Exposiciones fotográficas

Fez. Un viaje al medievo musulmán

Cómo perderse en el laberinto

 

   Las bien organizadas rutas comerciales del Islam en la Edad Media conectaban las ciudades con grandes mercados, y éstas estaban provistas de caravasares monumentales o jans (en Marruecos, fonduks), especie de albergues acondicionados en torno a un patio rodeado de grandes arcadas, donde los mercaderes podían hospedarse, guardar sus pertenencias y alojar sus animales de carga (dromedarios, asnos, mulos...). Fez fue una de estas urbes comerciales y su vieja medina esconde en el dédalo de sus estrechas callejuelas numerosos ejemplos de fonduks y posadas de origen medieval, reconvertidos con los años en talleres, almacenes y edificios de viviendas (foto43).
Fez   Los zocos de la medina de Fez participan del ajetreo característico de los bazares de cualquier país musulmán. Las muchedumbres suben y bajan por las calles en cuesta, sumergidas en un escenario cambiante de tiendas, tenderetes y tinglados que, pared contra pared, se encadenan en ininterrumpida sucesión. Cada tienda es una caja en la que justo caben las mercancías y un dependiente. Cuando el material se exhibe para su venta, desborda el restringido espacio del garito y los artículos invaden la calzada, de modo que a veces el peatón no sabe si camina por la vía pública o dentro de un comercio.
   Emparrillados y lonas colocados contra el cielo dan sombra a ciertas calles para mejor proteger las mercancías que en ellas se exponen, en especial si se trata de productos de alimentación (foto25).
   Los tenderos reclaman la atención de los paseantes hacia su oferta voceando las cualidades de los artículos y lo barato de su precio, a la vez que se sirven de una red de 'ganchos' dispersa por la ciudad, jóvenes en paro que se buscan la vida como guías extraoficiales (faux guides) 'guiando' al cliente potencial hacia ciertas tiendas, a cambio de una comisión sobre la venta.
   –¡Balak! ¡Balak! –oímos gritar a nuestra espaldas: "¡Cuidado!" Apartémonos a un lado, que pasa un burro con su carga, el único medio de transporte al que se permite circular por las empinadas y estrechas callejas del Fez medieval (foto24). El sufrido animal es el vehículo más práctico para la distribución de productos en tan enmarañado casco urbano. Los fasis lo llaman con sorna 'el taxi de la medina'. La carga que acarrea en sus alforjas puede ir desde pucheros de alfarería hasta un televisor o una pila de cajas de botellas de cocacola, que chocan por su anacronismo cuando uno está inmerso en un escenario de la Edad Media. Si ha llovido, las pezuñas del burro resbalan en el adoquinado húmedo de las calles en cuesta, y a veces la pobre bestia pierde el equilibrio y se despatarra con estrépito contra la calzada. El arriero pide entonces ayuda a toda persona que se acerque para, a pulso, poner en pie al burro con las sumadas fuerzas, jalando hacia arriba de su panza.
    El zoco Attarin, cerca de la madrasa del mismo nombre, es un mercado de especias. Una mezcolanza indiscernible, embriagadora, de olores a almizcle, ámbar, sándalo, jazmín... penetra hasta el fondo de las pituitarias de todo el que transite por las cercanías. Se exponen en sacos y cestos montones de coriandro, jengibre, curry, azafrán, cayena, pimienta dulce. Mezclas de especias para el cuscús. Harissa para hacer salsa picante. Hierbabuena y hierbaluisa para acompañar al té. Plantas aromáticas como tomillo, romero, verbena, albahaca, citronella.
Fez 
   Pero la oferta no se restringe a condimentos alimenticios. El lugar es una auténtica farmacopea. "Aquella tienda del herbolario que se abría como un breviario", como cantaba Valle-Inclán en 'La pipa de kif'. Almacenadas en tarros de vidrio, aquí se venden toda clase de hierbas, raíces y flores medicinales. Raíz de neguilla para adelgazar. Raíz de higuera de Berbería para engordar. Azufaifa para los males de estómago. Flores de opio para hacer infusiones calmantes. Cortezas de árbol para limpiarse los dientes. Hay también piedras de alumbre para cauterizar la piel después del afeitado y ungüentos para combatir la caída del cabello.
   Cerca se abre una plazuela sombreada con falsos plátanos (foto09), que es el mercado de la alheña o genna, ese tinte natural con el que las mujeres tiñen sus cabellos y pintan dibujos afiligranados en las palmas de sus manos y las plantas de sus pies. Se venden además polvos de tintes para tejidos, expuestos en montoncillos cónicos sobre un mostrador que se convierte en una paleta de vivísimos colores. No falta la negra pasta de antimonio (kohl) para maquillarse las pestañas, ancestral cosmético que ya usaban en el Egipto de los faraones, y que los marroquíes aseguran es beneficioso para los ojos, aunque en Europa está prohibido por su toxicidad.
   Un rústico cartel junto a una puerta anuncia 'Protesista dental diplomado'. Por las fachadas de las tiendas cuelgan cítaras, yembés y otros instrumentos musicales de cuerda y percusión, canastos de mimbre, platos y fuentes de cerámica pintados con diseños populares, que motean las calles con coloridos destellos (foto10). Más allá se suceden las tiendas de chilabas y kaftanes, de albornoces, pañuelos y turbantes, de tejidos bordados (foto19). Hasta el siglo XIX Fez era el único lugar del mundo donde se fabricaba el fez, ese sombrero troncocónico de fieltro rojo que se hizo tan común entre los varones musulmanes, al que prestó su topónimo.
   Algunos establecimientos son más grandes y lujosos, y en sus dependencias se exhiben antigüedades, alfombras, tableros de ajedrez y otros juegos taraceados y damasquinados, suntuosos muebles, puertas y paneles de madera tallada en arabescos polícromos, y preciosos cuencos, cántaros y tibores de cerámica vidriada, embellecida con caleidoscópicos diseños florales y geométricos, en los que predomina ese color entre verde y azul, ese verde azulado o azul verdoso que es la marca de fábrica de la ciudad, el color de Fez.
  
