Exposiciones fotográficas
Benares. Microcosmos de la India
El Chowk. Bazar de las sorpresas
Dejemos ahora atrás las orillas del Ganges y adentrémonos en la tortuosa red de calles, túneles, pasadizos y vericuetos que perfora el casco viejo de Benares.
Si el tráfico en las arterias anchas de la ciudad es densísimo, en el embrollo de estrechas e irregulares callejuelas del murallón urbanístico que abraza la orilla del río no circulan más vehículos que bicis y motos, constantemente esquivando la multitud de peatones y animales que obstruye la calzada. El rickshaw tiene que apear a su cliente un rato antes de llegar a esta parte de la ciudad, conocida como el Chowk en alusión a sus actividades comerciales, en la que le es imposible entrar por aquello de la impenetrabilidad de la materia. Un callejón es tan angosto que apenas cabe por él una vaca que viene de frente restregando con sus costados los muros de las casas: hay que esperar a que salga de la calle para poder seguir caminando.
En enclaves determinados, sobre todo a la puerta de los templos, se pueden ver policías armados con carabinas. Los hay que llevan chalecos antibalas; algunos descansan repantigados por las esquinas. Dos oficiales cachean a la gente que deambula por la calleja que lleva al Templo de Oro. Preguntados por qué lo hacen, espetan "Security" por toda respuesta. Más adelante lo iremos averiguando.
Por la mañana llegan temprano los empleados a abrir los comercios (los que no han dormido en el suelo de los mismos locales). Para levantar la persiana de una tienda, antes tienen que retirar con gran esfuerzo a un becerro allí mismo plantado que obstaculiza el acceso. Un chaval de once años que trabaja en el establecimiento lo primero que hace es quitarse los zapatos, guardarlos bajo una vitrina y, descalzo, ponerse a barrer el polvo del suelo. Luego deposita en un cubo el montón de basura, tras recogerlo con las manos.
Una vaca pasa y casi embiste con el cuerno a una chica, que la esquiva con un respingo. Otra vaca que pasea tranquilamente empuja a su paso a una señora que está comprando pulseras en un tenderete, y a continuación el marido le propina una contundente patada al cuadrúpedo. Las mujeres por lo general muestran prevención hacia las vacas y cebúes que circulan por las calles, y procuran apartarse de su camino. Una cornada involuntaria de vaca puede producir un rasponazo en la espalda y dejar una aparatosa cicatriz.
Benares es célebre por la fabricación de tejidos de seda, bordados con hilos dorados y plateados, de delicada belleza. También son muy apreciadas en toda la India su artesanía en madera, sus pulseras de cristal y sus labores de filigrana en oro y repujado en bronce.
Infinitas tiendas invaden las angostas calles con sus mercancías, que desbordan y cuelgan por todas partes, hasta que cuesta distinguir lo que es tienda y lo que es calle. Tiendas de sedas y brocados, de cacharrería de latón y cobre, de estatuas de piedra y lingas. Jugueterías con figuras de madera pintada de dioses, héroes, escenas del Ramayana, maharajás en elefante, bandas de músicos o de soldados, figurillas de Ganesh de múltiples cabezas, animales articulados que se mueven con un contrapeso colgante, pollos que picotean en círculo al girar el contrapeso, pájaros de hojalata con fuelles bajo las alas, que aletean y pían al ser accionados con la mano.
Una tienda exhibe estatuas de escayola, que reproducen a tamaño natural a próceres como Vivekananda, Indira Gandhi, Sai Baba, con todos sus adminículos, gafas, bastones, pistolas, y con los ojos pintados de colores. Un joven de un tenderete ofrece tarritos de metal precintados que contienen agua sagrada del Ganges, además de sándalo y polvos para la cara. El agua del Ganges es distribuida a todos los puntos de la India para su uso en ceremonias, y se expende envasada en pequeñas cantidades.
Unos cocineros están preparando en el suelo de una plazuela un rancho (foto45) con cuatro grandes perolos sobre fuegos de leña: pollos en dos de ellos, en otro arroz, en otro verduras, sobre unos ladrillos apilados que hacen las veces de hornos. Será la comida de un grupo de peregrinos.
En la pared de una tienda de artesanía de madera cuelga una guirnalda de flores alrededor de una foto del hijo del propietario. Éste explica que un moto-rickshaw atropelló a su hijo hace siete años, el cual estuvo postrado seis meses en la cama y luego murió. Apostilla en tono resignado que aquello ya pasó, y que al fin y al cabo es ley de vida. Tiene tres hijas ya casadas, y él y su mujer llevan la tienda. Ambos se consideran afortunados con lo que les depara la existencia.
