Colecciones fotográficas
Turquía clásica
¿Oriente vs Occidente?
Vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño.
Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto...
(Jorge Luis Borges, extractos de El Aleph)
Vi un laberinto roto... No sabría expresar con otras palabras el efecto que me produjo aquel cúmulo ilimitado de ruinas en que mis ojos se extraviaron.
Vi puertas cegadas y túneles que conducían a ninguna parte. Vi murallas ciclópeas, teatros desmoronados, y una maraña inextricable de templos, fortalezas, acueductos, bibliotecas y necrópolis reducidos a meros escombros.
Era un laberinto poblado de dioses y de monstruos. Vi gigantes, gorgonas, sátiros, sirenas, arpías y otras mil criaturas híbridas salidas de un libro de seres imaginarios.
Vi la legendaria ciudad de Troya. Vi los despojos del Gran Templo de Artemisa y del Mausoleo de Halicarnaso, dos de las Siete Maravillas del Mundo.
Aquel laberinto había sido construido por los griegos y los romanos, y la belleza de sus restos me hablaba con tristeza de una civilización esplendorosa que sucumbió sepultada bajo el polvo de los siglos.
Aquel laberinto abarcaba todo un país. El que hoy llamamos Turquía.
A veces las fronteras políticas nos crean fronteras mentales. Tal ocurre con un país como Turquía, situado en ese impreciso ámbito que hemos dado en llamar Oriente, y que conceptuamos como un mundo lejano y ajeno a nuestro mundo. Pero ¿existe una verdadera separación entre Asia y Europa? ¿O entre las mutuamente hostiles Turquía y Grecia? La historia lo desmiente.
El mar no separa. El mar une. Y tanto los griegos como los romanos eran consumados marinos. Entre la península del Peloponeso y la península de Anatolia había un mar, el Egeo, cuajado de innumerables islas que eran otras tantas etapas en las travesías navales. Los pueblos y las gentes de ambas orillas eran los mismos. La cultura era la misma. No existía ninguna línea divisoria. No había frontera.
Desde tiempos prehistóricos se habían dado migraciones en ambos sentidos, y ya en la época preclásica los griegos habían colonizado tierras y fundado ciudades en diversos puntos del Mediterráneo, muy especialmente en Asia Menor (la actual Turquía). Apuntando en sentido contrario, son conocidas las expediciones de los colonos foceos, originarios de Focea, antigua población griega en la costa occidental de Anatolia, que llegaron a implantar emporios comerciales en lugares tan lejanos como Marsella y Ampurias. Grecia se expandió en la Magna Grecia (el sur de Italia). Los persas aqueménidas importaron artistas jonios para tallar los relieves de Persepolis. Alejandro Magno llevó la cultura helena hasta el valle del Indo, y hoy pueden verse capiteles jónicos en Pakistán (ver Jaldian, en Taxila). El culto anatolio a Cibeles llegó a través de los romanos hasta Hispania, y hoy se ven en Navarra mosaicos representando a esta diosa (Villa de las Musas, en Arellano).
La expansión primero de la República y luego del Imperio Romano absorbió en sus dominios el Asia Menor y toda la península anatólica (lo que hoy es Turquía), siendo sus pueblos sometidos a un proceso de romanización. La frontera en Oriente la pusieron los partos y los persas sasánidas, a quienes los romanos no lograron doblegar y cuyos territorios comprendían las actuales Iraq e Irán.
Hacia el IV a C, siglo en el que se expande por todo el Mediterráneo el arte helenístico, no había distinciones culturales básicas entre Grecia, Asia Menor y las islas entre ambas. La antigua diosa-madre frigia Cibeles se llamaba ahora Artemisa. Las urbes eran planificadas y poseían los mismos tipos de edificios públicos. El idioma que se escuchaba en los teatros era el griego. Los artistas esculpían sus estatuas a imagen y semejanza de las grandes obras maestras de la Grecia clásica. Aunque decidieron ir más allá de sus cánones serenos e idealizados, y dotaron a las figuras de mayor movimiento y expresión, de un mayor toque de humanidad.
La cultura clásica grecorromana, ese sustrato histórico que –junto a las culturas judeocristiana y árabe– hemos heredado los europeos, tuvo en el país que hoy llamamos Turquía uno de sus más florecientes focos. ¿Quién no ha oído hablar de ciudades como Troya, Efeso, Pérgamo, Halicarnaso o Mileto, todas ellas urbes poderosas situadas en Asia Menor, o de personajes como Homero, Midas, Tales, Heráclito o Herodoto, que eran nativos de aquellas tierras? Quizá sea menos conocido el hecho de que muchas palabras del castellano tienen su origen en Anatolia: meandro, quimera, magnesio, galeno, mausoleo, creso, solecismo...
