Exposiciones fotográficas

Volcanes de Indonesia

Merapi. La montaña de fuego


   El Merapi es un pico volcánico de 2.911 m de altura, situado en el centro de la isla de Java (Indonesia), 25 km al norte de Yogyakarta, ciudad que fue fuertemente arrasada en una erupción de 1867.
   Gunung Merapi, cuyo nombre en indonesio significa 'Montaña de fuego', tiene fama de ser uno de los volcanes más peligrosos y destructivos del mundo.
   El Merapi erupciona una vez cada cinco años, acarreando a menudo una gran devastación de pueblos, carreteras y campos, pero a la vez aportando grandes beneficios para sus tierras. En sus laderas se hallan instaladas seis estaciones vulcanológicas con el fin de estudiar y vigilar su actividad, y dar la voz de alarma en caso de erupción. Hay un equipo de más de mil personas permanentemente contratadas para encargarse de las misiones de evacuación y salvamento. Más de cuarenta diques de contención protegen a los habitantes del lugar, y amplias áreas cercanas al volcán han sido declaradas 'zonas prohibidas'.
   Se puede explicar geológicamente la intensa actividad del Merapi por el hecho de que este volcán está situado en la intersección de dos fallas tectónicas: una longitudinal, que corre a lo largo de la isla de Java, y otra transversal, que constituye una frontera geológica entre las regiones centro y oeste de la isla. Es por estos cortes y resquebrajaduras del suelo por donde la Tierra se abre para escupir con furia su magma interior incandescente.
   El volcán Merapi emite andesitas de augita e hipersteno, y sus lavas suelen ser tan viscosas que modelan en la cumbre una sucesión de cúpulas, periódicamente destruidas por violentas explosiones, que hacen sumamente peligrosa su visita. La lava es tan espesa que se solidifica al poco de surgir del cráter, formando una corteza que frena la salida del magma. Éste, no obstante, continúa empujando hacia arriba con su candente masa, hasta romper la corteza superficial, desbordarse y crear nuevas costras, lo que confiere al final una apariencia estratificada a la cima.
Volcanes de Indonesia   El extraordinario monumento budista en forma de stupa gigante de Borobudur (ver en fotoAleph la colección de fotografías Borobudur. La huella de Buda en Java) y el grandioso complejo de templos hinduistas de Prambanan se levantan en la llanura que se extiende al sur del Merapi, a una cincuentena de kilómetros del volcán. La erupción de 1006 cubrió por completo de cenizas Borobudur y arrasó los territorios circundantes hasta hacerlos inhabitables durante generaciones. El primer reino histórico de Java, el de Mataram, quedó aniquilado. Las fuerzas de la Naturaleza son más poderosas que las civilizaciones.
   Cuando explotó en 1006, se calcula que el viejo Merapi tendría unos 3.300 m de altura. El actual Merapi, con sus 2.900 m, es lo que quedó de la catástrofe, tras haberse hundido toda la parte occidental del antiguo cono. Erupción tras erupción, el Merapi va cambiando de perfil.
   El volcán Merapi ha entrado en erupción en 68 ocasiones desde 1548, la más grave de ellas en 1930, cuando se cobró la vida de más de 1.300 personas. La última erupción mayor tuvo lugar en mayo de 2006: una inmensa nube de gases calientes y escombros volcánicos cubrió toda la zona, enterrando casi totalmente un poblado y haciendo huir a miles de nativos que habitaban en las faldas del volcán, siendo acogidos en campamentos de refugiados.
  
  
  
Subida al Merapi: una prueba de fuego
  
   Cuando ascendimos al volcán Merapi no teníamos ninguna información sobre su extrema peligrosidad. De todo ello habríamos de enterarnos más tarde. Nuestra afición al monte nos hizo elegir esta excursión como un buen remate para nuestro viaje por Indonesia. Al fin y al cabo, 2.900 metros de altura sobre el nivel del mar no nos parecían un reto insuperable, acostumbrados como estábamos a subir picos de los Pirineos de más de 3.000 metros. El Merapi se erguía majestuoso muy por encima de los intrincados bosques y selvas circundantes, bien visible a distancia, y ejercía sobre nosotros un atractivo irresistible con su denso penacho de humo adornando la cumbre.

