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Yemen de norte a sur

La noche nº 1002

 

   ¿Qué sucedió la noche siguiente a las mil y una noches que Sherezade compartió en la cama con su esposo el rey Shariar, contándole uno tras otro cuentos que contenían todos los misterios, todas las leyendas y todas las maravillas de Oriente? Casi tres años habían transcurrido encadenando historia tras historia, interrumpiéndolas astutamente en el momento de máximo suspense para aplazar su continuación –cuando el clarear del alba anunciaba ya la hora del sueño– hasta la noche siguiente, pues con ese ardid postergaba también la hora de su muerte. Ya que Sherezade debía ser ejecutada, como todas las esposas del sultán que le precedieron en el lecho, por ser culpable del delito de haber nacido mujer.
   Dice el Kitab Alf Laila ua Laila o Libro de las Mil Noches y Una Noche que a esas alturas el rey, embelesado hasta el límite, arrebatado por la elocuencia y la poesía que manaban de los dulces labios de su cónyuge, se retractó de sus crueles designios y decidió finalmente perdonarle la vida.
  
   "–Y he aquí en verdad, que, después de haberte escuchado durante estas mil noches y una noche, salgo con un alma profundamente cambiada y alegre y embebida del gozo de vivir."
   "Y pasaron aquella noche juntos entre transportes de alegría y expansiones de dicha."
   (Anónimo, Las Mil y Una Noches)
Yemen  
   Pero ¿qué sucedió a la noche siguiente? El libro no lo cuenta. Pues el número de páginas de todo libro, a excepción del Libro de Arena que soñó un poeta llamado Borges, es siempre finito.
   No ocurre así con la Historia, en cuyas páginas está borrada la palabra 'fin'. Y el hecho es que el rey Shariar, que dormía durante el día pero soñaba durante la noche, no podía ya prescindir de escuchar las narraciones, acompañadas de tiernas caricias, que le había dado a disfrutar noche tras noche Sherezade. Y por ello le rogó que le contara, en aquella noche después de mil y una noches, otro cuento. Todavía otro cuento más que le deleitara el oído e inflamara su imaginación, abrazado estrechamente a su amada a la luz de las estrellas que centellean como diamantes en el negro terciopelo de las noches árabes.
   Y Sherezade accedió gentilmente al deseo de su señor. Y comenzó a narrar la historia siguiente:
  
