Exposiciones fotográficas

El oasis de Kharga

Los oasis de Egipto

 

Un oasis es un milagro.
Jordi Esteva

 

   Hace unos 10.000 años la mitad norte del continente africano, ese inmenso océano de arena conocido como el Desierto del Sahara, disfrutaba de unas características geoclimáticas muy distintas a las que tiene hoy. No es fácil hacerse a la idea de que, lejos de ser árido e inhabitable, este territorio era uno de los más fértiles y poblados del planeta.
Oasis Kharga   Lo que hoy es el Sahara (de as-sahra, vocablo árabe que significa 'el desierto') era entonces una extensísima sabana, salpicada de grandes lagos, marismas y humedales, y surcada por numerosos ríos, algunos más caudalosos que el mismo Nilo. Toda clase de plantas y animales proliferaban en un terreno bien irrigado y feraz. Grupos numerosos de seres humanos, descendientes de los pobladores del paleolítico, se asentaron en estos lugares, abandonando poco a poco el nomadismo, y conformando las primeras sociedades estables.
   Fue aquí, y no en el Creciente Fértil –como era tradicional sostener–, donde la llamada 'revolución' del neolítico dio sus primeros pasos. Donde el hombre pasó de cazador-recolector a productor de alimentos. Donde tuvieron lugar los primeros experimentos en la agricultura, la domesticación de animales, la ganadería, el pastoreo. Aquí se inventó la cerámica. Aquí empezó la navegación a remo y vela.
   Entre el 8.000 y el 4.000 a C se fue produciendo una lenta, pero progresiva e imparable, desertización de este vasto territorio. Las causas se atribuyen al cambio climático que a nivel planetario sobrevino con la retirada de la última glaciación. Los ríos se fueron desecando, los lagos fueron quedando reducidos a su mínima expresión (el actual lago Chad sería el remanente de un extenso mar interior). La creciente sequía, la esterilidad cada vez mayor de las tierras, fueron expulsando de este antaño verde paraíso a las poblaciones aborígenes, que, a lo largo de varios milenios, se vieron obligadas a emigrar hacia los cuatro puntos cardinales, en busca de condiciones de vida más favorables.
Oasis Kharga   Algunas de estas poblaciones recalaron en el valle del Nilo y sus aledaños, pues el río Nilo era poco afectado por la desertización, al depender su caudal de un régimen pluviométrico diferente: el de las selvas tropicales del centro y sur de Africa, donde tiene sus fuentes. Pero las migraciones avanzaron aún más lejos hacia oriente, llegando a las tierras regadas por el Eufrates y el Tigris, y luego hasta el río Indo. Consigo llevaban sus artefactos y su cultura neolítica, que sentaron las bases para el nacimiento de las primeras civilizaciones en Sumeria, Egipto y el valle del Indo (Harappa y Mohenjo Daro).
   Este proceso histórico aún no ha parado. Hoy en día la desertización continúa avanzando inexorable. Al sur, el Sahel (la franja de transición entre el desierto y la estepa) se va transformando en Sahara y desalojando a los habitantes de sus tierras. Al norte, los efectos de la desertización se empiezan a hacer notar hasta en la Península Ibérica (Almería, Murcia).

