en la roca. (...)
–¡Tranquilos! ¡Tranquilos! –exclamó Gandalf (...)– Todavía no sabéis lo que hay dentro. Iré primero.
Entró con cuidado y los otros le siguieron en fila.
–¡Mirad! –dijo apuntando al suelo con la vara.
Todos miraron y vieron un agujero grande y redondo, como la boca de un pozo. Unas cadenas rotas y oxidadas colgaban de los bordes y bajaban al pozo negro. Cerca había unos trozos de piedra.
–Uno de vosotros pudo haber caído aquí, y todavía estaría preguntándose cuándo golpearía el fondo –le dijo Aragorn a Merry–. Deja que el guía vaya delante, mientras tienes uno.
(...)
Pippin se sentía curiosamente atraído por el pozo. Mientras los otros desenrollaban mantas y preparaban camas contra las paredes del recinto, se arrastró hasta el borde y se asomó. Un aire helado pareció pegarle en la cara, como subiendo de profundidades invisibles. Movido por un impulso repentino, tanteó alrededor buscando una piedra suelta, y la dejó caer. Sintió que el corazón le latía muchas veces antes que hubiera algún sonido. Luego, muy abajo, como si la piedra hubiera caído en las aguas profundas de algún lugar cavernoso, se oyó un pluf, muy distante, pero amplificado y repetido en el hueco del pozo.
–¿Qué es eso? –exclamó Gandalf. Se mostró un instante aliviado cuando Pippin confesó lo que había hecho, pero en seguida montó en cólera, y Pippin pudo ver que le relampagueaban los ojos–. ¡Tuk estúpido! –gruñó el mago–. Este es un viaje serio, y no una excursión hobbit. Tírate tú mismo la próxima vez, y no molestarás más. ¡Ahora quédate quieto!
Nada más se oyó durante unos minutos, pero luego unos débiles golpes vinieron de las profundidades: tom-tap, tap-tom. Hubo un silencio, y cuando los ecos se apagaron, los golpes se repitieron: tap-tom, tom-tap, tap-tap, tom. Sonaban de un modo inquietante, pues parecían señales de alguna especie, pero al cabo de un rato se apagaron y no se oyeron más.
–Eso era el golpe de un martillo, o nunca he oído uno –dijo Gimli.
–Sí –dijo Gandalf–, y no me gusta. Quizá no tenga ninguna relación con la estúpida piedra de Peregrin, pero es posible que algo haya sido perturbado, y hubiese sido mejor dejarlo en paz.
(...)
Fue Gandalf quien los despertó a todos. Había estado sentado y vigilando solo alrededor de seis horas, dejando que los otros descansaran.
–Y mientras tanto tomé mi decisión –dijo–. No me gusta la idea del camino del medio, y no me gusta el olor del camino de la izquierda: el aire está viciado allí, o no soy un guía. Tomaré el pasaje de la derecha. Es hora de que volvamos a subir.
Durante ocho horas oscuras, sin contar dos breves paradas, continuaron marchando; y no encontraron ningún peligro, ni oyeron nada, y no vieron nada excepto el débil resplandor de la luz del mago, bailando ante ellos como un fuego fatuo. El túnel que habían elegido llevaba regularmente hacia arriba, torciendo a un lado y al otro, describiendo grandes curvas ascendentes; y a medida que subía se hacía más elevado y más ancho. No había a los lados aberturas de otras galerías o túneles, y el suelo era llano y firme, sin pozos o grietas. Habían tomado evidentemente lo que en otro tiempo fuera una ruta importante, y progresaban con mayor rapidez que en la jornada anterior.
De este modo avanzaron unas quince millas (...). A medida que el camino subía, el ánimo de Frodo mejoraba un poco; pero se sentía aún oprimido, y aún oía a veces, o creía oír, detrás de la Compañía, más allá de los ajetreos de la marcha, pisadas que venían siguiéndolos y que no eran un eco.
Habían marchado hasta los límites de las fuerzas de los hobbits, y estaban todos pensando en un lugar donde pudieran dormir, cuando de pronto las paredes de la izquierda y la derecha desaparecieron; luego de atravesar una puerta abovedada habían salido a un espacio negro y vacío. Una corriente de aire tibio soplaba detrás de ellos, y delante una fría oscuridad les tocaba las caras. Se detuvieron y se apretaron inquietos unos contra otros.