   "–Cuentan, entre lo mucho que se cuenta –pero Alá es más sabio–, que una vez llegó al país del Yemen, al sur de Arabia, un viajero procedente de lejanas tierras habitadas por infieles, allá por donde cada atardecer se retira el sol para dejar paso al reino de la noche.
   En su largo caminar, el viajero había recorrido los más remotos países, había departido con hombres sabios, había estudiado las dispares costumbres de los pueblos que habitan el ancho mundo, había aprendido catorce idiomas, incluida la lengua que nuestro profeta –con él sean la plegaria y la paz– dejó escrita para uso del pueblo árabe en el Libro sagrado.
   Pero al cabo de tanto tiempo y de tantas fatigas, su sed de conocimiento aún permanecía insaciada.
   Sus pasos le encaminaron a una gran ciudad rodeada de altas murallas, que era la capital del país. El extranjero atravesó la muralla por una puerta monumental, a la que llamaban Bab el-Yaman, y se vio inmerso de lleno en un mercado abarrotado de gentes, donde los mercaderes ofrecían a los viandantes todas las vituallas, cachivaches y artilugios que un ser humano pudiera desear.
    Pasó de largo el viajero por entre los bazares de verduras y de carnes, por entre las carpinterías, perfumerías y joyerías, por entre los puestos de cuchillería, de abalorios, de tejidos, de inciensos... para ir a dar finalmente, tras perderse por un laberinto de callejuelas, con una pequeña tienda que abría sus puertas en el fondo de un callejón solitario y oscuro. Era ésta una barraca cuyas paredes estaban cubiertas desde el suelo hasta el techo de estanterías repletas de todos los libros, láminas, estampas, rollos y manuscritos imaginables. Y el viajero pensó que allí podría encontrar lo que buscaba.
Yemen   Entró en el barracón y recorrió con la vista los infinitos libros. Allí estaba, pues no podía faltar, el Corán, en muchas y distintas copias primorosamente caligrafiadas y embellecidas con filigranas miniadas de pan de oro. Había también diversas recopilaciones de jadices: los dichos y proverbios salidos de los labios de nuestro profeta. Estaban los rubaiyat o cuartetas del iraní Omar Jayyam y del turco Jalad ad-Din Rumí, que cantaban al vino, a las mujeres y a la alegría de vivir. Estaba el poema de Gilgamesh, que es el relato más antiguo del mundo. Había libros que narraban las hilarantes peripecias de Yuha, el clérigo sufí que en otros países conocen como Mulá Nasrudín. Había un tratado de ciencia de Ahmad al-Jaladi, el matemático yemení que inventó el álgebra. No faltaban los compendios médicos del persa Ibn Sina, los escritos de filosofía del andalusí Ibn Rushd, ni los poemas libertinos de Abu Nuwas, el poeta favorito del califa Harún al-Rashid (que Alá lo tenga bajo su custodia).
   En esto hizo aparición un hombre entrado en años, de luenga barba blanca, que era sin duda el dueño de la librería, y que tras saludar al viajero le preguntó qué deseaba.
   El viajero, después de pronunciar las preceptivas zalemas, dijo al librero lo siguiente:
   –Lo que deseo, amigo, es algo muy especial, y a la vez muy difícil de explicar. Te diré que en busca de ese algo he andado muchos caminos a lo largo y ancho del Asia entera. Y hoy que me siento cansado y las sienes ya me platean, pienso que aún no he hallado eso que busco, que no otra cosa es que el verdadero conocimiento. ¿Puedes acaso tú venderme un libro que sea más que un libro, que contenga los saberes que el hombre precisa para vivir con sabiduría, que me revele los secretos de las magias de Oriente y que me haga comprender en qué consisten los misterios que me retienen hechizado en este tu país, el Yemen, al que llaman la Arabia Feliz?
   Y el librero le contestó:
   –Oh, señor, bienvenido seas a mi país, y has de saber que tu presencia honra mi humilde establecimiento. Tengo lo que buscas.
   Y retirando la alfombra del suelo, descubrió una losa que tenía clavada en el centro una argolla. Tiró de la argolla, levantó la losa y debajo se abrió un negro pozo excavado en el suelo, por el que descendía una escala. Bajó el librero por la escala y se perdió en la oscuridad de una bodega. Al cabo de un minuto volvió a subir a la librería, portando un cofre en los brazos. Y dijo al viajero:
