Colecciones fotográficas

Las ruinas de Palmyra

El Gran Templo de Bel

 

   Bajo el límpido azul del cielo de Palmyra, contrasta el cálido color tostado de los centenares de columnas que aún quedan en pie –y de esto va a hacer ya dos mil años– de la otrora opulenta ciudad (foto01). Empezamos la visita por el santuario más importante de Palmyra: el Templo de Bel (foto02), mandado construir por Tiberio en el 19 d C para conmemorar y al mismo tiempo afianzar la anexión de Palmyra al Imperio romano. Los arquitectos que lo diseñaron provenían probablemente de la gran ciudad de Antioquía. 
Las ruinas de Palmyra   El Templo de Bel anonada al visitante por la grandiosidad de su arquitectura y el refinamiento de su escultura y decoración. Estamos en terreno santo, hemos allanado el hogar de los dioses; no es éste lugar a la medida de pobres mortales.
   La mera existencia del templo es ya de por sí un milagro. Antes de que se erigiera esta prodigiosa obra arquitectónica, no había aquí nada: cuatro cabañas a la sombra de un palmeral. El templo de Bel es un hito fundacional, una cumbre artística surgida del vacío y sin precedentes en esta zona de Oriente. Y de él descendió toda Palmyra, de él aprendieron el canon todos sus artífices; de sus dimensiones hercúleas derivó el sentido de la magnificencia que aplicaron los palmyrenses a los sucesivos trazados de la urbe; la frondosidad abarrocada del follaje en pilastras y cenefas, las viñas y piñas de sus frisos (foto46), las hojas de acanto de sus capiteles, treparon por los muros y los desbordaron, sembrando el gusto por la ornamentación vegetal (que hace honor al nombre de 'Palmyra'), afiligranada y siempre imaginativa, que impregna todos los rincones de la ciudad. Una obra maestra, en el sentido literal de la expresión. De la nada se saltó a la cima, pues ningún otro monumento de Palmyra igualó a este gigante primigenio del siglo I, iniciado en el 19 d C y consagrado en el 32 d C. 
   (No muy lejos de aquí se había dado trescientos años antes un caso semejante: en Petra, cuyo templo rupestre conocido como 'Jazneh' o 'el Tesoro', el que deslumbra al viajero nada más atravesar el desfiladero del Siq, fue cronológicamente la primera gran obra pública de la ciudad nabatea y también la primera en cuanto a calidad artística, que marcó las pautas para todas las edificaciones posteriores talladas y construidas en la 'ciudad rosada y roja'. Ver en fotoAleph la exposición Petra. El tesoro oculto en el desierto). 
   Este inmenso recinto sagrado de forma cuadrada albergó hasta principios del siglo XX la casi totalidad del pueblo de Tadmor, cuando, olvidados con el correr de los siglos los esplendores de la rica Palmyra clásica, la población ya sólo se componía de tribus beduinas alojadas en casas de adobe que tejían una intrincada medina árabe, apuntalada por los recios muros y fustes del gigantesco templo pagano; era un oasis de columnas corintias de piedra despuntando por encima de un laberinto de barro que, si bien nunca pudo alcanzar las alturas del edificio original, se apoyó en su solidez, se acomodó a sus huecos y se ramificó por sus recovecos. En 1929 el dédalo beduino fue desmantelado, y sus habitantes mudados por decreto al actual pueblo nuevo de Tadmor (urbanización de cemento, con un trazado ortogonal que sería la antítesis del laberinto). Y hoy, el espacio despejado del recinto sacro o temenos deja ver la grandeza de los muros que forman el descomunal cuadrilátero, la elegancia de los pórticos columnados que lo enmarcan (foto03), y, no en el centro del cuadrado, sino algo desplazado, el santuario propiamente dicho. Desgraciadamente este santuario fue una de las víctimas de la barbarie del autoproclamado Estado Islámico (IS), que a mediados de 2015, tras haber tomado Palmyra a sangre y fuego, procedió a su dinamitación, dejándolo en estado de escombros.
Las ruinas de Palmyra
  