Gandalf parecía complacido.
–Elegí el buen camino –dijo.
(...)
–Descansemos si es posible. Las cosas han ido bien hasta ahora, y la mayor parte del camino oscuro ha quedado atrás. Pero no hemos llegado todavía al fin, y hay un largo trayecto hasta las Puertas que se abren al mundo.
La Compañía pasó aquella noche en la gran sala cavernosa, apretados todos en un rincón para escapar a la corriente de aire frío que parecía venir del arco del este. Todo alrededor de ellos pendía la oscuridad, hueca e inmensa, y la soledad y vastedad de las salas excavadas y las escaleras y pasajes que se bifurcaban interminablemente eran abrumadoras. Las imaginaciones más descabelladas que unos sombríos rumores hubiesen podido despertar en los hobbits, no eran nada comparadas con el miedo y el asombro que sentían ahora en Moria.
J. R. R. Tolkien. El Señor de los Anillos (1954, Tomo I, 'Un viaje en la oscuridad')
El oro de las cuevas
Mitología Vasca (Barandiaran)
En el interior de la Tierra existen comarcas inmensas, donde corren ríos de leche; pero son inaccesibles al hombre, mientras éste viva en la superficie. Con ellas comunican ciertos pozos, simas y cavernas, como el pozo Urbión, las simas de Okina y de Albi y las Cuevas de Amboto, de Muru y de Txindoki. De tales regiones subterráneas proceden ciertos fenómenos atmosféricos, principalmente las nubes tempestuosas y los vientos huracanados.
En el interior de la Tierra tienen su morada muchos genios de la mitología vasca, sobre todo los que adoptan figuras de animales y antropomórficas. En la gruta de Zelharburu (Bidarray), Mari se halla representada como una columna estalagmítica que semeja un torso humano. La morada ordinaria de Mari son las regiones situadas en el interior de la Tierra. Pero estas regiones comunican con la superficie terrestre por diversos conductos, que son ciertas cavernas y simas. Por eso Mari hace sus apariciones en tales lugares con más frecuencia que en otros. A este propósito se señalan varios antros donde el numen se ha dejado ver en ocasiones que todavía se recuerda.
Créese, en general, que las habitaciones de Mari se hallan ricamente adornadas y que en ellas abundan el oro y piedras preciosas. En la cueva de Aketegui las camas son de oro. Según refieren en Zarauz, en la cueva de Amboto, donde aparece Mari muchas veces, existen objetos que parecen oro; pero que, al sacarlos fuera, se convierten en palos podridos.
El que penetra sin ser invitado en las cavernas de Mari y el que se apodera indebidamente de algún objeto que pertenece a ella, es luego castigado o amenazado con castigo. Un muchacho que robó una cantimplora de oro que había junto a la cueva de Amboto, fue arrebatado de su casa en aquella misma noche, desapareciendo para siempre. Unos cazadores que lanzaron piedras a la sima de Gaiztozulo, que es una de las guaridas de Mari en la región de Oñate, fueron derribados luego por un viento y una nube que salieron de ella. Una mujer robó un peine de oro en la cueva de Otsibarre (Camou) y en aquella misma noche una heredad o pieza de labrantío perteneciente a ella fue totalmente cubierta de piedras.
En la época romana debía estar tan extendida como hoy esta mitología subterránea en nuestro país, pues hemos hallado en las cuevas de Isturitz, de Santimamiñe, de Sagastigorri y de Covairada monedas romanas que, de acuerdo con la costumbre de aquel tiempo, habían sido lanzadas a tales lugares para lograr la protección de los genios cavernarios.
Además la Tierra contiene tesoros, según creencia muy extendida. Se señalan las montañas y las cuevas en las que está guardado un pellejo lleno de oro; pero las coordenadas del lugar exacto donde se halla tal depósito no se precisan nunca. ¡Cuántas veces los campesinos excavaron inútilmente en Urrezulo de Atáun, en la cueva de Mairulegorreta, en el alto de Maruelexa (Navarniz) y en la cima de Larrune! Y en las cuevas de Balzola (Dima), de Iruaxpe (Goronaeta) y de Putterri!