   El acercamiento lo hicimos en autobús, desde Yogyakarta. Arrancamos tarde, pasado el mediodía. Tuvimos que registrar nuestros nombres en una libreta que nos tendió un guardabosques en la última cabaña antes del sendero de ascenso. Una precaución obligada para intentar controlar eventuales pérdidas o desapariciones de los visitantes del volcán. Desoyendo todos los consejos, prescindimos de guía, como tenemos por costumbre, aun a sabiendas de que subir dos personas solas a un monte desconocido era una imprudencia. No llevábamos tienda ni sacos de dormir. Como único equipo, un par de capas de plástico a modo de chubasqueros.

   Más que una bajada, fue una subida al infierno. Partíamos de mil metros, por lo que debíamos superar un empinado desnivel de casi dos mil. En las cuatro o cinco horas que duró nuestro ascenso hasta que nos pilló la noche, atravesamos por todos los climas y vegetaciones de la Tierra, como quien atraviesa los círculos de la Divina Comedia, para llegar al centro mismo del 'Inferno', a un paraje lúgubre, de angustiosa desolación, donde no existe la más mínima brizna de vida, donde el suelo quema y el aire es venenoso.
  
   "En la mitad del camino de la vida
   me encontré en una selva oscura
   por haberme apartado de la vereda correcta."
  

   En su primera parte, la vereda serpenteaba por selvas tropicales. Pudimos admirar la exuberancia de su vegetación, desde gruesos y altísimos bambúes (foto03: muy utilizados en las islas, por su consistencia, para la fabricación de muebles y andamiajes), hasta helechos arborescentes (foto01), con recios tallos tan altos como palmeras, raros supervivientes de épocas preglaciares, plantas coetáneas de los dinosaurios. No estamos lejos de la isla de Komodo y de su famoso y 'antediluviano' dragón.
    Poco a poco el camino se hace cada vez más pendiente y vamos cambiando insensiblemente de escenario. Sin solución de continuidad, la vegetación va transformándose y se hace más propia de zonas templadas, más de bosque que de selva, con tal cantidad y variedad de especies florales y arbóreas (foto04) para nosotros desconocidas, que lamentamos no saber algo más de botánica para poder identificarlas. Nos cruzamos en el camino con unos nativos que bajan del Merapi. Llevan por todo calzado unas chancletas de plástico.
   Un par de horas más y el paisaje ha vuelto a cambiar. Crecen ahora sobre suelo de verde césped árboles propios de zonas alpinas, abundando las coníferas. Diríamos hallarnos en algún lugar del Pirineo, con tantos pinos y abetos como nos rodean.
Volcanes de Indonesia   Y por fin llegamos a lo que llaman el 'límite de los árboles' (foto07). Es la frontera entre la vegetación y la roca desnuda. Todo árbol, arbusto, planta o hierba desaparece bruscamente a partir de cierta altura, y más allá de esta línea entramos en otro 'círculo', en un mundo extraño, de paisaje lunar, hecho de rocas cabalgando unas sobre otras, de olas de lava caprichosamente solidificadas en pliegues y sinuosidades, por las que a menudo hay que trepar usando de los pies y de las manos. De pronto sentimos que las manos se nos queman. Las rocas de la pendiente están tan calientes que casi abrasan. El infierno está cerca.
   Empezamos a ver aquí y allá fumarolas, exhalando bocanadas de humo gris por grietas y resquicios. Y también tropezamos con solfataras (foto08), humeantes oquedades entre las rocas con su interior palpitante de bloques de azufre en combustión (foto09). Una ráfaga de aire sulfuroso nos abofetea en la cara, y sentimos arder nuestras fosas nasales.


  
   Es allí donde nos cae la noche, con la rapidez propia del trópico. El crepúsculo es breve pero espléndido (foto10). Las nubes enrojecen de pudor cuando el sol las mira por debajo de las faldas. Aparecen por el fondo negros nubarrones que presagian tormenta. A nuestros pies, allá muy abajo, se extiende la llanura de Yogyakarta, donde se van encendiendo lejanas y tenues lucecillas conforme aumenta la oscuridad.

