Colecciones fotográficas

El oasis de Siwa

Siwa o el paraíso perdido

 

   El oasis de Siwa es uno de los que mayor personalidad conserva entre los de Egipto, valga decir los del Sahara. Oasis por antonomasia, Siwa responde a todos los estereotipos que nos vienen a la mente al oír la palabra 'oasis': un lugar paradisíaco, aislado del mundo, remanso de paz, etapa de caravanas, en un marco de palmeras que circundan un bello lago de aguas cristalinas.
   Ese oasis de nuestro imaginario colectivo existe en la realidad. Surge como una aparición tras una larga travesía por el desierto, que hoy se hace en automóvil por una desolada carretera de 300 km que parte de Marsa Matruh, en el Mediterráneo, el asfalto invadido cada ciertos tramos por oleadas de arena que transportan los vientos. Es la misma travesía que hizo a caballo Alejandro Magno para consultar el Oráculo de Amón, que tenía su sede en Siwa.
   Tras tantas horas de no ver a nuestro derredor sino tierra, arena y rocas en un áspero e interminable secarral donde no crece la más mínima hierba ni aletea el menor signo de vida, de pronto los ojos quedan deslumbrados por una súbita explosión de verdes, la retina herida por los destellos espejeantes de las aguas de lagos, fuentes y canales. Empezamos a ver cuervos, que aquí sólo los podemos interpretar como aves de buen agüero. Empezamos a ver animales: búfalos de agua, asnos, perros, ocas, pavos, garcetas. Vemos campesinos de galabeya y turbante montando en burro de camino a casa al El oasis de Siwaacabar la jornada de trabajo.
   Estamos en el palmeral de Siwa. Hemos llegado. Y en ese momento comprendemos los sentimientos de alegría que debían embargar a los caravaneros de antaño en sus azarosos viajes por ergs y hammadas, al barruntar que el oasis, su meta, el alivio de sus penurias, estaba ya próximo. 
  
   El oasis de Siwa es hoy un pueblo rural que, junto a aldeas y caseríos vecinos, suma unos 23.000 habitantes, de los que un buen porcentaje pertenece al grupo étnico amazigh (el que conocemos como 'bereberes'), etnia aborigen que se extiende por todo el norte de Africa desde el Atlas marroquí hasta el Desierto Líbico, siendo Siwa su enclave más oriental. Aunque conocen el árabe egipcio, los habitantes de Siwa hablan en su mayoría el siwi, una variante local del tamazight o bereber. El siwi hace uso de muchas palabras que tienen su origen en el griego antiguo.
   Los recursos económicos de estos hombres y mujeres se basan casi exclusivamente en la agricultura. Y ésta, qué duda cabe, depende del agua, que aquí brota generosa por cientos de manantiales, para crear un pequeño paraíso en medio de un vasto infierno.
   Siwa está enclavado a 14 metros por debajo del nivel del mar, en la Depresión de Qattara: de ahí se derivan sus peculiares características hidrogeológicas. El agua subterránea sale a la luz por pozos y fuentes naturales, a veces con ayuda de norias, y es canalizada mediante acequias a los huertos y palmerales que rodean el pueblo. El municipio regula el sistema de regadíos para un mejor aprovechamiento y una más equitativa distribución de las aguas. El líquido elemento circula por una red de zanjas y canaletas y, en días prefijados de la semana, cuando se abren algunas compuertas en los muretes de barro que hacen de contención, se desborda impetuoso por los campos e irriga los vergeles.
   Los principales cultivos del oasis de Siwa son los dátiles y las aceitunas. Con la aceituna se elabora aceite de oliva, prensándola en arcaicos trujales, de los de piedra de molino accionada por tracción animal, generalmente el burro (foto26). Los dátiles son para consumo interno y para exportación. Se distinguen entre ellos varios tipos y calidades: zaghlul, bint-aisha, amhat, ramli, etc. Con el samani se hace confitura, con el hawashi se rellenan pasteles.
   El palmeral de Siwa se compone de 250.000 palmeras datileras (cifra relativamente corta si la comparamos con el millón del palmeral de Rashid o Rossetta, en el Delta). Entre los tupidos bosques que trenzan sus troncos y palmas (fotos 47, 48 y 49) se esconden diminutas parcelas de tierra pertenecientes a distintas familias, donde crecen otros árboles frutales y se cultivan de forma artesanal los productos típicos de la huerta: tomates, cebollas, coles, zanahorias... Aparecen también, esparcidas entre las palmeras, pequeñas parras que proporcionan unas pocas uvas, utilizadas para comer, no para la fabricación de vino. El único brebaje embriagante que aquí se prepara es el lagbi, un jugo extraído de la palmera y fermentado.
El oasis de Siwa   Las palmeras datileras son plantas dioicas; es decir, se dividen en machos y hembras. Una palmera-macho puede fecundar con su polen hasta cincuenta palmeras-hembra, de ahí que en los palmerales el porcentaje de datileras femeninas sea muy superior al de las masculinas. Pero para la polinización de tal cantidad de palmeras no basta el viento: es necesaria la intervención humana. Y todos los años, los campesinos encargados de la fecundación han de trepar hasta lo más alto de las palmeras para depositar polen en las florescencias de sus penachos. Utilizan para ello largas escaleras de travesaños de madera, aunque a menudo trepan a pelo, enrollándose una tela en torno a la cintura y a la vez al tronco del árbol, a modo de cincha, y haciendo ágiles movimientos de manos y piernas para impulsarse hacia arriba. La cosecha de dátiles es en otoño-invierno y desencadena una gran actividad en todo el oasis con las labores de recogida, almacenamiento y empaquetado para la venta (foto25).
   Los troncos de palmeras se empleaban también como vigas en la construcción de casas de adobe (foto07), hasta que el hormigón y el ladrillo ha ido sustituyendo las antiguas viviendas de arquitectura tradicional por modernas casas de cemento hechas en serie, sin ninguna preocupación por el entorno, que van invadiendo y rompiendo el encanto del oasis.
  