El tesoro –campana de oro, devanadera de oro– se halla en la sierra de Urbasa, en paraje donde diariamente pasan las ovejas. Casi a flor de tierra, la pezuña de la oveja que pace encima, lo toca y lo pondrá al descubierto en cualquier momento.
Se halla igualmente un tesoro en el monte Larte, dando frente a la iglesia de Berástegui; en un sitio del monte Udalatx, sobre el cual caen derechos los rayos del sol a las 12 del día; en el monte Ereñusarre, en el de Goikogane (Arrancudiaga), en Igozmendi (Aulestia); en la colina de Iruña (despoblado romano); en la sierra de Aralar; en la montaña de Ariz (Leiza); en una cueva de las montañas de Oyarzun, de cuya boca se oye el canto del gallo del caserío Berdabio; en un paraje del monte Saibei, cerca de Urquiola, de donde se ve la luz de la lámpara del santuario, etc...
La codicia de quienes desean hacerse ricos desenterrando tales tesoros no logra sus designios. Se trata de un Tabú cuya observancia es obligada por el genio de la Tierra, como ocurrió en los montes de Irukutzeta y de Auza y en los campos de Arranzelai (Echalar).
Al genio de la Tierra se dirigían, sin duda, las preces de muchos devotos que antiguamente depositaban sus ofrendas (monedas, principalmente) en las cavernas con objeto de lograr de aquél algunos favores. Y con este culto estuvieron, al parecer, relacionados en su origen algunas ermitas erigidas en cuevas o algunas cuevas convertidas en ermitas, así como la práctica de recitar oraciones en la entrada de algunos antros del país. En el Santuario de San Miguel de Aralar, a la derecha del altar, existe un hueco que, según es fama, comunica con la sima sobre la cual está construída aquella iglesia. Los peregrinos introducen allí la cabeza mientras recitan un Credo. Dícese que esto los preserva de males de cabeza.
José M. de Barandiaran, Mitología Vasca (1960)
La cueva de los aquelarres
Las brujas y su mundo (J. Caro Baroja)
A) La Brujería tiene, en primer término, sus propagandistas. Son éstos los brujos más antiguos, o viejos, considerados como maestros. Estos eran los transmisores de los dogmas, que ya no estarían ni mucho menos en un período de formación, sino plenamente estructurados. La propaganda la hacían entre gente con edad y juicio suficiente que promete renegar de Dios. Hasta que esta promesa no se realiza, no se lleva a los que son objeto de la catequesis al "Prado del Cabrón", es decir, al "Aquelarre": "porque el Demonio que tienen por dios y señor, en cada uno de los Aquelarres, muy ordinario se les aparece en ellos en figura de Cabrón".
B) Una vez hecha la promesa tiene lugar la presentación del novicio. Dos o tres horas antes de media noche el maestro va en su busca, lo unta y juntos vuelan hasta el aquelarre, "campo diputado para sus juntas". Y hay que reconocer que en el caso de Zugarramurdi, pueblo vasco-navarro que queda en la misma raya con el Labourd y de donde eran muchas de las brujas acusadas en Logroño, este campo no sólo tiene una realidad física, sino que está al lado de una cueva o túnel subterráneo (1) de grandes proporciones, verdadera catedral para un culto satánico o pagano simplemente, que está cruzado por el río o arroyo del Infierno, "Infernukoerreka", y que tiene una parte alta donde es tradición que solía estar el trono del Diablo. Aparecía allí el Demonio con una forma muy concreta, "sentado en una silla, que unas vezes parece de oro y otras de madera negra, con gran trono, magestad y gravedad... y con un rostro muy triste, feo y ayrado". No se comprende bien cómo esta especie de gárgola gótica que se describe en la relación puede seducir a nadie, pero el caso es que la bruja o el brujo maestro presentan al novicio y se hace la ceremonia de renegar: primero de Dios, luego de la Virgen, de los santos y santas, del Bautismo y Confirmación, de sus padres y padrinos, de la fe, de los cristianos que la profesan. Tras renegar el neófito adora, besando al Demonio de modo también repugnante.