   Este santuario (foto05) era un caso único en la arquitectura clásica, por diversos motivos. A primera vista parecería el habitual templo períptero, con un pórtico de columnas rodeando el perímetro exterior de la cella, pero, al fijarse uno en el detalle, los elementos insólitos saltaban por doquier. Para empezar, la puerta estaba en un muro lateral, y tampoco centrada, sino abierta asimétricamente, lo que contravenía las normas arquitectónicas clásicas de su tiempo (imperaba Tiberio, el sucesor de Augusto). La decoración escultórica de algunas pilastras interiores recordaba de alguna manera al estilo ptolemaico de la arquitectura egipcia de esa época. Al entrar por un lateral, ¿dónde debería estar el sancta-sanctorum, a la derecha o a la izquierda? Respuesta: a los dos lados, pues había dos adyton en lugar de uno, dedicados a sendos dioses, Yarhibol y Aglibol, divinidades solar y lunar, ambos hijos del gran dios Bel; se trata de una triada de origen mesopotámico. Y de hecho, el mismo templo se superponía al exacto emplazamiento de un lugar de culto babilónico anterior, lo que explicaría la rareza de su distribución, forzada por la necesidad de mantener los altares en los mismos puntos que ocupaban antes. Algo parecido ocurre con el vecino templo de Nebo y, en la misma Damasco, con el emplazamiento de la Gran Mezquita Omeya dentro del templo romano de Júpiter, levantado éste a su vez sobre un anterior santuario de Hadad. 
Las ruinas de Palmyra   Había que tumbarse por tierra para poder ver a duras penas algunos frisos tallados debajo de unas enormes vigas monolíticas de mármol, que antaño unían el pórtico con la cella al tiempo que sostenían su parte de la techumbre, y hasta el día de su destrucción estaban recolocadas a pocos centímetros del suelo, vigas que en sus caras verticales desplegaban unos interesantes bajorrelieves, con el dios local de la Luna Aglibol, camellos, palmeras datileras, frisos de parras henchidas de uvas, y, ejemplar único, tres mujeres (foto07) que participaban en una procesión donde se transportaba un betilo en camello, y que portaban túnicas que les cubrían completamente la cara: prueba material de que la costumbre del velo femenino tiene en Oriente Próximo un origen preislámico.
   Los dos adyton del interior de la cella eran también piezas únicas. Eran dos cámaras enfrentadas en los lados opuestos, elevadas a cierta altura, y enmarcadas por una extraña decoración, de elementos clásicos mezclados con fantasías orientales, y pilares adosados provistos de capiteles de hojas carnosas claramente derivados del Egipto de tiempo de los Ptolomeos. Pero lo más extraordinario eran los techos de las cámaras, ambos monolíticos, cubriendo la totalidad de cada estancia. El del lado norte estaba tallado formando una falsa bóveda semiesférica, dividida en casetones con los retratos de los dioses olímpicos (en el centro, Zeus, asimilado a Bel), y rodeada de una banda circular con relieves de los doce signos del Zodiaco. El techo de la cámara sur (foto06), ennegrecido por los humos, no era menos lujoso en su decoración esculpida, con un juego de círculos y octógonos combinado con motivos florales, abundando las hojas de acanto y –otra vez el toque egipcio– de loto. Su diseño fue muy admirado por los arquitectos ingleses neoclásicos cuando, a mediados del XVIII, fueron publicadas las láminas de grabados de Wood y Dawkins. 
Las ruinas de Palmyra   
   La edición de 'The ruins of Palmyra' conmocionó a la Inglaterra de hacia 1750 y dio un gran impulso al movimiento neoclásico. Robert Wood y James Dawkins, con ayuda de los dibujos del arquitecto italiano Giovanni Battista Borra, reprodujeron en su aventurada estancia de quince días en Palmyra vistas generales y detalles arquitectónicos y ornamentales de sus ruinas, y las editaron en un libro de grabados que despertó la inspiración de los arquitectos por su visión romántica y exótica del arte clásico. Los dibujos son soberbios, tanto por la técnica con que están plasmados los detalles decorativos, como por el aura romántica que desprenden los paisajes y vistas generales, animados con figuras de jinetes beduinos al galope blandiendo lanzas o de saqueadores de tumbas. Si se tiene en cuenta que los autores sólo permanecieron dos semanas en el lugar para tomar apuntes y medidas, hay que reconocerles doble mérito (aunque puedan detectarse algunos detalles discrepantes de la realidad, como por ejemplo la cenefa circular de la roseta central en el techo que cubría el adyton sur del templo de Bel, que, compuesta de hojas de acanto y loto alternas, en el grabado correspondiente sólo muestra acantos), aunque su verdadera importancia resida en el fuerte empuje que ejercieron sus dibujos sobre la transición de las artes europeas del barroco al clasicismo helenizante. 
    Rizados ya todos los rizos del barroco hasta su agotamiento por exceso, un soplo de aire venido del Levante refrescó ideas. Los ojos se tornaron hacia Oriente y las musas helénicas volvieron por sus fueros a restablecer el roto equilibrio. El neoclasicismo revalorizó el austero sentido de la belleza griega, humana e idealizada al tiempo, obediente a los cánones áureos, serena. Los frisos de Palmyra nada tendrían que envidiar en exuberancia y perfección técnica a los delirios decorativos del arte barroco, pero aquí se ceñían a las leyes estéticas de una edad de oro en la que primaba la composición, la línea recta y el arco de medio punto, a la búsqueda de la proporción ideal. Las guirnaldas, grecas y Las ruinas de Palmyraperifollos se compensaban con calculados espacios vacíos; todo ornamento se restringía a su justo punto y su justa medida, sin entorpecer nunca el efecto de conjunto. Fue así como romanticismo y clasicismo entraron en Europa agarrados de la mano, heraldos prematuros del siglo de las luces, y la avanzadilla estuvo formada por británicos de la casta de los aventureros. Hoy pueden verse en diversos palacios de Gran Bretaña techos de salones neoclásicos que reproducen el diseño dos veces milenario del monolito meridional del templo de Bel. 

