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Crónica negra de la trata de esclavos

 

   Pero, ¿tenemos una idea suficientemente clara de cómo transcurría la trata de negros? Para entrar en los detalles de esta práctica, viene inesperadamente en nuestra ayuda un escritor vasco: Pío Baroja.
   En su novela de 1929 'Los pilotos de altura', que no es de las más conocidas del escritor, Baroja vuelca, a modo de relato testimonial, gran parte de la documentación que poseía en su biblioteca sobre el comercio transatlántico de esclavos africanos. Este novelista siempre estuvo interesado por personajes marginales como piratas, negreros, contrabandistas, aventureros, conspiradores y gentes a las que denominaba 'hombres de acción', y coleccionaba todo libro decimonónico que cayera en sus manos sobre estos temas.
   Aunque se trata de una ficción (ambientada en la primera mitad del siglo XIX, cuando ya la trata estaba en decadencia y abocada a la clandestinidad), no por ello debe deducirse que los hechos narrados son ficticios, ya que se basan en documentos reales, escritos por personas que fueron protagonistas o testigos directos de la trata de negros. Los incidentes que aquí se describen difícilmente podrían ser fruto de la imaginación de un novelista: desprenden en todo momento un fuerte olor a realidad.
   Pío Baroja hace uso del habitual recurso literario consistente en basar su relato en un supuesto documento histórico que llega a poder del bibliófilo, el cual se limitaría a transcribir sus contenidos literales, sin interferir por su parte en la redacción. En este caso, la narración original se remite a un hipotético manuscrito cuyo autor sería un historiador, un tal Domingo Cincúnegui, que había estudiado las biografías de varios navegantes y negreros vascos, como el capitán Zaldumbide o el capitán Chimista, tomando como base el testimonio de otro marino, el doctor Embil, que habría conocido personalmente a tales personajes.
   He aquí unos extractos de dicho manuscrito, escrito en primera persona, que se refieren a las actividades negreras de estos aventureros en diversos países africanos, Senegal entre ellos:
   
   Como ya no puede quedar vivo nadie que haya presenciado con sus propios ojos cómo se creaba y cómo funcionaba una empresa de trata de negros, lo explicaré yo con detalles.
  
   En su fase previa, se constituía una sociedad, por ejemplo en La Habana, de comerciantes, bodegueros, almacenistas y armadores. Se reunía un capital suficiente, y se nombraba un administrador.
  
   Se calculaba que un buque de trescientas toneladas podía llevar a bordo, entre el sollado y la cubierta, de quinientos a seiscientos negros. Claro que iban estibados como si fueran vacas o caballos.
  
   La sociedad elegía un capitán. Éste adquiría un buque, generalmente de construcción estadounidense, pues eran más veloces. Atracado en un muelle de La Habana, se reparaban sus posibles deficiencias y se preparaba para el viaje. La nave era provista de barricas de agua, velas de repuesto, y un sollado desmontable de madera bajo la cubierta. Se contrataba un factor –un experto en la compra de negros–, tres pilotos, dos guardianes, un condestable y un cirujano. Se compraban diversos géneros, telas, abalorios y chucherías para su futuro intercambio por la mercancía humana, además de calderos para el rancho, leña, herramientas, pólvora, municiones, y zambullos o baldes de madera. El bodeguero almacenaba toda clase de víveres y bebidas. Se hacía una gran provisión de aguardiente, licor muy apreciado por los jefes de tribu africanos.
  
   Se llevaban trescientos pares de grillos dobles para poner a cada negro en el pie, una o dos barras de justicia y cien pares de esposas.
  
   Cuando el buque estaba listo, se izaba en el palo de trinquete una bandera cuadrada de color rojo, que indicaba que el barco reclutaba tripulantes. Al llamamiento acudían marineros de todos los países, muchos ya con experiencia en la trata, que eran seleccionados por el contramaestre. Los salarios con que se retribuía a los distintos miembros de la tripulación dependían del número de negros llegados vivos y vendidos en destino, y se distribuían según unos porcentajes preestablecidos.
  