Veamos una tienda de artesanía de bronce. En los mostradores se exponen toda clase de estatuas y figuras de bronce, realizadas por el método de la cera perdida. Se modela la figura con cera de abeja, se recubre con una gruesa capa de barro que crea un molde al secarse y, usando un orificio de entrada y otro de salida, se inyecta en el molde bronce fundido, que sustituye a la cera y adopta su forma al enfriar. Se rompe el molde de barro y de sus entrañas surge la estatuilla de metal, siempre única, parecida pero no igual a ninguna otra, que todavía tiene que ser desbastada y pulida de impurezas. Con este complejo proceso, de muy antigua tradición, confeccionan carros, animales, máscaras, esculturas de dioses y diosas. Un guerrero aborigen montado en una especie de iguanodonte es una obra expresamente realizada por encargo, pondera el tendero. "Esta otra pieza –dice blandiendo un cocodrilo– es de colección".
Enclaustrado en un tienducho minúsculo y oscuro convertido en taller, un anciano confecciona gorros cónicos blancos pertrechados de abundantes adornos, que manipula con delicadeza. Utiliza unas pinzas con las que prende fragmentos de papeles de colores, que unta con cola y adhiere sobre el cono. El resultado es un tocado para coronar figuras de dioses, de muy vistoso colorido.
Una tienda está exclusivamente dedicada a vestimentas y abalorios para adornar estatuillas de latón de Krishna, uno de los diez avatares de Vishnu, en sus dos representaciones más populares: tocando la flauta, y de niño andando a gatas. Venden con ese fin pequeños vestidos de brillantes colorines con puntillas y flecos dorados. Se exhiben también gorros y turbantes empenachados como los que portaban los maharajás, mazas de Hanuman, maracas hechas con cocos. Un establecimiento de perfumes y cosméticos expone sus polvos para afeites en tarros torneados de madera pintada de colores (foto39).
En otro taller diminuto funcionan hasta tres telares, provistos de un complicado mecanismo para tejer la urdimbre de la tela, a base de cartones perforados con pequeños agujeros, que los niños taladran en la calle con unos clavos. Forman con ellos una cadena de tarjetas perforadas que van avanzando hacia una caja colocada en el techo, atravesada por varillas metálicas, que se accionan alternativamente por grupos según la tarjeta introducida. Las varillas enganchan distintos grupos de hebras de hilos que se levantan a compás, dejando por debajo un espacio que el operario aprovecha para insertar transversalmente de uno a otro extremo de la pieza, en viaje de ida y vuelta, uno de los cuatro husos que sostiene en la mano con hilos de colores enhebrados. El operario tiene a la vez los pies metidos en un foso, con los que acciona palancas que ponen en marcha el mecanismo general del tinglado. Así se van formando, en parte manual y en parte automáticamente, los dibujos de la tela. Se trata de un sari de seda dibujado con motivos florales. Es admirable la destreza y delicadeza en el manejo de los telares, pese a lo complicado de su tramoya, que evoca las computadoras de tarjetas perforadas de la prehistoria de la informática. Preguntados sobre cuánto se tarda en hacer un sari con este sistema, responderán que cuatro días; los intermediarios pagan al taller 300 rupias por sari y los revenden por 1.200. Existen otros talleres donde se confeccionan 'printed saris', saris con dibujos estampados, que no son tan costosos de tiempo y dinero.
El Templo de Oro tiene las puertas ornamentadas con repujados de plata. Se llega hasta él por una larga y estrecha calle que atraviesa tramos de sombríos pasadizos abovedados. Un policía apostado a la entrada avisa que está prohibido hacer fotos. Tampoco está permitido el acceso a los no-hindúes, según reza un cartel. Un mendigo entrado en años, sentado a la puerta, la frente pintada con tres rayas horizontales (distintivo de los sivaitas), hace sonar las monedas de su cuenco en petición de limosna (foto37). Este templo, llamado de Vishvanath ('el Señor de todos', apelativo de Siva), fue reconstruido en 1777, en el mismo emplazamiento donde se levantaba el anterior templo de Vishvanath, que había sido desmantelado un siglo antes por el emperador Aurangzeb para utilizar sus materiales en la erección de la gran mezquita que lleva su nombre. En el corazón de la ciudad, es el santuario más visitado y reverenciado por los hindúes de Benares.
El templo está tan embebido entre las viviendas circundantes que no se puede ver desde la calle, al carecer de perspectivas, y es necesario trepar a la azotea de una vivienda particular, por unas escalerillas oscuras y empinadas, para poder contemplar su cubierta. Las casas alcanzan tal altura que los últimos pisos se sitúan a la par del sikhara y la cúpula, que relucen cubiertos de una chapa de cobre dorado, aunque los vecinos asegurarán que es oro auténtico. Se sabe que el sikhara remata la cella principal, el santa-santórum donde se custodia un gran linga de Siva, recuperado tras la destrucción del templo ordenada por el último gran mogol. Este linga es especial: se trata de uno de los doce 'jyothirlingas' registrados en los 'puranas' (antiguos textos religiosos de la religión brahmánica); doce lingas surgidos no de la mano del hombre sino de los hechos milagrosos de Siva. Éste en concreto es el Visweshvara o Vishvanatha, un linga que se apareció ante los dioses supremos Brahma y Vishnu como manifestación de Siva, y que estableció la superioridad de Siva sobre ellos al metamorfosearse en una inmensa columna de longitud ilimitada, cuyos extremos ni Vishnu ni Brahma fueron capaces de alcanzar pese a ser desafiados a ello.