  
   El exterior de la cella ofrecía otras curiosidades: el arquitrabe del lado Este parecía como volado sobre columnas torcidas, dando la sensación de que todo se iba a derrumbar por la fuerza gravitatoria en cualquier momento. En el muro sur había columnas adosadas de orden jónico –las únicas en Palmyra–, pero las columnas corintias que se mantenían en pie, del pórtico que rodea al cuerpo central, estaban desprovistas de capiteles, y ostentaban en su lugar cilindros lisos, como muñones, desnudos de acantos, que sostenían el entablamento; ocurre que en su tiempo fueron capiteles hechos en bronce (es fácil imaginarse su soberbio tamaño y lo opulento de sus formas), y ello forjó su perdición, pues en épocas posteriores se saquearon, para otros usos, todas las partes metálicas que podían encontrarse en los monumentos antiguos, y esto incluía no sólo los capiteles, sino las cinchas de plomo que sujetaban los sillares entre sí, lo que explica los agujeros que pueden verse perforando todos los muros con el fin de extraer el metal. 
Las ruinas de Palmyra   La cornisa del edificio central estaba coronada con una fila de extraños remates escalonados, a modo de almenas (foto05), parecidos al elemento arquitectónico 
–de origen asirio, y usado también por los persas aqueménidas– que en Petra llaman 'escalerillas de cuervo' (ver foto en la exposición Petra) y que tendrían una simbología solar: evocarían el recorrido del astro-rey, que asciende desde el alba, alcanza su cénit al mediodía y desciende por el otro lado hacia el ocaso. Este elemento decorativo no era sino una reconstrucción especulativa, basada en una hipótesis discutida por algunos estudiosos, pero su efecto era muy orientalizante. Más segura era la existencia de cuatro acróteras en las esquinas, pues al menos sus trozos han sido recompuestos y pueden contemplarse en el suelo; la recargada complejidad de su diseño para nada recuerda al arte griego o romano, es puramente oriental.  

   Es muy digna de admiración la calidad de la talla, el virtuosismo escultórico de las hojas de acanto que dan forma a los inmensos capiteles corintios (foto04) de las columnatas que rodean el anchísimo recinto. Su trabajo de calado parece de orfebres, se puede ver el cielo a través de los intersticios que se abren entre las hojas, y esto confiere a los capiteles una delicadeza y una fragilidad que hace sorprendente el hecho de que en los veinte siglos transcurridos aún se mantengan intactos.
      
   En la ancha explanada que encuadra el temenos hay desperdigados centenares de tambores de fustes corintios, cual si hubieran sido cortados en rodajas, cuyo colosal tamaño puede apreciarse mejor aquí que en las mismas columnas, al poder medir con el propio cuerpo el diámetro de sus secciones. En medio, raíles de tren amontonados y herrumbrosos, que sirvieron hace años para trasladar los enormes bloques pétreos en las obras de reconstrucción del templo. Muchos de estos tambores de columna han sido reutilizados a modo de sillares para elevar muros defensivos, en sustitución de los caídos, en la época medieval, cuando el templo de Bel fue convertido en fortaleza por un tal Abdul Hassan Yusuf ibn Fairuz. Otro vestigio de este castillo es el recio machón defensivo que, a modo de ciudadela, ocupa el lugar donde estuvieron antaño los propileos, o sea, el gran portal de entrada principal al complejo: encastrados en sus paredes pueden divisarse unas celosías inconfundiblemente musulmanas, una lápida con una inscripción en árabe que data el desaguisado (1132-33), y unas nada islámicas estatuas de Hércules y Mercurio, que rompen la austeridad del conjunto. 
   Rodear el exterior del Templo de Bel es una buena forma de apreciar en toda su magnitud las titánicas dimensiones del santuario. Algunos paños de muro se mantienen intactos sobre su enorme plinto, pero otros, hundidos por las vicisitudes de dos milenios, están descuidadamente reconstruidos en épocas medievales, por el expeditivo procedimiento de apilar en hiladas los tambores de las columnas corintias del pórtico interno del recinto, puestos de canto. Otros paños del muro exhiben incrustados nichos con frontón, que no ocupan su lugar original, sino que han sido colocados a conveniencia de los reconstructores, sin tener para nada en cuenta el esmerado juego de proporciones que guardaban ventanas y nichos entre sí en el edificio original.
  
   Entre la parte trasera del templo y la zona cultivada del oasis, pueden verse los basamentos de diversas casas patricias, que siguen el esquema constructivo de peristilo en torno a patio central, los suelos hermosamente pavimentados con losas de mármol blanco. En el oasis se cultivan olivos, palmeras datileras y granados, en huertos cercados de muros de adobe entre los que discurren y se ramifican los caminos de acceso. Hay más restos de ruinas clásicas por entre los cultivos, apilados y semiocultos bajo montones de tierra: fustes, sillares, capiteles de hojas de acanto, esquinas de basamentos emergiendo entre los escombros. 
   Desde el gran portal de entrada al Templo de Bel parte oblícuamente una calle columnada que conduce al Arco de Triunfo. 

 

 

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FotoCD09

Las ruinas de Palmyra
Oasis de mármol y oro

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Fotografías: Eneko Pastor 
Realizadas en Palmyra (Tadmor, Siria)

  


 

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