   Los primeros y segundos guardianes espiaban a los negros, observaban si comían o no, si complotaban algo, y tenían siempre media caldera de agua hirviendo con sus grandes cucharones de hierro, pues en caso de sublevación, lo que más terror producía a los negros era el agua hirviendo, y con este procedimiento bárbaro se acababan sus batallas.
  
   Concluidos todos los preparativos, el barco negrero disparaba un cañonazo, levaba anclas y emprendía la travesía, con un grumete apostado a proa para dar la voz de alarma en caso de avistar cualquier otro buque mercante o de guerra, los enemigos del negrero.
  
   Al llegar al poblado (en las costas de Africa), el capitán se embarcaba en su bote y saltaba a tierra, se presentaba en la casa del reyezuelo, le explicaba su objeto y discutía con él; el reyezuelo exigía primero sus derechos: cuatro o seis garrafones de aguardiente, un barril de pólvora, un fusil y seis piezas de guinea (telas de algodón). A este lote le daban el nombre de cábala.
   El capitán preguntaba al reyezuelo cuántos esclavos podía entregarle pagándole lo de costumbre, y le pedía que pusiera guardias cuando se construyeran las barracas para que no se le escapasen los presos. El buque se conducía a un fondeadero y se daba principio a la construcción de las barracas, cerca de la costa. El capitán y el factor se internaban río arriba llevando género para comprar cincuenta o sesenta hombres.
   En el primer poblado alquilaban una choza, que les servía de tienda. Con sus sirvientes principiaban a hacer unos lotes.
   En un listón de madera como el que sirve para tallar a los quintos marcaban siete pies de altura, los dos últimos de arriba divididos en pulgadas. El negro valía más cuanto mayor fuera su estatura. Si medía seis pies, valía dieciocho piezas, entre ropas, abalorios, pólvora, aguardiente, fusil, etc. Cada pulgada de menos se rebajaba una pieza. Las mujeres tenían más valor si eran jóvenes y de buen aspecto.
   (...)
   Con relación al precio, los muchachos robustos tenían más valor; los viejos con la cabeza rapada, menos; las mujeres con hijos, menos que las solteras, y a las viejas no las quería nadie. En general, el negro, cuanto más oscuro era y más robusto, valía más. El negro pálido no producía confianza.
   Los negros venían al mercado con sus comerciantes y havildares, generalmente sueltos; pero si eran prisioneros de guerra, cimarrones del bosque o ladrones, los traían atados. (...) El amo llevaba a su esclavo como un aldeano lleva a su vaca al mercado o al matadero.
   Cuando un jefe mandaba un pelotón de soldados suyos a los bosques, a cazar a los cimarrones, recomendaba que los cogiera a palos o con trampas, y que si les disparaban tiros de fusil lo hicieran de las nalgas para abajo; así muchos prisioneros, al parecer fuertes, tenían las piernas débiles por las heridas, y eran inútiles para trabajar.
   En ocasiones, un reyezuelo guardaba hasta doscientos presos de esta clase, y si no llegaba pronto algún buque de trata, el reyezuelo no encontraba mejor procedimiento de zafarse de ellos que cortarles la cabeza. Cuando se les reprochaban estas muertes, decían que la manutención de tanta gente les costaba mucho.
  
   Como puede verse, el autor no hace distingos a la hora de señalar culpables para los desmanes aparejados a la trata de esclavos, repartiendo las responsabilidades lo mismo entre los traficantes blancos que entre los nativos negros que ejercían de intermediarios en estos inhumanos cambalaches.

   En aquellos países de la costa de Africa, al menos por entonces, la mujer trabajaba en la labranza y el hombre se dedicaba a la caza y a la guerra; si la mujer era infiel al marido, podía avisar al jefe y éste vendía a la mujer como esclava con los hijos que tuviera.
     
