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Capadocia. La tierra de los prodigios

El paisaje del que están hechos los sueños

 

   Vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño.
   Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto...
   (Jorge Luis Borges, extractos de El Aleph)

   Vi una región de la antigua Anatolia cuyos paisajes parecían los escenarios del país de la fantasía.
   Un volcán se erguía en el horizonte. La lluvia, la nieve y el viento habían esculpido los montes y cerros para transformarlos en gigantescas esculturas.
   Los hombres habían tallado también esos riscos, convirtiéndolos en iglesias y monasterios. Y perforado la roca del suelo con túneles laberínticos para refugiarse en ciudades subterráneas.  
   La escultura era arquitectura. La arquitectura era escultura. Y ambas eran indisociables de la naturaleza.
   Vi la tierra que antaño llamaron Capadocia, compuesta de la materia de la que están hechos los sueños.

 

   Los fantásticos paisajes de la región de Turquía que antiguamente se llamaba Capadocia son el resultado de un capricho orogénico, en el que han tomado parte la poderosa acción de los volcanes, la lluvia y el tiempo.
   La gruesa capa de sedimentos volcánicos (lavas solidificadas y cenizas apelmazadas) que conforma la corteza del suelo de Capadocia ha sufrido durante eras la feroz erosión de los elementos atmosféricos de la meseta anatolia, creando poco a poco un irreal decorado poblado de formaciones pétreas inverosímiles, más propias del mundo de los sueños que del real.
Capadocia   A su vez, los hombres han intervenido para atormentar aún más estos paisajes, horadando sus entrañas para esculpir iglesias y monasterios, acribillando de túneles las paredes y suelos de roca para construir laberínticas ciudades subterráneas. La arquitectura rupestre alcanza en la Capadocia su apoteosis.
   En el horizonte, como telón de fondo, se yergue la mole sombría del volcán Erciyes Dagi (Argeo en la antigüedad, de 3.917 m), todavía activo con pequeñas erupciones y responsable principal, junto al Hassan Dagi (3.268 m), de la singularidad de la geología capadocia. La blanda toba volcánica del suelo es modelada por los vientos y disuelta por las nieves y las aguas, interceptadas en su fluir por otras rocas más sólidas superpuestas, hasta crear un mundo feérico de bosques de agujas y chimeneas de las hadas, husos, cuernos, hongos, cúpulas, cabañas de brujas, y miles de formaciones tan extravagantes que sólo la imaginación de un Gaudí podría llegar a emular.
   
   "Detrás se elevaban lo que de lejos parecían dedos, picos rocosos, que tenían encima como un sombrero de roca más oscura, a veces con forma de capucha, otras de casquete casi plano, que sobresalía por delante y por detrás. Más adelante, los relieves eran menos puntiagudos, pero cada uno se veía horadado de oquedades como una colmena, hasta que se entendía que aquellas eran casas, o mejor, albergues de piedra donde habían sido excavadas unas cuevas".
   (Umberto Eco, Baudolino, cap. 29)
  
   Capadocia constituye uno de los más importantes conjuntos de habitáculos trogloditas del mundo. No sólo son viviendas, almacenes, establos y graneros los espacios que socavan el subsuelo, sino un buen número de complejos eremitorios y monásticos, de iglesias y conventos rupestres a los que a la maestría arquitectónica de sus estructuras talladas hay que unir la variedad y viveza de las pinturas murales que decoran los interiores, gran número de ellas todavía en un aceptable estado de conservación y cuyo conjunto convierte a la Capadocia en un enclave fundamental para la apreciación del arte bizantino.
Capadocia   Las iglesias rupestres remedaban los edificios religiosos construidos en sillares o ladrillos. Todos las soluciones arquitectónicas que se dan en Anatolia durante la era bizantina aparecen traducidas a la roca, con aportaciones estructurales provenientes de la Armenia y Siria cristianas, entre ellas un tipo de nave con bóveda de medio cañón y ábside de herradura, muy semejante al de las capillas paleocristianas perdidas en los montes de Binbir Kilise (‘Las Mil y Una Iglesias’), en la vecina Licaonia. Las tipologías se multiplican: iglesias de una, dos y tres naves, en cruz griega, de dos y más pisos, o de planta central con cúpula (como las iglesias armenias de Ani o Kars).
   A veces la corteza rocosa de las colinas se desploma, dejando ver en sección sus entrañas huecas, que son interiores de iglesias demediadas por el derrumbe, con las naves vaciadas en la toba cortadas longitudinalmente.
  
   En Capadocia, la naturaleza esculpe y es esculpida. Cuando le da por ser escultora, no hace distingos entre figurativo o abstracto, y deja empequeñecidas las obras de cualquier Giacometti, Oteiza o Henry Moore.
   Cuando la naturaleza es tomada como materia para ser esculpida, el resultado es un mundo onírico en el que las montañas están taladradas por dédalos de galerías, salas, pozos, escaleras.... Las chimeneas de las hadas son transformadas en santuarios, las ciudades crecen bajo tierra ramificándose por túneles sin fin.
   A la postre, la naturaleza tiene la última palabra. Con un ritmo lento pero inexorable, la gravedad y la erosión remodelan lo que la mano del hombre ha esculpido con tanto esfuerzo, derribando sin contemplaciones casas, iglesias y monasterios rupestres, o dejándolos a medio desplomar para que podamos ver sus frágiles interiores con sus muros recubiertos de frescos medievales.
   La Capadocia es un mundo mágico, en parte natural y en parte artificial, al mismo tiempo abierto al cielo y subterráneo. Un laberinto en el que hay que perderse para poder descubrir las joyas que esconde en sus recovecos y oquedades. Y quedar maravillado con el entorno paisajístico que arropa estos monumentos, con la extravagancia de sus formas orogénicas, la viveza de colorido y el aura de misterio con que las envuelven las doradas luces del atardecer, pues en la Capadocia el arte de los hombres es inseparable del arte de la naturaleza.
  
   Vaya aquí un recuerdo a Pier Paolo Pasolini, que supo aprovechar la belleza de los paisajes de Capadocia para convertirlos en la Cólquida, cuando en 1969 rodó en estos escenarios naturales su film Medea, con María Callas como protagonista.
   Eneko Pastor

 

 

 Dos recuerdos

   Dos recuerdos me vienen a la cabeza cuando pienso en aquellos días de marzo pasados en Capadocia.
   Uno es el paisaje nevado que se veía desde la habitación del hotel a las seis de la mañana. El otro es una pareja de italianos que buscaban una cueva en alquiler donde instalarse, con la intención de trabajar allí durante la temporada turística.
   El primer recuerdo tiene que ver con las fotografías aquí expuestas.
   El segundo recuerdo es inquietante. Resulta que en una conversación mezcla de inglés, español, turco, etc..., Mario, que así se llamaba el italiano, repitió en varias ocasiones las palabras “a la sazón”, creo que sin saber muy bien a qué se refería.
   La expresión quedó grabada en mi cerebro asociada a Capadocia; desde entonces trato de utilizarla yo también, y muchas veces lo hago, aunque no venga a cuento.
   Angel Salaberri

 

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FotoCD63
    
Capadocia
La tierra de los prodigios

© Sara Aguirre
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Fotografías: Sara Aguirre, Eneko Pastor y Angel Salaberri
Realizadas en Capadocia (Turquía)

   
 


 

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