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El oasis de Siwa

Los oasis de Egipto


   Vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño.
   Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto...
   (Jorge Luis Borges, extractos de El Aleph)

   Vi el desierto del Sahara, que se abría ante mis ojos como un libro de arena de infinitas páginas.
   Y en esas páginas estaba escrita la historia del desierto, en un lenguaje de tierra y roquedos, de fósiles y antiquísimas pinturas.
   Supe así que ese inabarcable arenal fue en tiempos remotos una fértil región surcada por ríos, salpicada de lagos, bullente de vida.
   Vi pequeñas islas de verdor emergiendo del océano de dunas, últimos supervivientes de aquel paraíso perdido. Eran los oasis del Sahara.
   Vi el oasis de Siwa, en el Desierto Líbico, sede del Oráculo de Amón, donde Alejandro Magno fue proclamado rey de Egipto, y donde algunos creen que se esconde su tumba.

 

 

Del verde al amarillo: la desertización del Sahara

   Hace unos 10.000 años la mitad norte del continente africano, ese inmenso océano de arena conocido como el Desierto del Sahara, disfrutaba de unas características geoclimáticas muy distintas a las que tiene hoy. No es fácil hacerse a la idea de que, lejos de ser árido e inhabitable, este territorio era uno de los más fértiles y poblados del planeta.
   Lo que hoy es el Sahara (de as-sahra, vocablo árabe que significa 'el desierto') era entonces una extensísima sabana, salpicada de grandes lagos, marismas y humedales, y surcada por numerosos ríos, algunos más caudalosos que el mismo Nilo. Toda clase de plantas y animales proliferaban en un terreno bien irrigado y feraz. Grupos numerosos de seres humanos, descendientes de los pobladores del paleolítico, se asentaron en estos lugares, abandonando poco a poco el nomadismo, y conformando las primeras sociedades estables.
   Fue aquí, y no en el Creciente Fértil –como era tradicional sostener–, donde la llamada 'revolución' del neolítico dio sus primeros pasos. Donde el hombre pasó de cazador-recolector a productor de alimentos. Donde tuvieron lugar los primeros experimentos en la agricultura, la domesticación de animales, la ganadería, el pastoreo. Aquí se inventó la cerámica. Aquí empezó la navegación a remo y vela.
   Aunque insuficientemente explorados y estudiados, los vestigios materiales que demuestran lo antedicho son innumerables y se esparcen a lo largo y ancho del desierto. Son muy instructivas al respecto las pinturas rupestres del Tassili N'Ajjer, en pleno corazón del Sahara, toda una enciclopedia ilustrada de la prehistoria africana, donde podemos distinguir bueyes, antílopes, elefantes, rinocerontes, jirafas, hipopótamos y demás fauna propia de zonas húmedas. Podemos ver también hombres manejando hoces, mujeres cosechando, rebaños en cautiverio guardados por perros, personas nadando, barcas navegando. Nada hay en estos escenarios que recuerde al inabarcable arenal que es hoy el Sahara. Y los objetos que cada dos por tres aparecen en las excavaciones se corresponden con los modos de vida reflejados en las pinturas: herramientas líticas (azadas, trituradores de semillas, picos) o restos de cerámica que reproducen el estilo y algunos de los motivos gráficos pintados en los farallones rocosos.
   Entre el 8.000 y el 4.000 a C se fue produciendo una lenta, pero progresiva e imparable, desertización de este vasto territorio. Las causas se atribuyen al cambio climático que a nivel planetario sobrevino con la retirada de la última glaciación. Los ríos se fueron desecando, los lagos fueron quedando reducidos a su mínima expresión (el actual lago Chad sería el remanente de un extenso mar interior). La creciente sequía, la esterilidad cada vez mayor de las tierras, fueron expulsando de este antaño verde paraíso a las poblaciones aborígenes, que, a lo largo de varios milenios, se vieron obligadas a emigrar hacia los cuatro puntos cardinales, en busca de condiciones de vida más favorables.
   Algunas de estas poblaciones recalaron en el valle del Nilo y sus aledaños, pues el río Nilo era poco afectado por la desertización, al depender su caudal de un régimen pluviométrico diferente: el de las selvas del sur de Africa, donde nace. Pero las migraciones avanzaron aún más lejos hacia oriente, llegando a las tierras regadas por el Eufrates y el Tigris, y luego hasta el río Indo. Consigo llevaban sus artefactos y su cultura neolítica, que sentaron las bases para el nacimiento de las primeras civilizaciones en Sumeria, Egipto y el valle del Indo (Harappa y Mohenjo Daro).
   Este proceso histórico aún no ha parado. Hoy en día la desertización continúa avanzando inexorable. Al sur, el Sahel (la franja de transición entre el desierto y la estepa) se va transformando en Sahara y desalojando a los habitantes de sus tierras. Al norte, los efectos de la desertización se empiezan a hacer notar hasta en la Península Ibérica (Almería, Murcia).