   Un grotesco tópico muy incrustado en el imaginario colectivo de los europeos es el de la antropofagia supuestamente practicada por los 'salvajes' habitantes de las profundidades de Africa, que se suele visualizar en los comics y chistes gráficos con la imagen del explorador o del misionero blanco metidos en un enorme puchero con propósitos culinarios. Lo curioso del caso es que el prejuicio era, al parecer, recíproco:
  
   El viaje a América producía un gran miedo, un gran terror a casi todos los africanos, porque creían que iban a ser devorados por los blancos; la mayoría estaban convencidos de que si los extranjeros les cuidaban y querían engordarlos, era únicamente con el fin de comérselos.
   Nosotros mismos encontramos un capitán mandingo de una goleta, de San Luis (Saint Louis, en Senegal), y hablando del miedo de los negros a ser comidos por los blancos, nos afirmó que él había visto meter en una caldera brazos, piernas y cabezas de negro para hacer un rancho. Nosotros le dijimos que había visto visiones, y cuando comenzó a explicarse comprendimos que se trataba de una operación hecha en el depósito de cadáveres del hospital, con el objeto de que los médicos tuvieran huesos para estudiar Anatomía. Le dijimos que en todas partes de Europa se hacía lo mismo, pero no se convenció.
  
   (Con semejante aclaración, no es de extrañar que el pobre mandingo no sólo no se convenciera, sino que acrecentara sus temores.)
  
   A pesar de ese terrible miedo, había gente que vendía a su familia y a sí mismo por la pasión del aguardiente. Esta pasión era tan fuerte, que el padre llevaba a vender a sus hijos, y si el hijo encontraba ocasión de amarrar al padre, a la madre o al hermano y llevarlo engañado al barco negrero y cambiarlo por unos garrafones de aguardiente, lo hacía. Era la liquidación de la familia.
  
   En la barraca del comerciante donde se hacían las compras y se marcaba la estatura se examinaba a los negros detenidamente; se les registraba el cuerpo, el pecho, los muslos y las piernas, y se les obligaba a correr para ver si tenían dificultad por haber recibido algún balazo de posta.
   (...)
   Años más tarde, la trata ya no se hacía cambiando negros por géneros. Era menester pagarlos en moneda contante y sonante. Costaba entonces cada negro en la costa de Guinea seis onzas de oro; un capitán negrero podía reunir un cargamento de esclavos en un momento. En mi tiempo había que estacionarse en Africa y dejar allí sepultada parte de la tripulación por las calenturas malignas.
  
   Se dieron casos excepcionales en los que algunos esclavos, que habían trabajado para algún rico terrateniente de Cuba, pudieron emanciparse gracias a un golpe de suerte, como por ejemplo al tocarles un premio de lotería –a la que los negros jugaban–, y, con el dinero ganado, reembolsar al amo el precio pagado por ellos, para quedar libres y volver a su tierra de origen. Lo primero que hacían los esclavos así libertos era vestirse con lujosos trajes, alhajas, sombreros de copa y relojes de oro, a imitación de sus ex-amos, para a continuación tomar un barco y volver a sus aldeas nativas a presumir. Grave error, pues jamás eran readmitidos en su propia tierra. Los jefecillos de sus tribus, irritados por tamaña e inapropiada exhibición de lujo, les amenazaban de muerte, o mandaban desnudarles y pintarles el cuerpo de rojo.
  
   Ni para los negros con suerte era fácil de realizar el ideal de lucirse en la aldea con un traje bonito y con joyas. Además, al que volvía de América rico y libre se le acusaba por los demás de brujería, y tenía que pagar una multa, si es que no lo mataban.

   (Pío Baroja, 'Los pilotos de altura'. III parte, capítulo 2: Las costumbres de la trata)
  
  
   ¿Y cuáles fueron las naciones europeas que más despuntaron en el tráfico transoceánico de esclavos africanos? Aquí Pío Baroja, como buen francotirador que era, dispara sus tiros en todas las direcciones, y reparte las responsabilidades a partes iguales entre todos los países, incluyendo su propio País Vasco. Entre las fuentes documentales en que se basa está un periódico editado en la misma Africa, en Sierra Leona, uno de los países proveedores de esclavos negros.
   Caso especial era el de Inglaterra, que, bajo el pretexto de perseguir la trata de negros, oficialmente prohibida, practicaba el doble juego de combatir a los barcos negreros y a la vez adueñarse de los cargamentos de esclavos, con el fin de afianzar su hegemonía en el tráfico de 'ébano'.
  