   –Señor: este cofre contiene un libro que contiene todos los tesoros, y que por ello guardo con tanto celo, pues no querría que cayera en manos de cualquiera. Y he aquí que, a juzgar por lo que te he escuchado, y porque veo que hablas con el corazón, éste es el libro que tus deseos perseguían. Que llegaras a encontrarlo estaba escrito en tu destino, aunque, para ser más exacto, debería decir que el libro era quien estaba esperando tu llegada, y que te atraía hacia él como atrae un imán un clavo hacia sí con su invisible influjo. Pues Alá es todopoderoso. Te diré que sus páginas te hablarán de reyes y visires y princesas. De eunucos y hechiceros y mercaderes de esclavos. Y también de genios y de demonios. Te enseñará conjuros para abrir las cuevas que ocultan tesoros y para protegerte de los malos espíritus. Te narrará mil relatos de aventureros y marinos, de derviches y jeques de caravanas, de poetas y bandidos y comedores de hachís. De mujeres hermosas como la luna llena, y de las delicias secretas del harén. Te hará saber lo que ocurre en lejanos países y lo que se cuece en los fabulosos palacios de la India y de la China. Te instruirá sobre animales fantásticos como el caballo de ébano y animales reales como el ave roc. Este libro encierra anillos con poderes mágicos y elixires de amor y talismanes contra el mal de ojo y lámparas habitadas por genios. Este libro abarca todas las historias que han sucedido o que les pueden suceder a aquellos infelices que se quedan atrapados en los bucles del tiempo, y también relata mi historia, y también tu historia.
   El viajero, lleno de curiosidad, inquirió al librero:
   –¿Puedes enseñármelo al menos, a fin de conocer quién es el autor y cuál el título de tan maravillosa obra?
   –Con mucho gusto, pero te adelanto que esta obra no tiene un autor conocido, sino que está escrita por muchos escritores de los que no se sabe el nombre, nacidos en muchos países entre los que han sido bendecidos por la fe musulmana.
   El librero introdujo una llave en la cerradura del cofre, lo abrió y extrajo de él un pesado bulto envuelto en una tela de seda. Apartó la tela y desveló al viajero el libro: un grueso volumen cosido a mano con las tapas forradas de piel de camello y claveteadas, cuyas páginas de pergamino estaban manuscritas con tintas de varios colores y con la más bella de las caligrafías árabes. El viajero abrió el tomo por su primera página y leyó su título, que no era otro que el célebre 'Alf Laila ua Laila', que los rumíes traducen como 'Las Mil y Una Noches'.
   El viajero, admirando la excelente encuadernación del libro, dijo:
   –En verdad que es un soberbio ejemplar, pero ¿cuál es su precio?
   –Noble señor, este libro no tiene precio, porque su valor es incalculable y supera todo lo que el dinero puede comprar. Mas por ser para ti, y porque has despertado mi afecto, te cobraré un precio tan bajo que lo habrás de considerar como puramente simbólico. Dame sólo doscientos riales, y es tuyo.
Yemen   Pagó el viajero la cantidad exigida, sin pararse a regatear, pues aunque la compra suponía un fuerte mordisco a sus maltrechos ahorros, por otro lado ardía en deseos de poseer aquel precioso libro y explorar sus páginas sin más demora. Cargó el libro en su zurrón, se despidió del librero y salió a la calle.
   Había andado unos pocos pasos cuando oyó un leve siseo a sus espaldas. Volvió la vista atrás, y se quedó perplejo al comprobar que en el fondo del callejón ya no estaba la librería. Tanto la tienda como el tendero, que era en realidad un yinn, un genio de las profundidades de la tierra dotado de poderes mágicos, se habían esfumado por completo, desapareciendo en la nada como humo en el aire. El viajero se rascó la cabeza asombrado, buscó por todas partes y al no descubrir el menor indicio del comerciante, ni el menor rastro de la tienda de libros, ni de la trampilla que daba al subterráneo, terminó por alejarse de allí con la mente aturdida y hecha un hervidero de preguntas.
   Al caer la noche, se alojó en una modesta posada instalada en una antigua torre entre las mil y una torres que engalanan la capital del Yemen, y una vez en su habitación, que estaba en un séptimo piso, cenó unos pocos dátiles secos, se recostó sobre su camastro y abrió el libro. La luz de la luna creciente se filtraba por las celosías.
   Lo que el extranjero iba leyendo empezó a despertarle recuerdos de su infancia lejana, de cuando su madre le contaba cada noche, antes de dormirse y echar a volar en las alas del sueño, todos los cuentos y todas las fábulas que transcurren en los reinos de la fantasía.
   Recordó que luego, de chico, había hojeado muchas veces un manoseado ejemplar de 'Los Cuentos de Las Mil y Una Noches', en una edición expurgada que más tarde perdió y que creía olvidada para siempre. Y he aquí que desde algún rincón perdido de su memoria reapareció y volvió a cobrar vida el personaje del rey Shariar. Pero esta vez el viajero tenía en sus manos la versión original, sin recortes, del libro, y en él pudo leer que el rey, que había salido un día de caza, volvió antes de lo previsto a palacio y por una ventana que daba al jardín sorprendió a su mujer protagonizando la siguiente escena, que cito literalmente:
  
