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El oasis de Siwa

La magia de Siwa

 

   Los habitantes del oasis de Siwa han sido siempre celosos guardianes de sus tradiciones y costumbres, marcando diferencias con las del resto de la sociedad egipcia. Cuando en 1819 los oasis occidentales fueron oficialmente anexionados a Egipto por Mehmet Ali, el padre del moderno Estado egipcio, los siwies se rebelaron y llevaron a cabo numerosas revueltas. Existe un documento custodiado por una de las principales familias del oasis, el 'Manuscrito de Siwa', que deja constancia de las inusuales costumbres de los moradores del lugar. Transcribimos como ejemplo un párrafo del libro del fotógrafo y periodista Jordi Esteva, buen conocedor de la cultura islámica, titulado Los oasis de Egipto:
   "A pesar de su cercanía con el Mediterráneo, el oasis de Siwa permaneció siempre muy aislado, conservando su cultura y sus costumbres, algunas tan peculiares como el singular matrimonio entre hombres descrito por el viajero alemán Steindorff. Los terratenientes contraían matrimonio homosexual con sus jornaleros, los llamados 'zaggalah', quienes no recuperaban su libertad hasta los cuarenta años; solo entonces se les permitía casarse con mujeres. Las dotes, 'mahr', que se pagaban por los chicos eran considerables, y los faustos mayores que los matrimonios ortodoxos. (...) El rey Fuad, durante su visita en 1928, prohibió terminantemente los matrimonios entre los terratenientes y sus 'zaggalah', aunque al parecer continuaron celebrándose por unas décadas." (Jordi Esteva, Los oasis de Egipto, 1995)
El oasis de Siwa
   Este estado de cosas tiende a cambiar en los últimos años, en los que se aprecia una progresiva uniformización de la cultura del oasis con la cultura islámica del resto del país. El asfalto y los modernos medios de comunicación han puesto en contacto a este pueblo aislado en el desierto, a 300 km del lugar habitado más cercano, con el resto del mundo. Y aunque no se puede decir que la industralización haya irrumpido de forma avasalladora en Siwa, sus efectos indirectos se dejan notar por todas partes: postes y cables de electricidad, de teléfono, antenas parabólicas, grupos electrógenos, tractores, camiones (los sustitutos de las antiguas caravanas de camellos), etc., forman ya parte indisociable del paisaje (foto34).
   Pero la magia de Siwa sigue intacta. Se puede sentir con sólo pasearse por sus intrincados y bellísimos palmerales, recorrer en bici sus montes y ruinas, bañarse en sus lagunas de aguas dulces o en sus pozas de aguas termales, charlar con sus apacibles habitantes, siempre sonrientes, siempre amables con el extranjero.
   Cada mañana se produce una explosión de colores en el zoco, situado en la plaza central. Las tiendas levantan sus persianas, los campesinos de las aldeas vecinas acuden con sus carros tirados por burros (foto28) e instalan a su vez puestos ambulantes de frutas, de verduras, de ropa, de artesanía. Se venden troncos para leña (foto17). Sacos de especias de todos los colores perfuman el ambiente con mil aromas. Las carnicerías ofrecen carne de cordero o de dromedario (fotos 18 y 19). En las pollerías se venden huevos recién puestos (foto20), se pesan vivos los pollos en balanzas (foto21) para a continuación degollarlos y desplumarlos (foto22). En las aceras y en los tenderetes se acumulan auténticas colinas de berzas o coliflores (foto14), tan exuberantes que parecen traídas de una tierra de promisión. Tomates, patatas, cebollas, ajos, zanahorias, naranjas, plátanos, dátiles... Se siente la abundancia, la generosidad de los campos.
   Tanto los vendedores como los clientes son en su mayoría hombres. Se echa de menos la presencia de las mujeres, que en raras ocasiones pueden ser fugazmente entrevistas andando por las calles, envueltas en sus túnicas y velos. Intuimos su belleza gracias a que podemos contemplar los hermosos y radiantes rostros de las muchachas jóvenes, todavía no ocultos por el chador (foto42).
   Los chiringuitos de artesanía (foto23) venden joyas de plata afiligranada, potes y cuencos de cerámica, tapices de diseños bereberes y, como en tiempos de los faraones, cestillos y canastas hechos con hojas de palmera trenzadas y coloreadas, una especialidad del lugar.
   Los niños, vestidos con sus galabeyas, cuidan de los burros, mientras sus padres están a la faena (foto29). El burro, ese simpático y servicial cuadrúpedo, sigue siendo el medio de transporte local más popular en el oasis, aunque la bicicleta le hace cada vez más la competencia. Las bicis son aquí unos armatostes de piñón fijo que se pueden alquilar por unas pocas libras para todo el día, y constituyen el medio ideal, si conseguimos una a la que no se le hunda el sillín, para recorrer los campos y aldeas de los alrededores. No hay que temer al pinchazo, porque abundan los talleres de reparación (foto33). Uno de estos destartalados garitos anuncia en un rótulo: 'Alta ingeniería para bicis'.
   Al anochecer, se acumulan las nubes en el cielo, sin llegar nunca a generar precipitaciones. El calor ambiente se lo impide. Las nubes se arrebolan con los últimos rayos del sol poniente, desplegando todo el espectro de colores que van del oro al carmesí, y al mismo tiempo se miran en los espejos de agua de los lagos Birket Siwa o Birket Zaitun, para multiplicar por dos la belleza del oasis (foto57). El espectáculo se prolonga hasta que sale la luna, derramando su luz plateada sobre las sombras de los palmerales.
  
   Nuestra estancia en Siwa toca a su fin, y no queda otro remedio que volver a la dura realidad. Han sido unos días y unas noches memorables, inmersos en la magia inaprensible de un oasis donde todo invita a la ensoñación. Y nos sentimos como debieron sentirse Adán y Eva: expulsados del paraíso. Pero no queremos volver sobre nuestros pasos, sino tomar la pista que a lo largo de 350 km de desierto conduce rumbo sudeste al oasis de Bahriya.
   Concertamos junto a un pequeño grupo de viajeros de varios países un jeep todoterreno con conductor. El chófer es un campesino que se postra en la arena para rezar una oración antes de partir (foto68). En la travesía debemos pasar la noche improvisando un vivac en mitad del desierto (foto71). Encendemos una hoguera para combatir el intenso frío. El suelo arenoso está literalmente tapizado por millones de conchas fosilizadas de un molusco acuático bivalvo, parecido a la almeja (foto70). Los fósiles cubren todo lo que abarca la vista, se extienden a la redonda hasta el horizonte. No hay duda posible. Esto que es hoy un desolado arenal fue antaño un inmenso lago o un mar. No se puede caminar sin pisar y romper estas frágiles conchas, que se van convirtiendo, al quedar trituradas bajo nuestras botas, en granos de arena. Arena que se suma al infinito número de las arenas del Sahara, el desierto más grande de nuestro planeta.

 

 

FotoCD42

El oasis de Siwa

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Fotografías: Eneko Pastor 
Realizadas en el Oasis de Siwa (Desierto Líbico, Egipto)
  
 


    

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