   En los siglos XVII y XVIII, todos los países del Atlántico practicaban la trata. En la mitad del siglo XVIII, los negreros ingleses cubrían los mares, y salían constantemente de los puertos de Londres, de Lancaster, de Bristol y de Liverpool.
   Los ingleses hicieron expediciones en grande, y uno de sus más famosos negreros fue Hankins, a quien la reina Isabel dio dos títulos de nobleza y un escudo con la figura de un moro.
   Los ingleses, en mi tiempo, y ya mucho antes, prohibieron oficialmente la venta de esclavos; hacían como el fuerte que se lanza a desbaratar una riña: pegaban a derecha y a izquierda, y se quedaban con lo que podían.
   (...)
   todos los países del Atlántico, hasta la misma Dinamarca, participaron de ella (la trata), comenzando, como hemos dicho, por los ingleses. Luego éstos se retiraron y quedaron como los más activos negreros los franceses, los portugueses, los brasileños y los españoles de Cuba.
   (...)
   En el siglo XVIII hubo años en que sólo Francia transportó más de cien mil negros de Africa a las colonias. En el principio del siglo XIX, muchos de aquellos puertos franceses seguían practicando la trata en gran escala, y a la cabeza de ellos estaba Nantes.
  
   Nadie ignora que en la época mencionada Francia ya había hecho su Revolución, pero los ideales de libertad, igualdad y fraternidad no eran por lo visto aplicables a seres de 'razas inferiores' o 'salvajes'.
  
   Lo curioso de los franceses era que, a pesar de su humanitarismo y de sus derechos del hombre, no les parecía mal la trata.
  
   Es también significativo el constatar que tras la abolición oficial de la trata, ésta, en vez de desaparecer, se intensificó.
   Muchas de las informaciones que nos han llegado acerca de las pésimas condiciones en que viajaban los africanos en los barcos negreros provienen precisamente del hecho de que estas naves eran interceptadas por otras naves inglesas que 'perseguían' la trata de negros, inspeccionaban sus cargamentos y descubrían en sus bodegas la mercancía humana que ocultaban.
  
   La historia moderna de la trata en el siglo XIX la hacía el periódico de Sierra Leona The Royal Gazette and Sierra-Leone Advertiser.
   Este periódico publicó noticias de varios cruceros de los barcos de guerra ingleses. En 1825, el comandante inglés Bullen visitó, cerca del río Calabar Viejo, el navío francés Orfeo, con setecientos negros que se transportaban a la Martinica; iban encadenados dos a dos, los unos por las piernas, los otros por los brazos y algunos por el cuello; el olor que salía del sollado era tal, que el oficial inglés no pudo resistirlo. Todos los presos pedían agua, acometidos por la sed horrible que provoca el clima de los trópicos.
   El mismo comandante Bullen contó que un barco francés que había hecho su cargamento en el Calabar Viejo amontonó en el entrepuente a todos los esclavos, encadenados dos a dos, e hizo cerrar las escotillas durante la noche. Al día siguiente aparecieron cincuenta asfixiados. El capitán, con gran indiferencia, los hizo echar al mar y volvió a tierra a completar su carga.
   El capitán Willis, del navío inglés Brazen, visitó en las costas de Africa la goleta L'Eclair, de Nantes, que conducía ciento veinte esclavos y que había perdido la tercera parte de su cargamento antes de ponerse a la vela. Este barco llevaba metidos a los negros en una cámara tan estrecha y tan baja, que tenían que estar sentados y acurrucados durante toda la travesía.
   La María Pequina, barco portugués, al ser capturado llevaba veintitrés negros, cargados en el Gabón, de los cuales había muerto la mitad poco después de su partida. Estos esclavos marchaban metidos en un lugar que no tenía más que tres pies de alto.
   Los Dos Hermanos Brasileños, de Bahía, tenía, cuando le cogieron, doscientos cincuenta y siete esclavos metidos en el fondo de la bodega, hombres, mujeres y niños mezclados.
   El capitán Kelly encontró una barca portuguesa de once toneladas, la Nova Felicidade, con setenta y un negros hundidos en el fondo de la sentina, en un espacio de dieciséis pies de largo y siete de ancho y una altura de seis pulgadas. Entre ellos había algunos con disentería, y el olor era tal, que al acercarse los marineros ingleses estuvieron a punto de desmayarse.
   En La Diana, también portuguesa, en la bodega se había declarado la viruela. (...)
   Los capitanes, en general, consideraban a los negros como al ganado. Un capitán inglés del barco El Zong advirtió una gran mortandad entre los esclavos que llevaba a bordo. El capitán tomó la resolución de echar al mar a los más enfermos, y dijo a su oficialidad que los sacrificaba por falta de agua y porque no quería condenarlos al suplicio de la sed. El primer día echó cincuenta y cuatro al mar; al día siguiente, cuarenta y dos, y al tercero, aunque estuvo lloviendo de una manera abundante, y podía proveerse de agua, volvió a echar al mar a todos los que quedaban enfermos.
  