  
  
La larga vida de la artesanía
   

   Las actividades de los zocos de Fez no se reducen a la compra-venta. La medina entera palpita como un magma efervescente de energía creativa que fluye en múltiples direcciones y convierte a Fez en un potente emporio de producción artesanal. La artesanía tradicional sigue viva en Marruecos, tan viva como lo pudo estar en el esplendor de su Edad Media, y goza aún de muy buena salud. Al igual que ocurría en los burgos europeos bajomedievales, los talleres de los distintos gremios especializados se distribuyen por calles y zonas diferenciadas: alfareros, tejedores, tintoreros, curtidores... Quien deambula pausadamente por estas rúas puede contemplar a un sinfín de operarios trabajando en los oficios más diversos, creando con sus manos y su pericia los objetos más inesperados, objetos que hace ya siglos no se fabrican en occidente.
    Un viejecillo confecciona en madera piezas de ajedrez torneadas. Encastra en un eje de hierro un cilindro de madera. Utilizando como instrumento una cuerda tensada por un arco y enlazada al eje por un bucle, con un enérgico vaivén de brazos imprime un veloz movimiento giratorio al eje, al tiempo que emplea la comisura de los dedos del pie para sujetar con más firmeza el formón con el que tornea la torre o alfil de turno, despojándole de las partes que le sobran y llenando el suelo de virutas. Un afilador (foto28) usa también los pies para hacer girar, con un sistema de pedales y correas, la pesada piedra de afilar con que arranca chispas a cuchillos, tijeras y navajas de afeitar. Cerca hay un taller de fabricantes de fuelles, cachivache muy apreciado allí donde se cocina con fuego de leña, que en Fez es en la mayoría de las casas y figones.
Fez    Hablando de fuego, a nadie se le escapa, y menos a los fasis, el enorme peligro que puede suponer un incendio en una ciudad de trazado medieval en la que las casas están adosadas entre sí en compactas aglomeraciones y construidas con componentes de madera. Cualquier fuego se propagaría aquí a la velocidad de la pólvora y arrasaría barrios enteros. Pudimos comprobar, ayer tarde, la celeridad de los dispositivos de emergencia de Fez cuando se produjo una alarma de fuego en la parte baja de la medina. No pasaron dos minutos sin que apareciera un pequeño coche de bomberos, único vehículo a motor que hemos visto nunca circular en la medina (ya que casi todas sus calles son intransitables para automóviles). Baja a toda velocidad, la sirena pitando, por la Talaa Kabira, arteria medianamente ancha que lleva de la puerta de Bab Buyulud al corazón de la medina antigua, pero que desciende con una fuerte pendiente y hace ángulos y atraviesa túneles. En una curva el coche derrapa, se escora bruscamente a la izquierda y se estampa de morros contra el chaflán de una casa que sobresale en la calzada. Los bomberos salen ilesos, pero sin perder tiempo solicitan un teléfono para llamar a otra brigada de incendios.