Una vez concluida la adoración el neófito es marcado con una uña por el mismo Demonio, sacándole sangre en una vasija. También le imprime una marca en la niña del ojo: la consabida figura de sapo.
Julio Caro Baroja, Las brujas y su mundo (1966)
(1) Ver fotografías en fotoAleph: Paisajes de las cavernas (3)
La cueva lejos del mundo
El perfume (Patrick Süskind)
El deleite no le interesaba, a menos que consistiera en el olor puro e incorpóreo. Tampoco le interesaba la comodidad y se habría contentado con dormir sobre la dura piedra. Pero encontró algo mejor.
Descubrió cerca del manantial una galería natural que serpenteaba hacia el interior de la montaña y terminaba al cabo de unos treinta metros en un barranco. El final de la galería era tan estrecho, que los hombros de Grenouille rozaban la piedra y tan bajo, que no podía estar de pie sin encorvarse. Pero podía sentarse y, si se acurrucaba, incluso tenderse en el suelo. Esto era suficiente para su comodidad. Además, el lugar gozaba de unas ventajas inapreciables: en el fondo del túnel reinaba incluso de día una oscuridad completa, el silencio era absoluto y el aire olía a un frescor húmedo y salado. Grenouille supo enseguida por el olor que ningún ser viviente había entrado jamás en esta cueva y tomó posesión de ella con una especie de temor respetuoso. Extendió con ciudado la manta, como si vistiera un altar, y se acostó encima de ella. Sintió un bienestar maravilloso. Yacía en la montaña más solitaria de Francia a cincuenta metros bajo tierra como en su propia tumba. En toda su vida no se había sentido tan seguro, ni siquiera en el vientre de su madre. Aunque el mundo exterior ardiera, desde aquí no se percataría de ello. Empezó a llorar en silencio. No sabía a quién agradecer tanta felicidad.
Patrick Süskind, El perfume (1985)
La Tierra es hueca
El péndulo de Foucault (Umberto Eco)
En ciertas regiones del Himalaya, entre los veintidós
templos que representan los veintidós arcanos de Hermes
y las veintidós letras de ciertos alfabetos sagrados, la
Agarttha forma el Cero Místico, lo que no se puede
encontrar... Un colosal tablero de ajedrez que se extiende
bajo tierra, a través de casi todas las regiones del Globo.
(Saint-Yves d'Alveydre, Mission de l'Inde en Europe,
Paris, Calmann Lévy, 1886, pp. 54 y 65)
En Agarttha hay ciudades subterráneas, debajo de ella, y dirigiéndose hacia el centro, hay cinco mil pandits que la gobiernan; lógicamente, la cifra de cinco mil evoca las raíces herméticas de la lengua védica, como sin duda sabrán. Y cada raíz es un hierograma mágico, vinculado con una potencia celeste y sancionado por una potencia infernal. La cúpula central de Agarttha está iluminada desde lo alto por un sortilegio de espejos que dejan pasar la luz sólo a través de la gama enarmónica de los colores, de la que el espectro solar de nuestros tratados de física apenas representa la diatónica. Los sabios de Agarttha estudian todas las lenguas sagradas para llegar a la lengua universal, el Vattan. Cuando abordan misterios demasiado profundos se alejan del suelo y levitan hacia lo alto, y se fracturarían el cráneo contra la bóveda de la cúpula si sus hermanos no les retuviesen. Fabrican los rayos, orientan las corrientes cíclicas de los fluidos interpolares e intertropicales, las derivaciones de las interferencias en las diferentes zonas de latitud y longitud de la Tierra. Seleccionan las especies y han creado animales pequeños pero con capacidades psíquicas extraordinarias, que tienen espalda de tortuga y una cruz amarilla sobre ella, y un ojo y una boca en cada extremidad. Animales polípodos que pueden moverse en todas direcciones. Es probable que en Agarttha se hayan refugiado los templarios después de su diáspora, y que allí ejerzan funciones de vigilancia.
(...)