   Pío Baroja nos sigue sorprendiendo hoy por la modernidad de su estilo, despojado de toda retórica y moralina, y de su lenguaje, sobrio, directo, sin adornos, que pareciera escrito ayer mismo. Pese a la aparente frialdad notarial con que va levantando acta de las atrocidades de los negreros, su informe no deja de provocarnos escalofríos.
   Se agradece también el que llame al pan pan y al negro negro, prescindiendo de todo tipo de eufemismos, como los que nos invaden hoy día por boca de los guardianes de lo 'políticamente correcto', que no hacen sino traslucir los escrúpulos de conciencia de algunos blancos, presuntos herederos de una especie de pecado original por su pasado colonizador, racista y esclavista. Que si 'negritos', que si 'de color', que si 'morenos', que si 'afroamericanos', que si 'subsaharianos'... ¿Habremos de recordar el lema que proclaman los mismos negros estadounidenses, descendientes de los esclavos?: "Say it loud: I'm black and I'm proud". Dilo bien alto: soy negro y estoy orgulloso de serlo.
   O también este otro: "Black is beautiful".
   El mismo Léopold Senghor, anterior presidente de la república de Senegal y primero desde su independencia (1960), que fue poeta antes de ser político, postulaba el término 'negritud' para referirse a la expresión artística y literaria de las experiencias del Africa negra.
   La utilización del término 'negro' por parte de Baroja no implica menoscabo alguno en la consideración y respeto que le merecen los africanos como tales. En medio de la crudeza y la brutalidad de los hechos relatados, el autor intercala de vez en cuando su propio juicio moral sobre la práctica del tráfico de 'ébano':
  
   Respecto a la moral de los capitanes y pilotos negreros, era indudable que se acostumbraban a ver en sus expediciones una aventura peligrosa en que se podía perder el dinero y la vida y ganar la fortuna. La desdicha del africano encadenado no les hacía mella: lo consideraban como a un animal.
   La codicia les impulsaba a no dejar a los negros en su barco más que un espacio parecido al que ocupa un muerto en su ataúd. Muchos negros estaban obligados a viajar siempre sobre un lado, replegados sobre sí mismos, sin poder extender los pies. Acostados, sin vestidos, sobre un suelo muy duro, traídos y llevados por el movimiento del barco, su cuerpo se cubría de úlceras y sus miembros no tardaban en ser desgarrados por los hierros y las cadenas que los tenían atados unos a otros.
   Cuando llegaba el mal tiempo y se cerraban las escotillas del barco, los sufrimientos eran horribles; echados los unos sobre los otros, sofocados por el calor insoportable de la zona tórrida y por la exhalación nauseabunda que salía de sus cuerpos, la sentina del barco parecía un horno ardiente y pestífero.
   Aquellos desgraciados, encerrados de tal manera en un calabozo infecto y privado de aire, solían lanzar gritos lamentables; se les oía llamar y decir en su lengua: "Aquí nos ahogamos"; pero los negreros no hacían caso.
   Había terribles negreros, capitanes crueles y desalmados, con instintos sádicos, que no sólo estibaban a los negros como si fueran fardos, sin dejarles sitio para moverse, y si morían los tiraban al mar para que sirvieran de pasto a los tiburones, sino que los martirizaban.
   (...)
   Algunos negreros eran verdaderamente satánicos; muchos llevaban a bordo perros antropófagos, que se alimentaban de carne y bebían sangre humana. Estos animales feroces, conocidos por los colonos de América con el nombre de perros devoradores, eran empleados en las colonias para la caza de los cimarrones.
   (...)
   También solían usar, sobre todo los brasileños, otro sistema muy bárbaro. Tenían a todos los negros con un par de grillos a los pies, lo mismo en la bodega que en la cubierta o en el entrepuente, y pasaban por entre las piernas de los esclavos una cadena delgada, a la cual ponían un sistema de poleas. A la menor alteración o bulla, tiraban de la cadena, la ponían tensa a cierta altura y quedaban los negros cabeza abajo.
  