Desde lo alto de las casas también se divisa enfrente el sikhara de otro templo. Empiezan a aparecer manadas de monos por terrazas y azoteas, precedidos siempre por un macho dominante. Son los macacos, los reyes de los tejados. Saltan, corren sin el menor vértigo por el borde de muros con grandes caídas, con una agilidad pasmosa. Las monas llevan sus cachorros abrazados a sus pechos. Los monos jóvenes juegan, riñen, se estiran de los pelos, se despiojan, uno al macho dominante y otro al uno, en cadena. Trepan por los cables como funambulistas, alcanzan unos altavoces que manosean atentamente como si se propusieran repararlos, enredan con todo lo que pillan, bambolean un depósito de agua de plástico, golpean con una silla en los muretes, provocando un estruendo que asusta al resto de la manada, hacen cabriolas, se acercan sin temor a los humanos, se plantan en todas las esquinas como si fuesen gárgolas. Hacen de las terrazas sus dominios.
Un poco más tarde, en el mercado callejero de verduras junto al ghat de Dasashvamedha se produce una enorme y ruidosa trifulca de monos. Un macaco cuelga de un cable de electricidad que cruza de uno a otro lado de la calle, usándolo como si fuera una tirolina, y emite tales chillidos que parece que se está electrocutando. Ocurre que un corpulento macaco macho le está hostigando, impidiéndole acceder por el cable a la terraza donde ha plantado sus reales. Entre todos arman tal alboroto que la gente interviene lanzando palos y piedras al macaco grande para que deje vía libre al pequeño y pueda escapar del cable. El mercado está lleno de monos rondando los puestos, a la caza de alimentos. Se encaraman por las paredes para acechar desde las cornisas, van brincando de saledizo en saledizo, y a la menor oportunidad bajan como un rayo y arramblan una fruta o un paquete de galletas del puesto. Antes de que el tendero pueda reaccionar huyen disparados a ponerse a buen recaudo. Luego se pelean entre ellos por el botín. Se amenazan abriendo sus fauces y enseñando sus afilados colmillos con una mueca feroz. Las mujeres aprietan las cestas de comidas contra sus caderas cuando ven aproximarse un macaco; por experiencia saben que estos monos son consumados expertos en el robo por tirón.
Unos hombres dan de comer plátanos a un macaco. El simio desprecia el plátano que le regalan y asalta un puesto de la calle para arrebatar otro más maduro. Por el lado opuesto del tenderete, una vaca da un bocado a un manojo de verduras. El tendero está entre dos fuegos, y no sabe a qué animal ahuyentar primero. Otro macaco roba un nabo a una vendedora ambulante, lo parte por la mitad, y tras mordisquear un trozo, lo arroja al suelo con desprecio. La tendera recupera las dos partes del nabo, las junta y deja el nabo recompuesto donde estaba, entre el resto. Una vaca se come otro nabo. La despachan zurrándola con un palo, por muy sagrada que sea, y al retirarse aprovecha para meter el morro en otro cesto de hierbas. Otra vaca arrea un bocado a un montón de guindillas picantes.
Un niño de ocho o nueve años vende patatas y calabazas con gran pericia (foto40). Parte la calabaza en trozos, los pesa con una balanza de platillos, corta los trozos en lotes más pequeños. Discute los precios con las clientas veteranas. Se ven muchos hombres que hacen la compra: el padre de familia suele ser el encargado de tal cometido. Examinan la mercancía patata por patata, tomate por tomate, y se muestran muy exigentes con la calidad. Compran pequeñas cantidades y las guardan en un capazo.
Por en medio de los tenderetes se cuelan puestos ambulantes sobre ruedas que sirven zumos de naranja. Las naranjas son exprimidas con un aparato accionado por una manivela. Una prensadora de ruedas dentadas maniobrada con una gran rueda sirve para exprimir cañas de azúcar y extraer su jugo para venderlo como bebida. En otro tingladillo humea una gran sartén al fuego, donde se fríe un dulce de leche de búfala, que se sirve en porciones en pequeñas cazoletas de barro. El dulce se vende a peso. ¿Y cómo se calcula el peso neto de un producto usando la tradicional balanza de platillos? El método es el siguiente: previamente colocan una cazoleta en cada platillo para comparar sus pesos; añaden pequeños trozos de barro a la cazoleta más ligera hasta que la balanza se equilibra; luego colocan en este mismo platillo una pesa de hierro de 100 gramos, y llenan la cazoleta del otro platillo con el dulce, hasta volver a equilibrar la balanza. Resultado: 100 gramos de dulce, peso neto.
Alrededor de la sartén se congregan grupos de ociosos charlando. Un joven se queja de que es muy difícil conseguir un puesto de trabajo en la India; que incluso hay que pagar a la empresa para ser contratados, a veces cantidades desorbitantes, como 40.000 rupias. Ofrece a los viandantes 'ganja' de Manali y 'charas' (hashish). Se acerca un policía de paisano para husmear si se está haciendo business en el grupo. Todos disimulan.