A todo el mundo: declaro que la tierra es hueca y
habitable por dentro, que contiene cierto número de esferas
sólidas, concéntricas, es decir situadas unas dentro de las
otras, y que está abierta en los polos, en una extensión de
doce o dieciséis grados.
(J. Cleves Symmes, capitan de infantería, 10 de abril
de 1808; citado en Sprague de Camp y Ley, Lands Beyond,
New York, Rinehart, 1952, X)
Espera, espera, que ahora viene lo mejor. La Tierra es hueca: nosotros no vivimos fuera, en la costra externa, convexa, sino dentro, en la superficie interna, cóncava. Lo que creemos que es el cielo, sólo es una masa de gas con zonas de luz brillante, es el gas que llena el interior del globo. Hay que revisar todas las medidas astronómicas. El cielo no es infinito, sino circunscrito. El Sol, suponiendo que exista, no es más grande de lo que parece. Es una pajita de treinta centímetros de diámetro, situada en el centro de la Tierra. Ya lo sospechaban los griegos.
Umberto Eco, El péndulo de Foucault (1989)
La caverna de Platón
El mundo de Sofía (Jostein Gaarder)
Imagínate a unas personas que habitan una caverna subterránea. Están sentadas de espaldas a la entrada, atadas de pies y manos, de modo que sólo pueden mirar hacia la pared de la caverna. Detrás de ellas, hay un muro alto, y por detrás del muro caminan unos seres que se asemejan a las personas. Levantan diversas figuras por encima del borde del muro. Detrás de estas figuras, arde una hoguera, por lo que se dibujan sombras llameantes contra la pared de la caverna. Lo único que pueden ver esos moradores de la caverna es, por tanto, ese "teatro de sombras". Han estado sentados en la misma postura desde que nacieron, y creen, por ello, que las sombras son lo único que existe.
Imagínate ahora que uno de los habitantes de la caverna empieza a preguntarse de dónde vienen todas esas sombras de la pared de la caverna y, al final, consigue soltarse. ¿Qué crees que sucede cuando se vuelve hacia las figuras que son sostenidas por detrás del muro? Evidentemente, lo primero que ocurrirá es que la fuerte luz le cegará. También le cegarán las figuras nítidas, ya que, hasta ese momento, sólo había visto las sombras de las mismas. Si consiguiera atravesar el muro y el fuego, y salir a la naturaleza, fuera de la caverna, la luz le cegaría aún más. Pero después de haberse restregado los ojos, se habría dado cuenta de la belleza de todo. Por primera vez, vería colores y siluetas nítidas. Vería verdaderos animales y flores, de los que las figuras de la caverna sólo eran malas copias. Pero, también entonces, se preguntaría a sí mismo de dónde vienen todos los animales y las flores. Entonces vería el sol en el cielo, y comprendería que es el sol el que da vida a todas las flores y animales de la naturaleza, de la misma manera que podía ver las sombras en la caverna gracias a la hoguera.
Ahora, el feliz morador de la caverna podría haberse ido corriendo a la naturaleza, celebrando su libertad recién conquistada. Pero se acuerda de los que quedan abajo en la caverna. Por eso vuelve a bajar. De nuevo abajo, intenta convencer a los demás moradores de la caverna de que las imágenes de la pared son sólo copias centelleantes de las cosas reales. Pero nadie le cree. Señalan a la pared de la caverna, diciendo que lo que allí ven es todo lo que hay. Al final lo matan.
Jostein Gaarder, El mundo de Sofía (1991). Basado en Platón, República, VII
Las cavernas fantásticas
Bibliografía:
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- Eco, Umberto. El péndulo de Foucault (Bompiani/Lumen, 1989)
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- Verne, Jules. Viaje al centro de la Tierra (Alianza Editorial, Madrid, 1975)
- Virgilio. Eneida (Orbis/Origen, 1982)
- Wells, H. G. La Máquina del Tiempo (Zero, Algorta, Vizcaya, 1971)
Indice de textos
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Las cavernas fantásticas
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Fotografías de Cesare Mangiagalli (realizadas en diversas cuevas de Italia, Suiza y México)
Grabados de Gustave Doré, Francisco de Goya, John Tenniel, Giambattista Piranesi y anónimos del siglo XIX