   "El rey vio cómo se abría una puerta por la que salían veinte esclavas y veinte esclavos, entre los que figuraba la mujer del rey Shariar, en todo el esplendor de su hermosura. Al llegar a un estanque, se desnudaron todos. De súbito, la mujer del rey llamó:
   –¡Massaud!
   Al instante acudió a ella un fornido esclavo negro que la abrazó. Ella lo abrazó a su vez y entonces el negro la tendió en el suelo, boca arriba, para gozarla. A esta señal, los demás esclavos hicieron lo mismo con las mujeres. Y así continuaron mucho tiempo sin dejar sus besos, sus abrazos, sus cópulas y cosas similares hasta que amaneció.
Yemen   Irritado el rey Shariar hasta el límite del paroxismo, terminó por perder la razón. Ordenó arrestar a su mujer, a los esclavos y a las esclavas, y allí mismo mandó degollarlos a todos.
   Después encargó a su visir que cada noche le trajese a una muchacha virgen. Y cada noche robaba una virginidad. Y una vez transcurrida la noche mandaba que la matasen. Así lo estuvo haciendo durante tres años y por todas partes se oían lamentos y voces de horror.
   Los hombres escapaban con sus hijas. En la ciudad no quedaba ya una sola muchacha que pudiera servir para que cabalgase aquel jinete. Pero el rey insistía en que el visir le trajera una, como de costumbre.
   El visir, al no poder encontrar una nueva joven, volvió a su casa muy triste y expuso su preocupación a sus hijas, pues tenía dos hijas de gran belleza, que poseían todos los encantos y perfecciones, y eran de una delicadeza extraordinaria.
   La mayor se llamaba Sherezade y la menor Doniazade. La mayor, Sherezade, había leído los libros, los anales, las leyendas de los pueblos antiguos y las historias de los pueblos pasados. Aseguran que poseía asimismo mil libros de crónicas que trataban de los pueblos de las edades remotas, de los reyes de la antigüedad y de todos sus poetas. Era muy elocuente y todos la escuchaban con gusto.
   Viendo la aflicción de su padre, Sherezade le dijo:
   –¡Por Alá, padre, cásame con el rey! Si no me mata, podré rescatar a las hijas de nuestro pueblo y salvarlas de manos del monarca.
   Accedió el visir a regañadientes, y ofreció al rey la mano de su hija, que la aceptó de buen grado. Mientras tanto, Sherezade, que había urdido un plan, dio estas instrucciones a su hermana Doniazade:
   –Cuando esté en palacio, te mandaré llamar y en cuanto llegues y veas que el rey ha concluido conmigo, me dices: 'Hermana, cuenta alguna historia maravillosa que nos haga pasar la noche.' Entonces comenzaré a contar cuentos que, si Alá quiere, serán la salvación de todas las hijas de los musulmanes.
   Luego el visir fue a buscar a su hija Sherezade, y la acompañó a la morada del rey. Éste se alegró mucho al ver su extraordinaria hermosura. Pero cuando quiso acercársele, la joven se echó a llorar.
   –¿Qué te ocurre?
   –¡Oh, poderoso rey, desearía despedirme de mi hermana menor!
   El soberano ordenó que fuesen a buscar a la hermana y apenas llegó ésta, se abrazó a Sherezade y acabó acomodándose junto al lecho.
   Entonces el monarca se levantó y, tomando a Sherezade, le arrebató la virginidad.
   Luego comenzaron a hablar.
   De pronto Doniazade rogó a Sherezade:
   –¡Hermana, por Alá, cuéntanos alguna historia que nos ayude a pasar la noche!
   A lo que respondió Sherezade:
   –De buena gana, y para complacerte, si es que me lo permite un rey tan generoso y dotado de tan buenos modales.
   El soberano, que no tenía sueño, se dispuso de buen grado a escuchar el relato de Sherezade.
   Y ésta comenzó la historia siguiente:" (Anónimo, Las Mil y Una Noches, edición íntegra)

Historia del viajero y del libro mágico
   "–Cuentan, entre lo mucho que se cuenta –pero Alá es más sabio–, que una vez llegó al país del Yemen, al sur de Arabia, un viajero procedente de lejanas tierras habitadas por infieles, allá por donde cada atardecer se retira el sol para dejar paso al reino de la noche..."

 

 

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Yemen de norte a sur

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Fotografías: Eneko Pastor
Realizadas en Yemen

 


 

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