Para llegar a la gran mezquita de Aurangzeb hay que internarse por estrechas callejas, cuyo acceso se cierra de noche con portones, en el barrio del Templo de Oro. Todos los templos hindúes que hay por el camino tienen apostados policías en los alrededores. La mezquita de Aurangzeb está englutida entre los vecinos edificios que dan a la parte trasera del Templo de Oro, y contrasta por la sobriedad y blancura de su fachada en medio del amasijo de destartaladas construcciones que la rodea. Choca también a la vista toparse con un santuario musulmán en el corazón del barrio más íntimamente hindú de Benares, con sus austeros minaretes despuntando entre bosques de abarrocados sikharas. Un policía restriega con un detector de metales, que emite ocasionales pitidos, el cuerpo de los peatones que se acercan a la mezquita. Una mujer policía maneja asimismo otro detector, para cachear a las mujeres. La mezquita está totalmente rodeada de alambradas de espino, vallas de hierro, cabinas con soldados dentro haciendo de centinelas, y enormes torretas de vigilancia, más altas que los minaretes. Y un ejército de soldados y oficiales por las cercanías. No se permite la entrada.
La mezquita de Aurangzeb fue construida a finales del siglo XVII, reaprovechando materiales procedentes del antiguo templo de Vishvanath, arrasado por orden del emperador mogol, que persiguió el hinduismo para implantar entre sus súbditos un concepto muy estricto del Islam.
Las cicatrices del histórico conflicto entre hindúes y musulmanes, que alcanzó en la ciudad de Benares su más cruda expresión, todavía no se han cerrado. Periódicamente se producen explosiones de violencia entre miembros de ambas comunidades, que se saldan con gran número de muertos y heridos, amén de casas y tiendas incendiadas en los disturbios callejeros. Cualquier provocación puede servir de excusa para que salte la chispa y estalle la larvada y mutua animadversión entre los extremistas de uno y otro credo. Por ejemplo, arrojar un cerdo muerto en el patio de una mezquita, o unos cuartos de vaca a la puerta de un templo hindú. Si la mayoría de la población es de por sí pacífica y tolerante, y aboga por vivir en armonía con sus vecinos, independientemente de su religión, estos incidentes aislados se encargan de enturbiar la convivencia y crear malestar entre los ciudadanos, que han de sufrirlos impotentes.
En los años 90 hubo un recrudecimiento del conflicto a raíz del incidente de Ayodhya, ciudad santa en el estado de Uttar Pradesh. Un grupo de extremistas hindúes derribó en esta población una histórica mezquita, erigida en 1528 por Babar, el fundador del imperio mogol, pretextando que la mezquita estaba levantada sobre las ruinas de un templo hinduista anterior, que era el exacto lugar donde había nacido el dios Rama. La destrucción del oratorio desencadenó una serie de linchamientos y saqueos a lo largo y ancho de la India, y sus ecos aún no se han apagado del todo. Así lo podemos comprobar en Benares, cuyos barrios viejos están tomados policialmente, en prevención de nuevos posibles altercados.
Cerca de la mezquita se puede visitar un mandapa columnado, con fuente central y un hermoso toro Nandi de piedra, pintado de rojo, al que los nativos ofrecen pujas (fotos 41 y 42). Se supone que el Nandi es un superviviente de la iconografía del antiguo templo de Vishvanath destruido por Aurangzeb, donde estaba recostado mirando a la puerta, como es habitual en la montura de Siva. Junto a él se ve una pintoresca capilla de Hanuman, atendida por un brahmán que provee de flores y tintes para la puja (foto43), y al lado un mercado de verduras y flores, por el que transitan sadhus varios. Uno de ellos, sentado bajo un cañizo, viste con telas irisadas de azafrán y oros, limpia con parsimonia media cáscara de coco y, usándola como recipiente, prepara mejunjes mezclando polvos de colores (foto44). Al sadhu se le acerca un cachorro de perro recién nacido. Lo atrapa con una mano y lo arroja lejos de sí; los restantes perritos abandonados de la camada gimen en solidaridad. Por el techo de tejavana del chamizo asoma una mangosta.
En el cercano Templo de Gopal (o del Vaquero, en referencia a Krishna), venden en un mostrador del vestíbulo ojos de cerámica de Krishna, que se colocan en el rostro de las estatuas, o si viene al caso, en una simple piedra, que se transmuta así en una divinidad. Entra una vaca al patio, que es cariñosamente acariciada en la testa por un niño. En los muros del patio se ven pinturas murales de elefantes portando dioses en la grupa. Alguien duerme tumbado en las escaleras que acceden a la capilla principal. La vaca quiere salir del templo, pero otra vaca le intercepta el paso al otro lado de la puerta. Luego lo intercepta a los fieles que intentan salir a la calle. Las fachadas de las viviendas de esta parte de la ciudad están totalmente decoradas con pinturas murales, de hechura naif (foto38), que retratan a Rama, Lakshmana, Ganesh, Durga, Kali, y demás dioses del nutrido panteón hindú, poblando la calle con sus figuras y convirtiéndola en una auténtica galería de arte popular.