   A occidente de Egipto, cerca de la frontera con Libia –esa recta arbitraria trazada con tiralíneas en un despacho– subyacen los residuos de lo que fue un caudaloso río que corría paralelo al Nilo. Se trata de un rosario de pequeñas islas de vegetación rodeadas de un mar de arena llamado Desierto Líbico. Esta sucesión de islas constituye la parte visible de un ancestral curso de agua que discurre ahora bajo las dunas, pero cuya capa freática aflora aún en ciertos puntos de su antiguo recorrido, en forma de pozos, manantiales y lagunas de aguas a veces frescas, a veces calientes, unas veces saladas, otras dulces. En torno a estos puntos, pugnando por sobrevivir en el hábitat más inhóspito que quepa imaginar, eclosiona el verdor. En medio del reino de la muerte, en la mitad de la nada, surge la vida. Son los oasis de Egipto.
   No le faltaba razón a Herodoto cuando escribió que Egipto es un don del Nilo. Pero no es menos cierto que ni todo el Nilo es Egipto, ni todo Egipto es el Nilo. Porque además del río con su delta –donde se concentra la inmensa mayoría de la población egipcia– están también, allá lejos, escondidos entre las dunas, aislados del resto del país y del mundo, los oasis.
Oasis Kharga   Cinco son los oasis que, en territorio egipcio, pero muy separados del Nilo, puntean de lunares verdes el infinito ocre del desierto. De norte a sur son: Siwa, Bahriya, Farafra, Dakhla y Kharga. A éstos cabría añadir un sexto oasis, el del Fayum, a un centenar de kilómetros al oeste de El Cairo, que es un caso aparte al no estar originado por aguas subterráneas, sino por la aportación de un ramal del Nilo: el Bahr Yusuf.
   No hay en Egipto un oasis igual a otro. Cada uno tiene su encanto especial. El que le dan sus variados accidentes geológicos, sus atormentadas montañas y roquedos, sus lagos y palmerales, pero sobre todo el espíritu de sus habitantes, los uahatíes, que en su aislamiento han sabido preservar, frente a los embates de la globalización, los modos de vida pre-industriales del fellah o campesino tradicional egipcio.
   La mayoría de los oasis albergan además sugestivas ruinas faraónicas, romanas y paleocristianas –muy poco conocidas, al caer totalmente a desmano de los habituales circuitos turísticos–, recuerdos de su contacto con el esplendor del antiguo Egipto. En el oasis del Fayum, sede de faraones del Imperio Medio, despuntan entre sus innumerables ruinas las de las pirámides de adobe de Lahun y Hawara (ver en fotoAleph colección El tiempo teme a las pirámides). En el oasis de Siwa subsisten los restos de un templo que antaño fue sede del influyente oráculo de Zeus-Amón, el que confirmó a Alejandro Magno como hijo del dios y faraón de Egipto (ver en fotoAleph colección El oasis de Siwa). En el de Bahriya, un burro que metió la pata en un agujero permitió recientemente descubrir la mayor necrópolis grecorromana de Egipto, todavía en fase de excavación, en cuyo laberinto subterráneo de hipogeos se están exhumando miles de momias enterradas dentro de sarcófagos antropomorfos de cartonaje policromado con láminas doradas, que han terminado por dar sobrenombre al lugar: el 'Valle de las Momias de Oro'. El oasis de Dakhla posee desde mastabas de fines del Imperio Antiguo hasta tumbas romanas. En el oasis de Kharga, objeto de la presente exposición, podemos admirar el templo de Hibis, un curioso edificio de tiempos de la dominación persa pero construido según todos los cánones egipcios (columnas palmiformes, el nombre de Darío en un cartucho jeroglífico), además de una sorprendente necrópolis paleocristiana.
   Desde los años 60, el gobierno egipcio está fomentando entre los nativos de las orillas del Nilo la emigración a los oasis del oeste de Egipto, en particular al de Kharga, apellidado al-Wadi al-Jadid ('El Valle Nuevo'), donde se han construido viviendas, carreteras, cooperativas agrícolas e infraestructuras agropecuarias, con el propósito de intentar descongestionar el valle del Nilo y paliar su tremenda superpoblación (téngase en cuenta que el 98% de los 80 millones de habitantes de Egipto viven encajonados en la estrecha franja fértil de las orillas del río Nilo y su delta, que abarca sólo el 3,5% de la superficie del país: una de las mayores densidades de población del mundo). Se han hecho esfuerzos para crear sistemas de irrigación excavando pozos profundos con el fin de fertilizar los terrenos desérticos, y se ha introducido a la vez ganado híbrido y fauna avícola capaces de resistir el extremado clima del desierto. El proyecto ha obtenido escasos resultados en sus objetivos demográficos, al tiempo que ha acarreado efectos secundarios nocivos, con la alteración del ecosistema y modos de vida del oasis.

 

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El oasis de Kharga

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