Ni todo el arte griego vino de Oriente, como se afirma a veces, ni los griegos llevaron a Oriente todo el arte. Lo que ocurrió fue una interinfluencia y fecundación recíproca. De la Jonia, región que abarcaba parte de la costa occidental de la actual Turquía y algunas islas cercanas pertenecientes a la actual Grecia, surgió el arte jónico, uno de los tres órdenes arquitectónicos de la Grecia clásica. En Mileto se inauguró el más temprano prototipo de urbanización racionalista de trama ortogonal para una ciudad. En Sardes se acuñaron monedas por primera vez en la historia. En Efeso se erigió el mayor templo griego de la antigüedad, el Artemision, calificado como una de las Siete Maravillas del Mundo. Otra de las maravillas estaba en Halicarnaso: el Mausoleo. En Pérgamo se promocionó el pergamino; su Biblioteca emulaba a la de Alejandría, su centro hospitalario rivalizaba con el de Hipócrates en Cos.
Uno de los aspectos que más mueve al asombro entre quienes se pasean por los esqueletos de estas ciudades muertas es el prodigioso sentido de la planificación urbana que demostraron poseer los arquitectos de Asia Menor. La reconstrucción de Mileto en el siglo V a C, tras su aniquilamiento por los persas, marcó la pauta. Se atribuye a Hipodamo de Mileto la invención de la urbanización de trazado ortogonal (o 'hipodámico') para las ciudades. Nada más práctico: una trama urbana de bloques rectangulares de edificios, delimitados por calles que se cruzan en ángulo recto, modelo que sigue vigente en nuestros días.
Podría parecer relativamente sencillo aplicar tal solución cuando se trata de terrenos llanos, pero ¿qué ocurre cuando la población está asentada en las empinadas laderas de una montaña, entre farallones, barrancos y toda suerte de caprichos orogénicos? Sucede que aquellos urbanistas lo conseguían. La ciudad trepaba por los irregulares promontorios de la montaña, pero su cuadrícula urbana permanecía férreamente ortogonal, bien orientada hacia los cuatro puntos cardinales, incrustándose perpendicularmente en las faldas del monte y domeñando el caos. Los monumentos y viviendas descansaban sobre una serie de terrazas superpuestas, comunicadas entre sí por calles con escalinatas para salvar los desniveles.
La línea recta y el prisma regular fueron los vencedores en la batalla. Tenemos ejemplos de esta simbiosis entre naturaleza y arquitectura en Pérgamo, Priene, Heracleia del Latmos, Labranda o Pinara.
A medida que los romanos iban ocupando la Anatolia, fueron llevando a cabo un ambicioso programa de reurbanización integral de las viejas ciudades helenísticas. Respetando gran parte de las infraestructuras planificadas en la era precedente, los romanos reconstruyeron y ampliaron templos y teatros, acueductos y palestras. Levantaron arcos triunfales, pavimentaron vías, edificaron termas públicas, cavaron redes de saneamiento, y desarrollaron el urbanismo de base griega hasta extremos de suntuosidad nunca vistos.
La calidad de la construcción grecorromana es proverbial. Sus artífices echaban mano de herramientas tan sofisticadas como grúas, enganches, clavijas y grapas de plomo. Las hiladas de piedras no eran instaladas a palo seco unas sobre otras, sino que cada sillar era abrazado al inferior y al adyacente por un sistema a base de grapas internas de sujeción, que se conseguían vertiendo plomo fundido en unas ranuras dispuestas ad hoc entre cada par de bloques.
Un cartel instalado por los arqueólogos en la Biblioteca de Celso, en Efeso, ilustra sobre estas antiguas técnicas de construcción.
Paradójicamente, el uso de plomo para hacer más sólidas las construcciones resultó ser su talón de Aquiles, pues en épocas posteriores los habitantes del país agujerearon o derribaron deliberadamente los muros de piedra de los edificios clásicos para proveerse del metal que reforzaba sus sillares por dentro, y utilizarlo para fines muy diversos, como por ejemplo fabricar cañones.
El desarrollo de la polis a partir de la Edad de Oro de la Grecia clásica siguió, en las islas griegas y en Asia Menor, patrones fuertemente condicionados por la teogonía helena. Cada ciudad estaba asociada a una deidad del Olimpo, a la que rendía culto y solicitaba protección. Artemisa era la diosa titular de Efeso, Afrodita la de Aphrodisias. Apolo era el santo patrón de Hierapolis. Y hablaba a los hombres en el oráculo de Didima. Cada dios del panteón heleno tenía su propio santuario, y su poder de convocatoria irradiaba por su respectiva comarca. En nuestra colección fotográfica tendremos oportunidad de observar cómo los dioses griegos y romanos hacen su aparición por todos los rincones de Turquía. Veremos a Apolo, Afrodita, Hermes, Artemisa, Dioniso, Deméter... esculpidos en estatuas exentas o en relieves de frisos y sarcófagos, con toda la belleza y perfección anatómica propias de una divinidad. Veremos a Hércules y al fauno Pan, y a seres fantásticos como las sirenas, los gigantes o las gorgonas, cuyas leyendas fueron manantial de inspiración para los artistas. Las antiguas divinidades anatolias, que ya habían sido asimiladas a los dioses griegos, fueron equiparadas a los dioses romanos.