Apuntes callejeros
En uno de los barrios musulmanes de Benares, hay una amplia y larga calle, abarrotada de gentío, que está como hecha de telas. Al recorrerla, la cabeza tropieza continuamente con los tejidos de gasa y tafetán, túnicas, pañoletas, longhis, enaguas, pijamas, que cuelgan como pendones sobre la calzada, tapando la vista a los transeúntes. Los rótulos y carteles de esta zona están en urdu, un idioma parecido al hindi pero escrito en alfabeto árabe. Se venden casquetes de tela para la cabeza, saris, sostenes, langotas, más adelante cacharros de plástico, acero inoxidable, latón, más adelante fritangas, té, pasteles; conforme se avanza va cambiando el tipo de mercancías. En algunas casas se ven signos en la puerta con la estrella de David.
Benares es un lugar donde pululan los adivinos, los augures, los vaticinadores de la fortuna, los astrólogos y los quiromantes –la escritora india Gita Mehta satirizó la obnubilación papanatas de los occidentales hacia estos embaucadores en su corrosiva novela 'Karma Cola' (Macmillan India, 1980)–, pero la cosa ha llegado al punto de que ya hay instalados en la calle robots adivinos. Uno de ellos, en la avenida principal, con aspecto de extraterrestre, ostenta un cartel que dice 'Speaker of the past, present and future of human nature' (foto47). El interesado introduce una moneda por una ranura, se encasqueta unos auriculares, y puede elegir pulsando botones el idioma en que desea escuchar la predicción. En unas pantallas oscilan unas agujas, que dan un toque más tecnológico al androide, mientras los clientes atienden inmóviles y con una expresión muy seria los vaticinios robóticos.
Se habla por todo Benares de un gurú llamado Nila Baba. "You don't know Nila Baba? Very famous". Es un astrólogo muy renombrado, a cuya consulta acude gente de todo el mundo. Vive en uno de los palacios de las orillas del Ganges. Un barquero informa: "Te dice tu pasado y tu futuro. Te dice cómo están tus familiares y amigos en casa. Si ha ocurrido una desgracia no te dice nada, pero se va".
Una troupe de feriantes monta un espectáculo con monos amaestrados a las puertas de un hotel de lujo, ante un grupo de japoneses. El amaestrador es un hombrón de formidable planta, greñudo, oscuro de piel y con un arete de pirata en la oreja. En medio del corro de espectadores, un macaco con un bigote pintado en la cara aplaude, hace el gesto del 'namasté' (juntar las palmas como rezando, en señal de saludo), se pone patas arriba haciendo el pino, toma una pistola de juguete y simula disparar a una hembra de macaco que forma parte del show, pasa de un salto por un estrecho aro, le da un beso en la boca a la macaca y luego un mordisco en la mejilla haciéndola chillar. Los japoneses ríen y aplauden, el macaco saltimbanqui hace un gesto de despedida, y el maestro de ceremonias pasa la gorra, que en este caso es una cesta.
Las salas de cine están siempre rodeadas de muchedumbres. Ir al cine es la forma de diversión más popular en la India, para muchos el mejor medio de evadirse durante unas horas de su cruda realidad diaria, y sumergirse en un mundo ilusorio de lujos, glamour y oropel. Bollywood supera a Hollywood en número de producciones, pero ello no redunda en una mayor calidad. Las películas comerciales son en su mayoría culebrones melodramáticos de tres horas, salpicados de danzas y canciones que el público se sabe de memoria y corea, y las películas que se salen de ese patrón, planteando un enfoque más realista o un contenido social (ejemplo: las de Satyajit Ray), no son vistas por nadie o casi nadie, aunque sean las apreciadas en occidente. Los actores y actrices cinematográficos son ídolos de multitudes, reverenciados como auténticos héroes. Su carisma desborda el terreno de lo artístico y les puede impulsar (como en los casos de Amitab Bachchan o M. G. Ramachandran) a prolongar su carrera en política, llegando algunos a ser elegidos para ocupar los más altos cargos. El fallecimiento de M. G. R., idolatrado actor tamil y posterior chief minister (máxima autoridad electa de un estado) de Tamil Nadu, provocó, como el de Valentino, oleadas de suicidios entre sus seguidores.