   Tampoco cae Baroja en ningún esquema maniqueo del tipo 'blancos/malvados, negros/bondadosos'. La compasión que le suscitan las víctimas inocentes de la trata no es óbice para que insista en denunciar, sin pelos en la lengua, la complicidad que tuvieron muchos africanos en tales actividades, en perjuicio de sus propios congéneres.

   El espíritu de lucro de los negreros se comunicó a los negros, y los padres vendían a los hijos, y los maridos a las mujeres. Los agentes europeos impulsaban con frecuencia a la guerra a unas tribus contra otras y a los reyezuelos entre sí. El odio se unía a la codicia, porque el vencedor no sólo ganaba la guerra cuando la ganaba, sino que vendía a todos los prisioneros.
   Los franceses, en el Senegal, acostumbraron a los reyezuelos a hacer prisioneros a los indígenas de su mismo país y a venderlos; desde entonces solían coger todos los habitantes y hacerlos esclavos.
   Los negros mismos eran los peores traficantes de la gente de su raza y de los que con más dureza trataban a sus esclavos.

   ¿Y cuáles fueron los peores negreros entre los blancos? En esta cuestión Baroja no deja títere con cabeza:

   Respecto a las tripulaciones negreras, naturalmente, podía asegurarse que las constituían lo peor de cada casa. A los marineros no se les exigía libreta ni documentos.
   Los capitanes y pilotos eran de distinta procedencia: franceses, ingleses, españoles, portugueses o italianos y de varios países de América, en particular brasileños y cubanos. De éstos no se podía decir quiénes eran mejores o peores: había de todo.
   (...)
   Entre los marineros negreros se notaban diferencias grandes: los franceses se mostraban reñidores y borrachos; los portugueses y gallegos, roñosos y disciplinados y un tanto serviles; los italianos, ladrones y vengativos; los brasileños y cubanos, gandules y perezosos, y los primeros más crueles, pues trataban a los negros peor que al ganado, como si tuvieran algún agravio que vengar de ellos.
   Entre los españoles, los peores marinos para los viajes negreros eran los catalanes y los vascos. Los catalanes reclamaban siempre y creían que los engañaban, todo eran quejas. Los vascos se mostraban indisciplinados, desesperados, marineros rebeldes, marineros tigres. Creían, sin duda, que, fuera de su país y de su pueblo y en un barco dedicado a la trata, no quedaban en pie ni leyes ni respetos humanos. (...) Esta condición se sabía entre los negreros, y una tripulación completa de vascos no la hubiese aceptado ningún capitán, de miedo a la rebelión.
  
   (Pío Baroja, 'Los pilotos de altura'. III parte, capítulo 3: Sobre la trata)
  
  
   Y ya que estamos con los negreros vascos, vamos a ver cómo funcionaban dos insignes personajes euskaldunes, marineros ambos que se dedicaron en algún momento de su vida a la trata de esclavos, que aparecen como protagonistas en tres de las novelas de Baroja ambientadas en la mar: el capitán Chimista y el capitán Zaldumbide.
   Tanto uno como otro tenían bien claro que a los negros había que tratarles con cuidado. No por consideraciones humanitarias, sino porque constituían una valiosa mercancía.
   Comencemos por Chimista.
  