La capital del Imperio Romano se trasladó en el siglo IV d C a Constantinopla, dando comienzo al Imperio Bizantino. El cristianismo, de ser perseguido, pasó a ser religión oficial. Los bizantinos expoliaron con pocos miramientos los excelsos materiales de las viejas construcciones paganas para reutilizarlos de cualquier manera en sus nuevos edificios cristianos. Los mármoles del Artemision fueron aprovechados para revestir los muros de Santa Sofía. Las cabezas escultóricas de las gorgonas fueron usadas como basas de columnas sumergidas en las cisternas. Los vetustos templos y teatros fueron transformados en iglesias. Capiteles, fustes, estatuas, fragmentos de arquitrabes, primorosamente tallados, fueron degradados a mero material de relleno para levantar murallones defensivos.
Llegamos así a un estado de cosas en que dentro de las murallas bizantinas se esconden obras de arte romanas, y debajo de las ruinas de cada ciudad romana subyace una ciudad griega o helenizada, que por su parte habría sido fundada sobre asentamientos nativos más antiguos. Visitar las ciudades clásicas de Asia Menor es como desentrañar un palimpsesto, un viejo pergamino manuscrito que conservara debajo de su texto huellas de otras escrituras anteriores, borradas a propósito para poder reescribir sobre ellas.
No creemos que exista otro país en el Mediterráneo que conserve tal acopio y variedad de ruinas clásicas como Turquía. Ni que reúna conjuntos arquitectónicos de tanta magnificencia y tanta belleza, no sólo en lo que respecta a la calidad artística de los monumentos en sí, sino por los maravillosos entornos naturales en que se asientan. Turquía es el paraíso del arqueólogo. Un país donde todavía se pueden hollar ruinas de ciudades perdidas en páramos y montañas, devoradas por la maleza, que no han sido jamás objeto de excavación. Donde se puede uno topar por sus bucólicos villorrios con fragmentos de cornisas helenísticas o de estatuas romanas, o sarcófagos licios de finos relieves tirados por tierra con el fin de marcar la linde entre dos campos de labranza.
Es tal la cantidad de vestigios de la era clásica que Turquía ha desenterrado y tiene por desenterrar, que resulta materialmente imposible su salvaguarda y mantenimiento a escala nacional. Si bien son muchos los yacimientos excavados, los monumentos reconstruidos, los museos inaugurados y los lugares con visitas turísticas organizadas, la labor de conservación de un patrimonio tan inmenso (al que hay que sumar el legado de otras culturas en suelo turco como la hitita, la urartiana, la frigia, la bizantina, la selyúcida o la otomana) desborda las posibilidades económicas de un Estado que arrastra desde hace décadas un endémico déficit en su balanza de pagos.
Y es así que quien se calce las botas y esté dispuesto a recorrer a fondo las tierras de Turquía tendrá ocasión de caer en sitios arqueológicos remotos que están fuera de toda vigilancia, de hecho totalmente olvidados, donde día a día se puede apreciar el progresivo deterioro de piezas escultóricas únicas, no sólo erosionadas por los rigores de la intemperie sino vandalizadas por la mano del hombre. El penetrante chirrido de las cigarras bajo el sol abrasador del estío será muchas veces lo único que le acompañe en el periplo. Es el mismo sonido omnipresente que escuchaban los griegos y los romanos en aquellos días que se fueron para no volver.
La selección de fotografías que presentamos, forzosamente incompleta, pretende ser un muestrario de imágenes de lo que en Turquía hubo en tiempos clásicos, como si fueran piezas sueltas de un gigantesco rompecabezas que abarca un país y una época, y que hay que ensamblar mentalmente para conseguir una visión de conjunto. Merece la pena intentarlo para hacerse una idea de la grandiosidad y la perfección artística a que llegaron nuestros antepasados del otro lado del Egeo. Pues aquella civilización y aquella cultura, donde se confunden Occidente y Oriente, perviven, aunque no lo sepamos reconocer, en los estratos profundos de nuestra mente.
Continuar: Troya. No era literatura, era historia >>
FotoCD45
Turquía clásica
Arte grecorromano en Oriente
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Fotografías: Eneko Pastor
Realizadas en Turquía y Londres
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