En los últimos años se puede detectar un aumento del gusto popular por las películas de acción, sobre todo las bien trufadas de violentas secuencias de peleas, persecuciones y tiroteos. Los gigantescos carteles publicitarios pintados a mano en las fachadas de los cines muestran la imagen del protagonista con el cuerpo lleno de heridas que chorrean sangre y con expresión de jurar venganza para con los villanos. Se echan de menos, por otro lado, las películas del antaño muy popular género 'de dioses', que está en decadencia; aquéllas que basaban su argumento en la rica tradición literaria del Mahabharata, Ramayana y otros textos épicos del hinduismo, filmando la vida y milagros de Krishna, Arjuna, Rama, Sita, Hanuman y el demonio Ravana, con unos encantadores efectos especiales dignos de Meliès. Aunque el beso en la boca siga prohibido por la censura cinematográfica, se nota una mayor apertura y tímidos amagos de destape en las escenas amorosas de algunas películas. Una sala anuncia un film con fotos de poses eróticas: parejas retozando en la cama, una mujer con muy poca ropa y postura insinuante. Se titula 'Drugs & Aids'. En otro cine estrenan un film que se titula 'Love around the corner'. Tiene los carteles censurados con un petacho de papel blanco tapando de rodilla a cuello la imagen de los actores. Algunos de estos petachos han sido parcialmente arrancados por una mano anónima, con la intención de ver qué había debajo (los protagonistas están en bañador).
El diario The Times of India habla de la detención de tres buscavidas que aseguraban tener fórmulas para curar el sida, fórmulas propias basadas en la medicina ayurvédica. Por un precio de 3.300 rupias sometían al paciente a un tratamiento de ocho meses con sus propias medicinas, y le suministraban esteroides para conseguir una aparente recuperación. "Sida es un nuevo nombre para una vieja enfermedad", declaraban. El diario afirma que la India es el país asiático con más enfermos de sida.
Empiezan a aparecer por las calles objetos dadaistas, como una bicicleta colgada de unas sirgas en medio de la carretera, bien asegurada con cadena y candado, e iluminada por un tinglado de bombillas fluorescentes. Se trata del símbolo de una agrupación electoral que concurre como candidata a las elecciones municipales que se están preparando en la ciudad. Los periódicos informan sobre disturbios relacionados con estas elecciones en el estado de Jammu-Cachemira, y achacan las culpas a Pakistán.
Cada día se ven en las calles más pancartas de agrupaciones y partidos políticos, pues se avecinan las civic polls. La campaña está empezando, pero la propaganda es barata y arranca desfallecida repartiendo folletos ciclostilados. Los emblemas con que se distinguen los partidos están diseñados a mano alzada con poca maña y representan siempre objetos tangibles. Una bicicleta, un coche, un elefante, una silla, una escalera de mano, un reloj, una flor de loto, una rueda, un azadón... Iconos con los que identificarse y diferenciarse visualmente ante una población en su mayoría iletrada. Los hay que se atreven a retratar un niño y una niña sonrientes delante de una bandera de la India ondeando al viento.
Para limpiarse la nariz, un individuo se tapa con un dedo una fosa nasal y se suena con fuerza los mocos disparándolos contra el suelo. ¿Quién ha dicho que el pañuelo es imprescindible? Otro discute en un corrillo con la boca llena de 'pan' o betel, salpicando al interlocutor de gotas de saliva. Es éste un vicio muy extendido (en Benares y en toda la India). Consiste en masticar insistentemente una hoja de árbol de betel que envuelve una heterogénea mezcla de productos picantes y mentolados, entre ellos nuez moscada y cal. La boca se llena de una espesa pasta roja, que al final se escupe. Las vías respiratorias se dilatan y el sujeto siente un ligero efecto estimulante que, al cabo de años de consumo, le puede llevar a la adicción. A partir de ciertas edades, se distingue a los adictos al betel por tener la dentadura muy deteriorada: un par de muelas huérfanas en una boca teñida de rojo. Suelos y paredes de las calles están salpicados de abundantes manchurrones rojizos producidos por los escupitajos de betel.
Las redes que surten de electricidad a Benares forman una maraña de cables más inextricable que los laberintos del barrio viejo, y en un estado de mantenimiento cercano al colapso (foto48). Los cables pasan por cualquier lado, se acumulan, se enredan y se enchufan de cualquier manera a sobrecargados cuadros eléctricos provistos de generadores colgados a media altura de los postes, que sueltan chisporroteos sobre las cabezas de los transeúntes. Un cable que cruza la calle hace contacto en algún sitio, y se crea un cortocircuito que pone el cable entero incandescente, al rojo vivo, hasta que estalla con un sonoro latigazo y sobreviene un apagón. Entran entonces en funcionamiento los grupos electrógenos con motor, soltando humos, metiendo un ruido martilleante, y algunas tiendas recuperan la luz.
En una librería hay más mosquitos que libros, que acuden a las luces fluorescentes; mientras se hojea un libro los mosquitos se meten entre las páginas, o por el cuello de la camisa. La mayor parte de los libros está en idioma hindi; unos pocos en inglés: 'Medicina ayurvédica', 'Mitología hindú', 'Animales de la India', 'Revisión del Gita', el 'Mein Kampf' de Adolf Hitler, 'Terapia de auto-orina', mapas y guías de la India. Una edición del 93 de la guía Lonely Planet tiene en las primeras páginas y en el canto de las hojas un texto entintado con sello de caucho que afirma: "Las fronteras exteriores de la India, tal como están descritas en esta guía, ni son correctas ni responden a la realidad". Se venden comics de la serie Amar Chitra Kata, que resumen en viñetas coloreadas mitos, fábulas y leyendas extraídos de la riquísima literatura india, grandes eventos de la historia del subcontinente y episodios de la mitología hindú, filón inagotable éste que da para infinitos temas; así como las vidas de personajes ilustres de la nación (incluidos los prohombres musulmanes, budistas, jains o sijs). En un rincón hay una sección de libros usados, en francés, japonés, alemán, italiano, procedentes de turistas que se han desprendido del libro tras su lectura para soltar lastre en el viaje, y son revendidos a otros turistas. Sólo hay uno en español: se titula 'Cómo cuidar periquitos'.