   Un martilleo metálico percute en nuestros tímpanos acompañado de ráfagas de calor que hacen sofocante el ambiente de las callejas. Estamos en la zona de los herreros y caldereros. Los trabajadores, como recién salidos de las fraguas de Vulcano, cubiertos con mugrientos delantales, golpean con mazas metálicas contra un yunque piezas de hierro candente para malearlas en distintas formas. Introducen alternativamente las piezas en grandes hornos de adobe que abren sus bocas y lanzan llamaradas como dragones rugientes. Unas calles más abajo el martilleo cambia de timbre hacia el campanilleo provocado por los caldereros, que baten con maza y cincel bandejas para el té de cobre o latón, moldeándolas con trabajosos ornamentos. Muchos de ellos son aprendices del oficio, chavales entre ocho y doce años que durante horas y horas, día tras día, golpean sus bandejas acurrucados de cuclillas en un diminuto y oscuro cuchitril, con expresión cansada y el rostro tiznado de partículas de metal. Parecen respirar con dificultad, como si padecieran una especie de silicosis.
   Ruido de sierras y martillos. Es la zona de los carpinteros (foto16), junto a la recoleta plazuela Nejjarin, que luce su primorosa fuente decorada con alicatados y voladizo de marquetería. El serrín flota en la atmósfera. Aquí se fabrican sobre encargo mesas, sillas, camas, puertas, armarios, arcones... Los ebanistas se ocupan de los trabajos más delicados, desplegando su destreza técnica en la talla de madera. Las mesas y camas se enriquecen de floridos ornamentos y abarrocadas cornucopias.
   Suena en los aparatos de radio un concierto de música clásica andalusí: es la hora del mediodía.
  
   Nunca veremos colores más vívidos que los del zoco de los tintoreros (foto27). En estas calles de la medina los operarios sumergen en calderos de tinte disuelto en agua hirviendo telas, cordones, madejas de hilos... para teñirlos con los colores más intensos y brillantes que imaginarse pueda. Son tintes naturales con que se tiñen toda clase de tejidos, desde chales hasta tapices, y que una vez aplicados hay que dejar un tiempo a secar. Las madejas y telas se tienden entonces en las calles, en cuerdas que van de fachada a fachada.
Fez   El olor a cuero suele anunciar los talleres de fabricantes de babuchas, pero este olor acre y desagradable que percibimos desde lejos es el del zoco de los curtidores (fotos 29 y siguientes), el lugar de la ciudad donde se curten y tratan las pieles que luego se usarán en marroquinería, tapicería, zapatería y otras manufacturas. A orillas del río Fez, este zoco es un reducto cerrado, aislado del resto de la medina, probablemente debido a lo nauseabundo de las emanaciones químicas que se generan en el trabajo de curtiduría. El guardián de la entrada al recinto proporciona al visitante una rama de menta para colocarse bajo las fosas nasales. En un gran patio se abren en el suelo numerosas cubetas o tinas fabricadas en mampostería, donde se vierten los productos químicos que curten las pieles, por lo general de cordero o de cabra, con el fin de detener el proceso de putrefacción. Los curtidores chapotean en las cubas removiendo con sus pies las pieles sumergidas en abrasivos líquidos de distintos colores. Las piernas y brazos de los curtidores también se impregnan de los tintes. Más adelante trasladarán las pieles a lomo de burro (foto31) para ponerlas a secar extendidas en campos y azoteas (fotos 34, 35).
  