   Estamos ya cerca de la cumbre, pero no podemos seguir avanzando. Buscamos un lugar adecuado para pernoctar. Un pequeño abrigo rocoso apenas nos servirá de refugio para la lluvia que se avecina, pues sólo nos cubre las mochilas –con sus cámaras fotográficas– y medio cuerpo. El otro medio queda a la intemperie. Se desata una tempestad de dimensiones bíblicas. Un encadenamiento ininterrumpido de rayos dispara implacable sus flashes sobre el valle de Yogya, iluminando cegadoramente las nubes del cielo y las montañas de la tierra. El fragor de los truenos, que no cesa en toda la noche, retumba por todo el volcán como el redoble de los timbales en el momento álgido de una sinfonía fantástica, y hace vibrar nuestros cuerpos, sobrecogidos ante el aterrador pero maravilloso espectáculo de las potencias naturales desencadenadas en toda su furia.
   Empieza a caer un aguacero que no amainará en horas. Improvisamos un precario vivac consistente en taparnos como buenamente podemos con una de las capas de plástico que llevamos, extendiendo la otra capa sobre las piedras, como aislante, para tumbarnos sobre ella. El suelo está muy inclinado (como en todo el volcán), y nuestros cuerpos van resbalando hacia abajo, por lo que cada cierto tiempo tenemos que remontar terreno para acurrucarnos en el abrigo. No conseguimos pegar ojo en toda la noche. No hará falta añadir que fue 'una noche inolvidable'.
   Al amanecer, nos ponemos en pie cansados, somnolientos, entumecidos por el frío y la humedad, y proseguimos el último tramo de nuestro ascenso en un estado parecido al de los zombies.
   Si una de las principales causas de que la gente se pierda en el monte es la niebla, en el Merapi fueron los humos los que nos desorientaron. A esas alturas no había el menor sendero reconocible; todo lo que podíamos hacer era trepar por las anfractuosidades y sortear los recovecos de un terreno rocoso cada vez más accidentado, siempre más y más arriba. Las espesas humaredas que expulsaban las cada vez más frecuentes fumarolas nos envolvían al vaivén de los vientos, y nos impedían toda visibilidad (foto11). El aire se hacía irrespirable. Nos colocamos ingenuamente un pañuelo alrededor del rostro con el fin de filtrar –medida infructuosa– los gases sulfúreos, que penetraban abrasadores hasta el fondo de nuestras narices y bronquios, y se pegaban a nuestra piel (foto12). Se nos puso en el cuerpo un olor a azufre de mil demonios, que no nos abandonó en semanas.
   Saltando por una serie de cortezas de lava petrificada, conseguimos acercarnos al borde del cráter principal, para asomarnos al abismo (foto13). En cualquier momento, cualquiera de estos falsos suelos podría desprenderse y desplomarse hasta el fondo de aquellas profundidades infernales. Conste que no contamos todo esto para alardear de nada, sino, por el contrario, como un ejemplo ilustrativo de lo atrevida que puede llegar a ser la ignorancia.
   Tal era la cantidad de vapores y gases despedida por el torrente de lava que fluía desbordándose por uno de los labios del cráter, que formaba una cortina de humo totalmente opaca, impenetrable, ocultando, tras brotar del abismo, todo el paisaje a nuestro derredor. No podemos afirmar que el Merapi tiene buenas vistas. No se veía nada.
   Dimos vueltas y revueltas por el laberinto de escarpados riscos, de peñascos de afiladas aristas (foto14), envueltos en humos, sin conseguir hacernos una composición cabal de cómo es la cima del Merapi. Las fotos que tomamos podrán dar una ligera y parcial idea. Decidimos emprender el descenso, antes de acabar totalmente intoxicados.
   La bajada fue más rápida que la subida, pero no por ello menos dura. Como todo montañero bien sabe, muchas veces bajar suele ser peor que subir. La extremada inclinación del pedregal nos obligaba a ir frenando la velocidad de marcha, poniendo en funcionamiento músculos inhabituales de nuestras piernas. Al día siguiente teníamos tales agujetas en pantorrillas y muslos que casi no podíamos bajarnos del autobús, o descender una simple escalera.
  
   Eneko Pastor

 

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FotoCD39

Volcanes de Indonesia

Fotografías: 
Eneko Pastor

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