Volvamos a la calle. Pasan dos hermanas de la institución de la Madre Teresa de Calcuta, vestidas de blanco con cenefa azul, que entran en una farmacia. Aparece una caravana con filas de hombres llevando cubos con tubos de bombillas fluorescentes, otras filas llevando círculos de luces de colores, con un efecto giratorio, y al final un lujoso carruaje cubierto con un pabellón de cornucopias de plata, tirado por un caballo engualdrapado con borlas de colores, que transporta a un joven vestido de gala con un turbante de maharajá, acompañado de un niño en el pescante. Es el novio en una ceremonia de bodas, dirigiéndose en vistoso desfile, por en medio de la ciudad y cortando el tráfico lo que haga falta, a casa de la novia. Detrás de la carroza va el motor generador que nutre de electricidad al conjunto. Una banda toca la misma alegre melodía que se oye a veces en el ghat de Manikarnika acompañando las cremaciones. El cortejo nupcial parece a distancia una feria con luces parpadeantes de colores. Cierran el cortejo filas de mujeres que llevan lámparas de araña sobre la cabeza. Alguien comenta el peligro que tienen estos cables y estas luces que van al aire y de cualquier manera, pues podrían tener una derivación y electrocutar a más de uno. Un tullido pide limosna a los espectadores de la comitiva. Cruza la calle, con plúmbeos andares, un elefante con la cabeza pintada de colores, al que guía un cuidador con una vara.
El día después de la boda, las familias de los novios se acercan en pleno al ghat de Dasashvamedha a hacer un rito propiciatorio (foto49). La más anciana del grupo embadurna con polvos de colores la proa de una barca atracada al lado. Rocía también de polvos las flores. Una banda de músicos toca al lado con entusiasmo. El novio va engalanado con su mejor traje y un turbante con penacho, mientras balbucea masticando betel con los carrillos hinchados; a la novia no se le ve la cara, oculta tras un sari rojo de flecos dorados muy brillantes. La abuela, de cuclillas sobre una tabla, asperja a los concurrentes con gotas de agua del Ganges usando la mano como hisopo, agita un fuego en movimientos circulares, prende barritas de incienso, todo ello al tiempo que recita una salmodia. Novios, familiares e invitados embarcan en un amplio bote y reman rumbo a la orilla de enfrente, acompañados a bordo por la fanfare musical al completo, que no deja de tocar.
Tres niños duermen juntos en el suelo del ghat acurrucados debajo de una escueta tela que comparten como una manta.
Un buscavidas que merodea por los alrededores ofrece en voz baja hashish y hierba de Manali, reputada por su calidad. Pero para comprar en esta ciudad cannabis índica no es necesario recurrir al mercado negro. Por la calle que baja al ghat de Manikarnika hay una tienda gubernamental de 'bhang' y 'ganja', donde la mercancía se vende a precios fijos y oficiales. El establecimiento es un tienducho en penumbra que pasa desapercibido entre otros. Unos dependientes jóvenes expenden en un mostrador las plantas de cáñamo seco que están apiladas a sus espaldas en un gran montón. Pesan las hierbas en una balanza de platillos, y las venden por 'tolas' (unidad de unos diez gramos) o fracción, envueltas en un cucurucho de papel de periódico. No está permitido vender cantidades mayores. Los tenderos despachan también pasteles de hash (o 'space cakes') y bolas de bhang. Aunque 'bhang' es el nombre genérico del cáñamo, llaman así en este caso a una pastosa masa verde hecha de plantas de cáñamo maceradas en agua, que se usa de ingrediente en cocina, repostería y batidos. Ofrecen asimismo unos bombones envueltos en un papel blanco como si fueran caramelos. El tendero explica que son "opium chocolates, very good".
En un establecimiento de refrescos, helados y batidos en la plaza central, un menú de bebidas en la pared anuncia 'lassis' o batidos de leche de búfala con frutas, como 'mango lassi', 'papaya lassi', 'banana lassi', y también 'bhang lassi', éste último en las variedades de normal, medium & strong ('special lassi' lo llaman en otros establecimientos). El bhang lassi normal contiene de ingrediente una bola de bhang, el medium dos y el strong tres. Aunque no lo dice el menú lo dice el camarero: tienen también superstrong. El bhang está almacenado en un tarro de aluminio que pesa como si fuera de plomo cuando está lleno, y lo conservan en el frigorífico. Preparan también en el chiringuito otros bebedizos donde interviene una especie de denso sirope que está precipitado en el fondo de unas botellas, y que los clientes beben con gran placer. En un televisor con colores distorsionados retransmiten un partido de hockey sobre hierba.