   Chimista cuidaba de todos los detalles con gran atención.
   Por la mañana se bañaban los negros de nueve a diez; luego se les hacía bailar al son de un bombo y cantaban todos ellos lo mismo que los curas en un entierro. Al principio parecían sus canciones muy discordantes, pero luego se acostumbraba uno a ellas, y las encontraba bien. A las diez almorzaban un potaje de fríjoles y harina de boniato, hecho todo una masa con agua caliente. A la media hora se les servía medio cuartillo de agua. El potaje de fríjoles tenía que estar muy picante, porque si no no lo querían. Del mediodía hasta las tres de la tarde había un descanso, y volvían a cantar antes de comer.
   Además de las canciones en su lengua, cantaban otras en español, que les enseñó nuestro contramaestre Lozano, entre ellas una con aire de fandango, que decía así:
  
      A la Habana me voy
   en el barco velero;
   dejaré de ser pobre
   y me haré caballero.
  
   Irónicamente, la rima funcionaría igual cambiando la palabra 'velero' por la palabra 'negrero'.
   Pío Baroja, que antes de ser escritor había ejercido como médico –en Cestona, Guipúzcoa–, presta especial atención en sus novelas a las cuestiones relacionadas con la sanidad:
  
   Un percance frecuente en los barcos era la enfermedad que los negreros llamaban bicho. El bicho es una inflamación del recto, con ulceración y gangrena. En el barco hubo ocho o diez casos de tal enfermedad, pero se le atajó pronto. La medicina empleada por los negreros para la afección era una mezcla de vinagre, pólvora y trozos de limón, que se ponía en una tina. Todas las mañanas se examinaba a los negros, y si presentaban síntomas de aquel padecimiento, se les aplicaba un puñado de la pasta, que les hacía sufrir mucho, pero que lograba curarles.
   (...)
   Cuando venían a bordo los negros, varones y hembras, se les quitaba a todos el taparrabos, y no se les entregaba hasta el momento de pisar tierra. También se seguía otra costumbre a bordo de los negreros: días antes de la recalada se les cortaba el pelo a todos los negros, con navaja de afeitar, para que no se distinguieran viejos y jóvenes.

   (Pío Baroja, 'Los pilotos de altura'. III parte, capítulo 6: Medidas de Chimista)
  
  
   –¡Eh, piloto! ¿Cuántos? –me preguntó el encargado.
   –Quinientos ochenta y tres –le contesté yo.
   –¿Y negras?
   –Setenta y cuatro.
   –¡Vaya un negocio redondo, compadre!

   (Pío Baroja, 'Los pilotos de altura'. III parte, capítulo 7: Petulancia de Chimista)
  
  
   'Los pilotos de altura' (1929) es la segunda novela de una trilogía compuesta también por 'Las inquietudes de Shanti Andía' (1912) y 'La estrella del capitán Chimista' (1930), dedicadas al tema del mar, y cuyos personajes son marinos vascos. En la tercera de estas novelas, el capitán Chimista llega en sus correrías hasta Filipinas y el Extremo Oriente. En la primera, cobra protagonismo un marino vascofrancés: el capitán Zaldumbide. Sus hazañas son supuestamente relatadas al autor por un viejo marino de Ghetary (País Vasco-Francés), llamado Fermín Itchaso (itsaso = mar, en vascuence).
  