   Los puestos de aceitunas y encurtidos se detectan desde lejos por el penetrante aroma a aceite de oliva, vinagre y especias que invade el ambiente. Montañas de aceitunas verdes, pardas, negras, con diferentes clases de adobos y condimentos colman el tenderete, el busto del comerciante asomando por entre sus laderas. Los clientes catan muestras de las diferentes aceitunas antes de decidirse a comprar cincuenta o cien gramos, pesados con exactitud en una balanza de platillos. El tendero es generoso y añade unas pocas aceitunas de propina al cucurucho. En el puesto de al lado venden almendras, pistachos y demás frutos secos.
   En un cruce de calles está apostado un cocinero ambulante que calienta y remueve con un cucharón en un enorme perolo cilíndrico un espeso potaje de legumbres en el que flotan garbanzos, aderezado con comino, y que sirve a los clientes en pequeños cuencos de barro: es la harira, uno de los platos tradicionales de Marruecos, alimento básico asequible a todos los bolsillos, que reconforta el cuerpo en los fríos días del invierno de Fez.
   Un par de quiebros y recodos más adelante aparecen, envueltos en un denso humo que nubla la calleja, los puestos de comida rápida, nada que ver con lo que se entiende por fast food, que son chiringuitos provistos de parrillas donde se asan a la brasa brochetas de kafta (carne picada) o merguez (salchichas de cordero). La carne asada se sirve envuelta en medias tortas de pan ácimo y sazonada con un puñado de verduras encurtidas. Tras las parrillas hay diminutos comederos donde los comensales se apretujan en bancos corridos alrededor de una mesa para devorar con apetito sus bocadillos, acompañados de un vaso de agua o un refresco, o de un té a la menta traído de otro puesto cercano. El único producto que falta en la medina es el alcohol. Si un fasi quiere tomarse una cerveza, deberá acudir a la Ville Nouvelle, donde están confinadas las tabernas y demás antros de mala reputación.
   Pasa una niña que porta sobre su cabeza una tabla de madera sobre la que hay depositadas unas tortas de harina de trigo sin cocer. En las ciudades históricas de Marruecos, el pan de cada día se amasa en el hogar de cada familia, pero se cuece en un horno comunitario. La chica se dirige a la panadería del barrio, a una hora prefijada, y entrega sus hogazas a los panaderos, que manejan con habilidad unas palas con las que deslizan las tortas al interior de un horno de leña en forma de campana de adobe. La temperatura del local es asfixiante, los panaderos sudan la gota gorda, en el aire flotan polvaredas de harina. La leña quemada en el horno no sólo cuece los panes, sino que al mismo tiempo calienta el agua para un baño público adyacente. Un mismo horno para dos establecimientos distintos: un buen ahorro de energía. No es infrecuente ver en Marruecos que junto a una panadería se levante adosado un hammam.

  

Un baño en el hammam >>

 

FotoCD80 
   
Fez
Un viaje al medievo musulmán

© Agustín Gil Tutor
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Fotografías: Eneko Pastor / Agustín Gil
Realizadas en Fez (Marruecos)

  


 

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