Si el consumo de cannabis índica con fines rituales, lúdicos y gastronómicos es tradicional en la India, y todavía en parte tolerado pese a las presiones internacionales en la guerra contra las drogas, el consumo de alcohol está en cambio mucho peor visto, e incluso prohibido en algunos estados. En las últimas décadas, los sucesivos gobiernos han mostrado una mayor apertura respecto a este tema, y han ido apareciendo en la India expendedurías, bares y restaurantes con licencia para vender licores. Sin embargo, no es fácil encontrar en Benares un bar. Veamos uno en la arteria principal.
La entrada está, de tan discreta, semioculta entre el batiburrillo de comercios, y da paso a unas escaleras que parecen bajar a un garaje subterráneo. En el local los clientes se sientan a las mesas más que a la barra, y pasan horas en animadas conversaciones. Sólo hay hombres. Ni una sola mujer. La mayoría beben cervezas, en botellas de una pinta, de marcas fabricadas en la India. Unos pocos beben whisky. Las bebidas se acompañan de snacks: vegetable kofta, pakora, noodles y otros guisos vegetarianos locales, también sopa de verduras. Hay trabajando al menos catorce camareros en el antro, sirviendo las mesas vestidos todos con raídas chaquetas de color granate. En un aparato de cassettes ponen música, a veces buena. Suenan 'ghazals' (baladas clásicas de corte romántico) de la excelente banda sonora del film 'Umrao Jaan', en versión de Bela, una buena voz joven en la línea de las veteranas Lata Mangeshkar o Asha Bhosle, y luego el hit de moda, que se oye por toda la ciudad, una adaptación pirata de un tema de Pink Floyd. En una de las mesas hay un bullicioso grupo de jovenzuelos, alguno de no más de quince años, poniéndose hasta las orejas de cerveza. Uno se planta en pie y se mira largo rato en un gran espejo de la pared para atusarse la cabellera, acomodarse los pliegues de la camisa y ponerse guapo. Parecería estar esperando a la novia, si no supiéramos que aquí la costumbre del noviazgo no existe y que probablemente su matrimonio será concertado un día por sus padres. Una cucaracha se pasea por el respaldo de una silla. Un ratón corretea arriba y abajo a sus anchas, sin que nadie le haga el menor caso. Detrás de la barra, un par de camareros más mayores se beben a escondidas del jefe sendos chupitos de whisky, camuflándolos en una taza de té; un pequeño ánimo para afrontar la interminable jornada laboral.
El más raquítico local dedicado a café o restaurante en Benares (y lo mismo ocurre en toda la India) tiene a su servicio un número de empleados que sería inconcebible en un negocio en occidente. El problema de la superpoblación afecta a todos los ámbitos, y la lucha por la vida es feroz: los empleados de cualquier empresa o empresilla pueden sentirse afortunados con sus sueldos misérrimos y sus draconianas condiciones de trabajo, pues peor es estar buscándose la vida en la calle, como toca a tantos. Y el hambre no respeta edades. Aunque la enseñanza primaria sea gratuita, miles de niños y adolescentes se ven obligados en edades escolares, por presión familiar, a colocarse en cualquier tienda, taller, puesto ambulante o tugurio, como aprendices, pinches, chicos de los recados, de la limpieza o camareros. Siempre serán una boca menos que dar de comer. Son tantos, que sus tareas se pueden especializar hasta la atomización: un niño de doce años se encarga de servir los tés a una mesa; otro de diez años, de retirar los vasos y pasar un trapo. Un tercero barre el polvo con una escobilla, acuclillado, por debajo de los pies de los comensales. Todos ellos van descalzos y visten poco más que unos harapos. El horario de trabajo es de 24 horas al día: el sueldo, 300, 400 ó 500 rupias al mes en el mejor de los casos, más la comida (comen en el mismo local) y el alojamiento (duermen en el mismo local, por ejemplo sobre las mesas). Disfrutan de alguna hora libre al amanecer para irse a bañar al ghat o a una fuente pública cercana, y el jefe hasta les puede conceder un rato libre a la semana para ir al cine. Los pocos días de vacaciones a que tienen derecho los aprovechan para volver con su familia a su pueblo, quizá a 600 kilómetros de allí. La explotación laboral infantil, rayana en la esclavitud, va emparejada con la explotación de los más adultos. Cuestiones como la seguridad social, la jubilación, la sindicación... son para la mayoría de los trabajadores puras entelequias. Algún joven trabaja dos o tres años sin percibir ningún salario sólo para poder amortizar la deuda contraída por su familia a la hora de pagar la dote de bodas de su hermana; el dueño del negocio había aportado el dinero para la dote, como un anticipo.
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Benares
Microcosmos de la India
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Fotografías: Eneko Pastor
Realizadas en Benares (India)