 

   A occidente de Egipto, cerca de la frontera con Libia –esa recta arbitraria trazada con tiralíneas en un despacho– subyacen los residuos de lo que fue un caudaloso río que corría paralelo al Nilo. Se trata de un rosario de pequeñas islas de vegetación rodeadas de un mar de arena llamado Desierto Líbico. Esta sucesión de islas constituye la parte visible de un ancestral curso de agua que discurre ahora bajo las dunas, pero cuya capa freática aflora aún en ciertos puntos de su antiguo recorrido, en forma de pozos, manantiales y lagunas de aguas a veces frescas, a veces calientes, unas veces saladas, otras dulces. En torno a estos puntos, pugnando por sobrevivir en el hábitat más inhóspito que quepa imaginar, eclosiona el verdor. En medio del reino de la muerte, en la mitad de la nada, surge la vida. Son los oasis de Egipto.
El oasis de Siwa   No le faltaba razón a Herodoto cuando escribió que Egipto es un don del Nilo. Pero no es menos cierto que ni todo el Nilo es Egipto, ni todo Egipto es el Nilo. Porque además del río con su delta –donde se concentra la inmensa mayoría de la población egipcia– están también, allá lejos, escondidos entre las dunas, aislados del resto del país y del mundo, los oasis.
   Cinco son los oasis que, en territorio egipcio, pero muy separados del Nilo, puntean de lunares verdes el infinito ocre del desierto. De sur a norte son: Kharga, Dakhla, Farafra, Bahriya y Siwa (mantenemos la ortografía habitual, pero pronúnciese el sonido 'kh' como la 'jota' española: 'Jarga', 'Dajla'). A éstos cabría añadir un sexto oasis, el del Fayum, a un centenar de kilómetros al oeste de El Cairo, que es un caso aparte al no estar originado por aguas subterráneas, sino por la aportación de un ramal del Nilo: el Bahr Yusuf.
   No hay en Egipto un oasis igual a otro. Cada uno tiene su encanto especial. El que le dan sus variados accidentes geológicos, sus atormentadas montañas y roquedos, sus lagos y palmerales, pero sobre todo el espíritu de sus habitantes, que en su aislamiento han sabido preservar, frente a los embates de la globalización, los modos de vida pre-industriales del 'fellah' o campesino tradicional egipcio.
   La mayoría de los oasis albergan además sugestivas ruinas faraónicas y paleocristianas –muy poco conocidas, al caer totalmente a desmano de los habituales circuitos turísticos–, recuerdos de su contacto con el esplendor del antiguo Egipto. En el oasis de Kharga, apodado por los antiguos griegos 'Isla de los Bienaventurados', podemos admirar el templo de Hibis, un curioso edificio de tiempos de la dominación persa pero construido según todos los cánones egipcios (columnas palmiformes, el nombre de Darío en un cartucho jeroglífico). El oasis de Dakhla posee desde mastabas de fines del Imperio Antiguo hasta tumbas romanas. En el de Bahriya, un burro que metió la pata en un agujero permitió recientemente descubrir la mayor necrópolis grecorromana de Egipto, todavía en fase de excavación, en cuyo laberinto subterráneo de hipogeos se están exhumando miles de momias enterradas dentro de sarcófagos antropomorfos de cartonaje policromado con láminas doradas, que han terminado por dar sobrenombre al lugar: el Valle de las Momias de Oro. En el oasis del Fayum, sede de faraones del Imperio Medio, despuntan entre sus innumerables ruinas las de las pirámides de adobe de Lahun y Hawara (ver en fotoAleph colección El tiempo teme a las pirámides).
   Desde hace unos años, el gobierno egipcio está fomentando entre los nativos de las orillas del Nilo la emigración a los oasis del oeste de Egipto, en particular al de Kharga, apellidado 'The New Valley', donde se han construido viviendas, carreteras e infraestructuras agropecuarias, con el propósito de intentar descongestionar el valle del Nilo y paliar su tremenda superpoblación (el 98% de los 80 millones de habitantes de Egipto viven encajonados en la estrecha franja fértil de las orillas del río y su delta, que abarca sólo el 3,5% de la superficie del país: una de las mayores densidades de población del mundo). El proyecto ha obtenido escasos resultados en sus objetivos demográficos, al tiempo que ha acarreado efectos secundarios nocivos, con la alteración del ecosistema y modos de vida del oasis.

 

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FotoCD42

El oasis de Siwa

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Fotografías: Eneko Pastor
Realizadas en el Oasis de Siwa (Desierto Líbico, Egipto)
 
 


    

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