   El capitán Zaldumbide era hombre alto, encorvado, amojamado. Nosotros le llamábamos el Viejo; (...)
   Antes de ser negrero, el Viejo, según decían, había hecho naufragar varios barcos asegurados, llegando hasta exponer su vida. Tantos naufragios seguidos le dieron una buena fortuna y una mala fama. Entonces se dedicó al comercio de ébano. (...)
   El capitán era un bárbaro, como todo capitán negrero de esa época. Allí, al que faltaba, ya se sabía, lo azotaban como a un perro. (...)
   Llegábamos a la costa de Angola; allí había gentes de todas las nacionalidades, sobre todo americanos y portugueses. Estos se metían entre los reyezuelos y jefes de tribu y hacían negocio. A cambio de los negros, daban fusiles, pólvora, instrumentos de hierro y brazaletes de latón y de cristal.
   Embarcábamos doscientos o doscientos cincuenta negros, entre hombres, mujeres y chicos, y aprovechando los alisios del Sureste, íbamos casi siempre al Brasil. Allí vendíamos el saldo entero. Luego, el comerciante negociaba al por menor. Los hombres valían de mil pesetas hasta cinco mil; los niños, veinticinco duros, antes de bautizar, y cincuenta después; las mujeres se vendían a precios convencionales.
   Zaldumbide no regateaba fusiles ni pólvora para adquirir un buen género. A él no le daban un anciano venerable por un hombre joven, aunque estuviese teñido; ni un hombre con una hernia por un individuo bien organizado.
   El, con el Doctor Cornelius, miraba los dientes de los negros, estudiaba los músculos y las articulaciones, veía si tenían hinchado el vientre.
   –Cuando yo doy negro, un buen negro, por mil duros, es que es una cosa excelente –decía Zaldumbide; y añadía–: Ante todo, la seriedad comercial.
   El género femenino de color no le gustaba al capitán, quizá por razones de moralidad.
   Zaldumbide no era partidario de maltratar ni de pegar siquiera a los negros; no por nada, sino por no estropearlos.
   Los demás capitanes negreros trataban a fuetazos a sus negros. Estos fuetazos no eran más que el ligero prólogo de los que les darían después los bandidos de América. Hay que reconocer que los negreros franceses debieron dejar atrás a los demás en el arte de desollar negros, porque incrustaron en el lenguaje de las colonias el nombre del látigo francés, lo impusieron, y a todas partes donde había negros llevaron triunfante el fouet.
   Bien es verdad que, a cambio de esa pequeña molestia de arrancar a los negros algunas piltrafas insignificantes de carne, se les bautizaba, y eso salían ganando.
   Zaldumbide era el San Francisco de Asís de los negros. No los tenía a todos en la misma cámara, sino en cuatro grandes cuadras, hechas con mamparos; les ponía camas de paja y les sacaba sobre cubierta para airearlos y lavarlos.
   –Es una mercancía delicada –solía decir.
   No era el capitán de los que consideran que, para cumplir como buen negrero, hay que maltratar al ganado humano. Prefería matar a un marinero antes que a un negro. Varias veces le reprochaban esto, y él contestaba:
   –¡Qué imbéciles! ¿Cómo quiere compararse un marinero con un negro? Un marinero no vale nada; lo reemplazo con otro en cualquier parte. Un negro puede valerme mil duros.
   Con nosotros no tenían gran cosa que hacer los tiburones; otros barcos negreros, que hacinaban los bultos de ébano en la bodega, en malas condiciones, iban teniéndolos que echar al agua, a que sirvieran de pasto a los tiburones; nosotros, no; hubo viaje en que no murió ninguno.
   Zaldumbide era muy político; cuando bajaba a tierra a visitar al rey Badegú o al mariscal Taparrabo, les rogaba que mandasen azotar a los negros que iban a vender. Los otros lo hacían sin ningún inconveniente. Después, Zaldumbide, al tenerlos en el barco, les hablaba, porque sabía algo de bantú y del mandigo, y les decía, en aquella infame algarabía negra, que les iba a llevar a un país en donde no harían más que tomar el sol y comer habichuelas con tocino. Los negros quedaban encantados. No les alimentaba con mijo y manteca de palma, como los demás negreros, sino que les daba pescado ahumado, habichuelas y miel. Los alimentaba mejor que a los marineros. No había sublevaciones; al revés, había negro que, salido de la prisión, al verse en el barco con cierta libertad, y sin ser golpeado, consideraba al capitán como a un bienhechor. El farsante del vasco sonreía dulcemente. (...)
   Hicimos una porción de viajes llevando desgraciados negros de Angola y Mozambique al Brasil y a las Antillas.
   Nunca llegué a acostumbrarme al espectáculo de miseria y de horror que ofrecían; casi siempre me metía en el camarote para no ver aquellos desdichados. Zaldumbide los trataba bien; pero eso no evita que el espectáculo fuera repulsivo.
   El Dragón no era de aquellos clásicos negreros que podían considerarse como ataúdes flotantes. Estaba bien estudiada la capacidad de aire, la cantidad de agua necesaria y la manera de evitar la infección y los miasmas pútridos. Zaldumbide comprendía que su negocio no estaba en dejar morir a los negros.
  
   (Pío Baroja, 'Las inquietudes de Shanti Andía')

 

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