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Al encuentro de Senegal

 

   Vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño.
   Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto...
   (Jorge Luis Borges, extractos de El Aleph)


   Vi hombres y mujeres, ancianos y niños, con hermosos rostros del color del ébano.
   Eran los habitantes del Senegal, el finisterre de Africa, el país donde mueren los ríos y nacen los cayucos.
   Les vi trabajando en los campos, recolectando sus frutos, lanzando al mar sus redes, practicando sus ritos animistas en torno a árboles sagrados.
   Les vi construyendo cabañas de adobe y paja, pero también piraguas de madera en las que los más osados se embarcaban rumbo a un destino desconocido.
   Pues creían, como nosotros, que existe un paraíso, y que las puertas de ese paraíso están en otro lugar.

 

   Ya en el avión que nos lleva a Dakar nos damos cuenta de que los senegaleses son guapos y esbeltos.
   Salimos a la calle protegidos con nuestras cámaras de fotos y observamos que los antiguos pobladores de Senegal se han marchado sin dejar huellas. No tenemos ni monumentos, ni museos, ni arquitecturas pintorescas, ni pasados gloriosos...
   Nuestras miradas se dirigen a las personas. Personas amables, pacíficas, elegantes, que nos saludan y nos envidian. También creen que el paraíso siempre está en la otra esquina.
   Abrazan el sueño europeo. Los pequeños con sus camisetas de Ronaldinho, las mujeres con sus pelucas de pelo liso, los mayores con su disposición a subirse a un cayuco.
   La incipiente industria y la poca conciencia ecológica empujan a los bosques hacia donde nacen los ríos. Las enormes ceibas y baobabs que resisten al empuje son considerados sagrados por viejas tradiciones animistas que conviven con anhelos cristianos y con ritos islámicos.
   El mar, el sol, el desierto... poderosos elementos que marcan un ritmo difícil de cambiar a golpe de yembé.
   El tiempo transcurre lentamente en Senegal, como las aguas de sus ríos que no encuentran motivos para fluir veloces.
   Nos contagiamos de este tiempo lento; saboreamos la comida, disfrutamos de las playas, nos perdemos en los mercados...
   Cuando montamos en el avión que nos expulsa de Dakar nos damos cuenta de que siempre nos quedará Senegal.
   Angel Salaberri

 

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