   Todavía se puede uno pasear, sin embargo, por las espectrales ruinas del pueblo viejo y de la ciudadela amurallada de Shali, que se encaraman por las faldas de una colina dominando el centro del núcleo urbano. Aquí se pueden visitar los esqueletos tambaleantes de antiguas casas de barro y madera de palmera de una ciudad que, fundada en el siglo XIII, pervivió hasta 1926. Aquel año, un fuerte aguacero destruyó la mayor parte de los edificios de adobe del poblado. Hay que precisar que el adobe utilizado para la construcción en Siwa era una mezcla (llamada kershef) de greda, yeso y sal, sustancia esta última abundante en las salinas que emergen al desecarse los lagos salados de las cercanías (foto58). Las fuertes lluvias no hicieron sino disolver esta sal y en consecuencia debilitar los muros, que se derrumbaron en gran parte. Los que quedan en pie parece como si estuvieran medio derretidos, adoptando extrañas y frágiles siluetas que confieren un aspecto onírico a las ruinas (foto05). Un afilado minarete troncopiramidal de adobe, perteneciente a la antigua mezquita, es el único edificio entero que sobresale en el laberinto de callejones desiertos y casas deshabitadas.
   Los rayos rasantes del sol poniente acarician las recortadas paredes, puertas y ventanas de este pueblo fantasma, creando vistosos efectos de claroscuro, juegos de luces y sombras que cambian de minuto en minuto, y contribuyen a aumentar la irrealidad del lugar (fotos 02, 03 y 04).
El oasis de Siwa   Desde la cima del montículo que corona el pueblo, la vista se eleva por encima del cerco de palmeras y llega hasta el horizonte (foto01). La agreste belleza del oasis de Siwa se revela aquí en todo su esplendor. En primer término, la intrincada amalgama de ruinas de adobe de la ciudadela de Shali. Un poco más adelante, las casas de la parte nueva. A continuación, rodeando el pueblo como un cinturón verde oscuro de impenetrable espesor, el palmeral de palmerales de Siwa, pulmón y alma del oasis. En ciertos puntos de ese mar de verdor emergen como islotes pequeños cerros y montes. Uno de ellos custodia en su cima los muros ruinosos de un templo de época de los faraones que se dice fue el Oráculo de Amón, consultado por Alejandro antes de emprender su campaña de Asia. Otro tiene como nombre el 'Monte de los Muertos', y está todo él horadado de tumbas rupestres.
  
   Más allá del palmeral, el agua brilla, tachonando el desierto de manchas plateadas. Son lagos, lagunas y estanques que se entretienen en voltear los montes y roquedos circundantes en el espejo remansado de su superficie (fotos 55, 56 y 57). Pequeñas islas cubiertas de vegetación parecen navegar por sus aguas con las palmeras haciendo de mástiles. Una de estas islas, más extensa que las demás, totalmente oculta bajo el denso manto verde de su palmeral, se llama Isla Fatnas, aunque por su singular belleza se le ha dado el sobrenombre de 'Fantasy Island'. Sus palmeras se reflejan en las aguas tranquilas de un lago (Birket Siwa) con más concentración de sal que el Mar Muerto (fotos 50 y 51).
  
   Al este se yerguen los montes Dakrur, una hilera de cerros pelados, también agujereados de tumbas, que se diría salidos de un escenario de western. Al oeste, más allá del lago salado, la majestuosa mole de la Montaña Blanca (Adrar al Milal), una meseta de estratos rocosos horizontales de colores tan claros que parecen blancos por contraste con los amarillos, ocres y sienas que tiñen los alrededores.
   Allá al fondo, difuminada por la calima de las lejanías, la línea del horizonte, dibujando en torno nuestro una circunferencia de 360º. Y más allá del horizonte –no lo vemos pero lo sentimos–, la Libia, el Sahara, el desierto infinito.

 

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FotoCD42

El oasis de Siwa

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Fotografías: Eneko Pastor 
Realizadas en el Oasis de Siwa (Desierto Líbico, Egipto)
  
 


    

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